CONA MOR

No, no se trata de una obvia referencia u homenaje al insigne Chiquito de la Calzada, no, aquí iremos mucho más allá, porque vamos a agarrar una pala de esas bien grandes y cavar un rato largo hasta llegar a 1980. Tan cerca, tan lejos – como aquel grupo danés que vi una vez en Aplauso, Mabel, que cantaba una canción titulada “We are the eighties” entre melenas rubias cardadas y poses bien aprendidas tras unos años 70 llenos de glam y heavy metal (más adelante, y gracias a La Edad de Oro, aquel mítico programa que presentaba Paloma Chamorro y que provocaba en mí toneladas de sueño las mañanas siguientes, descubrí el verdadero tema de los 80, “Eighties”, de Killing Joke).

(Inciso: no sólo es una burrada supina intentar comparar estas dos canciones, sino que, para mentes avispadas a las que les guste Nirvana, os habréis percatado de que «Eighties» tiene el riff de guitarra de «Come as you are». Una curiosidad. Prosigamos)

Son dos los tipos de sangre, dos. No hablo del RH, de tener o no tener esa proteína en la membrana de los glóbulos rojos, no, sino del acercamiento de los seres humanos a la misma teniendo en cuenta las circunstancias y de quién y por donde brotaba la misma. El mismo día de mayo de 1980, cursando yo el séptimo curso de la extinta Educación General Básica sucedió lo que paso a narrar a continuación:

Clase de matemáticas con Don Ángel en el colegio público de mi pueblo, Cacabelos, Virgen de la Quinta Angustia (desconozco cuáles fueron las cuatro angustias anteriores, quizá la quinta fuese la ansiedad que provoca la dinámica del sistema educativo en alumnado de 12 y 13 años de edad, quién sabe). Mientras intentamos resolver problemas en absoluto silencio, una niña sentada en la mitad de la fila de mi izquierda, comienza a llorar tratando de no hacer demasiado ruido. “¿Qué le pasa?”, se acerca Don Ángel, que siempre nos trataba de usted, y pregunta con cierta preocupación a la alumna. “Tengo un problema, ¿puede venir Doña Nati?” Sin mediar ninguna palabra más, el maestro de matemáticas avisa al delegado, “apunte usted en la pizarra a todo aquel que se porte mal”, y sale disparado de clase dejando la puerta abierta de par en par. Las dos mejores amigas de la niña que llora y tiene un problema se levantan de sus asientos y se acercan compungidas a consolarla. Las tres se abrazan, una de las dos amigas acaricia el pelo de su amiga con mucha ternura. El resto de la clase permanece en absoluto silencio. No sabemos qué sucede, si se trata de un problema muy grave o no y ni siquiera nos atrevemos a preguntarle a la niña qué leches le está pasando. Dos minutos más tarde regresa Don Ángel con Doña Nati, ambos entran muy serios. “Ya me ocupo yo”, le indica la maestra de lengua al de matemáticas, “puedes esperar fuera”. “A ver, niños, será sólo un momento, vais saliendo en silencio al patio con Don Ángel y ya volvéis cuando lo arreglemos. Nada, unos minutos.” Y en perfecta y armónica fila salimos de nuestra aula en dirección al patio. Estamos asustados, nos miramos unos a otros sin saber de qué va todo aquello. Mi amigo Jose olvida su chaqueta en clase y, por propia iniciativa y sin pedir permiso al maestro, regresa corriendo al aula de 7º B. Escuchamos de lejos como doña Nati le riñe airada y como consecuencia Jose corre más rápido aún hasta alcanzarnos. “Joder, está de pie hablando con Doña Nati y la silla está llena de sangre”, me susurra muy bajito a la altura de mi oído derecho. “Hostia… ¿Qué le habrá pasado?… Pobre. ¿No será nada malo, no?”, le respondo. “No sé, ni idea. Había bastante sangre”, me comenta con cara de susto. “Eso no es nada, que está sangrando por la cona, nada más”, Mari Carmen, una de sus mejores amigas, que iba justo delante de nosotros y había escuchado nuestra conversación en voz baja utilizando sus increíbles antenas parabólicas. “¿Cómo que sangra por la crica?” (Mari Carmen, hija de lucenses, utilizaba la palabra cona mientras que nosotros nos decantábamos por la acepción berciana, autóctona e intransferible, que denominaba al organo sexual femenino como crica). “Pues claro, gilipollas, ¿no sabéis que a las niñas nos viene la regla un día y eso significa que ya somos mujeres y que ya podríamos tener hijos? Si lo explicó Don Amado en clase hace un par de meses. Estaríais a uvas, agilipollaos, como siempre.”

El caso es que la niña a la que le acababa de llegar la regla por vez primera y en mitad de una clase de matemáticas estuvo después unos días un poco rara, como avergonzada por alguna maldición espontánea con la que no contaba. Y los niños la mirábamos desde la distancia, entre temor y respeto, como si aquella manzana de la que tanto nos hablaron estuviese encima de su pupitre lista para recibir un mordisco. Temor y mucha basura en nuestras cabezas.

Aquel mismo día, en el recreo, otro compañero de clase se había cortado en una pierna mientras jugaba el típico correcalles balompédico de cada recreo. No pasó nada, algo de alcohol y desinfección, y a seguir con el día escolar. De vez en cuando, volvía a brotar algo de sangre con lo que, nada más empezar la clase aquella de matemáticas con Don Ángel, decidió el propio maestro que bajase el alumno a conserjería para allí aplicarle un apósito. Pero aquella sangre era distinta, no provocaba entre los mayores sensaciones tan extrañas como la de la menstruación de la niña.

A la hora de la comida lo comenté en la mesa con mis padres y mi abuela, y nadie me supo o quiso explicar qué desconocido misterio distinguía a una sangre de la otra. Miradas, caras de extrañeza, y a cambiar de tema lo más pronto posible, que los tabúes no son tema de conversación en una comida familiar. “Joder, cómo cambian los tiempos, hostia”, fue lo único que atinó a decir mi padre al respecto mientras mi madre y mi abuela se miraban de reojo tratando de responderse preguntas la una a la otra que ya venían, probablemente, de muy atrás, de tiempos ya lejanos para ellas.

EL MEJOR BOCADILLO DE CHORIZO / LA NIÑA DE SUS OJOS

casa-de-mi-abuelaVuelvo del colegio,
hace mucho frío
y la calefacción no tira.
«Siéntate conmigo a merendar»,
y adiós a ese partido callejero entre amigos…
No importa ya.
Cada vez que paso al lado
de la casa vieja
veo toda tu infancia,
esa tan dura que me contabas
al calor de ese brasero
en tardes frías
de inviernos largos;
mi bocadillo de chorizo
y los ojos tan abiertos
como los oídos…
El regreso a casa:
te escucho nacer
a un llanto más
de aquella muerte,
a un lloro menos
del olvido,
de esa dignidad
que se tiraba al monte
para alimentar el hambre
de aquellos que una vez
fueron los suyos.
No recuerdo calor más agradable
ni bocadillo de chorizo
más apetecible.

dormir-en-alsala niña de mis ojos
el niño de mis desvelos
el colacao
y las galletas;
la ropa, el calzado
y yo?
deprisa deprisa:
en una mano
el cepillo de dientes
y en la izquierda
el peine
recoged rápido las tazas!
menos mal, no llueve
paraguas al paragüero;
llave abre
llave cierra
ascensor averiado,
sólo son tres pisos;
cantamos escaleras abajo:
«debajo un botón ton ton…»
portal
«buenos días»
«buenos dias»
«vaya grandes que están ya!»
«crecen que se matan, sí»
colegio, el timbre
besos, amor, cariño
«aprended mucho»
y ahora rápido a la estación
al alsa
a trabajar lejos de casa
por casi 600 €
hasta las seis de la tarde,
porque todo va bien
y la macro economía
nos saluda sonriente
desde el cielo despejado
de aquellos rascacielos.

¿PARA QUÉ LLAMAR POR TELÉFONO HABIENDO BICICLETAS?

Es así de sencillo:

suena el teléfono

a las 7.17 de la mañana

de un 9 de julio

del año 2016.

– Sí, soy yo.

– Vale, ¿lo sabe ya mi madre?

De acuerdo, no era el peor de los hombres, ni siquiera el mejor de los padres, tan sólo era el pequeño de cinco hermanos que se quedaron huérfanos de padre demasiado pronto, mucho más pronto que yo, por supuesto.

Hoy, como es costumbre cada julio, nos fuimos Nuria y yo a tomar un café al Siglo XIX tras haber dejado a los niños en casa de mi madre, y de fondo, en la televisión, estaban retransmitiendo la correspondiente etapa del Tour de Francia, y en éstas que veo a Froome sin bicicleta corriendo cuesta arriba como un poseso. ¡La hostia! ¿Qué acaba de suceder? El caso es que, de vuelta a casa de mi madre (antes conocida como “de mis padres”) iba pensando en contarle a mi padre ese hecho curioso que acababa de ver en “La Grande Bouclé”, que él siempre tenía por costumbre estos últimos años preguntarme por el resultado de la etapa del día… hasta que me di cuenta de que ya no iba a ser así, que mi padre ya no me iba a preguntar nunca más por el resultado de la etapa del Tour, y no pude evitar sentir un escalofrío de ésos que provocan las ausencias que son ya para los restos.

La misma serenidad,

la misma sangre fría

que en mayo de 1983

cuando murió mi abuela.

A ella la quería más,

no tengo la menor de las dudas.

Aunque ya no hablamos de amor

ni de cariño:

es ese enlace genético

ese pegamento

que da gracias

por haber llegado aquí

y haber respirado

con los pies imantados

a la puta Tierra.

img016Reconozco que no éramos grandes amigos, que no coordinábamos ni empatizábamos nada bien, pero debe haber algo en la sangre que te envía una señal de vez en cuando con la única y simple intención de avisarte y recordarte de donde vienes.

Él, que en un intervalo de tres meses me explicó que el niño cocodrilo aquel que habían traído en un circo friki no era de verdad (era el gran atractivo de un circo que siempre venía a Ponferrada a las fiestas de la Encina a primeros de septiembre), y que los Reyes Magos no eran tales, que los padres se encargaban de todo. Tenía yo siete años. Yo fui transmisor de “malas noticias” al resto de mis amigos…

¿Y ahora, qué?

Rezos, misas, cristos y lloros.

No, por mi parte no.

Pocos fueron los momentos buenos,

de risas y complicidad:

densidades muy dispares,

poca comprensión,

mutua,

que yo no rehuyo mi parte

y sería muy hipócrita proclamar

ahora

desde el umbral de lo fácil

que era un gran hombre,

que lo quería a dolor

y que lo echaré un montón de menos.

“¿Para qué llamar por teléfono habiendo bicicletas? No paga la pena”, es una máxima literal que resume a la perfección la filosofía vital de mi padre; mitad graciosa, sí, y mitad bronca sutil por, según él, gastar a lo tonto, sin pensar.

En un cajón de su armario “yacían” dos cinturones de piel, de los buenos, que era “más cómodo atarse una cuerda” para evitar las constantes bajadas de pantalones.

Echaré de menos, sí

su ironía y su sarcasmo:

el ingenio tan veloz siempre

para definir situaciones

y personas.

Me hacía reír,

reír con ganas.

Gran contador de historias a la par que gracioso, es mi labor ahora mismo recuperar alguna de sus aventuras:

  • Recién cumplidos los seis años, comenzó a trabajar como pastor de ovejas, que el hambre proveniente de la guerra ya azuzaba, y una madrugada, mientras llevaba el rebaño desde Pieros, su pueblo, hasta Valtuille de Arriba, con luna llena, tuvo que esconderse de una manada de lobos que acabó desayunándose un par de ovejas. Para él, eso era el miedo y su misma metáfora.

No echaré de menos

su avaricia,

su no saber vivir,

sus nulas muestras de cariño,

sus exigencias exageradas,

carentes de un mínimo de apego

y comprensión

hacia un niño

que sólo quería agradar

y ser feliz.

  • En su casa, cuatro hermanos y una hermana más la madre, Amparo, viuda y huérfanos, no había vajilla alguna; se cocinaba en una perola al fuego de leña en medio del patio y luego ya comían todos juntos alrededor de la pota todavía humeante. Mi padre aún conservaba a sus 83 años una marca en su mano derecha que provenía del tenedor de su hermano Amador: “¡Come de tu lao, cagondiós!”, por atreverse a ir a buscar algo de chicho en zonas ajenas a las que correspondían a su lado de la olla.

  • Pasó hambre, mucha, pero eso, decía él, era puro alimento para el ingenio, que solía ir hasta la casa de la tía Rafaela que, no sólo le regalaba media hogaza de pan, sino que se aprovechaba de la visita de cualquiera de sus sobrinos para que los mismos le acercasen calderos de agua caliente hasta el barreño en el que se iba a dar su baño semanal y, de paso, cada uno de ellos alegraba su vista y grababa recuerdos para deseos venideros plenos de fantasía onanista.

¡Y lo era!

¡Lo es!

Quizá por haber sabido

huir a tiempo

de ese narcisismo

tan nocivo

como mal entendido

en el que viví

mis primeros años.

  • En el colegio le iba muy, muy bien, casi el número uno en la clase de Don Venancio y, aún así, no pudo irse a estudiar con los frailes cuando estos mismos lo seleccionaron porque en su casa no había dinero para una muda nueva, algo que siempre lamentó desde su siempre insistente anticlericalismo, ya que consideraba que una educación a un nivel superior podría haberle sido la mar de útil para saber más, para aprender más, para haber adquirido una cultura que, ahora que lo pienso, tampoco tuvo nunca demasiado interés en adquirir.

El terror contenido

de una mala nota

en el colegio,

de un mal paso,

de un tropezón inoportuno…

o de un vaso de Duralex

que resbala de tus manos

y estalla escandaloso

contra una baldosa del suelo.

  • Pero tuvo que emigrar a Francia, a Estrasburgo, a trabajar catorce o dieciséis horas y dormir en barracones con otros amigos del pueblo, Pieros. Un puesto en la Suchard, varios años que no sirvieron ni para aprender un mínimo indispensable de francés; una novia canadiense que duró poco y un regreso a casa sin pena ni gloria, eso sí, con un odio eterno al chocolate Suchard (“En estas Navidades, turrón de chocolate… ¡Y una puta mierda p’al turrón, p’al chocolate y pa Suchard!”).

  • Siempre contaba muy orgulloso que le había ganado dos juicios a Franco, juicios laborales por despidos improcedentes. Ahí empezó su etapa sindicalista y luchadora. Recuerdo huelgas indefinidas, manifestaciones, noches y más noches de encierros, alegrías y decepciones, suspensión de pagos en Talleres Canal, S. A., donde trabajaba como soldador, y los obreros a tomar viento fresco. Una pelea larga y sin cuartel, muy dura. Indemnización y, al final, prejubilación. Orgullo obrero y de clase hasta el final.

Y todo ello siempre desde el más puro y duro pragmatismo activo; el cariño ausente y la austeridad suma como patria y bandera. Por eso era mucho mejor y más sano ir a dar un recado en bicicleta que descolgar el teléfono y marcar el número correspondiente para darlo, porque eso luego lo cobraba Telefónica.

Ahora, adiós,

y si existe otro lugar,

otra dimensión,

que sea ésta ajena

a ese mundo

tan estoicamente

materialista

en el que te gustaba

vivir.

En verano, con la amanecida, solíamos ir juntos a sulfatar la viña, yo como aguador y, en ocasiones ya siendo yo un fornido adolescente, como sustituto sulfatador máquina a la espalda para dejar las hojas de vid teñidas de un azul demasiado exagerado, sin mascarillas ni hostias, con ese olor ya impregnado en el fondo de los pulmones durante dos o más días.

img014

Ahí está su bastón, ya olvidado, descansando. Puede que no fuese un gran hombre, lo sé, y que el amor para él fuera tan sólo un sencillo “que no te falte de nada”, puede que suficiente o puede que demasiado escaso. Yo no lo sé, la verdad. Quizá el amor está sobrevalorado…

Hijo de la Guerra Civil, de la posguerra, del hambre, del odio, sin miedo a nada ni a nadie, austero hasta la extrema extenuación mental, el humor negro, negrísimo como bastión de su sorna y su deje gracioso…

y mi padre.

POST DATA

Dos momentos de aquellos buenos de verdad que recordaré mientras respire:

El primero, tendría yo unos cinco años, en el antiguo campo municipal de la Unión Deportiva Cacabelense, donde hoy se ubica el colegio público. La Unión ganaba 4 a 0 al Guardo, un baño descomunal de actitud y de juego, y en éstas que le llega el balón en un clarísimo fuera de juego a Ricardo el Relojero, uno de los jugadores con más clase de los que yo haya disfrutado jamás, que marca de tiro ajustado al palo derecho. “Fuera de juego por mucho”, me dice mi padre al mismo tiempo que comienza a explicarme qué era aquello del orsay. “¡Qué más da, que se jodan, haber estao atentos, joder!”, le responde un paisano que aún celebraba alborozado el quinto gol. “No, no da igual, es fuera de juego y ya está”, fue la seria contestación de mi padre.

El segundo sucedió como un mes y medio antes de que yo cumpliese los diecisiete años. Regreso casi de madrugada de un concierto en Ponferrada, son las fiestas de la Encina. El Castillo de los Templarios era un lugar cojonudo para albergar todo tipo de conciertos; aquél era de Gwendal, si no recuerdo mal. Mi madre, que encuentra algo en img010el bolsillo de mis vaqueros justo antes de meterlos en la lavadora al día siguiente. “Ay, que igual es droga”, sospecha. “Pepe, vete con esto y pregúntale al niño”. “¿Qué es esto que encontró tu madre en tus pantalones?”, “a veeeeer… Ah, no, nada, nada, sólo un poco de pólvora prensada para los petardos que tiramos ayer en las fiestas de la Encina… que sobró un poco y tal…”. “Vale, toma”, y me devuelve un buen trozo de mejor costo con cara de no haberse creído una mierda de lo que yo le acababa de contar a la vez que me indica con un gesto de su cara “cuidado, cuidado, hasta ahí y nada más” (la psicosis aquella de los años 80 con la droga, la de la gente desinformada y todo aquel fandango que sobre todo benefició a quienes traficaban). Asiento con cierto deje de chulería adolescente, se va y escucho acto seguido, “nada, que es pólvora para hacer petardos en las fiestas de la Encina”, lo cual no era del todo mentira, semánticamente hablando.

Sé que desde esa silla vacía

de la galería

sigues mirando la gente

que va

y que viene

porque tú no creías

en cielos

ni en infiernos

ni en nada que no pudieras

ver o tocar.

Sé que puedo ser injusto

o incluso quedarme corto,

que nadie es capaz de dar

aquello no tiene,

no sabe

o no comprende

cómo dar.

¡Buen viaje!

Nos veremos

sin dios mediante

en eso que aquí

conocen como

tresmundu.

img015(Un día cualquiera de febrero de 1975. Mi primo me regala un mes antes una radiocasete grabadora que ya no utiliza. Llego del colegio, la puerta de casa está abierta, que mi madre trabaja en la peluquería con la ayuda de mi abuela; entro y dejo la cartera en mi habitación, me dirijo a la cocina, que tengo hambre y huele la hostia da bien, a cabrito al horno, una de las especialidades de mi abuela Luisa, me paro en la puerta porque escucho como mi padre canta: “mañana por la mañana te espero Juana junto al café, que tengo ganas, querida Juana, de verte la punta’l pie, la punta’l pie, la pantorrilla y el peroné, te digo Juana que tengo ganas de verte la punta’l pie…”. Stop, play y a escuchar. “¿Qué haces, papá?” “Eeeeh, no, nada, nada, probando esto que te dejó tu primo…” En aquella cinta Tudor de 60 minutos le grabé yo posteriormente canciones de las Grecas que ponían siempre en la radio, que le gustaban un montón, lo más cerca que mi padre estuvo jamás de la modernidad entendida como tal. Nunca jamás volví yo a escuchar esa canción que hablaba de Juana y su peroné.)

¿Pero dónde vas tú con esa pinta de jipi? Nunca me gustaron los jipis y tengo uno en casa.” – El aspecto, antes de irme a clase: botas militares, pantalones negros rotos, camiseta de Bauhaus y abrigo negro largo – que había sido suyo -, pelo de punta… Daba igual, todos éramos jipis para él.

AS IF FROM A DISTANCE…

– Entonces, ¿tú te vas a morir algún día?

– Pues sí, hijo, aunque ese “algún día”, por suerte, está muy, muy lejos. Todavía me quedan años y años contigo, mi amor.

La muerte aparece por sorpresa en una conversación entre un padre y su hijo de 8 años, que podríamos ser, casualmente, mi hijo pequeño y yo. Algo estalla dentro de uno cuando escucha la palabra muerte de boca de uno de sus hijos. Suena casi como a delito punible escuchar esa vocalización de la “m” seguida de la “u”, la “e”, la “r”, la “t” y otra “e”, algo similar a un disparo a cámara lenta en una película de Tarantino que sabes que te va a reventar finalmente el cráneo como un descomunal big bang.00 sorry dead Sabes que ya nunca podrás volver a ver de la misma manera «La Habitación del Hijo» de Nanni Moretti, porque la vas a sufrir como un puto perro. En fin, cada persona es consciente de lo finito del ser humano en mayor o menor medida. Yo no pienso casi en ello, la verdad, vivo al día y trato de dejar que las demás personas vivan sus vidas sin interferir negativamente en ellas. Lo intento, digo, a diario.

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THE END?

No sé si la muerte es o no el final, pero mi primer contacto con ella fue a los cinco años, cuando se murió mi abuela paterna, Ramona. Un febrero muy frío aquel de 1973, tanto, que mi pobre abuelita, que vivía sola en Pieros, un pueblo a dos kilómetros del mío, Cacabelos, dejó la estufa encendida toda la noche (no recuerdo el día exacto, aunque sí que era un sábado) y un escape de gas butano la mató dulcemente. Como era tradición en aquellos años, el velatorio en casa, y toda la familia a rendir pleitesía a la muerta. 07Me obligó mi madre a acercarme a aquella señora ya amortajada y toda vestida de negro, pañoleta incluida, para darle dos besos de despedida. Cerré mis ojos y pensé en aquellos churros calentitos que ella me traía para desayunar cada domingo por la mañana, bien temprano, ya que madrugaba muchísimo y se echaba luego a andar en dirección a Cacabelos sin darle importancia a si llovía, nevaba o si había charcos congelados que pudiesen hacerla resbalar y caer. Pero abrí los ojos, allí no veía a mi abuela Ramona, y las palabras llegaron prestas a mi aparato fonador desde el susto de ver aquellos dos algodones insertos en sus fosas nasales, como rúbrica a un rostro frío e inexpresivo, desconocido para mí.

– Mami, ¿por qué la abuela tiene esos algodones en las narices?

Y, claro, colleja al canto de una de las que me crió (la otra fue mi abuela materna, con la colaboración desinteresada de sus hermanas, aquellas amigas de Perpetua).

– ¡Anda, sal de ahí, carallo, que están esperando tus primos pa darle un beso!

Tras varias noches durmiendo mal, entre sudores y pesadillas varias plenas de abuela, algodones, churros y pañoletas negras, logré superar aquel primer contacto con la levedad de la vida humana.

Un año y dos meses más tarde, ya en 1974, mes de abril para ser más exactos, volví a encontrarme con ella. Lo recuerdo porque eran las Fiestas de la Pascua en mi pueblo, y la musiquilla de los coches de choque invadía toda la plaza; bueno, eso por la tarde, poco antes de que las orquestas, casi siempre gallegas, nos deleitasen frenéticas con sus pasodobles verbeneros que todos bailábamos con mucha ilusión. Aquella mañana de Lunes de Pascua, Simón y yo corrimos a comprar petardos tras la siempre aburrida misa de doce. BICICLETA FUNERARIASimón y yo éramos amigos desde el primer curso de parvulitos, los mejores amigos. Salíamos juntos del colegio, nos dábamos mamporrazos con nuestros pizarrines, nos tirábamos a la cabeza las cartillas de Rubio, las tizas, corríamos sin ton ni son en dirección a nuestras casas con el hambre acumulada toda la mañana, con avidez de comer rápido y salir a jugar lo más pronto posible con todos los demás niños a la plaza, cargados de cromos, canicas, peonzas, dispuestos a coleccionar más moretones en nuestras piernas que se ventilaban frescas al aire libre hiciese frío o no. El futuro no existía porque nunca iba más allá de cada tarde de juegos infinitos, de risas y golpes variados, de enfados y peleas a pedrada limpia. Vivíamos el ahora con sensación de pura eternidad; éramos inmortales. Tras hacernos con una caja de petardos cada uno, que guardábamos como tesoros en nuestros bolsillos esperando la llegada de la verbena aquella misma noche, con la orquesta Los Satélites de La Coruña, unos clásicos de cada Pascua cacabelense, corrimos por la Avenida José Antonio (hoy de la Constitución), la Nacional VI por aquellos años 70, vacíos de autopistas y circunvalaciones, en dirección a la casa de Simón. Las aceras eran demasiado estrechas y para esquivar a toda la gente que nos íbamos encontrando de bruces decidimos dar un salto al borde de la carretera. Él iba delante y yo lo perseguía con toda la velocidad que se puede adquirir con unos zapatos de domingo, bastante nuevos, de los que aprietan de veras antes de adaptarse a tus pies. Llegamos a la altura del primer cruce, uno a la izquierda que iba a dar a las antiguas Bodegas Guerra. Simón sigue imprimiendo más y más ritmo, que me quiere ganar esa carrera. La última. De ese cruce apareció de la nada un camión que se llevó por delante a Simón. Dejé de correr. Oí gritos, aunque mi cabeza ya no estaba allí porque era absolutamente incapaz de moverme, de hablar, con seguir respirando era más que suficiente. 012dffb1004102dfca353542c34d89f0Alguien me agarró de la mano y me subió a la acera. No recuerdo siquiera quién fue. Allí estaba, sobre ese asfalto frío e irregular, el cuerpo sin vida de Simón. Cuando volvimos a clase tras las vacaciones de Semana Santa, el sitio de Simón estaba vacío. Don Vicente, el maestro, nos explicó una bella teoría sobre los angelitos que van al cielo que desde allí nos ven y hasta alguno que otro se convierte en ángel de la guarda. No me creí una mierda, sólo eran patrañas para alejar el susto de nuestras vidas. Sabía que jamás volvería a ver a mi amigo. Sabía que mis visitas al cementerio cada primero de noviembre estaban reservadas no sólo para mi familia, sino también para mi primer mejor amigo, ese ángel del que hablaba Don Vicente, el Ángel Simón.

Aunque no rezo, a veces hablo con él y le cuento historias que seguro que le resultan incomprensibles. No sé ni de qué equipo de fútbol era, ni qué tipo de aficiones tendría de no haber sido por aquel maldito camión. Sólo sé que la muerte me pasó muy cerca aquel día, y que, cuando casi me ahogo en la playa de Laxe estando de campamento allí en el verano del ‘78, vi a Simón mirándome entre los remolinos que provocaban aquellas olas tan enormes, las que me querían engullir irremisiblemente.17e Regiment Death and Glory, ca. 1928 Dejé de pelear contra ellas, me dejé ir. Estaba solo, nadie me vigilaba, eran otros tiempos, y cuando abrí los ojos en la orilla y comencé a toser, pude ver como mi amigo se alejaba mar adentro mientras me decía adiós con su mano derecha. Todavía llevaba los algodones en sus fosas nasales, porque él, desde su eterno ‘no futuro’ no necesitaba tanto la respiración como yo… Además, él jamás pudo aprender a jugar al ajedrez, y yo sí, so «here we are, stuck by this river…»

UNDER THE INFLUENCE – CONMEMORACIÓN

Estúpido recuerdo, pútrido y maloliente; fantasía esquilmada y vicio de enganche que justificará odioso plagas venideras… Antes de cumplir los diez ya le decían el “triste”. No era para menos. (“¡Triste, triste, ahí viene el triste!”) Jamás una mueca similar a una leve sonrisa. Jamás un gesto de simple satisfacción tras uno de sus múltiples logros en el mundo átono y vulgar de los estudios. Paseaba siempre solo de vuelta a casa cargando casi impávido con su cartera de la escuela, tan vacía de libros como llena de ideas. Ningún amigo con quien comunicarse. Ningún padre, ninguna madre que abriese amistosamente sus brazos al final del camino andado cada jornada. (Ambos trabajaban, quizá demasiadas horas día tras día, y para el hijo sólo quedaban los momentos de cansancio postrados en un sofá frente a los estúpidos programas que pasaban por televisión.) Un peregrinar constante a vueltas consigo mismo y con los hirientes tornados de su cabeza… Hizo la primera comunión vestido con una túnica blanca cuando todos sus compañeros parecían recién sacados de la Juan Sebastián Elcano – y de Alférez p’arriba, que diría algún gracioso, que en todos los sitios abundan -. Treinta alféreces y un inmaculado peregrino escoltando a treinta y dos prototipos de católicas vírgenes vestales, con su misal a juego y todo; Simón del desierto atento a las múltiples tentaciones del mismísimo Satanás. La hostia quemaba en el paladar, lo mismo que la comunionsopa de cocido de la abuela, sólo que, a diferencia de la exquisita sopa rebosante de fideos, aquel pedazo de cuerpo de Cristo estaba frío, más frío que un polo de limón. Insípido también. Y le hacía sudar. Y allí olía a iglesia que apestaba. Y tenía unas ganas horribles de quitarse de encima aquella engorrosa túnica blanca, inmaculada y lejana como la nieve de la alta montaña. Desde el crucifijo que colgaba balanceante en su católico pecho, aquél supuestamente abocado a sufrir eternamente los dolores provocados por clavos oxidados atravesando sus pies y manos parecía mirarle a los ojos para insuflarle un poquito de fe. Tenía miles de preguntas que hacerle, pero estaba hecho de plata y no era capaz de hablar, ni siquiera de pensar. Sabía que volvería a acabar con su metálica osamenta enterrado en el cajón de algún armario ropero, que no le quedaría otro remedio que respirar ese asfixiante olor a alcanfor durante el resto de sus días, puede que incluso una pequeña eternidad condensada en unas cuantas décadas, entre algunas toallas, de esas bordadas que nunca se utilizan por resultar demasiado barrocas para ser impregnadas con nuestras diarias suciedades corporales. Dos semanas antes de recibir al mismísimo Dios dentro de su cuerpo, para que éste se mezclase definitivamente con sus glóbulos rojos, con sus plaquetas y sus propios excrementos, y así anidase incoherente en los más profundos temores que siempre perseguían al “triste”, Roberto había jugado a las canicas con otro niño. canicasPorque Roberto era su nombre verdadero, con el que había sido registrado y bautizado, y Roberto estaba ya harto de comprarse las canicas en la librería de Arturo el “exégeta”… y de jugar solo en la calle. Todos presumían de ganárselas a base de apostarlas jugando al gua. Él no podía ser menos, y en su clase había, presumiblemente, otro niño como él. Sí, como él, como Roberto García Lorenzana, el niño de la triste expresión, el de la parálisis facial libremente elegida. El incomunicado dentro de su aura, repleta de inexpresividad y carente de afecto por los demás. Pero perdió. Mala suerte. Las veinte que tenía. Y es que no es lo mismo jugar solo, contra uno mismo, como mero entrenamiento fantasioso, que hacerlo contra un rival, torpe, sí, pero acostumbrado al menos a jugar de vez en cuando con alguno de aquellos aguilillas que se sabían todas y cada una de las artimañas de todos y cada uno de los juegos infantiles. Y es que, al contrario que el “triste”, eran competitivos, siempre luchando por ganar, por ser el primero, el mejor; el más niño de entre todos los niños de la escuela. Jamás lo volvería a intentar. Para qué, si ello no haría más que ensanchar su propia celda. Hasta hacerla infinita. Hasta que pudiese perderse irremisiblemente en su lúgubre interior; aunque a él le diese la impresión de que cada vez se hacía más y más estrecha. O, ¿quizá era eso lo que estaba esperando, lo que le hacía levantarse de la cama cada mañana sin necesidad de que nada ni nadie lo despertase? Perdió veinte canicas, todas las que poseía. Nunca volvió a comprar más. Abrió la puerta de su habitación, tiró con auténtica desgana su cartera contra el suelo; sacó, a continuación, de uno de los cajones de su escritorio una peonza totalmente nueva, virgen, si se me permite la expresión, y la lanzó con rabia por la ventana. No más juegos compartidos. Autosuficiencia. A partir de ahora la autosuficiencia como método de supervivencia. Bastará con «mirarse al espejo y ser feliz.»

Ya el propio Einstein lo había predicho. Lo de los agujeros negros y todo ese rollo científico que sólo ellos son capaces de comprender. Más Allá. Jiménez del Oso. Estaba clarísimo. Algo tenía que esconderse tras toda esa capa de superficialidad que envolvía al mundo, que lo aislaba tras su aureola de papel de aluminio desde que a algún listo le dio por comenzar017 Boy with pigeons at [Circular] Quay, Sydney, 2261935  by Sam Hood “la Historia de la Humanidad”. Y el “triste” lo sabía, y como lo sabía, entró de lleno en un agujero negro, y pudo hablar con algunos de sus antepasados. Hizo amigos. Viajó y se divirtió a través del tiempo, porque Roberto, como todos los seres vivos hacemos, creció, y con él sus necesidades, incluida la de multiplicarse. Llegó hasta a enamorarse, de Albertina, la de los “curritos”. Lógicamente, ella no le hizo el menor caso, que desde hacía unos meses bebía los vientos por un chico tres años mayor que ella que la sacaba a bailar en la discoteca todos los domingos por la tarde. Pero al “triste” se le ocurrió una – él lo creyó así – brillante idea. Todos los domingos, a eso de las once de la noche, sus padres vegetaban catatónicamente frente a un programa de televisión de esa denominada, acertadamente, como basura. “¿Quién sabe cómo es el amor?”. Durante cualquiera de sus emisiones, por allí pasaban todos esos pequeños monstruos enamorados y despechados que alegraban la vida nocturna dominical de los padres del “triste” (y, al parecer, de otros tres millones de telespectadores). La parada de los monstruos, pensaba el “triste”, pasando totalmente desapercibido en una esquina del salón, ya libre de su túnica blanca de recibir-a-dios-en-tu-seno; “que si yo le pegaba unas hostias de campeonato, pero la quiero y no puedo vivir sin ella”, y viceversa, elevada ésta al infinito. Hacia ese submundo dirigió sus pasos el “triste”. Sin pensárselo dos veces. Y pasó lo que tenía que pasar, que llenó su enorme cesta con más kilos de calabazas. Y fue entonces cuando entró en el agujero negro para ya jamás salir de su interior. ¡Quién le había mandado beber de aquel extraño brebaje que los productores del mencionado programa de temática infra-amorosa ponían delante de cada invitado para que hiciese bonito ante la atónita mirada del estúpido presentador-actor de tan absurda trama celestinesca? ¿Acaso no se dio cuenta el “triste” de que aquel líquido de color azul celeste no podía contener nada bueno, nada terrenal, de este mismo mundo? De todas formas, siempre existen grandes remedios, y esa increíble capacidad mimética del “triste” logró el no va más. Se adaptó a su nueva vida en el agujero negro, su nuevo y acogedor ecosistema. Sus padres lloraron – poco, justo es reconocerlo, porque todavía eran capaces de encender la televisión después de cada jornada de trabajo, y ya había gente que se encargaba de limpiar la mierda de sus ojos desde las profundidades más abisales de la pantalla. Esta es la nueva vida de Roberto García Lorenzana: ha conocido por fin a Dios, y sabe que tiene los ojos almendrados, y que ha viajado hasta la tierra en más de una ocasión. Sabe también que hay muchos más como él y que no abundan en sentimientos, por eso los humanos se les escapan día tras día como agua entre los dedos. “Yo creo en Él… o en Ellos. Son toda mi vida, la luz que me guía sin preguntarme nada, sin pedirme nada a cambio. La verdadera religión… La vida eterna bajo un prisma distinto al terrenal, observando sus acciones, cada paso que dan, y resulta sumamente divertido visto desde aquí”. Un placaje frontal a todo atisbo de sentimiento, ahí radica el secreto de la vida eterna. Esa extraña hipocresía diaria cual barrera protectora de la propia estupidez interior. La extraña pareja se mira a los ojos al final de cada día, pero no para nadar relajado cada uno en las pupilas del otro, sino preguntándose cada uno a sí mismo: “¿por qué yo con éste?”; “¿por qué yo con ésta?”. Y todo vuelve a empezar. Y seguimos girando sin remisión hasta el final de los tiempos. No es lo mismo sin ti, aunque tampoco lo es contigo. ¿Por qué? Hijo mío, ten la bondad de explicárnoslo o nos moriremos sin saberlo. ¡Y tú, animal, apaga ya la maldita televisión, que tu hijo nos lo va a explicar! tumblr_m3nrzkf5hz1r3e62yo1_500“Puede que hubiese bebido un poco más de la cuenta… bueno, ¡qué cojones!, sí que había bebido más de lo aconsejable, mucho más. Y ella estaba cerca, tan cerca y tan frágil que yo, yo no tuve otra elección. Ya habían decidido por mí. Sólo debía dejarme llevar… Es como ir flotando suspendido en el aire a cámara lenta. No recuerdas su nombre y apenas eres capaz de atisbar sus rasgos. ¿Sería guapa, al menos? Qué más daba. Pero, es que no os dais cuenta, tan aletargados estáis dentro de vuestras inútiles vidas que no sois capaces de daros cuenta de que existen unos hilos invisibles que nos mueven. No somos más que unos putos teleñecos de mierda que vivimos vidas patéticas mientras ellos se ríen de nosotros. Cuando se hartan cambian de canal, lo que equivale a decir que, llegada la hora del The End, nos mandan a tomar por el puto culo. Ya, eso sería lo más fácil, la explicación más compasiva, pero no la verdad. Veréis… Sí, era guapa. Era simpática y comenzaba a generar en mí un ligero sentimiento parecido a la felicidad. Error. En ese instante se iniciaba la derivación visceral de todos mis porqués, todos los que yo me había planteado hasta la fecha. ¡Capullo de mierda! ¡Qué? ¡Qué? ¿Qué coño es eso de follar? ¿Qué significa eso de enamorarse? ¿Sirve acaso para empezar a morir? guatequeGracias a Él, que se encontraba a mi lado para llevarme con los demás, porque tras la luz azul se encuentra su mundo. Hablé con mi abuelo Esteban. El amor lo había matado. Sí, el amor, proclamo, porque aunque hubiesen condenado por su vil asesinato a su amigo del alma, el incombustible Nicanor el “ferrero”, no fue otro que el amor el detonante de su prematura desaparición del mundo de los vivos. No tenía porque ser nada malo, nada que hiciese enfermar a nadie, pero era mujer ajena (¿¡quién hostias sería capaz de explicar aquí y ahora y coherentemente qué significa ese concepto tan antinatural de posesión!? Ya veo, ningún voluntario…), la del propio “ferrero”, que de tanta herradura que fabricar se había olvidado de que le había tocado en suerte una hermosa mujer que ni siquiera necesitaba herraduras para…- ¿lo digo? No sé… bueno, sí, habrá que decirlo…- ser feliz. Y, claro, en el mundo azul no existen posesiones, nadie posee nada porque todos carecen… todos carecemos de sentimientos. Y se sobrevive. No me está permitido decir nada más.” No, porque es la hora de la pastilla para dormir. Roberto el “triste” debe dormir, o al menos eso es lo que dicen los médicos que estudian su caso. El Cristo de plata de su primera comunión sonríe esperanzado dentro del armario ropero. Ya no tiene brazos, ya no tiene piernas. Alguien, un buen samaritano, se las ha arrancado, y vegeta satisfecho a tres centímetros escasos de su enemiga la cruz de madera. Ya no sufre ni padece. No desea redimir a nadie porque su amo se ha ido lejos y ha perdido la fe. No desea ya salvar a ningún mortal porque ya no tiene sentimientos. Sabe que en el fondo «hay demasiado amor», aunque muy mal repartido.