AS IF FROM A DISTANCE…

– Entonces, ¿tú te vas a morir algún día?

– Pues sí, hijo, aunque ese “algún día”, por suerte, está muy, muy lejos. Todavía me quedan años y años contigo, mi amor.

La muerte aparece por sorpresa en una conversación entre un padre y su hijo de 8 años, que podríamos ser, casualmente, mi hijo pequeño y yo. Algo estalla dentro de uno cuando escucha la palabra muerte de boca de uno de sus hijos. Suena casi como a delito punible escuchar esa vocalización de la “m” seguida de la “u”, la “e”, la “r”, la “t” y otra “e”, algo similar a un disparo a cámara lenta en una película de Tarantino que sabes que te va a reventar finalmente el cráneo como un descomunal big bang.00 sorry dead Sabes que ya nunca podrás volver a ver de la misma manera «La Habitación del Hijo» de Nanni Moretti, porque la vas a sufrir como un puto perro. En fin, cada persona es consciente de lo finito del ser humano en mayor o menor medida. Yo no pienso casi en ello, la verdad, vivo al día y trato de dejar que las demás personas vivan sus vidas sin interferir negativamente en ellas. Lo intento, digo, a diario.

Death is not the End... or is it? Click on the image and Nick Cave (& frinds) will solve this dilemma.

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THE END?

No sé si la muerte es o no el final, pero mi primer contacto con ella fue a los cinco años, cuando se murió mi abuela paterna, Ramona. Un febrero muy frío aquel de 1973, tanto, que mi pobre abuelita, que vivía sola en Pieros, un pueblo a dos kilómetros del mío, Cacabelos, dejó la estufa encendida toda la noche (no recuerdo el día exacto, aunque sí que era un sábado) y un escape de gas butano la mató dulcemente. Como era tradición en aquellos años, el velatorio en casa, y toda la familia a rendir pleitesía a la muerta. 07Me obligó mi madre a acercarme a aquella señora ya amortajada y toda vestida de negro, pañoleta incluida, para darle dos besos de despedida. Cerré mis ojos y pensé en aquellos churros calentitos que ella me traía para desayunar cada domingo por la mañana, bien temprano, ya que madrugaba muchísimo y se echaba luego a andar en dirección a Cacabelos sin darle importancia a si llovía, nevaba o si había charcos congelados que pudiesen hacerla resbalar y caer. Pero abrí los ojos, allí no veía a mi abuela Ramona, y las palabras llegaron prestas a mi aparato fonador desde el susto de ver aquellos dos algodones insertos en sus fosas nasales, como rúbrica a un rostro frío e inexpresivo, desconocido para mí.

– Mami, ¿por qué la abuela tiene esos algodones en las narices?

Y, claro, colleja al canto de una de las que me crió (la otra fue mi abuela materna, con la colaboración desinteresada de sus hermanas, aquellas amigas de Perpetua).

– ¡Anda, sal de ahí, carallo, que están esperando tus primos pa darle un beso!

Tras varias noches durmiendo mal, entre sudores y pesadillas varias plenas de abuela, algodones, churros y pañoletas negras, logré superar aquel primer contacto con la levedad de la vida humana.

Un año y dos meses más tarde, ya en 1974, mes de abril para ser más exactos, volví a encontrarme con ella. Lo recuerdo porque eran las Fiestas de la Pascua en mi pueblo, y la musiquilla de los coches de choque invadía toda la plaza; bueno, eso por la tarde, poco antes de que las orquestas, casi siempre gallegas, nos deleitasen frenéticas con sus pasodobles verbeneros que todos bailábamos con mucha ilusión. Aquella mañana de Lunes de Pascua, Simón y yo corrimos a comprar petardos tras la siempre aburrida misa de doce. BICICLETA FUNERARIASimón y yo éramos amigos desde el primer curso de parvulitos, los mejores amigos. Salíamos juntos del colegio, nos dábamos mamporrazos con nuestros pizarrines, nos tirábamos a la cabeza las cartillas de Rubio, las tizas, corríamos sin ton ni son en dirección a nuestras casas con el hambre acumulada toda la mañana, con avidez de comer rápido y salir a jugar lo más pronto posible con todos los demás niños a la plaza, cargados de cromos, canicas, peonzas, dispuestos a coleccionar más moretones en nuestras piernas que se ventilaban frescas al aire libre hiciese frío o no. El futuro no existía porque nunca iba más allá de cada tarde de juegos infinitos, de risas y golpes variados, de enfados y peleas a pedrada limpia. Vivíamos el ahora con sensación de pura eternidad; éramos inmortales. Tras hacernos con una caja de petardos cada uno, que guardábamos como tesoros en nuestros bolsillos esperando la llegada de la verbena aquella misma noche, con la orquesta Los Satélites de La Coruña, unos clásicos de cada Pascua cacabelense, corrimos por la Avenida José Antonio (hoy de la Constitución), la Nacional VI por aquellos años 70, vacíos de autopistas y circunvalaciones, en dirección a la casa de Simón. Las aceras eran demasiado estrechas y para esquivar a toda la gente que nos íbamos encontrando de bruces decidimos dar un salto al borde de la carretera. Él iba delante y yo lo perseguía con toda la velocidad que se puede adquirir con unos zapatos de domingo, bastante nuevos, de los que aprietan de veras antes de adaptarse a tus pies. Llegamos a la altura del primer cruce, uno a la izquierda que iba a dar a las antiguas Bodegas Guerra. Simón sigue imprimiendo más y más ritmo, que me quiere ganar esa carrera. La última. De ese cruce apareció de la nada un camión que se llevó por delante a Simón. Dejé de correr. Oí gritos, aunque mi cabeza ya no estaba allí porque era absolutamente incapaz de moverme, de hablar, con seguir respirando era más que suficiente. 012dffb1004102dfca353542c34d89f0Alguien me agarró de la mano y me subió a la acera. No recuerdo siquiera quién fue. Allí estaba, sobre ese asfalto frío e irregular, el cuerpo sin vida de Simón. Cuando volvimos a clase tras las vacaciones de Semana Santa, el sitio de Simón estaba vacío. Don Vicente, el maestro, nos explicó una bella teoría sobre los angelitos que van al cielo que desde allí nos ven y hasta alguno que otro se convierte en ángel de la guarda. No me creí una mierda, sólo eran patrañas para alejar el susto de nuestras vidas. Sabía que jamás volvería a ver a mi amigo. Sabía que mis visitas al cementerio cada primero de noviembre estaban reservadas no sólo para mi familia, sino también para mi primer mejor amigo, ese ángel del que hablaba Don Vicente, el Ángel Simón.

Aunque no rezo, a veces hablo con él y le cuento historias que seguro que le resultan incomprensibles. No sé ni de qué equipo de fútbol era, ni qué tipo de aficiones tendría de no haber sido por aquel maldito camión. Sólo sé que la muerte me pasó muy cerca aquel día, y que, cuando casi me ahogo en la playa de Laxe estando de campamento allí en el verano del ‘78, vi a Simón mirándome entre los remolinos que provocaban aquellas olas tan enormes, las que me querían engullir irremisiblemente.17e Regiment Death and Glory, ca. 1928 Dejé de pelear contra ellas, me dejé ir. Estaba solo, nadie me vigilaba, eran otros tiempos, y cuando abrí los ojos en la orilla y comencé a toser, pude ver como mi amigo se alejaba mar adentro mientras me decía adiós con su mano derecha. Todavía llevaba los algodones en sus fosas nasales, porque él, desde su eterno ‘no futuro’ no necesitaba tanto la respiración como yo… Además, él jamás pudo aprender a jugar al ajedrez, y yo sí, so «here we are, stuck by this river…»