“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
El día que Álvaro llegó a la estación de autobuses de Ponferrada, su hermano no se dignó a ir allí a recibirlo. “Empezamos con buen pie”, pensó el menor de los paparranes. Esperó pacientemente, cargado con todos los bultos que componían su extenso equipaje, a que saliese un autobús para su pueblo. Al llegar a Cacabelos se dirigió directamente hacia su casa, pero allí tampoco se encontraba su hermano. Dejó todas sus maletas en casa de los vecinos y se fue al bar del “barajamelnaipe” a tomar unos vinos. A pesar de la cizaña que algunos de los presentes intentaban meter – puyazos del tipo: “…parece que a los paparranes no les fue muy bien al otro lado del charco…”, o “Vaya sorpresa se va a llevar el Antonio, con lo que quiere a su hermanito del alma…” – , Álvaro no llegó ni por un solo momento a…
Junio es el mes de la recolección de la cereza. Pero ese año la cosecha parecía ser temprana para la pandilla de José Manuel el “peidán” y sus amigos: después del colegio se dedicaban a hacer una excursión hasta la finca de Antonio el “paparrán”, donde se ponían morados a cerezas con la siempre bienvenida connivencia de Augusto, el pastor alemán que, se suponía, vigilaba la finca de gañanes roba-frutas, y que tenía lo mismo de pastor alemán que su dueño de poeta, ya que en realidad era un cruce entre un Pastor yugoslavo y una Fila brasileira, dos razas que por separado son de lo más agresivas, pero que al cruzarse daban una especie de perro de carácter apacible y algo bobalicón. Augusto siempre jugaba con todos los niños; no era rencoroso. Día tras día, olvidaba las jugarretas que le hacían sus “amiguitos”, las cuales, en época de…
Partimos de una premisa indiscutible, indisoluble, innegociable: no me gusta Céline Dion, ¡no la soporto! No es que la llegue a odiar, la verdad, aunque sí que existía cierto sentimiento de aversión muy visceral hacia sus vozarracas en la época aquella en la que se ahogaba Di Caprio ante la mirada fría (por la temperatura y diferente clase social) de Kate Winslet, James Cameron mediante. Estaba del “heart will go on” hasta el límite humano e intrínseco del mismo escroto duodenal. Y ahí yacía Céline, olvidada y oculta, lejos de mis límites, de mis acciones musicales cotidianas, hasta que ,¡toma hostia!, uno ve “Mommy”, la película del canadiense Xavier Dolan, joven, listo, ilusionista de sentimientos enganchados como lapas inmortales a la puta realidad, y se queda boquiabierto durante horas fruto de la emoción que a duras penas se puede contener. Esa escena, bailando libres, la personificación más emotiva de una felicidad que pudo llegar a ser pero que nunca fue. La libertad ajena al mundo de las ideas del resto de la gente, de lo que puedan llegar a pensar, decir u opinar. On ne change pas…
Porque, la verdad, no me emocionó en demasía la primera vez que la vi, tuve que revisitarla, la película, la escena (ahora ya sabiendo que era una canción de Céline Dion y, por supuesto, conociendo el final de la historia, que no destriparé porque soy enemigo acérrimo de los ‘spoilers’) y sentir toda la emoción en plena lucha contra ese interior que quiere aflorar y decir “¡que me gusta la canción, gilipollas!”, pero el corsé de aquel joven punki sigue ahí, dando por culo y haciendo que mantenga la compostura ante cualquier atisbo de rebelión contra la música de verdad, la buena, la que sólo nos gusta a unos pocos elegidos, no la que mueve a esa masa babosa e informe que sólo se fía de radiofórmulas ideadas para ser la mierda latente de los imbéciles que jamás se plantearán alguna opción distinta a la que nos mandan y obligan desde las oligarquías de las compañías discográficas. ¡Ja!… ¡La de dios es cristo, joder!
Y por eso puedo afirmar sin temor a equivocarme que Xavier Dolan es un cineasta de la hostia, de la de su puta madre, porque nunca antes (y si ocurrió así, pues no lo recuerdo en este momento) nadie había conseguido que me emocionase con una canción que, vamos a presuponer desde la semántica musical propia, odio a muerte. Y para mí eso ya es más que suficiente… casi de notable alto.
Prometo no volver a caer… (Y me estoy refiriendo a la Dion, no a Dolan, del cual seguiré fielmente cada nuevo estreno, hasta que llegue un día en el que me sorprenda y me diga a mí mismo desde la decepción de la volubilidad humana y carroñera , “¡pero qué puta mierda es ésta?”, y pase con premura al siguiente enfant terrible del cine… )
Y que no se me olvide recomendar por último este enorme alegato contra el bullying, esta canción de Indochine, College Boy, con videoclip escrito y rodado por el propio Dolan en el que el personaje interpretado por Antoine-Olivier Pilon (el Steve de «Mommy») sufre todo tipo de abusos y vejaciones, un proceso de pura y dura expiación no consentida ante ojos que se cierran, el miedo en el aire, mentes que huyen despavoridas y se niegan a ver lo que sucede por mucho que quieran intentarlo entre muecas de desagrado o lágrimas que se resumen ajenas… ¿Tintes autobiográficos? Tal vez, puede ser…
Enjoy if you can! (Es duro, muy duro de ver hasta el final, advierto)
Y llegó el último capítulo… o no, puesto que el miércoles que viene comienza la mirada al pasado: la primera de las dos precuelas.
Hoy nos despedimos de Ingrid y Pedro.
– Nunca me has contado por qué te hiciste esos tatuajes, ni qué significan para ti ‘rage’ y ‘revenge’.
– Ira y venganza, significan ira y venganza.
– Joder, que eso ya lo sé, que estudio Inglés. Me refiero a las razones que te han impulsado a tatuarte en el culo esas dos palabras, y ¿por qué en inglés?
– Mira que eres varas, tío. Me has hecho esa misma pregunta en todas y cada una de tus cartas y, como ya sabrás si has leído detenidamente mis misivas, nunca te la he contestado. No quiero, no tengo porque contestar.
– Vale, vale, tía… no hace falta que te pongas así. Sólo es por pura curiosidad… por conocerte un poco mejor… Si alguna vez yo me hago un tatuaje, lo haré porque para mí aquello tendrá un significado especial. Sólo quería saber eso, lo que significan personalmente para ti.
perdida una lengua más con el mensaje de las grúas: queremos vivir en la penumbra de las nubes: en el cielo desconocido que no dibuja pájaros que vuelan ni ramas de árboles que desafían la gravedad imaginaria del peso muerto de hojas que ya no son: lenguaje perdido de grúas que nos hablan de abismos imaginarios y jaulas diseñadas para humanos destilados: reserva de la especie vicio contenido agarrado a pliegues de nubes adictas a la lluvia esa morada ajena a todos esos globos que presos de helio cabrón visitan mausoleos alejados: fetichismo animado de esporas secas sobre ladrillos amarillos
cristales rotos: ventanas abiertas que forman mapas de países inventados mutilados por piedras que agonizan sin aspavientos en su mismo interior: anodino y borracho de decalitros de fronteras dibujadas a pedradas: en su intestino grueso se asienta el reloj mancillado el grito de rotaciones bestiario insurgente: lápida efímera de la leche condensada de vuestra mueca infinita: desagrado constante de civilizaciones limpias que viven del recuerdo andrajoso de un par de mamadas a los palos cruzados que soportan con levedad un peso aliviado por la lluvia intensa de rocas de balas oxidadas lanzadas por cañones también oxidados: como no sé si sabes que lo sé: ya me quedo dentro a esperar bien ventilado tu próximo ataque pleno de piedras lleno de gracia
Fueron casi cinco años yendo juntos al colegio, saltando sobre los charcos cuando había llovido, o resbalando sobre ellos cuando la helada de la noche anterior había sido de las de órdago al mercurio, siempre con calor sobrante de cintura para arriba y piernas con tintes morados por culpa de aquella manía que nuestras madres tenían de ponerle pantalones cortos a los chicos hasta que éstos hubiesen cumplido la edad de diez años, como si el llegar a las dos cifras supusiese un umbral que estiraba repentinamente tus pantalones para decir de una vez por todas adiós al frío en el tren inferior. Yo salía de casa, rebanada de pan de hogaza en una mano y cartera del colegio en la otra, corriendo automáticamente en dirección a la casa de mi amigo Raúl, unos dos minutos y ‘toc, toc’, allí estaba aquel picaporte en mi mano golpeando aquella puerta pintada de verde. Ya ni contestaban, salía mi amigo Raúl directamente de su casa sin tan siquiera decir un leve adiós a su madre y a su abuela. Por las tardes, después del colegio, era él el que hacía el recorrido inverso desde su casa hasta la mía, y bajaba yo a la carrera las escaleras con mi bocadillo de chocolate o de chorizo en una mano y el balón de reglamento en la otra, a jugar a la plaza, al fútbol o a lo que cuadrase, que alternativas surgían siempre a montones.
Teníamos un pacto, una promesa hecha bajo los soportales de la plaza una tarde muy lluviosa de noviembre de 1975, justo frente a la churrería de Carmiña, por eso cuando casi cuatro años más tarde apareció aquel camión de reparto doblando la esquina de aquel cruce cercano a la plaza de abastos, supe que había quedado preso de por vida de mis palabras, de aquel escupitajo compartido que se mezcló viscoso en un estrecho apretón de manos. “Juntos para siempre, no importa lo que pase.” Ninguno de los dos había contado con que la muerte podía andar pululando muy cerca de nuestros cuellos. El balón que sale a la calzada, “Deja, ya voy yo”, y corre sin prestar otra atención diferente que a aquella que describe el recorrido firme de aquella pelota. Y yo, sin apartar mi vista, observo toda la acción, y sin ser ni consciente de mis propios pasos, me veo al instante al lado del cuerpo inerte de mi amigo Raúl, llamándolo, diciéndole que se dejara ya de chorradas y se levantara, que teníamos que acabar el partido.
Su madre, Doña Rosalía, cambiaba la foto de la tumba de Raúl cada 31 de octubre. Era la misma, el mismo negativo encargado en la tienda del Curioso, que así llamaban al fotógrafo del pueblo, porque, tras un año de lluvia, sol, frío, calor, lucía ya descolorida. Y allí estaba cada primero de noviembre el bueno de Raúl, deslumbrado por el sol, intentando mirar a cámara aún guiñando el ojo izquierdo; el pie derecho sobre un balón de fútbol, el mío; el pelo rubio y liso, que a él no le gustaba nada de nada, que muchos de los otros niños se metían con él cuando lo llevaba algo largo llamándole despectivamente “¡Rubia, tía buena!” Yo, que iba a saludarlo cada día de todos los santos, le reprochaba en vano que no había cumplido nuestra promesa, que se había separado antes de tiempo y sin venir a cuento. Así año tras año, hasta aquel 1 de noviembre de 1994. Yo ya no rezaba, pero acompañaba a mi madre al cementerio para que no estuviese sola rindiendo culto a nuestros muertos. Estaba despistado, siguiendo con mi mirada los pliegues del tronco del ciprés que está justo al lado de la tumba familiar, cuando lo vi, allí, de pie, al lado de Doña Rosalía, su madre. Me estaba saludando, indicándome con un gesto de su mano derecha que me acercase hasta su tumba. Eso hice al instante, sin dudarlo. “Hombre, Jose, qué alegría verte, hijo”, Doña Rosalía, que me saluda muy contenta antes de intercambiar los dos besos de rigor que suelen acompañar estos menesteres. “¿Sigues estudiando en Oviedo?”, me pregunta sin saber siquiera que yo me había acercado a ella debido a la indicación de su hijo Raúl, que allí seguía, detrás de su madre, haciéndole un poco de burla, de esas inocentes que provienen del cariño, de la confianza. Lógico, aunque yo acababa de cumplir veintidós años, Raúl seguía siendo un niño de nueve, con ganas de jugar, de vivir cada segundo en plena acción, juego tras juego hasta que la propia mente deje de pedir más.
– Oye, que me aburro un montón aquí, yo solo.
– No sé… qué decir… Cuando dices aquí, ¿a qué te refieres? ¿Dónde estás exactamente?
– Pues aquí, delante de ti, bobo, ¿no me ves? ¿Has traído el balón?
– Eh… no, no lo traje, no.
– Vaya… Me apetecía mucho darle unas patadas, que hace mucho que no echamos un partido de los nuestros. ¿Sigues jugando al fútbol, no?
– Algo, sí. De vez en cuando quedamos unos amigos y echamos una pachanga. Ahora juego al rugby en un equipo, ¿sabes? Te gustaría, lo sé.
– Uy, tendré que probar a ver… Porque yo me voy a ir de aquí, contigo, que ya no aguanto más este aburrimiento, a mi madre llorando todos los días, este silencio mortal…
– No sé qué decirte, Raúl.
– ¡Pues di que sí! Además, hicimos un pacto, una promesa, juntos para siempre, ¿te acuerdas?
– Me acuerdo, amigo, claro que me acuerdo… imposible olvidarlo.
Acabé la carrera. Empecé a salir con una chica que me volvía loco, casi del revés. Nos fuimos a vivir a Londres, a trabajar allí como profesores. Y Raúl conmigo, siempre al quite, a la expectativa, a asomarse a mi vida cuando nadie más interfería en ella. Era como tener un hijo que no crecía ya más, que estaba anclado en los nueve años, en 1979, sin posibilidad de actualización alguna, sesiones de leer los tebeos de Asterix, Mortadelos, y el que era nuestro favorito aquel verano, Héroes en Zapatillas. Él mismo se encargaba de traerlos, y nos tumbábamos en aquel suelo enmoquetado del piso de Crystal Palace a leerlos una y otra vez. Si yo sugería la lectura de algo posterior a aquel año, Raúl se volvía medio loco, tapaba sus oídos con fuerza y comenzaba a decir “nonononononono” mirando fijo al suelo, y se iba. Pero siempre regresaba.
Hoy, día dieciséis de febrero del año 2016, estoy aquí, en la Clínica San Rafael, en Oviedo. Esta vez llevo ya casi un año aquí encerrado. Ellos me hablan de trastorno bipolar, de comportamientos esquizoides, de múltiples síndromes que a duras penas me suenan, porque yo, la verdad, estoy muy bien, pero no les sirve, no me hacen caso alguno, y me llego a enfadar en ocasiones en las que me tratan como si yo estuviese mal de la cabeza, y no es eso, que yo les hablo de Raúl, incluso hablo con él cuando ellos están presentes, y no me creen… o no quieren creerme… Y yo sellé un pacto con mi mejor amigo cuando teníamos cinco años, en los soportales de la plaza de mi pueblo, frente a la churrería de Carmiña, ella misma lo vio, y lo podría corroborar, pero murió hace ya once años y pico y nadie más parece querer apoyarme, ni la misma Doña Rosalía, que me viene a ver a veces y me mira con una cara de pena que a mí no me hace ni pizca de gracia. Con lo sencillo que es todo, caray, que yo toda mi vida he sido un niño de palabra, y no voy a fallar a mi promesa, jamás… ¿A que no, Raúl?
Another collaboration with my friend Malin Ellisdotter. Her images give life to my poem…
Otra colaboración con mi amiga Malin Ellisdotter. Sus imagenes, poderosas, dan vida a mis letras…
May 2 2016 – Self portraits from May 2. iPhone 5s, self timer. Yesterday I received another poem from my friend José, he was inspired by my work and I have to publish his poem. I hope you’ll enjoy the reading; Headless gentrification No, it is not our loneliness, whether they don’t mind or even […]
Escena final: Pedro e Ingrid en una sidrería de Oviedo; es un domingo de resaca, como casi todos; ambos protagonistas discuten en perfecta simbiosis.
– No te cortes, venga, venga, más… sigue. Si quieres pido una libreta en la barra y me apuntas en ella todos tus conocimientos sobre el séptimo arte… y eso de no-sé-qué de “jot”… pero tú, ¿de qué vas? No eres más que un pedante… patético…
– Desisto. Eres imposible, sabes bien cómo joderme… pero es que vas siempre atacando con lo evidente… no hay manera…
– ¡Hala! No te desesperes… Es que me jode un montón que te las des de listo conmigo; eso mejor lo dejas para los impresentables de tus amigotes.
– ¡Nah!… No insistas; paso de seguir con esta discusión.
– Sí, anda… vámonos a casa, que tengo que tomar una pastilla para el dolor de tarro.