“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
de espaldas
a otra babilonia
que puede gustarnos
o no,
la podemos aborrecer
o simplemente adorar
en su creciente mundo
de babel
anverso
y reverso
de monedas
que no compran
más alimento
que el abstracto
acopio
de realidad universal
en la mera circulación
de sus calles:
otra persona te saluda,
te pide algo
casi sin saber
a qué lengua recurrir;
y los vasos de macedonia
rebosantes y baratos
ante ojos que rezuman
grasa y basura
por venas y arterias
demasiado estrechas
para intelectos
antiguamente activos;
(en la cola
para subir
a la montaña rusa
mi hijo me pregunta
si la inventó un ruso,
y yo le contesto
sin contestar apenas
que lo mismo
que la ensaladilla)
2
la siembra
del odio
provoca / trae consigo
más muerte;
(ser humano:
parece bueno
por fuera)
florece gente fanática
con muertes que perder
vida que gastar__________ propia
ajena____________
de quién hablamos?
londres parís bruselas
BARCELONA
siria irak yemen
«dadnos más semlla de ira
para que acabemos
con vuestra tranquilidad»
y en el suelo
personas inocentes
mientras el humo
que sale de vuestros puros_______
misiles:
nubla un poco
la vista perfecta
de esos mapas
que tanto os gusta
dominar
cuál es la proteína
de vuestro / nuestro odio?
acelerando
cabrones
no lo vais a lograr:
el fanatismo crece
al ritmo frenético
de la avaricia
del poder:
y ya estuvo bien!
(y regreso a aquel día:
muchos brigadistas
llegados de muchas tierras
lejanas
caminan despreocupados
por las ramblas
de barcelona
en un viaje
suponían
al infinito:
todo
decían
iba a cambiar…)
Aquella tarde de finales de abril llegué a casa con la espalda muy dolorida, demasiado enrojecida y casi a punto de sangrar. Aún así, me senté a la mesa a cenar como si tal cosa, con una gran sonrisa y, para ser justos, he de reconocer que el simple hecho de poder escuchar una vez más las historias de mi abuela Luisa, sus chistes, ya servía para mitigar el dolor sin casi tener que disimularlo.
Antes de irme a dormir, tras haber visto un nuevo episodio de Curro Jiménez, me encerré sigiloso en el baño y como buenamente pude me apliqué algo de alcohol en la espalda. El dolor era casi insoportable, pero no podía ni emitir un leve quejido no fuera a ser que me escucharan y se enteraran del estado tan lamentable en el que se encontraba mi maltrecha espalda.
UNAS HORAS ANTES
– Venga, somos nueve. ¿Alguien tiene un cinto? – preguntó Juan Carlos.
– Yo, yo tengo uno, pero si me lo quito se me caerán los pantalones – respondí yo demasiado convencido, muy poco previsor.
– Joder, pues vamos por un trozo de cuerda ahí donde el Pispís y te la atas – dijo presto Miguel justo antes de enfilar los nueve en dirección a la Plaza del Generalísimo (poco antes de ser ya Mayor y eliminar la ignominiosa presencia del dictador) para comprar un metro de cuerda de pita por una peseta (cuatro cicles Cheiw menos).
CINTALABREA
En el juego en sí hay tres partes implicadas:
a) la madre o persona que manda por completo en el juego y da las órdenes según su conveniencia y a su libre y subjetivo albedrío, claro está.
b) quien se las queda: como en todo juego de persecuciones, la persona que debe correr todo lo que pueda para intentar atrapar a todas las demás, en este caso con una novedad: porta un cinturón en su mano a modo de látigo con el que debe golpear al resto; es la manera tan particular de “pillar” de este juego.
c) Los que huyen del posible “castigo” a base de cinturonazos de un calibre tan berciano como salvaje.
– A ver, yo soy la madre; Peidán se las queda y los demás ¡a correr! ¿se vale? – Gabino, con su siempre particular sentido del liderazgo ya lo había organizado todo.
Todavía me encontraba yo luchando, torpeza apremia, por atarme bien la cuerda para no quedarme en calzoncillos cuando la madre gritó, “¡CINTALABREA!”, y todos echaron a correr ipso facto. Todos menos yo, que aún tardé otros dos o tres segundos en anudarme aquella cuerda nueva tan recia, justo lo que le llevó a Peidán llegar a mi altura y empezar a asestarme cintazos en toda la espalda – por lo menos, José Manuel, apodado Peidán como su padre, su abuelo, su bisabuelo y aún más arriba, era de los considerados “buenos”, de los que arreaban agarrando el cinturón por la hebilla y no al revés. Al comenzar yo a correr como un poseso con seis o siete buenos latigazos ya a mis espaldas, Gabino, la madre, chilló desde su lugar (no debe la madre moverse nunca de la posición inicial que ocupa en el juego), “¡OREJA, OREJA!” Había llegado la mía: me di la vuelta y ahora era yo quien perseguía al Peidán. En cuatro o cinco zancadas ya estaba a su altura; salté, lo agarré y cogí su oreja derecha muy fuerte con los dedos de mi mano también derecha. Con todo el dolor que sentía en mi espalda, la venganza invadió mi instinto y los tirones que propiné a su apéndice auditivo fueron tales que, asustado, Gabino, la madre, comenzó a gritar como un loco, “¡PARA, PARA, YEBRA, QUE SE LA ARRANCAS!” No obedecí. No estaba yo para obediencias y misericordias de carácter leve.
“¡CINTALABREA!” Joder, ¡no! Tornas cambiadas otra vez. Me giro para escapar a toda prisa con tan mala pata que tropiezo con un adoquín de aquellos que antaño sobresalían casi en cada acera. Mínimo, mínimo, diez latigazos más… hasta que llegó a nuestra posición el resto de la pandilla y, aunque la madre ya había proclamado bien alto “¡OREJA PA CASA!” (los perseguidos llevan al perseguidor asido de la oreja ante la presencia del dios del juego de cintalabrea, la madre y ya es el final del juego), José Manuel, Peidán. Continuaba asestándome un cinturonazo tras otro como venganza a la afrenta hecha con anterioridad a su oreja diestra, que sangraba y sangraba sin parar. Entre Manolo y Robertín consiguieron a duras penas placarlo y, muy enfadados, decirle que lo dejase ya, que ya estaba bien.
– ¡Qué cojones haces, hostia!
– ¡Cagondiós, mira mi oreja, MÍRALA, que este cabrón casi me la arranca!
Y con las mismas nos pasamos José Manuel el Peidán y yo casi siete años sin dirigirnos la palabra.
En una verbena de las fiestas de Villadepalos, en estado ebrio y demás, el Peidán derramó un vaso casi lleno de cuba libre sobre la espalda (sí, otra vez “la espalda·) de un chico de Cuatrovientos, un jevi con pinta chungo miembro de una pandilla con aspecto global aún más chungo. En cuanto empezaron a darle de hostias, allí aparecimos los de Cacabelos al instante a defender al Peidán, uno de los nuestros. Como suele suceder en estas ocasiones, la noche acabó con una borrachera de órdago entre amigos, los de siempre y los nuevos, porque, a pesar de la bronca inicial con los de Cuatrovientos, terminamos mezclados con ellos proclamándonos entre cervezas y cubatas amor fraternal eterno mientras cantábamos (y destrozábamos) canciones de Barón Rojo a volumen brutal, como no podía ser de otra manera.
Desde una esquina de la barra del bar de la verbena, el Peidán me mira, se ríe y me grita cerveza en alto, “¡CINTALABREA, YEBRA, CINTALABREA!”, y a mí me da la risa y voy a su encuentro para darle el más sincero de los abrazos y decirle ya con la lengua muy trabada directamente en su oreja derecha, “¡OREJA PA CASA, PEIDÁN, OREJA PA CASA!”