“Though those that are betray’d Do feel the treason sharply, yet the traitor stands in worse case of woe” –
William Shakespeare
El día 20 de octubre de 1982 cumplí 15 años, a mi aire, sin apenas regalos y muy feliz con mis amigos aquel miércoles después de clase. Ocho días más tarde – sí, era un un jueves, que antes no “fastidiaban” los domingos a nadie con elecciones o similares – se celebraban unas elecciones generales en las que, supuestamente, todo iba a cambiar. “Por el cambio”, se leía en los carteles bajo la cara miroalinfinitoconcarainteresanteporqueyolovalgo de Felipe González, el Isidoro aquel del exilio. Mi tío Aníbal, afiliado a UGT y al PSOE, me llevó el viernes 22 de visita a la sede del partido en Ponferrada. Se respiraba ilusión, una emoción ya ni siquiera contenida. “¡Ésta vez sí, vamos a ganar!”, y aquellos señores muy mayores se emocionaban y abrazaban casi al borde del llanto. La mayoría había vivido una posguerra muy dura, algunos hasta la guerra incluso, perdedores de la misma, hasta las narices de injusticias históricas muy mal alimentadas. Casi me contagian, la verdad, pero yo tenía a mi abuela Luisa, esa voz de la conciencia de clase que me decía, “no te fíes, José Luis, no te fíes, que éstos nunca aparecían cuando había que pelear en la sombra contra Franco.” Y yo, que la acompañaba siempre a votar e introducía muy contento las papeletas del PCE en los sobres correspondientes a Congreso y Senado, pues le hacía caso, que para eso me hacía los mejores bocadillos que cualquier merienda humana pueda haber tenido jamás. El viernes 29 de octubre no dimos clase de nada; todo el profesorado venía casi (o sin casi) de doblete, exagerando hasta el histrionismo una alegría político-etílica. Estupendo, un fin de semana por delante sin deberes para casa. Al parecer, todo el mundo era socialista.
Tres años y pico más tarde, concretamente el día 12 de marzo de 1986, pude votar por primera vez, y no sólo eso, sino que, para añadirle emoción al asunto, va y me toca ser interventor en una mesa electoral del colegio de mi pueblo, Cacabelos. Yo lo tenía clarísimo, tanto de entrada como de salida. Ya se le estaba viendo el plumero al señor González y a su gobierno supuestamente socialista. Tras una grandiosa utilización de la televisión pública el día 10 de marzo en horario de máxima audiencia, en el telediario de la noche – un buen rato, laaaargo y tedioso, de mitin del futuro señor X para que la gente pudiese “reflexionar” bien y en condiciones – el resultado dio un vuelco a los sondeos (¡pedazo novedad!). Sí a la OTAN, camaradas. Y yo, en aquella mesa, todo el día escuchando preguntas de mucha gente que no sabía bien cuál era “la papeleta para votar a Felipe”.
En fin, que si alguien se ha llevado una sorpresa hoy, se siente con un grado incontenible de indignación, o siente como una especie de estreñimiento ideológico por falta de comprensión, puede recurrir a esta frase que pronunció el otro día Mary Beard en el Teatro Campoamor de Oviedo: “no ser capaz de pensar de forma histórica hace que seamos todos ciudadanos empobrecidos”. Así es; y no conviene olvidar que, no sólo en el mundo de las artes sino también en la política, siempre tiene una gran relevancia ese aspecto casi imperceptible, etéreo, que se difumina ante nuestra vista pero que es amplio y determinante como el silbido de un cabrero, el Factor X.
(Y hoy, en esta tesitura histórica, sólo se me ha ocurrido escribir, ¡cómo no!, un poema alusorio, que ahí os va que os preste cual pedrada desprevenida:

La inocencia en 1982 – yo mismo
¡Qué te parece
esta concepción tan liviana
de la raza humana y sus circunstancias?
Quizá la abstinencia logre en dos movimientos
terminar con ese desfile tan particular,
esa algarada informe de la abstención:
un viaje lento, muy lento
desde el mundo de unas ideas
que ya no existen
a las sonrisas “benefactoras” de monstruos
que aceleran sin piedad
cada vez que se dan cuenta
de que allá, a lo lejos,
seres pobres de espíritu
no quieren más
que acercarse a vuestros hombros
para pedir esas cuentas
que, se supone,
son innatas a vuestra servidumbre
sin espíritu perceptible
de servicio alguno.
Adiós al beneficio,
a la duda que no mareaba
perdices pordioseras
en pesebres demasiado sutiles
para ser creídos
por un pueblo
pasmado y boquiabierto.
¿Sorpresa?
Vamos anda, ¿en serio?
De entrada, no;
de salida, tampoco…
Entonces:
Que vuestros asientos sean mullidos,
que el viaje va a ser largo,
y en vuestra travesía
acabaréis suplicando
por un desierto
que os parecerá
la más feliz de las arcadias,
una de aquellas sobre ruedas
Ave va, Ave viene,
– chucuchucuchú –
y el arrojo de los inicios
estira su brazo traidor
desde el límite mismo
del sumidero de nuestra vergüenza. )