“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
Mariano y el marxismo: ¿cómo están ustedeeeeees? En un mundo ruíz sólo sobrevivirán quienes usen Just for Men
como loción capilar
y dejen las canas
para barbas
que son mucho barbas:
macho Man
en columpio vigilante
como presidente nuestro
que es.
Groucho y Chico
callan
y otorgan:
la parte contratante
de la primera parte
ya no jugará en la segunda
y el ganador del próximo debate
se decidirá en rigurosa
tanda de penaltis
(penales, que los llaman
en la misma Pampa,
lo cual
en este contexto semánticamente ibérico
se adecua
a la popular perfección…
¡será por penales!)
disculpen pues
que no se levante,
debate…
debaser…
de váter…
o muerte…
¡fingiremos!
ajena camina lejos esa gente de una salida:
brexit sintético
hacia un nuevo
concepto:
scotlond
de independencia
seguro con inquina
plagado de esa plaga
de obreros liberales
abocados al miedo
de quedarse
sin un trabajo:
55 horas semanales
y 400 euros
punto en boca
sonrisa a medio diente
sí señorito
a sus beatas órdenes;
no hay dolor
sin conciencia de clase:
ladrillos vienen
e van
felicidad impar:
botemos ahora
yo soy…
yo soy…
y me quiero
independizar
de vuestra estirpe
imperial
entre encuestas
que no salgan jamás
de los límites
de mi barrio.
Ana tan sólo había pedido una lupa por su cumpleaños, todo lo que le dieran estaría de más, seguro. Era el más importante hasta la fecha, 10 años, el único en el que cambiamos de una a dos cifras, por eso se había decidido a decirle a su madre que quería una lupa, una muy buena, de detective profesional, la mejor que fuese posible encontrar en la ciudad. Raúl, su hermano pequeño, todo nervio y energía, no entendía por qué su hermana mayor estaba tan empeñada en conseguir una lupa. «Pues vaya tontería», pensaba desde el prejuicio infantil que provenía de un exceso de educación tradicionalmente patriarcal y machista, marca de la casa de su padre, un trabajador por cuenta ajena que descargaba siempre que veía un leve resquicio toda su frustración vital en el interior del hogar. No sólo tenía el brazo muy suelto para repartir hostias por doquier, sino que también empleaba toda la violencia verbal que su intelecto frustrado le permitía soltar cual lastre puramente existencial para tener a todo el mundo acojonado, a su puto servicio, a sus malditas órdenes; iracundo, inflexible, vehemente, de los que sólo se ríen con sus amigotes. «Un cerdo hijo de puta», que pensaba su mujer cada vez que lo veía aparecer por la puerta. Pensaba, sólo pensaba, que el miedo la atenazaba anulando cabrón todo su ser.
Ana quedó fascinada con Sid, ese niño sádico hasta la avaricia con sus pobres juguetes, desde el primer instante en que apareció en «Toy Story». Ese placer interno tan inconfesablemente enorme como el que sintió cuando, con los ojos como platos soperos, vio a Sid lupa en mano tratando de quemar la frente de un asustado Woody. «¡Quiero una lupa, para mí sola!», se gritó a sí misma en mitad de una especie de trance pirómano-festivo. Ya ha visto la película dieciocho veces.
Y ahora llegamos al día de la celebración, un 13 de mayo. Ana se levanta a toda prisa, nerviosa, ilusionada, esperando que el tiempo corra más deprisa que nunca para que lleguen cuanto antes esas cinco y media de la tarde. «¿Mami?» «Sí, hija, dime:» «¿Esta noche tienes turno en el hospital, verdad?» «Sí, un fastidio, mi amor, pero estaré en casa hasta las nueve y media, no te preocupes.» A casa vinieron sus dos amigas y su amigo. Cantaron, bailaron, Ana sopló muy fuerte esas diez velas y, por fin, llegó ese ansiado turno de los regalos. El Mario Kart 8 para la Wii U, unas acuarelas, el Libro Guiness de los Récords de este año y, ¡menos mal!, una lupa de nueve centímetros de diámetro de la marca Aventuralia. Lo demás ya no importaba. Tras ayudar a su madre a recoger los restos de sandwiches, ganchitos, patatitas y demás viandas cumpleañeras, Ana corrió a su habitación. Del cajón de la derecha de su escritorio sacó un rotulador negro de los de tinta permanente y en la parte superior del cristal de la lupa escribió RAMON, así, con mayúsculas y sin tilde en la ‘o’. Cuando su amigo y amigas se hubieron marchado, despidió a su madre a eso de las diez menos veinticinco de la noche y acto seguido jugó un ratito con su hermano al juego de la WiiU que le habían regalado hoy. Llegó su padre, «¿Qué cojones hacéis? ¡Venga pa la cama, hostias! ¡Aire, AIRE, JODER!» «Papi, espera, que ahora dan el tiempo y quería verlo, sólo son unos minutos de nada.» «Cagondiós ya… Le tomáis a uno la delantera y os creéis ya los putos amos de la casa… Venga, lo ves y ni un puto segundo más, eh, te vas cagando hostias para la cama. ¡Y acuestas tú a tu hermano, que yo estoy cansado, hostias!» «Gracias, papi.» Efectivamente, Ana confirmó lo que había visto en el telediario de las tres de la tarde, al día siguiente tocaba un sol de impresión. «Buenas noches, papi, hasta mañana.»
Cuando Rocío, que trabajaba como auxiliar de enfermería en el Hospital Central, llegó al número 27 de la Calle Ramón y Cajal se encontró a su hija Ana y a su hijo Raúl en el portal, sentados en la escalera, vestidos y con mochilas bien cargadas a sus espaldas. «Hola, mami. Vámonos ya, que todo ha terminado.» Sin decir nada, Roció salió del edificio dando la mano derecha a su ojito derecho, su hija Ana, y la mano izquierda a un asustado Raúl, que aún no comprendía muy bien qué estaba sucediendo aquella mañana de sábado tan extraña. Desde la parada del autobús, mientras Rocío permanecía sentada bajo la marquesina, relajada, sonriente, Ana y Luis observaban con la inestimable ayuda de la lupa nueva de Ana una fila de hormigas que ascendía por la pared de un edificio cercano, muy bien organizada, escucharon la sirena del camión de bomberos, ninoninoninoninoninoninoninoninoooo. Demasiado tarde, Ramón ya se había asfixiado seis minutos antes. Una pena, pensó Ana, su piel, su carne ya no podrán sufrir el angustioso contacto del fuego. «Mami querida, te quiero» «Y yo a ti, mi amor, y yo a ti.»
(Otro viernes acepto el reto creativo de elbicnaranja, en esta ocasión, un grafiti de Pejac, artista español que alegra paredes con un arte que nos hace pensar, que viaja rumbo a nuestra mente para que así nos hagamos montones de preguntas. Tanta noticia sobre asesinatos por violencia machista, esa maldita lacra, me llevó a escribir esta historia inspirándome en la imagen.)