“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
Desde, ¡cómo no!, el fondo del alsa, asiento 53, en este viaje de Oviedo a Ponferrada me fijo – hacía ya años que no lo hacía – en un cartel muy grande que anuncia goloso MANTECADAS ALONSO, y vuelve a mí aquel sabor y aquella textura tan empalagosa de las mantecadas que me traían de niño el tío Juan y la tía Bernarda cada vez que regresaban de aquel pisito que se habían comprado a principios de los 70 en Villajoyosa. No recuerdo con exactitud si eran dos o tres veces al año, pero era llegar ellos al pueblo en primavera o en otoño (todos unos pioneros pre-Imserso) y decirme mi abuela rauda y preparada ya para una visita más, “José Luis, saca la botella de anís y las pastas, que vienen Juan y Bernarda de visita”, y ya visualizaba yo aquella caja de Mantecadas Alonso, y sabía que durante unos días tenía el desayuno asegurado y organizado, ¡hasta luego al pan duro mojado en leche recién hervida!
Guarda mi madre en una caja rectangular, grande, que en otra vida fue mero contenedor de cubiertos varios, un montón de cartas y postales de los últimos 60 años, y allí están todas aquéllas que enviaban los tíos desde Villajoyosa… o “Billajoyosa”, con B, como ellos mismos lo escribían en cada remite. Para compensar, cuando yo, escribano oficial de la familia desde los 8 años, tenía que contestar cada postal recibida me obligaban a cambiar el nombre de la tía, de la destinataria, y Bernarda se convertía en “Vernarda”, “que así se escribió toda la vida de dios, carallo”, me decía mi abuela al borde del enfado. Y yo, obediente a la par que necio, convertía lo mejor que podía y sabía aquella be mayúscula en una uve pelín rococó. Quid pro quo, justicia ortográfica.
Juan era el hermano pequeño de mi abuelo Martín, uno de los misterios peor guardados de la familia. Rojo compulsivo, hombre de campo, comunista y orgulloso de serlo, del que, el miedo siempre adherido a los tuétanos de mi madre, se me contaron varias versiones de su muerte, siendo la más evidente la que siempre se obviaba.
Juan y Bernarda no tuvieron hijos, pero compensaron esa ausencia rodeándose de montones de sobrinos y sobrinas que, al parecer, suplían aquella carencia tan, tan grave, o eso se contaba en mi casa, porque a mí me parecían la mar de felices y dicharacheros sin una prole a la que mantener. Sabían vivir y transmitir su alegría de vivir… a pesar de su empeño por las mantecadas, y me alegra recordarlos ahora que este autocar maniobra para salir despacio de la estación de autobuses de Astorga mientras observo sin siquiera pretenderlo esa maravilla de Gaudí que sirve como palacio obispal (una pena la devoción religiosa del arquitecto), al fondo del alsa, en el asiento 53.
De acuerdo, no era el peor de los hombres, ni siquiera el mejor de los padres, tan sólo era el pequeño de cinco hermanos que se quedaron huérfanos de padre demasiado pronto, mucho más pronto que yo, por supuesto.
Hoy, como es costumbre cada julio, nos fuimos Nuria y yo a tomar un café al Siglo XIX tras haber dejado a los niños en casa de mi madre, y de fondo, en la televisión, estaban retransmitiendo la correspondiente etapa del Tour de Francia, y en éstas que veo a Froome sin bicicleta corriendo cuesta arriba como un poseso. ¡La hostia! ¿Qué acaba de suceder? El caso es que, de vuelta a casa de mi madre (antes conocida como “de mis padres”) iba pensando en contarle a mi padre ese hecho curioso que acababa de ver en “La Grande Bouclé”, que él siempre tenía por costumbre estos últimos años preguntarme por el resultado de la etapa del día… hasta que me di cuenta de que ya no iba a ser así, que mi padre ya no me iba a preguntar nunca más por el resultado de la etapa del Tour, y no pude evitar sentir un escalofrío de ésos que provocan las ausencias que son ya para los restos.
La misma serenidad,
la misma sangre fría
que en mayo de 1983
cuando murió mi abuela.
A ella la quería más,
no tengo la menor de las dudas.
Aunque ya no hablamos de amor
ni de cariño:
es ese enlace genético
ese pegamento
que da gracias
por haber llegado aquí
y haber respirado
con los pies imantados
a la puta Tierra.
Reconozco que no éramos grandes amigos, que no coordinábamos ni empatizábamos nada bien, pero debe haber algo en la sangre que te envía una señal de vez en cuando con la única y simple intención de avisarte y recordarte de donde vienes.
Él, que en un intervalo de tres meses me explicó que el niño cocodrilo aquel que habían traído en un circo friki no era de verdad (era el gran atractivo de un circo que siempre venía a Ponferrada a las fiestas de la Encina a primeros de septiembre), y que los Reyes Magos no eran tales, que los padres se encargaban de todo. Tenía yo siete años. Yo fui transmisor de “malas noticias” al resto de mis amigos…
¿Y ahora, qué?
Rezos, misas, cristos y lloros.
No, por mi parte no.
Pocos fueron los momentos buenos,
de risas y complicidad:
densidades muy dispares,
poca comprensión,
mutua,
que yo no rehuyo mi parte
y sería muy hipócrita proclamar
ahora
desde el umbral de lo fácil
que era un gran hombre,
que lo quería a dolor
y que lo echaré un montón de menos.
“¿Para qué llamar por teléfono habiendo bicicletas? No paga la pena”, es una máxima literal que resume a la perfección la filosofía vital de mi padre; mitad graciosa, sí, y mitad bronca sutil por, según él, gastar a lo tonto, sin pensar.
En un cajón de su armario “yacían” dos cinturones de piel, de los buenos, que era “más cómodo atarse una cuerda” para evitar las constantes bajadas de pantalones.
Echaré de menos, sí
su ironía y su sarcasmo:
el ingenio tan veloz siempre
para definir situaciones
y personas.
Me hacía reír,
reír con ganas.
Gran contador de historias a la par que gracioso, es mi labor ahora mismo recuperar alguna de sus aventuras:
Recién cumplidos los seis años, comenzó a trabajar como pastor de ovejas, que el hambre proveniente de la guerra ya azuzaba, y una madrugada, mientras llevaba el rebaño desde Pieros, su pueblo, hasta Valtuille de Arriba, con luna llena, tuvo que esconderse de una manada de lobos que acabó desayunándose un par de ovejas. Para él, eso era el miedo y su misma metáfora.
No echaré de menos
su avaricia,
su no saber vivir,
sus nulas muestras de cariño,
sus exigencias exageradas,
carentes de un mínimo de apego
y comprensión
hacia un niño
que sólo quería agradar
y ser feliz.
En su casa, cuatro hermanos y una hermana más la madre, Amparo, viuda y huérfanos, no había vajilla alguna; se cocinaba en una perola al fuego de leña en medio del patio y luego ya comían todos juntos alrededor de la pota todavía humeante. Mi padre aún conservaba a sus 83 años una marca en su mano derecha que provenía del tenedor de su hermano Amador: “¡Come de tu lao, cagondiós!”, por atreverse a ir a buscar algo de chicho en zonas ajenas a las que correspondían a su lado de la olla.
Pasó hambre, mucha, pero eso, decía él, era puro alimento para el ingenio, que solía ir hasta la casa de la tía Rafaela que, no sólo le regalaba media hogaza de pan, sino que se aprovechaba de la visita de cualquiera de sus sobrinos para que los mismos le acercasen calderos de agua caliente hasta el barreño en el que se iba a dar su baño semanal y, de paso, cada uno de ellos alegraba su vista y grababa recuerdos para deseos venideros plenos de fantasía onanista.
¡Y lo era!
¡Lo es!
Quizá por haber sabido
huir a tiempo
de ese narcisismo
tan nocivo
como mal entendido
en el que viví
mis primeros años.
En el colegio le iba muy, muy bien, casi el número uno en la clase de Don Venancio y, aún así, no pudo irse a estudiar con los frailes cuando estos mismos lo seleccionaron porque en su casa no había dinero para una muda nueva, algo que siempre lamentó desde su siempre insistente anticlericalismo, ya que consideraba que una educación a un nivel superior podría haberle sido la mar de útil para saber más, para aprender más, para haber adquirido una cultura que, ahora que lo pienso, tampoco tuvo nunca demasiado interés en adquirir.
El terror contenido
de una mala nota
en el colegio,
de un mal paso,
de un tropezón inoportuno…
o de un vaso de Duralex
que resbala de tus manos
y estalla escandaloso
contra una baldosa del suelo.
Pero tuvo que emigrar a Francia, a Estrasburgo, a trabajar catorce o dieciséis horas y dormir en barracones con otros amigos del pueblo, Pieros. Un puesto en la Suchard, varios años que no sirvieron ni para aprender un mínimo indispensable de francés; una novia canadiense que duró poco y un regreso a casa sin pena ni gloria, eso sí, con un odio eterno al chocolate Suchard (“En estas Navidades, turrón de chocolate… ¡Y una puta mierda p’al turrón, p’al chocolate y pa Suchard!”).
Siempre contaba muy orgulloso que le había ganado dos juicios a Franco, juicios laborales por despidos improcedentes. Ahí empezó su etapa sindicalista y luchadora. Recuerdo huelgas indefinidas, manifestaciones, noches y más noches de encierros, alegrías y decepciones, suspensión de pagos en Talleres Canal, S. A., donde trabajaba como soldador, y los obreros a tomar viento fresco. Una pelea larga y sin cuartel, muy dura. Indemnización y, al final, prejubilación. Orgullo obrero y de clase hasta el final.
Y todo ello siempre desde el más puro y duro pragmatismo activo; el cariño ausente y la austeridad suma como patria y bandera. Por eso era mucho mejor y más sano ir a dar un recado en bicicleta que descolgar el teléfono y marcar el número correspondiente para darlo, porque eso luego lo cobraba Telefónica.
Ahora, adiós,
y si existe otro lugar,
otra dimensión,
que sea ésta ajena
a ese mundo
tan estoicamente
materialista
en el que te gustaba
vivir.
En verano, con la amanecida, solíamos ir juntos a sulfatar la viña, yo como aguador y, en ocasiones ya siendo yo un fornido adolescente, como sustituto sulfatador máquina a la espalda para dejar las hojas de vid teñidas de un azul demasiado exagerado, sin mascarillas ni hostias, con ese olor ya impregnado en el fondo de los pulmones durante dos o más días.
Ahí está su bastón, ya olvidado, descansando. Puede que no fuese un gran hombre, lo sé, y que el amor para él fuera tan sólo un sencillo “que no te falte de nada”, puede que suficiente o puede que demasiado escaso. Yo no lo sé, la verdad. Quizá el amor está sobrevalorado…
Hijo de la Guerra Civil, de la posguerra, del hambre, del odio, sin miedo a nada ni a nadie, austero hasta la extrema extenuación mental, el humor negro, negrísimo como bastión de su sorna y su deje gracioso…
y mi padre.
POST DATA
Dos momentos de aquellos buenos de verdad que recordaré mientras respire:
El primero, tendría yo unos cinco años, en el antiguo campo municipal de la Unión Deportiva Cacabelense, donde hoy se ubica el colegio público. La Unión ganaba 4 a 0 al Guardo, un baño descomunal de actitud y de juego, y en éstas que le llega el balón en un clarísimo fuera de juego a Ricardo el Relojero, uno de los jugadores con más clase de los que yo haya disfrutado jamás, que marca de tiro ajustado al palo derecho. “Fuera de juego por mucho”, me dice mi padre al mismo tiempo que comienza a explicarme qué era aquello del orsay. “¡Qué más da, que se jodan, haber estao atentos, joder!”, le responde un paisano que aún celebraba alborozado el quinto gol. “No, no da igual, es fuera de juego y ya está”, fue la seria contestación de mi padre.
El segundo sucedió como un mes y medio antes de que yo cumpliese los diecisiete años. Regreso casi de madrugada de un concierto en Ponferrada, son las fiestas de la Encina. El Castillo de los Templarios era un lugar cojonudo para albergar todo tipo de conciertos; aquél era de Gwendal, si no recuerdo mal. Mi madre, que encuentra algo en el bolsillo de mis vaqueros justo antes de meterlos en la lavadora al día siguiente. “Ay, que igual es droga”, sospecha. “Pepe, vete con esto y pregúntale al niño”. “¿Qué es esto que encontró tu madre en tus pantalones?”, “a veeeeer… Ah, no, nada, nada, sólo un poco de pólvora prensada para los petardos que tiramos ayer en las fiestas de la Encina… que sobró un poco y tal…”. “Vale, toma”, y me devuelve un buen trozo de mejor costo con cara de no haberse creído una mierda de lo que yo le acababa de contar a la vez que me indica con un gesto de su cara “cuidado, cuidado, hasta ahí y nada más” (la psicosis aquella de los años 80 con la droga, la de la gente desinformada y todo aquel fandango que sobre todo benefició a quienes traficaban). Asiento con cierto deje de chulería adolescente, se va y escucho acto seguido, “nada, que es pólvora para hacer petardos en las fiestas de la Encina”, lo cual no era del todo mentira, semánticamente hablando.
Sé que desde esa silla vacía
de la galería
sigues mirando la gente
que va
y que viene
porque tú no creías
en cielos
ni en infiernos
ni en nada que no pudieras
ver o tocar.
Sé que puedo ser injusto
o incluso quedarme corto,
que nadie es capaz de dar
aquello no tiene,
no sabe
o no comprende
cómo dar.
¡Buen viaje!
Nos veremos
sin dios mediante
en eso que aquí
conocen como
tresmundu.
(Un día cualquiera de febrero de 1975. Mi primo me regala un mes antes una radiocasete grabadora que ya no utiliza. Llego del colegio, la puerta de casa está abierta, que mi madre trabaja en la peluquería con la ayuda de mi abuela; entro y dejo la cartera en mi habitación, me dirijo a la cocina, que tengo hambre y huele la hostia da bien, a cabrito al horno, una de las especialidades de mi abuela Luisa, me paro en la puerta porque escucho como mi padre canta: “mañana por la mañana te espero Juana junto al café, que tengo ganas, querida Juana, de verte la punta’l pie, la punta’l pie, la pantorrilla y el peroné, te digo Juana que tengo ganas de verte la punta’l pie…”. Stop, play y a escuchar. “¿Qué haces, papá?” “Eeeeh, no, nada, nada, probando esto que te dejó tu primo…” En aquella cinta Tudor de 60 minutos le grabé yo posteriormente canciones de las Grecas que ponían siempre en la radio, que le gustaban un montón, lo más cerca que mi padre estuvo jamás de la modernidad entendida como tal. Nunca jamás volví yo a escuchar esa canción que hablaba de Juana y su peroné.)
“¿Pero dónde vas tú con esa pinta de jipi? Nunca me gustaron los jipis y tengo uno en casa.” – El aspecto, antes de irme a clase: botas militares, pantalones negros rotos, camiseta de Bauhaus y abrigo negro largo – que había sido suyo -, pelo de punta… Daba igual, todos éramos jipis para él.
José Luis – así me han llamado siempre mis padres – … Acaba de llamar tu tío de Bilbao…que se murió la abuela. – Y con las mismas, mi madre se echa a llorar desconsoladamente.
Gracias. –Ésa es toda mi respuesta, serio, impasible, dos segundos antes de levantarme del asiento y cerrar la puerta con cierto grado de vehemencia. Esa actitud la reconocí unos años más tarde al ver “En el Nombre del Padre”, cuando le dicen a Gerry Conlon (Daniel Day-Lewis) que su padre, Giuseppe (Pete Postlewhite), ha muerto y él contesta con un simple “Gracias” y sigue a lo suyo.
Estaba escuchando por primera vez, que justo esa mañana del 3 de mayo de 1983 había llegado el pedido de Discoplay,“The Crossing”, un LP del grupo escocés Big Country, el tema “Fields of Fire”, la cara B, la penúltima canción del álbum… Between a woman and his boy… Sí, así era, yo era su chico, ella había sido mi abuela, mi madre, mi padre, mi todo, y a ella le debo ser quién soy, cómo soy.
Esa canción es siempre mi recuerdo hacia su memoria, porque ella no creía en dioses propios o ajenos, tan sólo creía en el ser humano (“Si se cae el techo de la iglesia, a mí no me va a pillar debajo, no”, solía decir con cierto grado de sorna), podríamos hasta decir que mi “oración” personal hacia ella. Y siempre que la escucho sonrío, y me activo, y pienso que ella me estaría diciendo, “venga, arriba, vago, que todo tiene solución menos la muerte.” Casi dos meses me llevó poder llorarla, y fue un día lluvioso de julio en el que me quedé en casa escuchando música y puse esa canción, y la voz de Stuart Adamson me hizo saltar repentinamente las lágrimas, mares de ellas que se habían acumulado esperando su oportuno turno.
Hace justo cuarenta años, recuerdo a mi abuela Luisa sentada no frente al televisor aquel Telefunken en blanco y negro que teníamos en casa, sino justo al lado izquierdo del mismo. Estaba el aparato encendido, yo no había tenido colegio ese día y desde la puerta del salón observaba fascinado aquella escena, hasta que ella se incorporó un poco, giró su cabeza, miró la pantalla de cerca y dijo en tono muy bajo “a criar malvas, hijo de la gran puta; demasiado tarde, pero a la puta mierda, cabrón.” En la pantalla se podía ver como mucha gente desfilaba tranquilamente frente al féretro del dictador Francisco Franco. Dos horas más tarde llamaron al timbre de la puerta, corrí a abrir, eran Julia y Anuncia, dos amigas de mi abuela. Las tres se abrazaron llorando en el salón, de alegría, de alivio, las tres viudas, las tres muy emocionadas. “José Luis, anda, ¿nos traes la botella de anís que está en el armario de la cocina, en la parte de arriba a la derecha?” Por supuesto que lo hice, me subí a una silla y agarré con fuerza aquella botella de anís de La Asturiana. Me senté callado a escucharlas, a aprender de las circunstancias de la vida, de lo que había supuesto para ellas la Guerra Civil, la represión del dictador, las incursiones nocturnas en el monte para llevar comida a los maquis…… Tan sólo tenía yo ocho años recién cumplidos, pero ese día me marcó mucho porque en él aprendí mucho más de lo que luego me podrían haber enseñado en miles de clases de historia de España; la nostalgia de aquellos inviernos al calor del brasero de la mesa camilla jugando a la brisca con ella mientras no cesaba de preguntarle por su vida y milagros, por mi abuelo Martín, por como pudo ella escapar de los Nacionales y llegar a Madrid, y resistir allí hasta que la ignominia de aquel golpe de estado salió victoriosa. Mierda, pasaron……Cautiva y derrotada, regresó a Cacabelos, y se libró del paseíllo porque su hermanastra Emilia intercedió por ella (Emilia era del bando ganador.) La sigo echando de menos cada día, y quiero darle las gracias por todo lo que me dio, porque era una mujer honesta, desinteresada, buena, muy trabajadora, muy divertida también. Cuatro meses después de su muerte, llegó aprobada su pensión como viuda de guerra, que el primer gobierno de Felipe González al menos sí que había tenido la decencia de reconocer como viudas de guerra a todas aquellas mujeres que pudieron sobrevivir a la represión franquista. Ese día no dejé de llorar, y cogí mi bicicleta y me fui rápido hasta el cementerio para contarle la noticia. No llegaba a veinte mil pesetas, pero al menos era un último reconocimiento a una vida de lucha, miedo y tesón que no debería haber sido jamás la que le habría tenido que tocar vivir.
El día 16 de diciembre de 2001, encontraron el cuerpo sin vida de Stuart Adamson en el interior de un armario del hotel Best Western Plaza de Honolulú. Había recaído en el alcoholismo, su mujer, Melanie, acababa de solicitar el divorcio, Adam dijo “¡hasta aquí!”, se bebió una botella de vino y se ahorcó con un cable de la electricidad. No more Skids, no more Big Country, no more Raphaels……Me enteré de este hecho a principios del año 2002, y, nada más llegar a casa (por aquel entonces en Londres, en el barrio de Crystal Palace) busqué entre mis CDs un recopilatorio que había comprado unos días antes en una charity shop (gran casualidad cuasi premonitoria), “The Best of Big Country”, y puse la canción en el reproductor, y transcurridos treinta y un segundos Stuart empieza a cantar “between a father and a son”, y yo me dejo ir en llanto, porque ella fue para mí madre, padre, amiga, maestra, confidente, en fin, todo lo que mi padre jamás ha sido ni será. Ésta es y será siempre mi “oración” en su honor, no matter 400 miles or 4 million, así que, gracias Stuart, y gracias por siempre a Luisa, mi abuela.