“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
Aquellos trayectos Ponferrada – Oviedo de finales de los 80 pasado ya el puente del Pilar, tras finalizar la vendimia en Cacabelos. Hasta con ganas de estudiar llegaba a mi destino…
Como no éramos modernos, no utilizábamos tijeras, sino unas navajas pequeñas en forma de hoz. Los cortes en los dedos eran más que habituales. Un poco de jugo de uva, un trozo de hoja de vid y a seguir, tal y como me había enseñado mi abuela. Mi tío Amador, que hacía de cachicán, el que manda mucho y trabaja poco, una especie de capataz, me decía que lo mejor era mear directamente sobre las heridas. Él lo hacía, pero yo no me veía chorreando mi “lluvia dorada” sobre la carne recién abierta, llena de sangre que no paraba de manar, no era de “Milana” y menos de “bonita.” Ocho horas, diez, doce, catorce… puro agotamiento. Recuerdo aquellas empanadas de pulpo, de sardinas, de carne… que mi abuela cocinaba la noche anterior. Un buen trozo ente dedos pegajosos, negros, mezcla de sangre y zumo de mencía. Buscar cada tarde un rincón para cagar de campo, una placentera sensación que se veía enturbiada al final por la rugosidad de las hojas de vid al limpiarse una vez expulsadas todas las sobras del cuerpo…
Luego estaba el trabajo en la Cooperativa Vinos del Bierzo, el cual desempeñé durante cinco años en época de recolección de la uva. Ganarse un buen dinero para pagar parte de los estudios en Oviedo… (bueno, y para disfrutar bien de la noche, para qué nos vamos a engañar.) Las orujeras, a cinco metros bajo tierra, aquella peste insoportable cuando llegabas a las ocho de la mañana y bajabas por aquella escalera de madera, con una mascarilla puesta, y ver caer por aquella trampilla hora tras hora todos aquellos restos de los racimos, a toda velocidad, sin pausa, y tú corriendo a hacer montones para luego apilar toda aquella masa de una manera más o menos uniforme… A veces bajaban paquetes de tabaco, plásticos, guantes… pero como nos decía el jefe, “da igual, que de todo se saca orujo al fermentar.” El trabajo en la bodega era mucho más cómodo, la verdad, esperar pacientemente a que se llenase una cuba y cambiar la manguera para que se empezase a llenar la siguiente… Al llegar cada noche a casa, una cena ligera y a ver un poco la tele en modo zombi (sólo dos canales, recordad… y, en mi caso, sin mando a distancia). La apagaba de muy mala hostia cuando salía aquel anuncio que rezaba “por fin llegó la cosecha, llegó la cosecha hermano, que ya parieron sus frutos, regadíos y secanos”, porque me parecía ofensivo, atentaba contra mi dolor de espalda, de brazos, de piernas…
Recuerdo ahora mi último viaje de Ponferrada a Oviedo tras finalizar una campaña de vendimia: un autobús vacío, ya parado en la estación, y un conductor dándome voces, “¡chaval, que ya llegamos!”… “Imposible, si me acabo de subir”, y mirar acto seguido mis manos y pensar, “¿cuánto tiempo tardarán en volver al modo estudiante?”
Empieza la vendimia en mi pueblo. “¡Viva el vino!” (del Bierzo, que se le olvidó decirlo…)
No eres mi mundo. No eres mi patria ni mi norte; en absoluto mi guía, ni tan siquiera mi gurú salvador, tan sólo mi patera, mi autobús calcinado, la ecuación inversa de mis sentimientos, directamente proporcional a la línea directa del tamaño de mi autismo. Aléjate de mí al instante, pero antes cuéntales la verdad. Cuenta todo lo que sabes a ésos que vienen a verme a diario, a ésa mujer que limpia diligente mis babas y que responde al nombre de madre.
Ajena al vértigo de mi más que probable y cercana muerte aparentas sufrimiento, pedaleas contra tan pronunciada pendiente. Buscas un triunfo, quizá una justificación que enjuague cautelosa tu conciencia. Como si no fuésemos más que jabón, jabón de sebo y sosa caústica, casero y purificador; jabón que hasta es capaz de acabar certero con los padecimientos epidérmicos más grasientos y escamosos que el fin del milenio trae consigo. Juego con las palabras, con el pensamiento. Habláis a veces como si no os dieseis ni cuenta de que yo permanezco y padezco a vuestro lado. Inerte, eso he de reconocerlo, pero con toda mi capacidad de percepción funcionando a mil por hora. Os puedo oír, incluso escuchar si decido en algún momento prestaros un poco más de atención. Puedo participar en vuestros inútiles e intranscendentes coloquios. Sé quién se ha casado últimamente y también quién ha muerto. En fin… Saboreo con interna fruición todas y cada una de las sopas que con tanta ilusión me hace la abuela; también los insípidos menús castigadores con los que me obsequia este “benigno” antro llamado hospital. Temo por mi vida al escuchar en alguno de esos programas radiofónicos que tanto os empeñáis en elegir por y para mí que existe un tal “aspergilus” que se cuela en los quirófanos a través de los inmensos pasillos de vuestras… de nuestras chapuzas humanas. Me excito cuando me limpia la enfermera, y me siento enrojecer cuando descubre azarosa en los tejidos de las blancas sábanas hospitalarias alguna de mis poluciones nocturnas allí impregnada, ya reseca y carente de energía vital. Duermo y velo. El otro día hasta fui capaz recordar un sueño – no, tú no aparecías en él. Estás más que superada, “amiga” mía -. Me gustaría despertarme ahora para darme el gusto de sacarte de aquí a hostia limpia. Mi odio visceral por la violencia se vuelve terapia cuando te siento por aquí cerca -. ¿Me habré hundido en la comodidad de la vida inmóvil? ¿Estaría ya cansado de tanto hablar para no decir nunca nada? ¿Se paró el mundo de repente y aproveché la ocasión para bajarme de él de un único y certero salto? Me tratáis como a un niño pequeño, joder, como si todas mis experiencias previas no hubiesen servido más que para trasladarme irremisiblemente al limbo de la suma imbecilidad. ¿Qué cojones pintan todas esa fotos a mi alrededor? ¿Acaso soy yo el santo risueño de algún extraño altar y esas flores sus indecentes ofrendas? ¿Esperáis pacientemente la inminente llegada de mi muerte haciendo caso omiso de mi enconada lucha interior?
¡Ale hop! Aquí me tenéis, vivito y coleando. Caminando a vuestro alrededor. Os estoy observando. Riéndome de vuestro cínico compungimiento. Me acerco a ti y te toco. Hoy llevas falda… ¡Aja! Y medias con ligueros. (Cómo te gusta facilitarme el trabajo, cacho puta.) Deslizo mi mano bajo tu falda. Pareces haberlo notado porque inmediatamente has abierto un poco más tus piernas. (Que te odie no significa que no siga pensando que estás cantidad de buena, que no me apetezca hacérmelo contigo aquí mismo, delante de ellos, ¿por qué no, huidiza, si siempre nos fue cantidad eso del morbo?). Sigo ascendiendo, lentamente, un poco y otro poco más. Mi dedo índice se para en la frontera y acaricia la puntilla negra de tus bragas. (Sí, son las negras de encaje, ¡dime que son las negras de encaje!) Cruzo el umbral con la intención de ser una vez más el espalda mojada de tu coño. ¡Sí!… Pues no. Es la hora del termómetro buceando misterioso entre el vello de mi sobaco (y, además, tú jamás te creíste ese rollo del viaje astral. ¡Te jodes!). Rutinas. Tres veces al día comprueban inútilmente que la fiebre y yo somos enemigos declarados, casi diría que acérrimos. Paso de ti, y eso bien que lo sabes y bien que te jode, aunque ahora no hagas más que jugar con todos los ases bajo tu manga.
Está bien, hablemos. ¿Qué me contáis hoy?
– … y la hija de Nicolás, el de la “Remacha”, también se droga.
– ¡Ah, sí? Pues no lo sabía, hija.
– Tienen un disgusto en casa que ni te imaginas.
Bien. Sigue el culebrón ambientado, ¡como no!, en las entrañas de mi pueblo. Las contertulias son mi tía Julia y mi madre. Hacen ganchillo como auténticas autómatas mientras van comentando las últimas novedades que acontecen en su pequeño y limitado mundo: que si aquel se droga, que si el otro le pega a su mujer, que si dicen que aquel de más allá tiene una amante en la ciudad. En definitiva, miserias ajenas como balsámico consuelo de las vergüenzas propias. Tú sólo escuchas, de momento. En breve decidirás que ya llegó el momento de intervenir, de actuar según tus intereses camuflándote sutilmente en el contexto actual. Venga, sé sincera por una sola vez en tu vida e invítalas a un par de rayas de esa coca que llevas tan bien escondida dentro de tu bolso. ¿Sigues utilizando como contenedor aquella cajita de latón que en su prehistoria contuvo vaselina perfumada? Seguramente sí; eres mujer de costumbres inquebrantables.
¿Recuerdas aquellos días de la risa floja, aquellas noches cargadas de humo y alcohol, de “cigarros de la risa”, como tú los llamabas? Yo sí que recuerdo que, de repente, una mañana de domingo comencé a sentir frío, mucho frío, de aquél que incluso llegas a sentir penetrando hijoputa dentro de ti mismo, taladrando tus propios huesos hasta insertarse cómodamente en los tuétanos. Caminábamos como zombis, como cada fin de semana, en dirección a nuestra casa, deseando coger la cama, notando su inmensa lejanía a cada paso que dábamos. No quedaban pelas para un taxi. (Nunca quedaban ni siquiera para desayunar, o tomarnos un simple café al calor de un bar recién abierto, porque el alcohol era el alcohol, y si a base de hurgar en todos nuestros bolsillos éramos capaces de juntar cien duros, la mejor inversión era, sin duda, una última copa compartida.)
Su mirada pareció maldecirnos. Mal de ojo como un rayo cegador. Aquella niña de hambre madrugadora nos estuvo observando intrigante durante un buen rato. Tú ni te percataste de ello – bastante tenías con intentar mantener el equilibrio, con tratar de coordinar cada paso con una posición más o menos vertical que te permitiese llegar tiesa y erguida al paso siguiente -. Su nariz parecía un infinito manantial de mocos. Las mangas de su sucio jersey hacían las veces de pañuelo, pero estaban ya demasiado saturadas, y comenzó a dejar que resbalasen libre y despreocupadamente hasta su boca. Se los tragaba. Buscaba dios sabe qué en los contenedores de basura, que todavía formaban parte de eso que hoy se denomina, de forma harto pedante, mobiliario urbano. No te comenté nada; era totalmente inútil intentarlo siquiera, aunque lo necesitaba, de verdad que lo necesitaba, como el propio aire… porque una extraña sensación de culpa comenzó a invadir punzante mis entrañas. ¡Vaya mierda, joder! ¡Qué puta hipocresía de vida estamos viviendo! Ya ves, transcendente a tope un domingo de madrugada…
Y ahora tú, aquí, haciéndote la víctima ante la incorregible ignorancia de mi familia. Actuando muy digna, como casi siempre lo has hecho. Lo siento, pero no me queda más remedio que regresar a mi cuerpo. Eso de los viajes astrales resulta bastante agotador, y debo emplear todas las fuerzas que todavía me quedan en intentar escapar de este maldito letargo. Que nadie me dé aún por muerto, que sé que me quedan muchas cosas por hacer antes de que mi carne sea irremisiblemente devorada por hordas de famélicos gusanos.
Afasia. Así lo denomina la ciencia médica. Se me ha roto alguna conexión y me veo incapaz de comunicarme con vosotros. El interior de mi cabeza parece una botella de gaseosa a punto de estallar tras haber sido agitada una y mil veces, con fuerza. ¿Alguien sabría decirme cómo se sale de aquí? Me volveré loco, de eso estoy casi seguro. Una ventaja, puede que la única positiva en mi estado, supone el hecho de que ni dios se enterará jamás de ello, y así evitaré la penuria de tener que acabar con mis huesos en el infierno en la tierra de un psiquiátrico cualquiera.El accidente; lo recuerdo como si hubiese sucedido hace tan sólo un par de minutos. Iba, como de costumbre, a dejarte en casa después de haber ido al cine. La costumbre de todos los lunes por la noche, lloviese o nevase, con frío o con calor; hubiese algo decente que ver o no. La película no fue capaz de engancharme; era mala, bastante mala, indignantemente mala, de esas que a ti tanto te gustan y que, por el contrario, a mí me aburren hasta la mismísima médula. Risa fácil. Risa fácil y estúpida sin la acción y el efecto del costo culero que casi siempre mercábamos a aquel camello escuchimizado que tenía a su cargo dos prostitutas totalmente demacradas por culpa de su adicción a la heroína. “Dos Tontos muy Tontos”, se titulaba. Nos podíamos haber sentido aludidos por semejante título, pero resultó imposible tras sufrir toda aquella retahíla de muecas del gilipollas de Jim Carrey. Iba a decírtelo. En ocasiones me cortaba un poco a la hora de pensar libremente cuando estabas a mi lado. Siempre sospeché que eras capaz de leer el pensamiento de los demás, que tenías algo de bruja escondido tras esa mirada tan profunda con una pantalla de ojos azules realmente cautivadores, hasta hipnóticos, si me apuras. Estaba a punto de emitir mi primer sonido, el primero de los sonidos de mi discurso de despedida. Ya no te aguantaba más a mi lado. Eras más fuerte que yo. Me dominabas por completo. Quería, simplemente, escapar, verme libre de inútiles ataduras, salir con mis amigos y conocer a otras tías. “Lo nuestro no va a ninguna parte porque yo yano te quiero”. Tan sencillo como esas trece palabras; tan difícil como su propio contenido. La punta de mi lengua estaba ya casi en contacto con los incisivos superiores. Bajaba a ciento veinte por la ronda sur. Tenía prisa porque la vida alegre me estaba esperando para recibirme en su maternal seno. Me empujaste y el coche se me fue de las manos. Tres vueltas de campana y aquí estoy. Increíblemente, tú resultaste ilesa. Un par de rasguños y para casa, a ver la tele sin prestarle atención. Y yo aquí, sin veinte duros que meter en la ranura para poder al menos escuchar esa “bendita” música del telediario (creo que desde aquel instante fatal, casi mortal, en mi vida ya han pasado más de dos, lo cual no deja de ser un consuelo sabiéndose por fin lejos de las consecuencias semánticas del tan sabio como sentencioso refranero de la lengua castellana).
Algo he podido escuchar sobre no sé qué de un foniatra. Que tengo que volver al principio de mis tiempos, que debo sufrir una regresión para así volver a adquirir la capacidad del lenguaje, borrada de algún sector dañado de mi cerebro. Renacer. Pienso y existo, de acuerdo, pero no soy capaz de comunicarme con los demás. Entonces, no soy. Apetece bien poco volver a empezar, como si nada hubiese ocurrido, como si hubiese reventado la placenta de mi madre ayer mismo. ¿Y si me escapase? ¡Por qué no? Podría irme sigiloso y dejaros para que juguéis a vuestras anchas con ese cuerpo orondo e inservible que antaño me pertenecía y que me contiene ahora, o, mejor dicho, que me contenía, porque estoy tremendamente decidido: me largo de aquí. Buscaré otras dimensiones, otros seres que se encuentren en mi misma situación, que alguno habrá, supongo. Seré la pesadilla de vuestras noches, pero nunca la luz al final de tan angosto túnel. Venga, me despido de ti, de todos, y adiós muy buenas, que os vaya bonito y que ese cuerpo que ahí os dejo os haga sufrir lo indecible; que os quite el sueño, que se coma vuestro apetito y que rasgue furioso cada una de las vísceras de vuestras apagadas anatomías; día sí y día también. Que vuestros inútiles rezos apaguen de un solo soplo los encendidos cirios de tan sublime agonía.
8 de septiembre de 2014. Como suele ocurrir cuando se acaban las vacaciones, en Asturias “fai un sol de carallo.” ¿Qué hacer? Lo normal, irse a Gijón a pasar el día de playa, paseos, parque lleno de ardillas y pájaros, toboganes, columpios y tirolinas… unas cañas, que no falten.
En la estación, por lo extensa de la misma, la cola para Gijón tiene un aire a la del INEM. Una pareja de hindúes me preguntan despistados, “¿es Hihón?”; “Sí, sí… yes, yes”, les contesto yo haciendo uso de mi bilingüismo armónicamente activo. La cola avanza, sinuosa, un armonioso dragón multicolor. Delante de nosotros, un chico con unos cascos que abultan más que su cabeza canta a viva voz “jayy güeiii de taim of mai laaaaaif.” Detrás, la pareja hindú, él con turbante negro y perilla muy arreglada, ella con vaqueros y una camiseta. Llegamos a la altura del conductor pensando que ya no van a quedar sitios para los cuatro. “No, no, si aún quedan diez.”, dice el ‘alsero’ todo orgulloso de su vehículo. Subimos al rebufo del chico de los cascos, que sigue con su particular “Derty Dansing”; suben los turistas de la India buscando sitio. Mis guajes, que a la hora de subirse a un alsa son la mar de espabilaos, encuentran asiento juntos, parte trasera, claro. Nuria encuentra otro y yo también. Coloco mi mochila a mis pies, me acomodo, miro a mi derecha y allí veo al chico de los auriculares king size (delgadísimo, manos huesudas, tatuajes talegueros, dientes que viajan en perfecta alternancia del amarillo más tenue al marrón más sospechoso…) al lado del hindú, que se agarra al reposabrazos como si fuese éste un salvavidas en pleno naufragio. Sucede lo inevitable (y a voces, porque, como ya sabemos, los extranjeros sólo son “capaces” de entender el castellano cuando se les habla muy alto y muy despacio): – ¡De la India, no? – Sí, sí… yo… – ¡Qué bonito! ¡Qué grande! ¡Debe ser muy bonito, no? – Banita? Mi no españolo speak… – ¿Conoces al Gran Cali? ¡Vaya máquina! ¡El mejor luchador de restlin; no hay quien lo tumbe, tío! ¡Yo, muy fan, muy fan! (Me informé a posteriori, The Great Khali, nacido en India, de 2 metros y 16 centímetros de estatura; luchador de la WWF.) – No, no no sa mí… (Ya sudando el pobre la gota siguiente a la gorda.) – ¡Esa mano, colega! ¡Cómo mola la India, joder! ¡Tenía que haber más países como la India! Y se dan la mano, y el chico vuelve a colocar los cascos sobre sus orejas… “¡Dame veneno que quiero morir, dame veneeeenooo!” (mi instinto me hace buscar sin darme cuenta a Faemino y Cansado, copa en mano.) La pareja del chico del turbante y la perilla, sentada tres asientos más adelante, busca la mirada de éste, le envía una sonrisa y un beso; él se tranquiliza, cierra los ojos y se dispone a disfrutar de la banda sonora… Me dan ganas de decirle, “relaja, que el viaje es muy corto.” – Oye, en Gijón habrá más gente que en Oviedo, ¿no? – me dice el chico tras apartarse el auricular de su oreja izquierda y tocarme en mi hombro derecho – Es que estuve por la plaza del Ayuntamiento y estaba mu muerta, tío… – Gijón va a estar mucho más animado, no te preocupes. – Pos gracias, colega. – No hay de qué. – ¡Esas cinco, macho! Al salir, casi me tiro en plancha y beso el suelo… pero no, mis hijos están delante, debo ser un buen ejemplo para ellos.
El martes anterior se cumplió el segundo aniversario de aquel día en el que un médico había estampado su firma de conformidad en aquel papel oficial que proclamaba que Gus había comenzado a distinguir a la perfección la ficción de la realidad. Al parecer, había superado con éxito una de esas enfermedades a las que denominan como «raras».
Gus llegó a las doce y media pasadas del domingo 8 de febrero a la Lata de Zinc. Sabía que el concierto estaba programado para la una en punto, pero le apeteció pasarse antes por allí y conocer bien aquel sitio del que tanto y tan bien le habían hablado sus amigos. “Pues sí que mola, sí”, pensó tras haberlo recorrido todo, tras haberse fijado en cada detalle, en toda esa decoración tan deliciosamente deslabazada fruto del más puro de los reciclajes activos – sillas, sillones, mesas… todos diferentes pero bien hermanados, y felices por no haber terminado en cualquier vertedero como diana de cagadas de gaviotas.No conocía al grupo que actuaba en esa sesión vermú, Rubia, pero se fió, como casi siempre hacía, de la recomendación de Pedro, su amigo y colega de la Facultad de Historia. “Tío, molan mogollón. Pop sesentero de muchos kilates, tío. Y las sesiones vermú de la Lata molan que te cagas, tío.” A Gus tanto “tío” le reventaba los tímpanos, pero era capaz de soportar con meditado estoicismo al pesado de Pedro, uno de los pocos que lo hacían y que sabían llevar su ritmo con esa extraña cadencia de soportabilidad que casi todo el resto de los mortales parecía no tener. Y luego estaba Mariola, claro. La noche anterior la había conocido, habían estado hablando varias horas, coincidiendo en casi todo, riéndose un poco más con cada copa, con cada cerveza. Un par de besos rápidos como toma de contacto y al rato unos morreos de los de verdad, de los de lenguas sueltas y salvajes, de los que Gus casi ni se acordaba, que el último había sido con Gema dos años y medio antes. “Me tengo que ir ya, lo siento… pero, oye, mañana quedé con éstas para ir a un concierto a la Lata de Zinc; es por la mañana, a la una, creo. ¿Nos vemos allí? ¿Te parece?” Le pareció, ¡vaya si le pareció! Sonriendo de pura felicidad se despidió de su grupo y se fue a dormir más pronto de lo habitual para ser un sábado, que tan sólo eran las tres y cuarto de la noche, de la madrugada. Gus no se imaginaba que Mariola, a no más de cien metros del portal de su casa, recibió un whatsapp de un tal Quique. Y decidió sin titubear desandar todo lo andado para irse adonde estaba ese tal Quique.
La una menos diez. Sara Íñiguez y su banda, Rubia, estaban apurando sus bebidas para empezar su bolo de la manera más puntual posible. Todos los instrumentos en su sitio con el teclado enfrente, presidiendo la escena. Mariola no llega. Gus ya está nervioso. El cosquilleo de sus entrañas se empieza a contaminar con un pútrido aliento de duda. Aparece Pedro. “¡Tío, genial, viniste! ¿Te pido una birra, tío?” Mejor, otra cerveza más que pueda engatusar un poco esa duda angustiosa. No se había acordado de pedirle el teléfono a Mariola. ¿Y ahora qué?
Llega Mariola justo cuando Rubia comienza su concierto lleno de “sunshine pop”. Gus la ve entrar, le hace un gesto a modo de saludo y de indicativo que diga “aquí estoy” Aunque… ¡Putamierda! No viene sola. Quique viene con ella, lleva su mano derecha bien asida a la izquierda de ella. “¡Qué tal? Justo a tiempo, ¡eh? Os presento, éste es Quique y tú… vaya, perdona, ¿cómo te llamabas que ahora no me acuerdo?”
Y Gus desconecta ipso facto y viaja rápido en dirección a su gulag interior; un gulag en el que habitan sus propias “prisioneras políticas”; no lo visitaba desde que acompañó a Gema allí en agosto de 2012. Deja a Mariola frente a la puerta del barracón y da media vuelta, y se aleja de allí para seguir viendo el concierto de Rubia, que le estaba gustando de verdad y lo estaba disfrutando con esa extraña intensidad que hacía tiempo que no sentía. Que ella, Mariola, disfrute ahora de ese su nuevo hogar, su “campo de trabajo correctivo”
“¡Abridme la puerta, por favor! ¡Abridmeeeee, que me muero de frío!”
Clak. Schñieeeek. Plonk. De par en par. Diecisiete personas entre niñas, adolescentes y alguna joven no mayor de 21 años miran en dirección a la puerta contemplando escépticas la silueta de la nueva. Una niña rubia pizpireta, con trenzas y un vestido malva de vuelo con tirantes se adelanta al grupo y se dirige hacia aquélla que parece haber quedado petrificada en el umbral sin atreverse siquiera a entrar.
“Hola, ¿quién eres? Me llamo Andrea y tengo nueve años.”
Esos momentos de verano, mando a distancia en mano, en los que vas pasando de un canal a otro sin encontrar nada de nada, en un estado de semi-inconsciente duermevela, hasta que ante ti aparece un ser (en principio con apariencia humana) que responde por «El Chuli».Estamos en Valencia, una periodista llamada Samantha le va haciendo preguntas mientras caminan por una playa; todavía no despierto, pero, ¡ay!… – Tú has conseguido todo lo que te has propuesto en la vida, ¿no?, pregunta ella, la que se pasaba 21 días hace años haciendo el camaleón con otros seres humanos… o no. – Pos sí, todo, todo… en el mundo del gimnasio y en el de gogó. “¡Acabáramos! Joder, si es que le exigimos demasiado a la vida”, reacciona todo mi ser. Apago la tele. Me levanto y camino en dirección a la nevera. Allí me hago con una cerveza, la abro y me largo a buscar lectura, esa mínima nimiedad que me surge como propuesta vital para hoy… (Está claro que el Aviador Dro se equivocaba, la televisión no es nutritiva.)
7 de agosto
Todo el mundo sabe que el agua del Cantábrico no está fría. Partimos de esa premisa, y me veis a mí saliendo del agua a buen ritmo, en la playa de Póo, marea alta, caminando detrás de dos chicas de unos 15 o 16 años…
– Entonces, ¿no te vienes el sábado a la discoteca? – No. No me dejan en casa. Dicen mis padres que en esa discoteca hay mucha droga, que siempre la ha habido…
Me dirijo hacia la ducha pensando, «Ay, criaturas, ¿no os llegáis a preguntar por qué vuestros padres saben que en esa discoteca hay mucha droga y siempre la ha habido?» Puede que dentro de dos o tres años recordéis este momento, esta conversación, y una sonrisa cómplice os delate, los delate.
10 de agosto
La buena costumbre de caminar unos metros detrás del grupo. Un hombre de unos 60 años mira un escaparate de productos típicos del oriente astur, echa acto seguido a andar y se acerca a mí sin mirarme siquiera, engancha su mano a mi brazo derecho…
– Pues no es tan pequeño este pueblo como yo pensaba. (acento castellano viejo) – Tienes razón, cariño, por eso es una villa. (yo, metido de lleno en el papel)
Me suelta, me mira entre asustado y sorprendido; busca a alguien con una mirada nerviosa, me vuelve a mirar a mí, le lanzo un beso que intensifica la humedad del ambiente. Huye. Se agarra del brazo de una señora morena tipo GILF veraneante en el norte.
– ¿Sabías que esto no es un pueblo sino una villa? – Pues claro, tonto, que yo me leo las guías antes de viajar, no como otros.
La gente sigue el desfile de agosto procurando no colisionar con los demás… La humedad, de un 87%.
18 de agosto
En ese contexto paranormal en el que la cola en los servicios se produce ante la puerta del de caballeros, hombres, homes o lo que quiera que sean, seamos, y no ante el de chicas, mujeres, damas, muyeres… y teniendo en cuenta que es la noche de San Roque en Llanes, los allí presentes asistimos sonrientes a la siguiente conversación y escena posterior (los de la cola de paisanos, digo): – Raque, ¿estás ahí? – Sí, tía… – ¿Puedes entrar a ayudarme, que ya me bajé las bragas y la tapa está toda mojada? – Ya voy, abre… Y, claro, va y abre, y los que estamos esperando con paciencia para poder mear giramos nuestras cabezas hacia la derecha. Efectivamente, la tapa estaba toda meada, y Raque ayudó a su amiga a ponerse en cuclillas sobre el inodoro. ¡Qué bonita es la amistad verdadera!
20 de agosto
La primera vez que escuché a alguien pronunciar la palabra Magaluf fue en marzo de 2002. Encontrábame yo trabajando en Londres, en un instituto llamado Phoenix High School, intentando que alguien aprendiese algo de castellano (labor harto complicada, imposible casi). Un día, a un alumno de 13 años que no dejaba de darme la más acojonante de las tabarras, se me ocurre decirle, «es importante que aprendas español, así cuando viajes a España o a Latinoamérica te puedes comunicar con otras personas.»… Error. Su respuesta, «voy todos los putos veranos a Magaluf y allí nadie habla español.» «¿Magaluf? ¿Seguro que eso está en España?», le pregunto yo anticipando erróneamente su ignorancia. «Sí, en una isla del Mediterráneo.» Me callé, me informé y al día siguiente le di la razón… Magaluf, acaban de inaugurar una carnicería… Fileting, creo que lo llaman… Un no parar.
29 de agosto
Y estaba yo pensando, «pues sí que es imprescindible esa colección de cascos de Star Wars» porque ayer mismo, en el quiosco de Lolina, un señor se llevó dos… y protestando porque venía un fascículo adjunto («¡pa qué cojones lo quiero?»). Asombrado, llegué hasta la misma Lolina, que me pregunta intrigada, «¿conoces esta moneda?», me la pone en la mano, la miro y descubro que son cien pesos chilenos, mismo peso, tamaño que la moneda de un euro. «Me la acaba de dar ese señor que se llevó los dos cascos de Darth Vader»… «Ah», dije yo de manera muy escueta mientras me perdía en mis adentros analizando la imagen de aquel señor, hasta su respiración… El final está cerca, y lo sabemos. (Entretanto, mis hijos comentaban entre risas la venta de un barco histórico por entregas. «La primera es un palito con una forma», dice Oli; «se acabaría antes recogiendo palos del suelo», contesta Martín.) (Casi)-bienvenidos a septiembre…
Valerie Curtis era una chica moderna, demasiado moderna para su barrio, incluso para Beck Hole, su pueblo, puede que hasta para todo Yorkshire si me apuran. Cuando en noviembre de 2003 vio de soslayo a Amy Winehouse tocando “Stronger than Me” en el show de Jools Holland ni siquiera reparó en la fuerza que transmitía la voz de esa chica que cantaba con timidez mientras no cesaba de mirar en dirección a los dedos de su mano izquierda que interpretaban acordes en el mástil de su guitarra eléctrica – imaginaba Valerie que se debía ese hecho no sólo a su innata timidez, sino a su falta de destreza con la guitarra, aparte de que no se puede prestar demasiada atención a lo que emiten el la televisión cuando una está planchando su camisa preferida, lógicamente. “Bonita voz, de todas formas”, pensó mientras desenchufaba la plancha y se levantaba a poner agua a hervir para tomarse el último té del día.
En ese instante la vida le sonreía a la buena de Valerie. Estaba en el último curso de periodismo en la Universidad de Sheffield; tenía un novio con el que ya se había comprometido para casarse en cuanto ambos acabasen sus estudios de posgrado… Ay, pero Sean (que así se llamaba su prometido) se había ido a pasar ese último curso a Oviedo, con una beca Erasmus para todo el año académico, y allí conoció a Marta, y desde allí mismo llamó a Valerie por teléfono un día gris de marzo para decirle que aquel anillo que él le había entregado con tanto amor, supuestamente, un año antes ya no servía más que para decorar el dedo anular de su mano derecha.
¿Y después qué? Valerie es una chica fuerte, por tanto decidió seguir con su vida con la cabeza bien alta sin tan siquiera quitarse aquel anillo que tanto significado había tenido para ella. Total, le gustaba y no entendía qué razones debían obligarla a sacárselo del dedo. Un día, la televisión y Amy Winehouse volvieron a cruzarse ante sus ojos. Esta vez, sí que Valerie se sentó y comenzó a prestar atención a aquella chica con un moño alto demasiado cool para ser real, con múltiples tatuajes en los brazos y la voz majestuosamente sucia, aquella voz que se adentró en su mente e hizo conectar más neuronas de lo que jamás antes había conseguido hacer cualquier otra melodía u otra voz con otro timbre.
“… Stop making a fool out of meeeee, why don’t you come on over, Vaaaaleriiie?”, cantaba Amy con ese acento tan cockney que tanto podía chirriar en ocasiones a los ingleses norteños, pero que ahora a Valerie le sonaba casi como a canto gregoriano.
“¡Ha dicho mi nombre, lo ha dicho!”, se oyó gritarse a sí misma. Una canción nueva y que además rendía homenaje a su nombre (porque ella desconocía, y en realidad le importaba una mierda, que era tan sólo una versión). ¿Se podía pedir más? No, claro. A partir de ese momento, Amy Winehouse y Valerie Carter se hicieron inseparables, cada una en su propio mundo, siguiendo su propia vida, pero no exactamente para Valerie, que había encontrado al fin una diosa a la que venerar poniendo así fin a demasiados años de ateismo confeso. Hizo suyo el estilo de Amy, se puso extensiones en el pelo y se atusó un moño tan imposible como el de la diva. A pesar de su odio visceral hacia cualquier tipo de aguja, decidió hacerse un tatuaje tras otro; una calavera mexicana, una chica pin-up, el nombre de Amy y el suyo propio con un corazón muy rojo en medio. Se sabía todas y cada una de sus canciones, las podía cantar en mil y una entonaciones. Bebía y se drogaba tanto o más que la propia Amy. Follaba con casi todos los tíos que le salía de los ovarios. Y trabajaba, claro. Tenía una columna diaria en The Independent en la que, con mucha ironía y retranca, ponía a parir a toda la gente que ella consideraba impresentable, pero a base de bien, sin tapujo alguno, sin cortapisas propias o impuestas.
En junio de 2011 se encontraba Valerie Carter sufriendo como una perra viendo a su idolatrada Amy haciendo el ridículo en esos sus últimos directos bajo la influencia de todo lo que pueda uno ser capaz de imaginar. Por eso el día 23 de julio no se vio sorprendida en la redacción del periódico cuando llegó la noticia de la muerte de Amy, que llegaba al Club de los 27 muy apuradamente, que no le quedaban ni dos meses siquiera para cumplir los 28. Valerie salió a la calle, se fumó un porro y lloró a solas su decepción. Ella misma se encargó de escribir un artículo muy emotivo como despedida a Amy, su Amy. Se encerró en casa durante cuatro días, casi sin comer, bebiendo y fumando sin parar. Al quinto día se levantó, se duchó y se fue directa hasta el número 30 de Camden Road, en el barrio londinense de Camden Town. Aunque había mucha gente por allí, buscó un hueco de un árbol justo enfrente de la casa en el que dejar su nota de despedida para Amy, un simple “fuck you, Amy, fuck you!” Sonríó, se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección a la parada de bus más próxima, no sin antes arrancarse de su cabellera el moño postizo que la había acompañado estos últimos años. Ahora empezaba para Valerie Carter su verdadera “rehab”, y, aunque le daba igual lo que pudiera opinar su padre, no podía decir “no, no, no.”
¿Al fondo? ¿De verás? Va a ser que no. Cuando viajas en ALSA con tu familia en trayectos inter-regionales, los billetes vienen con sus correspondientes asientos numerados. Parte intermedia, pues. Viajamos a Llanes tras pasar gran parte del mes de julio en Cacabelos, mi pueblo. Nunca llegas a desconectar del todo puesto que la respiración sigue ahí y la sientes. Estamos llegando. 26 de julio. Fiestas de la Magdalena en la villa llanisca. Mis hijos miran al cielo. ¡Pum! Dos minutos y ¡pum! otra vez. Voladores (en mi pueblo los llamamos bombas). Miro a mis hijos. Sonríen. Miran felices al cielo, ese cielo despejado, de vacaciones, que sólo les va a traer sonidos de fiesta, de verbena.
El cielo no es el mismo en todos los lugares, ni todos los niños levantan la mirada hacia él con la misma ilusión. Es en ese momento en el que el cielo se junta con la tierra, con estruendo y muerte, cuando aprendes que el cielo puede ser vehículo de asesinos, de genocidas… No, no puede ser que hayan tenido padres, madres, educadores que les hubieran dicho «¡eso está mal! ¡eso no se hace!», tan simple de comprender, tan difícil de cumplir. No deben tener tampoco hijos o, si los tienen, se ve que nunca les miran a los ojos, les acarician el pelo y hablan distendidamente con ellos sobre temas, unos banales, otros no tanto, que se puedan tornar trascendentes ante lo inexplicable. «¿Por qué?», te preguntan. Silencio. Piensas una respuesta que quizá sean capaces de comprender… «No lo sé, la verdad…Puede que tan sólo se sientan superiores a los que no son como ellos y que no les importen ni sus vidas ni sus muertes.» Mañana hará sol o puede que esté nublado… o vaya usted a saber. Sobre Gaza seguirán lloviendo misiles infames cargados de muerte y vergüenza, y más personas, más niños seguirán siendo asesinados mientras en el bar nos pedimos otra caña…
(Mi amigo Giles Stogdon ha hecho este montaje con fotos de Gaza y una canción de Christy Moore, How Long. Que los medios no lo den no quiere decir que no suceda.)
Ni hola, ni adiós; ni tan siquiera un lamento que nos despida. Reflejábamos nuestra inerte carencia en cada gesto, en cada caricia, en cada episodio de nuestra pasividad. Y eso no era bueno; desde luego que no. Aquel día no estábamos para nadie, pero Nadie vino y nos ató con fuerza a las patas de la cama de nuestros pensamientos más ocultos. Nos redujo. En verdad, ¿sabíamos qué pensaba el otro? Yo sé que me escondía, no ya de ti, sino del mundo, de la NADA que nos conduce a la perversión de nuestros sentidos.
“Te quiero”, nos decíamos casi mecánicamente mientras veíamos una película, mientras yo fregaba los cacharros y tú los secabas, a medias, bien es verdad… ¿Dónde hemos dejado nuestra Babilonia particular? ¿Lo sabes? ¿Lo sé yo? Déjame que te cuente algo: sigues siendo el denominador común de mis deseos; guardo en mi memoria el daguerrotipo de tu imagen, de tu sensualidad; en cada neurona, en cada sueño no vivido… no recordado a tiempo. Vamos a apagar el televisor. Deja ya de leer esa mierda de novela y apaga la luz, que tanta electricidad reprime nuestro fuego interno, el magma incandescente que nos une, que debe al menos unirnos. Yo haré lo mismo. Revolquémonos otra vez, durante horas y horas, como lo hacíamos ayer. Amémonos. Petrifiquémonos en un abrazo eterno, que esquive incluso la muerte, que la haga pasar de largo. Odiémonos. Discutamos. Que cualquier nimiedad nos vuelva a alterar hasta forzar al límite nuestras cuerdas vocales. Que eso es bueno; que eso es cola de contacto que nos liga sin que nos demos apenas cuenta de ello. Aún tenemos pendiente nuestra propia revolución. A partir de ahí, ya veremos. Yo siempre voy a estar aquí, inamovible ante el desaliento de nuestra cordura… Beso tu cuerpo.
La llegada del verano hace que la espera sea más llevadera… o no. Son las 6.25 de la mañana. Hoy, en General Elorza, no estoy solo esperando la inminente llegada del ALSA, un chico muy sonriente se acerca a mí y comienza a hablarme. Fuma buen material, el aroma es inconfundible…
– ¿Para aquí el que va para la Pola? – Sí, sí, aquí mismo… – ¿Quieres? (me pregunta ofreciéndome un canuto perfectamente liado.) – No, no, gracias. (A las 6.27 a. m. como que apetece poco ponerse a fumar un peta.) – Joder, vaya fin de… – … … … – Vengo el sábado de tarde con los colegas, lo normal, a salir por aquí de tranquis… en principio, pero, claro, siempre hay liada al canto… ¡Cagonsuputamadre! Vamos pal «Salsi» a eso de las 6 y allí conozco a una tía y me acabo enrollando con ella. Nos vamos a desayunar, seguimos luego toda la mañana por ahí, muy guay; comemos unos pinchos y nos vamos para su casa. Buffff, vaya pasada… ¿De verdad que no quieres? – No, no, que me voy a trabajar y no es plan. Todo tuyo. – Pues eso, todo el domingo por la tarde y por la noche venga a follar, fumar petas, hablar, follar… ¡Me encanta esta tía! Vengo ahora de su casa. Vive en esa calle de ahí, la que da al Milán desde ese cruce (me la señala con el índice de la mano derecha, peta en mano; lo tira al suelo y lo pisa con ganas.)
– Muy bien. (Las 6.32; miro el reloj. Sé que ya sólo quedan dos o tres minutos para que llegue el bus.) – Joder… ¡Joder, joder, jodeeeer! – … … … – ¡No me acorde de pedirle el móvil, tío! – Pues vaya… – Ni siquiera le pregunté su nombre… ¡Estoy apijotao, tío!
(Yo le asigno uno, pero sólo para mí mismo, Sugar Kane, ya que venía escuchando a Sonic Youth antes de que este chico ahora desesperado me hiciese quitarme los auriculares para poder atender a su historia en condiciones de mera normalidad…)
Llega el ALSA salvador. En tres pasos de «siete leguas» estoy frente a la puerta que ni siquiera ha comenzado a abrirse. Subo de un salto todos los escalones, paso la tarjeta – piiiip – y corro por el pasillo hacia mi asiento, el de siempre, sin mirar atrás. Me siento al lado de la ventana; pongo mi mochila en el asiento de al lado. Levanto la vista. Ahí viene. Ahora pasa muy serio a mi lado; ni me mira. Respiro aliviado y me acomodo. Se va al fondo y se tumba a la larga en dos asientos del final, las piernas colgando desde las rodillas; pone su cazadora a modo de almohada. Arranca el autocar. Frenazo pelín brusco en el primer semáforo que se pone en rojo, en la Tenderina. ¡PLONK! El ruido del chico que se lo había pasado tan bien el fin de semana al caer a plomo al suelo. Miro hacia atrás, más curioso que preocupado. Semáforo en verde, arrancamos. Transcurren unos cuantos segundos y me doy cuenta de que ese chico no se ha levantado. «Vaya», pienso. Me dirijo ahora hacia sus asientos y le pregunto (mera educación y tal…), «¿estás bien?» «Eh… ¡Sí, hostia! ¡Vete a tomar por culo!», contesta sin ni siquiera abrir los ojos. Regreso a mi asiento. Me da la risa… «¿Quién cojones me mandará a mí…?»
Seguro que todavía queda gente rara en este mundo que no sabrá quién es David Robert Jones, el Duque Blanco… Y no sé vosotros, pero yo me acuerdo perfectamente del momento exacto en el que supe de la existencia de David Bowie. Sábado 24 de mayo de 1975, el día antes de mi Primera (y casi última) Comunión. Mi primo Pablo, que de aquella trabajaba en un barco mercante y viajaba por todos los mares y océanos conocidos y, lógicamente, conocía muchos, muchísimos países, había venido a participar de la supuesta celebración familiar.
Ahora estamos almorzando en familia, riéndonos de los chistes escatológicos que mi abuela Sagrario tenía a bien contar en cuanto tomaba dos copitas de anís del Mono. Mi primo se levanta a poner música – llevaba siempre consigo un estéreo enorme; yo podía pasarme horas y más horas muertas admirando aquel armatoste de hipnóticos altavoces del que salían sonidos desconocidos por mí hasta entonces (“¡Esos jipis! ¡Bajai ese volumen, gonmiputamadre!”, que decía mi padre) – y regresa con la carátula de una cinta en la que se ve a una persona de pelo rubio, largo, con la expresión como perdida en un punto del infinito, la cabeza inclinada hacia la derecha, la nuestra, y las manos sujetando la cabeza tal que parece que se le puede caer en cualquier momento si las aparta.
Chago, mira que tía más buena – le dice mi primo Pablo a mi padre.
Pues sí, guapa sí es… Aunque yo las prefiero morenas – contesta mi progenitor tras coger la foto con su mano derecha y observarla con atención.
¡Jajajajajajaja! ¡Serás bobo! ¡Es un tío!
¡Gondiósbendito! ¡Ya no se distinguen los hombres de las mujeres, joder! ¿Cómo iba a saber yo que era un maricón? Si es queeee…
¡Jajajajajajaja! Pues es David Bowie, un cantante inglés, ese que estás oyendo ahora…
Y mientras los oriundos de la casa estamos escuchando “Changes” sin tan siquiera saber que se trata de esa canción, y sonándonos a todos el inglés como un simple “guachiflí, guachiflú”, me apresuro a coger de la mesa la foto de la portada del “Hunky Dory” y me la quedo mirando completamente absorto mientras los demás siguen discutiendo en aguda armonía.
Al día siguiente, mientras el cura se acercaba a mí repitiendo a cada niño esa inútil letanía que reza “el cuerpo de cristo”, no dejaba de sonar en mi cabeza “Queen Bitch”, y cuando Don Damián me metía la hostia en la boca, yo estaba en el estribillo, “chisouchuichy…”, que fue lo que salió de mi boca como un susurro antes de decir “¡amén!” Y así fue transcurriendo mi mañana, con mis tripas elaborando las más sutiles melodías que el ayuno puede componer a la espera de los ansiados churros con chocolate, y con esa canción de Bowie dando vueltas sin cesar como un satélite soviético en la órbita de mi cerebro.
¿Mi cerebro? ¿Alguien ha mencionado mi cerebro? A día de hoy, todavía me pregunto si habrá vida en Marte o no.