HENRY & TOM COULD BE SUNSHINE (BUT THEY WERE NOT)

Estos son dos relatos breves (100 palabras o menos) que recité el miércoles pasado en el Toma 3 de Gijón. Van en orden cronológico ya que cada uno se refiere a un personaje histórico más o menos relevante.

14 de abril de 1865

EL MAYOR RATHBONE

«¡No me vais a envenenar, cabrones. Lincoln está conmigo!» Henry Rathbone bebe un trago de agua y mira hacia la puerta como queriendo amenazar de muerte a las personas que él intuye que están allí, vigilando todos sus movimientos. Tampoco se fía demasiado de las mismas paredes, que hablan y cuentan que el presidente sigue con vida, engañan adquiriendo desde esos cuadros la forma de sus tres hijos y su esposa, Clara. Por eso los quiso matar y suicidarse a posteriori: cinco puñaladas en su pecho, todas dedicadas a John Wilkes Booth, desde el codo hasta el hombro.

 

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Click en el Mayor Henry Rathbone si quieres conocer su historia

 

13 de julio de 1967

13 DE JULIO DE 1967, EN UN MONTE DESCUBIERTO POR PETRARCA

Una mueca de fastidio más un gesto de agotamiento dan comienzo a la esperada estrategia. Tom se deja caer al final del grupo de ocho y cede unos metros unos segundos antes de lanzar un ataque en el Mount Ventoux que él presiente demoledor. Pero no, Julio llega y lo sobrepasa. «¡Subidme de nuevo a la bicicleta!», esas fueron sus últimas palabras antes de caer muerto en la cuneta. Demasiado calor, paisaje lunar, anfetaminas y brandy no suelen combinar bien. Su madre recuerda ahora aquel cumpleaños, el octavo, en el que le regalaron a Tom su primera bicicleta.

 

 

 

EL ESPÍRITU DE MAZEN

EL ESPÍRITU DE MAZEN

Mazen ni siquiera es capaz de recordar qué sucedió tras el último bombardeo, pero esta playa le parece el paraíso más hermoso que sus ojos hayan podido contemplar jamás. El mes pasado cumplió 10 años, sin apenas más celebración que los besos de su madre y de su hermana. “Mazen, recuerda que es una fecha importante, te haces mayor, y sólo una vez en la vida se pasa de una a dos cifras en la edad humana”, esas palabras de su madre le hicieron reflexionar, sentirse un poco más grande de lo que se estaba sintiendo en estos días de ataques y constantes miradas a un cielo portador de nuevas asesinas casi a diario. Recordó a su padre y se lo imaginó luchando contra los malos como un superhéroe lleno de valor y justicia, y esa leve sonrisa se volvió mueca de fastidio al contemplar el sabor amargo de la injusticia que asola a una ciudad con tanta historia como la suya, Alepo, ese tránsito apócrifo de Patrimonio de la Humanidad a Patrimonio del Horror en una breve mueca de dioses inexistentes. Rebeldes y fieles, fieles y rebeldes; da igual, en este caso todo desemboca en un sinónimo aterrador de muerte e injusticia.

Como pude, con unas fuerzas que surgen de un lugar que ni sé cuál puede ser, llevé a hombros a mi madre, Ghada, al hospital sorteando gente que corría, una en silencio otra gritando casi desde el más allá. El silbido de las bombas que iban cayendo me mantenía alerta. No dejaba de decirle con cariño a mi madre que aguantase, que ya casi estábamos. En la puerta, una enfermera y un chico que parecía ser un médico me recibieron, se llevaron a mi madre mientras yo seguía su estela marcada por un reguero de sangre que se mezclaba en en suelo con otras sangres, como ríos que van a desembocar a un mar rojo que sólo indica muerte y destrucción… Es curioso, porque muchas voces gritan ‘¡necesitamos más sangre, más sangre!’, y la de mi madre, igual de roja que las demás, se va escurriendo directamente hacia el sumidero de la otra vida. No lo entiendo, de verdad, ¿por qué? No, no… ese silbido se escucha demasiado cercano…”

¡BOOOOOOOOM!

– Mazen, hijo, ven, acércate.

– Ya voy, mamá.

– He estado hablando con tu tío, con Mahmoud, y la situación aquí es cada vez peor. Nos bombardean casi cada día, nos están matando sin que a nadie parezca importarle… Y, ya sabes que tu otro tío, Samir, está viviendo en Europa ya, en el norte, en Suecia, y creemos que es una buena oportunidad para alejarnos de esta pesadilla. El tío Mahmoud tiene dinero ahorrado, y dice que nos podemos ir los tres con él. ¿Qué te parece?

– ¿Y papá? ¿Qué pasa con papá?

– Ay, Mazen, no sabemos nada de él. Seguro que está vivo, mi niño, y cuando todo esto acabe nos buscará y vendrá con nosotros, ya verás.

– ¿Y mis amigos? Esta es nuestra casa, mami, no sé…

– Mazen, ésta ya no es la casa de nadie, aquí sólo vive ya la muerte… más y más muerte…

– Me da miedo, mami, pero si tú crees que es lo mejor.

– Lo es, hijo, lo es… Ven, dame un abrazo, grandullón.

Amanece en la isla de Lesbos. A la playa de Tsonía, en el noroeste de la isla, llega esta mañana un bote con casi ochenta personas que huyen de una muerte segura en su país, Siria. Entre toda esa gente asustada, desorientada, podemos ver a Mahmoud Lakhdim, veterinario en su “vida anterior”, que ha logrado escapar de la barbarie de su ciudad natal, Alepo. Aunque ha hecho este duro periplo con mucha otra gente, está solo. Su sobrino, Mazen, lo ve y corre hacia él. “¡Tío Mahmoud, tío Mahmoud!”, grita contento mientras abre sus brazos para abrazarlo. Pero su tío no lo ve; no lo puede ver, es imposible que lo pueda ver porque Mazen nunca pudo salir de aquel hospital en el que se suponía que iban a curar a su madre. Al menos pudo llegar a cumplir dos cifras un mes antes; muchos otros niños, muchas otras niñas, jamás llegarán a acercarse a ellas.

Mientras tanto, otro cazabombardero Su-34 regresa a la base. Entre aplausos, los pilotos se quitan sus cascos, estrechan sus manos y se congratulan ya que han sido capaces de cumplir los objetivos programados trayendo incluso de vuelta dos bombas KAB-500S, de ésas que se conocen como “inteligentes”. Misión cumplida.

 

(Hace dos años me uní a un proyecto llamado Textos Solidarios en el que, autores y autoras de muchos países de habla hispana íbamos a colaborar con el fin de publicar un libro cuyos beneficios iban a ser íntegramente para Médicos sin Fronteras. Como no se sabe nada de tal proyecto y ya ha transcurrido mucho tiempo, aquí publico el texto que había enviado como colaboración.)

REFUGEES WELCOME!!!

CONA MOR

No, no se trata de una obvia referencia u homenaje al insigne Chiquito de la Calzada, no, aquí iremos mucho más allá, porque vamos a agarrar una pala de esas bien grandes y cavar un rato largo hasta llegar a 1980. Tan cerca, tan lejos – como aquel grupo danés que vi una vez en Aplauso, Mabel, que cantaba una canción titulada “We are the eighties” entre melenas rubias cardadas y poses bien aprendidas tras unos años 70 llenos de glam y heavy metal (más adelante, y gracias a La Edad de Oro, aquel mítico programa que presentaba Paloma Chamorro y que provocaba en mí toneladas de sueño las mañanas siguientes, descubrí el verdadero tema de los 80, “Eighties”, de Killing Joke).

(Inciso: no sólo es una burrada supina intentar comparar estas dos canciones, sino que, para mentes avispadas a las que les guste Nirvana, os habréis percatado de que «Eighties» tiene el riff de guitarra de «Come as you are». Una curiosidad. Prosigamos)

Son dos los tipos de sangre, dos. No hablo del RH, de tener o no tener esa proteína en la membrana de los glóbulos rojos, no, sino del acercamiento de los seres humanos a la misma teniendo en cuenta las circunstancias y de quién y por donde brotaba la misma. El mismo día de mayo de 1980, cursando yo el séptimo curso de la extinta Educación General Básica sucedió lo que paso a narrar a continuación:

Clase de matemáticas con Don Ángel en el colegio público de mi pueblo, Cacabelos, Virgen de la Quinta Angustia (desconozco cuáles fueron las cuatro angustias anteriores, quizá la quinta fuese la ansiedad que provoca la dinámica del sistema educativo en alumnado de 12 y 13 años de edad, quién sabe). Mientras intentamos resolver problemas en absoluto silencio, una niña sentada en la mitad de la fila de mi izquierda, comienza a llorar tratando de no hacer demasiado ruido. “¿Qué le pasa?”, se acerca Don Ángel, que siempre nos trataba de usted, y pregunta con cierta preocupación a la alumna. “Tengo un problema, ¿puede venir Doña Nati?” Sin mediar ninguna palabra más, el maestro de matemáticas avisa al delegado, “apunte usted en la pizarra a todo aquel que se porte mal”, y sale disparado de clase dejando la puerta abierta de par en par. Las dos mejores amigas de la niña que llora y tiene un problema se levantan de sus asientos y se acercan compungidas a consolarla. Las tres se abrazan, una de las dos amigas acaricia el pelo de su amiga con mucha ternura. El resto de la clase permanece en absoluto silencio. No sabemos qué sucede, si se trata de un problema muy grave o no y ni siquiera nos atrevemos a preguntarle a la niña qué leches le está pasando. Dos minutos más tarde regresa Don Ángel con Doña Nati, ambos entran muy serios. “Ya me ocupo yo”, le indica la maestra de lengua al de matemáticas, “puedes esperar fuera”. “A ver, niños, será sólo un momento, vais saliendo en silencio al patio con Don Ángel y ya volvéis cuando lo arreglemos. Nada, unos minutos.” Y en perfecta y armónica fila salimos de nuestra aula en dirección al patio. Estamos asustados, nos miramos unos a otros sin saber de qué va todo aquello. Mi amigo Jose olvida su chaqueta en clase y, por propia iniciativa y sin pedir permiso al maestro, regresa corriendo al aula de 7º B. Escuchamos de lejos como doña Nati le riñe airada y como consecuencia Jose corre más rápido aún hasta alcanzarnos. “Joder, está de pie hablando con Doña Nati y la silla está llena de sangre”, me susurra muy bajito a la altura de mi oído derecho. “Hostia… ¿Qué le habrá pasado?… Pobre. ¿No será nada malo, no?”, le respondo. “No sé, ni idea. Había bastante sangre”, me comenta con cara de susto. “Eso no es nada, que está sangrando por la cona, nada más”, Mari Carmen, una de sus mejores amigas, que iba justo delante de nosotros y había escuchado nuestra conversación en voz baja utilizando sus increíbles antenas parabólicas. “¿Cómo que sangra por la crica?” (Mari Carmen, hija de lucenses, utilizaba la palabra cona mientras que nosotros nos decantábamos por la acepción berciana, autóctona e intransferible, que denominaba al organo sexual femenino como crica). “Pues claro, gilipollas, ¿no sabéis que a las niñas nos viene la regla un día y eso significa que ya somos mujeres y que ya podríamos tener hijos? Si lo explicó Don Amado en clase hace un par de meses. Estaríais a uvas, agilipollaos, como siempre.”

El caso es que la niña a la que le acababa de llegar la regla por vez primera y en mitad de una clase de matemáticas estuvo después unos días un poco rara, como avergonzada por alguna maldición espontánea con la que no contaba. Y los niños la mirábamos desde la distancia, entre temor y respeto, como si aquella manzana de la que tanto nos hablaron estuviese encima de su pupitre lista para recibir un mordisco. Temor y mucha basura en nuestras cabezas.

Aquel mismo día, en el recreo, otro compañero de clase se había cortado en una pierna mientras jugaba el típico correcalles balompédico de cada recreo. No pasó nada, algo de alcohol y desinfección, y a seguir con el día escolar. De vez en cuando, volvía a brotar algo de sangre con lo que, nada más empezar la clase aquella de matemáticas con Don Ángel, decidió el propio maestro que bajase el alumno a conserjería para allí aplicarle un apósito. Pero aquella sangre era distinta, no provocaba entre los mayores sensaciones tan extrañas como la de la menstruación de la niña.

A la hora de la comida lo comenté en la mesa con mis padres y mi abuela, y nadie me supo o quiso explicar qué desconocido misterio distinguía a una sangre de la otra. Miradas, caras de extrañeza, y a cambiar de tema lo más pronto posible, que los tabúes no son tema de conversación en una comida familiar. “Joder, cómo cambian los tiempos, hostia”, fue lo único que atinó a decir mi padre al respecto mientras mi madre y mi abuela se miraban de reojo tratando de responderse preguntas la una a la otra que ya venían, probablemente, de muy atrás, de tiempos ya lejanos para ellas.

VIAJES AL FONDO DEL ALSA – PARTE XLV (UNA MAÑANA EN LA ESTACIÓN DE AUTOBUSES DE PONFERRADA)

30 – 12 – 2017

Siempre me gusta llegar con un buen margen de tiempo a las estaciones de autobuses, tomar un café, leer algún periódico para cubrir mi ración de enfado del día, y eso mismo hice hoy… Aunque, ¡maldición!, periódicos ocupados, no queda alternativa: observemos qué acontece a nuestro alrededor (I want to see people and I want to see life)

Dos chicos y una chica de unos 20 años hablan de música mientras gestionan la ingesta de sus cocacolas. Comentan conciertos de Los Planetas, de Lori Meyers, de los Chemical Brothers; festivales que van del Primavera Sound al Summer Fest, hasta que llega el desliz, «los mejores en directo, sin duda, son Taburete», comenta muy serio el chico. Las dos chicas lo corroboran con entusiasmo. El pasmo inicial me lleva a una conclusión espontánea: Tabarnia existe, gentes de bien, y Taburete compondrá su himno celestial con letra de Loreto Sesma en su línea «poética» de pop tardoadolescente, paja mental permanente.


Abandono sin remisión a este grupo y muevo mi periscopio en busca de nuevas sensaciones. Dos señores con el volumen a todo trapo, ya a vinos a las 11.40, se explican el uno al otro en perfecto espejo reflexivo por qué habría que legalizar la prostitución; «necesidad la va a haber siempre, y mujeres que quieran ser putas, también, pues, hala, contrato legal y a cotizar como todo dios», sermonea el hombre de palillo plano en la comisura derecha de su boca. Me gustaría en ese momento preciso poseer poderes y convertir a ese hombre en puta de club de carretera, de los más sórdidos, y teletransportarlo allí sin billete de vuelta. Le dejo el palillo como recuerdo de su vida anterior.


Una señora habla por teléfono. Está algo afónica imagino que debido a los excesos de estos días. Discute con alguien de confianza. Que si era él, que si no era él. Que si cómo es él y en qué lugar la cortejó. «que no, Antonia, que no es ésa, que la confundes con la prima del de la granja de Carracedelo. No, no, es la otra hermana, la que está con el negro… Claro, boba, ésa… Pues no sé de por ahí abajo, de los que vienen en patera…» Y ya viajo a esa cena de Nochebuena, esa blanca Navidad para ese chico venido del África subsahariana, rodeado de cuñados, primos, suegro, tíos, etc. envuelto en una vorágine etílico-catalana, futbolera, ni de izquierdas ni de derechas, villancico va zambomba viene, hasta que: «… y va el tío y se levanta a recoger platos y largueros… Ya, ya, alucinante, y la Pepi no le decía nada, allí, tan ricamente, con el culo pegao a la silla… Sí, sí. Menos mal que se arremangó mamá y le dijo que de eso nada, que habiendo allí tantas mujeres que qué pintaba un hombre recogiendo…» La fiesta, para quién se la trabaja, pensé ipso facto. Al pobre chico no le quedaban salidas posibles, y sin comodines que gastar, ya lo vislumbraba yo puro en boca, copa de coñac en la mano aguantando con estoicismo Jedi el resto de horas de aquella velada.

– Papi, ya es casi la hora, vamos hasta el andén.

Y con este crudo despertar al que me somete repentinamente mi hijo pequeño, dejo las vicisitudes ajenas para centrarme en las mías propias. Este café y este tiempo ha huido volando en nivel supersónico… casi, casi como el año 2017, que ni nos hemos enterado, oiga. menos mal que, según ese ser que preside (desgraciadamente) este país, nos vamos hacia el año 2016. Igual ganamos alguna medalla más en las Olimpiadas de Río y todo.

1987 – OPERACIÓN PRIMAVERA

Éste es mi relato para el recopilatorio «O. Anatomías del Antiguo». Una batallita con tistes muy autobiográficos

Si no recuerdo mal, lo llamaron Operación Primavera – sería porque tuvo lugar en la primavera de 1987. Por aquel entonces, Poch, el chico más pálido de la playa del Gros y líder de los míticos Derribos Arias, pinchaba muy buena música en el Factory y además, íbamos a escuchar buena música al Cecchini y al Channel; compartíamos jarras de cerveza (e imagino que por añadidura montones de babas ajenas) entre unos cuantos. De vez en cuando también estudiábamos, pero, no lo voy a negar, salíamos casi todas las noches con mucha más imaginación que pasta, la verdad.

Llegué a Oviedo desde Cacabelos en octubre de 1986, dispuesto a ser un filólogo especializado en la lengua inglesa. Para un chico de pueblo como yo, llegar a una ciudad como la capital de Asturias supuso un salto vital con pértiga de dimensiones considerables, a nivel de libertad personal, de puro y duro aprendizaje con todo tipo de condimentos y sin deconstrucción alguna. Primer curso como habitante el Colegio Mayor San Gregorio. Allí, por suerte, encuentro gente tan sanamente descerebrada como yo. Tras varias noches en vela plenas de música, risas, tabaco y demás materiales, huyendo en perfecto y armónico grupo salvaje de las novatadas, decidimos crear de la nada más espesa un grupo punk, ‘Bicho, Evan & The Garban Zin Band’ (Evan era yo, que me había caído ese apodo una noche de ciego total en la que, al parecer, hablaba exactamente igual que el boxeador aquél que respondía por Alfredo Evangelista). Letras guarras y comprometidas (luego por las noches, poluciones nocturnas; me hago muchas pajas y me bebo la lefa mía”, ése era el nivel). Dos conciertos, dos. Uno en la fiesta del Colegio Mayor, y un segundo, pura y devastadora improvisación, en la mencionada sala Factory de Oviedo.

Actuaban aquel jueves de abril “Los Hermanos Pinza”, un grupo rollo punk cabaretero que tenía Poch, con signos ya harto evidentes de la enfermedad crónica que acabó prematuramente con sus branquias fuera del agua, el corea de huntington. Como teloneros de los Pinza, estaban los Hipohuracanados, una banda tan numerosa como divertidamente anárquica y salvaje. Fuimos a ver los cinco del grupo etílico-punk aquel bolo de jueves. Esperamos y esperamos sin casi dinero ya, sin cerveza, la garganta seca, pero no empezaba. Se nos acerca Rubén, el de los Hipohuracanados, y nos dice ya muy alterado, oye, ¿queréis tocar conmigo, que los del grupo me han dejado totalmente colgao, los muy hijosdelagranputa?” Sin dudarlo ni un segundo, y sin mirarnos siquiera, respondemos al unísono, Sí, claro, tío.” Y allí me vi yo con el Bicho, aporreando con unas baquetas medio rotas unos cubos de la basura de los más grandes que os podáis imaginar. Cada poco le propinábamos una patada a uno de aquellos contenedores verdes y tenía yo que bajar del escenario de un salto a recogerlo a oscuras entre el público asistente que, oh sorpresa, era numeroso y nos aplaudía, ¡nos vitoreaba y todo! Me acuerdo de cantar todos juntos eso de un día cualquiera, comeré lentejas”, cutre alusión al temazo de Parálisis Permanente, “Un Día en Texas”. Grabamos una cinta que se perdió sin remisión en algún confín raruno de alguna maleta (al menos, mi copia, que sé que alguno de los otros tiene alguna cinta a buen recaudo por tierras chilenas). Hicimos, además, un corto en Super 8 dirigido por Andrés “el de Avilés” (que no se llamaba Andrés, pero como había rima consonante, pues eso, carajo, manteniendo el nivel) que se titulaba “¡Qué Pasa, Monstruo?”, una clara alusión a Enrique López, el Figuras, que de aquella andaba por allí preparando las oposiciones a juez, que siempre nos saludaba con aquella coletilla caspa-lux de precursor visionario del cuñadismo más activo cada vez que nos cruzábamos con él por algún pasillo tan interminable como aquellos del hotel Overlook, y que, hace no demasiado tiempo en una mañana madrileña no muy lejana fue pillado in fraganti en su moto guay dando una tasa de alcohol muy superior a la permitida (lo sé porque lo vi en las noticias); ay, el superjuez, ¿dónde está ahora el Consejo General del Poder Judicial, monstruo? Puro rock y puro roll, como podréis observar…

Pero, ¿y qué pasa con la dichosa Operación Primavera?, os preguntaréis intrigados. Allá va, que no sólo de anécdotas cebolleta vive el ser humano, sea éste punki o no. (Se me fue la pinza con los Hermanos… )

Salía una noche (otra más de aquellas eternas) del Cechinni con Aníbal, un punki de Colindres que contaba los chistes más surrealistas que os podáis imaginar, cuando, de repente miro al suelo y veo algo que se asemeja a una serie de papeles enrollados y sujetos con la típica goma de toda la vida de dios. Me agacho, lo recojo y “¡Hostias, Aníbal, que esto es pasta, mogollón de pasta!”; “¡pero qué dices, tío? A ver, déjame ver… ¡Joder, sí! Guárdala rápido, que anda la pasma por la calle Mon de redada, ¿no los ves?” Y eso hice. Cuarenta y cinco mil pelas del ala que nos “agenciamos” por obra y gracia de la Operación Primavera. Imagino que se le caerían a algún camello apurado ante la cercana presencia de un más que inminente cacheo. A gastar y beber cerveza de la buena.

Regresando a casa por etapas, nos sentamos un rato en la plaza del Fontán. Aníbal rebusca por sus bolsillos y encuentra una última china. Me pide un cigarrillo rubio ya que él no fuma tabaco. Se lía con su pasmosa habilidad el último porro de esa noche de primavera. Lo mira con satisfacción y se dispone a encenderlo con su mechero Bic.

– ¡Quietos paraos! – una voz bastante afectada por los supuestos excesos de una noche de sábado nos grita.

– ¡Eh, pero qué pasa? – responde Aníbal.

– ¡Policía! ¡Deme eso!

– ¡Eso, qué? Identifíquese primero.

Y con las mismas, bajo una extrema dificultad en los movimientos corporales, el señor consigue sacar una placa que lo identifica como policía secreta. No salimos de nuestro asombro. Ni siquiera nos registra, tan sólo nos pide el porro, fuego, y se va caminando en un continuo zigzag, muy despacio, y exhalando humo aromático por su boca y fosas nasales. “Ta cojonudo, joder”, le escuchamos decir antes de mirarnos el uno al otro con esos ojos que pasan de un colocón de los divertidos a un asombro alucinante. Comenzamos a reírnos con unas ganas que no van a parar en la siguiente media hora. Nos vamos a desayunar, que todavía queda mucha pasta de aquellas cuarenta y cinco mil pelas que nos encontramos al lado del Cecchinni. La Operación Primavera también requiere su parte de alimento, que no sólo de hachís va a vivir el estudiante universitario.

CINTALABREA

CINTALABREA

Aquella tarde de finales de abril llegué a casa con la espalda muy dolorida, demasiado enrojecida y casi a punto de sangrar. Aún así, me senté a la mesa a cenar como si tal cosa, con una gran sonrisa y, para ser justos, he de reconocer que el simple hecho de poder escuchar una vez más las historias de mi abuela Luisa, sus chistes, ya servía para mitigar el dolor sin casi tener que disimularlo.

Antes de irme a dormir, tras haber visto un nuevo episodio de Curro Jiménez, me encerré sigiloso en el baño y como buenamente pude me apliqué algo de alcohol en la espalda. El dolor era casi insoportable, pero no podía ni emitir un leve quejido no fuera a ser que me escucharan y se enteraran del estado tan lamentable en el que se encontraba mi maltrecha espalda.

UNAS HORAS ANTES

– Venga, somos nueve. ¿Alguien tiene un cinto? – preguntó Juan Carlos.

– Yo, yo tengo uno, pero si me lo quito se me caerán los pantalones – respondí yo demasiado convencido, muy poco previsor.

– Joder, pues vamos por un trozo de cuerda ahí donde el Pispís y te la atas – dijo presto Miguel justo antes de enfilar los nueve en dirección a la Plaza del Generalísimo (poco antes de ser ya Mayor y eliminar la ignominiosa presencia del dictador) para comprar un metro de cuerda de pita por una peseta (cuatro cicles Cheiw menos).

CINTALABREA

En el juego en sí hay tres partes implicadas:

a) la madre o persona que manda por completo en el juego y da las órdenes según su conveniencia y a su libre y subjetivo albedrío, claro está.

b) quien se las queda: como en todo juego de persecuciones, la persona que debe correr todo lo que pueda para intentar atrapar a todas las demás, en este caso con una novedad: porta un cinturón en su mano a modo de látigo con el que debe golpear al resto; es la manera tan particular de “pillar” de este juego.

c) Los que huyen del posible “castigo” a base de cinturonazos de un calibre tan berciano como salvaje.

– A ver, yo soy la madre; Peidán se las queda y los demás ¡a correr! ¿se vale? – Gabino, con su siempre particular sentido del liderazgo ya lo había organizado todo.

Todavía me encontraba yo luchando, torpeza apremia, por atarme bien la cuerda para no quedarme en calzoncillos cuando la madre gritó, “¡CINTALABREA!”, y todos echaron a correr ipso facto. Todos menos yo, que aún tardé otros dos o tres segundos en anudarme aquella cuerda nueva tan recia, justo lo que le llevó a Peidán llegar a mi altura y empezar a asestarme cintazos en toda la espalda – por lo menos, José Manuel, apodado Peidán como su padre, su abuelo, su bisabuelo y aún más arriba, era de los considerados “buenos”, de los que arreaban agarrando el cinturón por la hebilla y no al revés. Al comenzar yo a correr como un poseso con seis o siete buenos latigazos ya a mis espaldas, Gabino, la madre, chilló desde su lugar (no debe la madre moverse nunca de la posición inicial que ocupa en el juego), “¡OREJA, OREJA!” Había llegado la mía: me di la vuelta y ahora era yo quien perseguía al Peidán. En cuatro o cinco zancadas ya estaba a su altura; salté, lo agarré y cogí su oreja derecha muy fuerte con los dedos de mi mano también derecha. Con todo el dolor que sentía en mi espalda, la venganza invadió mi instinto y los tirones que propiné a su apéndice auditivo fueron tales que, asustado, Gabino, la madre, comenzó a gritar como un loco, “¡PARA, PARA, YEBRA, QUE SE LA ARRANCAS!” No obedecí. No estaba yo para obediencias y misericordias de carácter leve.

¡CINTALABREA!” Joder, ¡no! Tornas cambiadas otra vez. Me giro para escapar a toda prisa con tan mala pata que tropiezo con un adoquín de aquellos que antaño sobresalían casi en cada acera. Mínimo, mínimo, diez latigazos más… hasta que llegó a nuestra posición el resto de la pandilla y, aunque la madre ya había proclamado bien alto “¡OREJA PA CASA!” (los perseguidos llevan al perseguidor asido de la oreja ante la presencia del dios del juego de cintalabrea, la madre y ya es el final del juego), José Manuel, Peidán. Continuaba asestándome un cinturonazo tras otro como venganza a la afrenta hecha con anterioridad a su oreja diestra, que sangraba y sangraba sin parar. Entre Manolo y Robertín consiguieron a duras penas placarlo y, muy enfadados, decirle que lo dejase ya, que ya estaba bien.

– ¡Qué cojones haces, hostia!

– ¡Cagondiós, mira mi oreja, MÍRALA, que este cabrón casi me la arranca!

Y con las mismas nos pasamos José Manuel el Peidán y yo casi siete años sin dirigirnos la palabra.

En una verbena de las fiestas de Villadepalos, en estado ebrio y demás, el Peidán derramó un vaso casi lleno de cuba libre sobre la espalda (sí, otra vez “la espalda·) de un chico de Cuatrovientos, un jevi con pinta chungo miembro de una pandilla con aspecto global aún más chungo. En cuanto empezaron a darle de hostias, allí aparecimos los de Cacabelos al instante a defender al Peidán, uno de los nuestros. Como suele suceder en estas ocasiones, la noche acabó con una borrachera de órdago entre amigos, los de siempre y los nuevos, porque, a pesar de la bronca inicial con los de Cuatrovientos, terminamos mezclados con ellos proclamándonos entre cervezas y cubatas amor fraternal eterno mientras cantábamos (y destrozábamos) canciones de Barón Rojo a volumen brutal, como no podía ser de otra manera.

Desde una esquina de la barra del bar de la verbena, el Peidán me mira, se ríe y me grita cerveza en alto, “¡CINTALABREA, YEBRA, CINTALABREA!”, y a mí me da la risa y voy a su encuentro para darle el más sincero de los abrazos y decirle ya con la lengua muy trabada directamente en su oreja derecha, “¡OREJA PA CASA, PEIDÁN, OREJA PA CASA!”

PERO AQUÍ, ¿QUIÉN BOSTEZA?

  • ¿Y ahora, qué hacemos?

  • Ni puta idea, tío… No sé, para un taxi si ves alguno, que no nos queda pasta… También podemos echar a caminar y hacer dedo de paso, a ver si alguien nos coge.

  • Joder… Pues vale. Me hago el peta que nos queda y vamos tirando.

No, no, no. No me gusta un pijo cómo está quedando, y el otro anormal va y le dice al editor que ya lo tiene casi todo listo. No se me ocurre otra, que bastante tengo con lo mío como para andar cubriendo la mierda de los demás. Si ya me decía Andrés que no se me ocurriera meterme en estos fregaos, que las colaboraciones cuando esté todo bien organizado y detallado.

  • Hostia puta, tío, que son casi trece kilómetros, y yo estoy frallao.

  • No te jode, ¡y yo! Pero tenemos que estar allí a las ocho en punto, que ya sabes que este domingo va a ser el de más jaleo… y encima hace bueno, va a ir todo dios a vendimiar. No quiero ni imaginar la cola de tractores que va a haber todo el puto día. No vamos a salir de allí hasta las doce de la noche, ya verás.

  • Eres un cabronazo, joder… dando ánimos no tienes precio, cagondiós.

Venga, hijo de puta, coge el teléfono, mamón… piiiiiiiip…. Piiiiiiip… Que sé que estás en casa, que veo tu puerta desde la ventana y no te vi salir. Piiiip… piiiiip… ¡CLACK! ¡a tomar por culo, hostia! Ya lo acabo yo.

  • Yo ya paso de sacar el pulgar, tío, total, de Camponaraya a la cooperativa ya no queda nada.

  • Pues yo sigo, joder, que si no no nos da tiempo a llegar a casa y coger el mono para ir a currar.

  • Si apuras el paso y me sigues, joder, llegamos de sobra. Déjate ya de hostias y acelera, cabrón.

Pues ya está. Ni lo reviso, que creo que ha quedado la hostia de bien. Voy a abrir el correo y se lo mando ya directamente… A ver, quito el nombre de Jaime, dejo sólo el mío y pista que va el artista. Enviar. Ya… Listo. Ahora salgo a tomar un café con un sol y sombra, que me lo tengo más que merecido.

  • ¿Ves como daba tiempo de sobra, gilipollas? Anda, ya nos vemos allí en veinte minutos.

  • Vale.

  • Cambiate y tira p’allá, no te vayas a tumbar que te duermes fijo… ¿me oyes? ¡EH?

  • Sí, sí, te oigo, joder, que ya nos vemos luego, tira pa casa…

  • Venga, colega… Estuvo bien, ¿no?

  • Joder, de puta madre. Glorioso.

Spam, spam, puto spam de los putos cojones. Seguro que les llegó como spam, hostias. Voy a llamarlos a ver qué mierdas pasa… “El número marcado no existe… il nímiri mirquidi ni ixisti…” Putos cabrones hijos de su putísima madre que los parió ayer. Me cago hasta en el santísimo dios y su putísima madre… P-p-p-pero… ¿Quiénes hostias sois? Fuera, fuera de mi casa

  • ¡Qué pasa, Albino, cómo va todo?

  • Joder, Pol, vaya careto que llevamos esta mañana. La noche debió ser larga.

  • Jajajaja, más de lo aconsejable, no lo voy a negar, pero ya sabes que aquí, a bloque, sin problema, a aguantar como un puto campeón.

  • Ay, bendita juventud, rediós.

  • Oye, Albino, ¿no viste al Ciri? Igual se durmió el muy cabronazo y hay que llamarlo a casa.

  • No, no, aún no ha llegado, que acabo de venir yo del sinfín de alante y allí sólo estaba Gonzalo.

  • Jodeeeer… Voy hasta la báscula en un segundo y ya lo llamo yo.

Y siempre me hacen tragarme esa mierda; y me siento impotente total, sin poder mover ni un músculo, sin hablar nada más que conmigo mismo y nadar perdido entre mis paranoias. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Por qué nunca me dicen nada?

  • ¡POL, POOOOOOOL!

  • ¡QUÉ PASA?

  • ¡DEJA EL FURCÓN AHÍ Y VEN HASTA AQUÍ, QUE TE BUSCAN!

Todavía siguen con ese rollo de hacerme creer que yo me cargué al Ciri, y yo no soy gilipollas, que lo dejé en la puerta de casa a las ocho menos veinte…

No son los antipsicóticos que me había recetado Don Venancio, no, que yo sé muy bien que no tuve nada que ver, y si lo atropellaron sería porque por su cuenta y riesgo decidió dar la vuelta desde la puerta de su casa, donde yo lo dejé a las ocho menos veinte, y desandar todo lo andado un par de horas antes. Y van y se inventan ese rollo macabeo de que el Ciri fue quien lo escribió todo y que yo lo maté para quedarme con todo el mérito… ¡Si a mí tres cojones me importa que vayan por la sexta edición, que yo paso, joder! Además, seguro que está vendiendo la de dios por todo el morbo que la situación está provocando….

Pol recordó aquella helada de aquel invierno de 1996. Su padre se había ido a trabajar a la fábrica de cemento bien temprano y él, como hacía siempre, iba resbalando contento sobre los charcos congelados hasta la casa de su amigo Ciri para luego tirar juntos para el colegio. Quedaban unos diez minutos para el ansiado recreo. Llaman a la puerta de 5º B. El conserje, Baldomero. “Buenos días, doña Tina, ¿pueden salir un momento Ciri y Pol?” Y en el despacho de la directora, Doña Nati, recibieron la noticia, mejor dicho, las noticias, porque si para Pol era de muerte, de cambio, de vida nueva con muchas menos sonrisas que antes, para Ciri era de un cierto alivio. Un accidente mortal. La carretera con demasiado hielo y muy poca, casi ninguna sal para mitigar su efecto devastador. Benigno, el padre de Ciri, conducía; él se había roto el esternón pero estaba fuera de peligro; José, el padre de Pol, había fallecido al instante debido a un traumatismo cráneo encefálico. A tomar por culo las tardes de los sábados viendo juntos una película de indios y vaqueros, los viajes en los veranos de domingo a la playa de Miño, las risas compartidas y las divertidas patadas a aquel balón de reglamento, el del Mundial de Alemania ‘96. Aunque el sentimiento de dolor por parte de su amigo era totalmente real y sincero, Pol nunca pudo soportar la obligada suerte de su amigo, esos momentos recurrentes en los que piensa “¡no es justo, mi padre no era quien conducía, a él no se le fue el coche, joder!”, y no podía evitar esas señales contradictorias que viajaban por toboganes interiores de neurona a neurona, de la vida a la muerte, la de Ciri, su amigo. Pero él sí sabe de sobra que no fue él quien lo empujó hacia la carretera, hacia la antigua Nacional VI, cuando un Megane gris venía a mucha más velocidad de la permitida. Otra muerte en el acto que, parece ser, a Pol se le olvidó al instante ya que siguió caminando en dirección a su casa mientras tarareaba una de las canciones favoritas de su padre, Españolito, la de Serrat, ésa del disco homenaje a Antonio Machado. “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos españas ha de helarte el corazón…”

  • ¿José Pol Sernández?

  • Sí, soy yo… ¿Pasa algo, agente?

  • Acompáñenos, por favor, tenemos que hacerle unas preguntas.

EL VIEJO PROFESOR DE QUÍMICA

Las mordazas me atan. Los sinsabores del pánico me encienden cada mañana. ¿Qué? ¿A qué? ¿Por qué? No tengo ni puta idea. Mi juicio no fluye con el ritmo que yo habría deseado inconscientemente para él. Acabo de parir y no me veo con fuerzas para recuperar mi estilizada figura.”

El viejo profesor de Química acababa de publicar su primera novela, ‘La Ira de los Átomos’. Ella había consumido gran parte de su tiempo libre durante los dos últimos años, y ahora se sentía vacío, sin más ideas que plasmar sobre un papel en blanco. Y luego el calor, el maldito verano. Desde pequeño siempre había sentido como el tiempo se desvanecía entre sus manos cada vez que “perdía” una tarde de verano en la playa (maldita molicie). Hoy se sentía igual que antaño, pero con una pequeña diferencia: no estaba ya solo, su mujer y sus dos hijas, de siete y tres años, parecían estar pasándoselo en grande a su lado.

Abstraído como estaba tratando de hilvanar una especie de argumento fantástico que le sirviese como punto de partida para su segunda novela, no fue capaz de intuir que un fantasma del pasado inmediato se le iba a aparecer de repente aquella tarde: Lorena Menéndez. El viejo profesor no se había dado cuenta de que él y su familia se habían situado a tan sólo unos metros de Lorena y su chico. Los dos componían una escena de lo más rebelde y provocadora: ella llena de pendientes y colgantes por todos los rincones de su cuerpo, los visibles y los no visibles – el viejo profesor lo sabía muy bien, hasta el más mínimo detalle -; y él, un punki de cresta rizosa, enemigo acérrimo de los bañadores al uso, que se adentraba en el mar con unos desgastados vaqueros negros cortados justo por debajo de las ingles. Camisetas de Manolo Kabezabolo para ella, y de Gwar para él. Retozaban con toda la libertad del Universo en caída libre, lo que exasperaba a los más reaccionarios de entre los presentes. No al viejo profesor. No. Él estaba nervioso por otros motivos. A su depresión ‘post-parto’ se unía ahora el recuperado despecho, el sutil abandono que le había obligado a sentarse a escribir la historia de un asesino en serie que actuaba en pos de la ansiada venganza después de sentirse engañado por una chica que había succionado todas sus ansias de vida amorosa. Ese era él, la proyección de su otro yo, del esquizofrénico que cada ser humano esconde en su interior.

No es verdad, ¡no es verdad! Nunca se puede decir que lo que uno escribe sea la proyección de los trapos sucios que se esconden viscosos en cualquier conexión de su cerebro. Yo tuve aquel affaire con Lorena porque necesitaba un poco de evasión… porque me estoy haciendo viejo, y todos somos vampiros… hasta cierto punto. Todos buscamos inconscientemente la juventud perdida; y a mi mis hijas no me servían. No me entiendas mal, querido contador de historias ajenas, que yo no soy ningún pederasta. Para mi los hijos son símbolos de muerte; están ahí para avisarte de que vas a morir, tarde o temprano, pero te vas a morir y ellos seguirán caminando….. los muy cabrones.”

Lorena estudiaba COU, y Lorena buscó premeditada e intencionadamente al viejo profesor. Sabía que estaba buena, y sabía también que ese simple hecho podría darle el siempre tan difícil aprobado en química. Le sacó todos los símbolos químicos uno a uno hasta ver reflejado en su libro de notas un inesperado sobresaliente. Para ser sinceros, ella también disfrutó lo que pudo de esa relación; pero además tenía claro, muy claro, que en cuanto su nota quedase sellada en su expediente, en las actas del instituto, el nombre del viejo profesor pasaría automáticamente a engrosar la lista – amplia, demasiado amplia para la mentalidad del viejo profesor – de sus novios y amantes. Él en un tris estuvo de dejarlo todo atrás: mujer, hijas y hasta su carrera como investigador en el departamento de bioquímica de la Facultad de Biología. También pudo sentir el frío tacto del cañón de su pistola contra su sien derecha durante quince minutos que le parecieron una eternidad condensada.

Nunca llegué a pensar seriamente en el suicidio. Ni siquiera estaba cargada… Sí que sufrí; para que engañarnos. ¡Yo sí que sigo con mi vida de engaño permanente! No quiero a mi esposa… tampoco mis hijas me aportan nada gratificante. A veces pienso que tampoco las quiero…”

El día de playa era perfecto: no demasiado calor; de vez en cuando alguna nube permitía, como gran sombrilla salvadora, tomar un respiro; la temperatura del agua era la ideal: 18 grados centígrados. Pero al viejo profesor todo eso le importaba hoy un carajo. Lorena acababa de unirse a los productos de su desesperación, y eso sí que era insoportable.

La digestión de tanto crustáceo se hacía dificultosa en su interior. Se lo podía permitir. Sólo era dinero, del que a espuertas entra cada mes. Todo en esta vida iba sobre ruedas para el viejo profesor: tenía dinero, posición social… pero no tenía entre sus manos ese apetitoso bocadillo de foie-gras que su joven ex-amante se disponía a manducar con cara de hambre atrasada. Quería ser parte de aquel hígado de cerdo hecho papilla que se mezclaba con la saliva que él tanto había saboreado dos años atrás. Quería matar a aquel joven punki que osaba meterle mano descaradamente a ‘su’ joven ex-amante ante sus narices… Lorena lo vio, y le envió un gesto afectuoso con su mano izquierda antes de incorporarse para ir a saludarlo.

– Hola, profesor.

– Hola… ¿Lorena?

– Sí, eso es. Lorena Menéndez. Me dio usted clase de química hace dos años, en el instituto.

– ¡Ah, sí…! Era usted una de mis alumnas más brillantes… por no decir la que más.

– También era usted ‘mi profesor más brillante’. Pude disfrutar de sus mejores clases…

– ¡Ejem, ejem! Mire, le presento a mi esposa Laura y a mis dos hijas…

Tus oscuros pensamientos enviaban tus manos directamente a su cuello. Ya estaba muerta, muerta para ti, muerta “por su bien”. ¡Qué sufrimiento provocaba en ti su muerte! ¡Y cómo duele por dentro, cómo hurga sin compasión en nuestras vísceras más necesarias…!

En verdad, yo no pretendía haber llegado a tanto… Creo que se me fue un poco la mano. De todos modos, su muerte pasó por accidental. No fue más que eso, un accidente, un imprevisto accidente. No tengo más que decir.”

Es cierto. La muerte de Jorge, el punki de la camiseta de Gwar, se debió única y exclusivamente a su imprudencia, a su temeridad, a su “valentía” de nadar y nadar contra marea, lejos, muy lejos de la orilla. Se ahogó en sus pretensiones. El que tú estuvieses nadando lejos, también lejos, pero cerca de él, no fue más que un fruto de las incongruencias de la casualidad, de la puta casualidad de haber coincidido ese domingo en la playa, en la misma playa… y con la misma chica, Lorena Menéndez.

TRILOGÍA MANCHEGO-AUSTRALIANA, PARTE III: EN REALIDAD, ME LAMO SARITA

Ante todo, quiero dejar claro, clarísimo, que mi nombre no es Gina. Yo me llamo Sarita, que es a las ovejas de Campo de Criptana, lo que María a la infinidad de mujeres de mi país de origen. No sé, lo de Gina me suena como a Vanesa, Lorena, Nerea o cualquiera de esos llamativos nombres tan horteras que muchas madres humanas han puesto en los últimos años a sus crías, perdón, hijas, quería decir hijas. Mi antiguo amo me asignó “Sarita” en honor a Sara Montiel, Saritísima, nacida, al igual que yo, en aquella insigne villa.

Echo mucho de menos mi tierra, a mis amigos, así como a nuestro buen pastor… Aún no me explico qué perra le habrá dado a este tío conmigo; así porque sí, mata al gurú, que en aquel preciso instante ejercitaba su ritual conmigo, y me lleva luego con él en un extraño vehículo para, al final, viajar durante horas dentro de un pájaro de hierro rodeada de perros, gatos, ¡y hasta un cocodrilo devuelto por el zoo de Madrid…! A mí, la verdad, no me importa seguir a otro gurú, pero es que éste debe ser agnóstico o algo por el estilo ya que nunca legamos al clímax que provocaba la liturgia de mi anterior pastor, tan sólo me mira y me acaricia con mucho mimo, nada más… Aunque a veces pienso, por su actitud, que va a dar el paso definitivo, eso nunca ha llegado a ocurrir. Como en el remedio está la alternativa, mi paso a continuación consiste en buscarme un macho de mi propia especie para así saciar mis ansias espirituales de cumplir devotamente con el rito ancestral que heredamos de nuestros antepasados, generación tras generación, desde los tiempos de Abel, el hermano de Caín, que fue el Gran Iniciador. El único impedimento sobreviene al intentar comunicarme con alguno de los corderos de estas tierras: todos hablan un idioma irreconocible para mí; pero al final, como creyentes en el simbólico ritual del falo, acabamos consumando todo el proceso.

En mi última ceremonia, la suerte me fue esquiva: me quedé preñada… y yo no lo pretendía. Me encuentro ahora activando un comité ovino pro-abortista, ya que considero que el parir debe ser una decisión meditada y unipersonal de la propia oveja embarazada. El mismo problema, el idioma supone una barrera momentánea que me impide, por ahora, llevar a cabo todos mis propósitos; pero me esfuerzo con tesón y voy aprendiendo su lengua poco a poco (“We have to fight against the male power!”). Incluso creo que ya he convencido a dos para que se unan al comité. No sé, ya veremos.

El año pasado estuve a punto de escaparme de la compañía de mi nuevo amo; para ello me infiltré, con la suficiente cantidad de barro de camuflaje cubriendo todo mi cuerpo, entre la multitud del rebaño. Casi lo consigo: al poco de emprender la marcha guiados por dos humanos, sirvientes del pastor Manolo, éste de repente llegó azorado hasta nuestra altura… y me encontró. ¡Me cago hasta en la leche de cabra! ¡Qué mala pata la mía! Aquí me tuve que quedar, sola, preñada y con un pastor ateo que no conoce los rituales de unión entre hombres y ovejas. ¡Vaya un plan de futuro…! Además, esta tierra es muy agreste, no se parece en nada a mi Campo de Criptana. Está plagada de animales rarísimos, totalmente desconocidos para una oveja de pueblo como yo – algunos llegarían a asustar incluso a Zeus, el perro que ayudaba al buen Graciano -.

El otro día, (y no estoy mintiendo, que conste) vi una mosca – supongo que sería una mosca – gigante, tan grande como un gorrión; ¡y volaba hacia mí para posarse en mi lomo y chuparme toda la sangre! Yo la llamo la chupa-ovejas. No, si yo aquí cualquier día aparezco tiesa, patas arriba y muerta, sino por la acción de una de estas criaturas salvajes, al menos de un paro cardiaco.

En estos días, sola con el interfecto éste, no me atrevo ni a salir del cercado. No ceso de preguntarme, ¿pero qué hace una merina como yo en un sitio como éste? Creo que la culpa la tienen estos locos homínidos que, a la mínima de cambio, se salen de sus casillas. El Manolo se carga a mi Graciano, y yo acabo viviendo junto a él sin comerlo ni beberlo; no, si ya lo digo yo: “están locos estos humanos”… Supongo yo que el ver el mundo desde las altitudes que ellos lo ven hará que el viento les afecte un poco más al cerebro, aunque reconozco que no a todos por igual, que mi anterior pastor era un ser muy coherente y, sobre todo, muy buena persona. Doy fe.

TRILOGÍA MANCHEGO-AUSTRALIANA, PARTE II: «GINA»

Hasta hace dos años yo vivía en Madrid, no sé si felizmente o no, pero sí que se me podía considerar como un engranaje más de los que hacen girar la supuesta e hipotética civilización occidental. Ahora mismo estoy en Kalgoorlie, una pequeña ciudad sita en la zona suroccidental de Australia. Me gano la vida dedicándome al pastoreo de ovejas, y mi granja nos da para ir comiendo – y cuando digo “nos” estoy incluyendo a Gina -. Todo lo que ansío en esta vida lo encuentro en Gina. Ella es mi guía. Lo dejé todo por ella, llegué incluso a asesinar por ella, y por ésta, entre otras razones, huí en su compañía hasta llegar hasta aquí. No puedo facilitar mi nombre ya que aún padezco el temor a la justicia implacable de la raza humana; si os place podéis llamarme “Q”.

¿Y cómo llegó “Q” a Australia?, seguramente que os preguntaréis intrigados… Lo único que puedo hacer es contaros mi historia, mi versión, y que el tiempo dicte sentencia.

Yo trabajaba en un banco, en una sombría sucursal de un barrio de Madrid. Mi vida se estaba convirtiendo, sin apenas yo darme cuenta, en un ciclo totalmente previsible: trabajar, comer, ir a casa, hacer vida de marido y padre hasta la hora de acostarme, y así sucesivamente día tras día, semana tras semana… Me casé porque todo el mundo lo hace; tuve hijos porque casi todos los matrimonios suelen tenerlos; malgastaba mis horas en un trabajo rutinario y alienante porque tenía que mantener a una esposa y dos hijos. Ahora bien, he de confesar que no movía un solo músculo para cambiar mi situación, sencillamente me iba dejando arrastrar, como un vago salmón, por la hipócrita comodidad de la vida cristiana en familia. Pero un día todo empezó a cambiar repentinamente: sentí la imperiosa necesidad de nadar contra corriente, para bien o para mal, pero al fin había tomado mi propia decisión: ya podía elegir mi propio destino, y, es más, ahora creo firmemente que todos podemos hacerlo si nos lo proponemos, si nos paramos a pensar en nuestras vidas más de cinco segundos seguidos. Gina me despertó de mi letargo y me obligó a salir de mi covacha.

ovejas-en-campo-de-criptana-autor-bram-meijerUn domingo, como teníamos por costumbre en aras de autoengañarnos, al menos mínimamente, nos fuimos de excursión con unos amigos a Campo de Criptana, en la provincia de Ciudad Real. Mi mujer preparó un suculento pic-nic, mientras yo tan sólo me encargaba de llevar mis naipes para así organizar una buena partida de mus. Ante nosotros se presentaba un domingo de lo más entretenido, y he de reconocer que, por lo que a mi respecta, sí que lo fue.

Mientras caminábamos tranquilamente buscando una zona de sombra bajo la que cobijarnos del inhumano sol que por momentos nos abrasaba, apareció, como ninfa surgida de la nada, Gina, ella, la más hermosa. Pero no fue sólo su belleza física lo que me atrajo, también su indescriptible aura de romántico misterio me dejó fulminado desde el primer instante en que nuestras miradas se cruzaron.

Lo supe al momento: estaba enamorado… Ante mí tenía lo que inconscientemente yo había necesitado desde hacía ya mucho, muchísimo tiempo. No me quedaba otro remedio, debía actuar con extrema celeridad y, aunque hube de regresar ese mismo día para Madrid con todos los demás, eso hice sin más demora. El miércoles siguiente no me presenté en mi puesto de trabajo; mi coche me condujo de nuevo hacia el pueblo castellano-manchego en el que habitaba mi perturbadora musa.

La estuve buscando durante horas y horas, pero no la hallaba. Sí que pude ver muchas otras que guardaban cierto parecido con Gina, pero ninguna era ella, mi Gina – no es que éste sea su verdadero nombre, pero a mí me recordó desde el primer instante a Gina Lollobrigida, gran belleza inspiradora de mis años de púber onanista -. Por lo menos, dentro de la natural desesperación que comenzaba a invadirme, alguien se había apiadado de mí: un pastor llamado Graciano me invitó muy amablemente a comer garbanzos en su morada, una típica vivienda de aquellos parajes conocida como casa-cueva. Pero dejémonos ya de andar con rodeos y vayamos directamente al grano.

Una vez finalizado el almuerzo, me despedí del pastor y proseguí con mi ardua e intensa búsqueda. Cuando la más absoluta de las angustias existenciales rondaba por mis neuronas, la divisé desde lo alto de una loma. La alegría inicial se tornó ira al comprobar que no estaba sola, que tampoco estaba quieta… ¡Estaban abusando de ella, de su grácil inocencia! No tuve más opciones, no había alternativas posibles ante semejante conducta: tomé del suelo una buena tranca y, antes de pararme a pensar en lo que estaba haciendo, antes de recuperar mi lógica diferencial, asesté en la cabeza del violador tantos palos que su cráneo me recordó luego a un coco partido en varios trocitos, como esos que venden en las ferias, vamos. Después de haberlo matado, lo reconocí: era Graciano, mi anfitrión tan sólo unas horas antes. En ese instante, mi conciencia empezó a ejercer como tal… pero allí estaba ella, a mi lado y mirándome tiernamente, comprendiéndolo todo, que yo había asesinado para defenderla. Enterré el cadáver del pobre desgraciado entre la Ermita Cristo de Villajos y la Laguna de Salicor. Ya, ya sé que eso abarca mucho terreno, pero no quiero dar más pistas, que no pretendo yo ahorrarle el trabajo a nadie.

Dejé atrás mi vida, a mi familia, y me vine a Australia, lo más lejos posible, con Gina, mi fiel Gina. El largo viaje en avión se nos hizo especialmente duro ya que no pudimos viajar juntos – lo contrario levantaría sospechas; la sociedad, con sus limitados parámetros, seguro que no alcanzaría a entenderlo -. Sin embargo, una vez aquí, solos e instalados, comenzamos a sentirnos totalmente libres, y en ello estamos…

Hace un año me compré una granja en las afueras de Kalgoorlie; tengo dos empleados que se encargan de la labor de pastoreo, de cruzar este inmenso país con un rebaño de ovejas a su cargo, para regresar con cabezas nuevas después de transcurridos unos meses. Son lo que aquí llaman “drovers”, o pastores trashumantes.

Gina se queda siempre conmigo, aunque la última vez me llevé un buen susto: casi se la llevan con ellos… Menudo despiste. Todo este proceso me produce un poco de lástima porque Gina se pone muy triste cuando se van sus amigas, pero tiene que acostumbrarse, debe entender que ella es mía y sólo mía. Mi amor por Gina es puramente platónico, no mantenemos relaciones sexuales, tan sólo compartimos nuestras vidas sin pedir nada a cambio.

En la actualidad Gina está embarazada, creo que ya a punto de parir. Eso es bueno, siempre resulta gratificante que aumente el rebaño. No siento celos, ¡qué va! Reconozco que todos los seres vivos tenemos que cumplir con nuestras obligaciones biológicas, y el sexo es una más entre ellas, lo cual es también aplicable a mi persona: yo me acerco a Perth cada quince o veinte días para así poder vaciar mis rebosantes glándulas seminales.

No espero nada especial del futuro, sólo poder vivir lo suficiente para poder disfrutar de la grata compañía de Gina, aunque esto parece, en principio, una contradicción porque yo sé de sobra que una oveja envejece más aprisa que un ser humano. Eso me entristece… Pero ha surgido una luz de esperanza en el horizonte que aprovecharé cueste lo que cueste: gracias a “Dolly” podré tener a Gina hasta que mis días se acaben, bastaría con clonarla una y otra vez hasta que mi corazón deje de latir para siempre jamás.