Por si acaso abrí la puerta, sólo por si acaso, porque no quería ver a nadie; porque lo único que me apetecía realmente en aquellos aciagos momentos era vegetar inerte dentro de mi edredón, dar vueltas sin fin dentro de mi cabeza y de la tortura de aquel dolor con el que todavía no me había acostumbrado a convivir. Pero ella entró – ¡vaya si lo hizo! – y comenzó a hablar como siempre suele hacerlo, a toda pastilla, casi sin vocalizar ni coger un poco de aire para dar paso a la frase siguiente. Daba la impresión de que las pausas, naturales en cualquier discurso hablado, no existían siquiera en su estrategia vital. Daba ya lo mismo, ni siquiera podía molestarme su presencia Dolby Digital. Puso música en mi equipo nuevo – ¡qué osadía! – y Bill Laswell Project, con sus hipnóticos samples persas y la voz de Nicole Blackman casi vomitando más que cantando una tremenda oda al hachís, por poco me obliga a resucitar.
Al menos sí que me entraron ganas de fumarme un buen canuto de ese costo culero que tan buen resultado me estaba dando. Abrí al fin mi boca para emitir algún que otro sonido. Habían transcurrido sesenta y cinco horas, treinta y siete minutos y cincuenta y tres segundos desde que yo había hablado por última vez. “Lárgate y déjame en paz de una puta vez”, casi susurrándoselo al oído, dándole un tono que bordeaba lo maquiavélico, metiéndole el susto en el cuerpo, intentándolo al menos. Y me había hecho caso, se había largado. Pero aquí estaba de nuevo, como si nada hubiese sucedido, como si ella fuese la eterna portadora de la inmunidad absoluta, la que da sin pedir nada a cambio; la sufridora lasciva; el reflejo de la eterna agonía del pensamiento que dicen femenino, de su inútil dependencia; la convergencia suma de todos los puntos cardinales. “¿Me pasas el costo y el papel? Están en el cajón del taquillón de la entrada. Ah, y dame un cigarrillo, que a mí ya no me queda tabaco.” Obedeció de inmediato. Era ella. Había venido para salvarme. Era Jesucristo Nuestro Señor con un buen par de tetas. El viento frío que viene del norte, el siroco mortificador, la Santísima Trinidad empezando a quitarse toda su ropa para así justificar física y filosóficamente ese peliagudo asunto del tres en uno. Me sentía como el gilipollas de Abelardo frente a una hermosa Eloísa, con toneladas de deseo centrifugando dichosas, prestas y dispuestas en algún rincón lejano de mi maltrecho cerebro, pero plenamente discapacitado para poder palear con fuerza todo el peso de aquel deseo. Estaba castrado, sí, y yo mismo había sido el autor de semejante fechoría. El canuto ya estaba hecho. Su primera calada llegó al rescate alveolar en el mismo fondo de mis pulmones – efecto broncodilatador que lo llaman -. Mi estómago protestó débilmente, y ella se puso presta mi albornoz y, sin decir nada – ya lo había soltado todo, se había quedado a gusto, y ahora ejercía de enfermera-criada sin pronunciar palabra – se dirigió con paso firme hacia la cocina. Era capaz de sacar una comida deliciosa de una despensa abastecida sólo al uno o dos por ciento. ¡Qué bien me estaba sentando aquel porro acompañado de aquella sinuosa banda sonora! ¡Qué bien olía lo que aquella hija de puta me estaba cocinando! Nada, tío, que el fracaso de los torpes debe ser inversamente proporcional al amor que por ellos sienten sus patéticas seguidoras. ¿Quién se está justificando ahora? ¿Quién trata de dar sentido a un comportamiento rayano al de un pretendidamente sensible y barbilampiño ser? (¡Qué bueno es este chocolate… sí señor!) En estos días de monstruos alucinantes yo parezco habérmelos tragado todos. Joder… y cuesta un montón vomitarlos. Venga, tío, ya está bien de gilipolleces, levántate y anda, que una buena comida te está esperando sobre la mesa de la cocina. Puede que hasta me entren ganas de follar una vez que mi estómago vuelva a su normal actividad digestiva. He de reconocer que su capacidad de aguante es infinita, que su amor es tal que parece no costarle ningún esfuerzo cumplir su papel de vertedero cuando a mí me llega la hora de vaciar toda la basura acumulada en mi interior. Mato el porro contra el cenicero y ya estoy (Siempre acaba apareciendo de la más ignominiosa de las nadas la típica persona que pregunta extrañada, “¿pero de verdad que está saliendo con este tío?”)