“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
(Pasando del Dogma, de Von Trier y de suputamadre… por si acaso)
El poeta patético se alimenta de todo lo que ve, oye, toca y saborea desde que se despierta hasta que se va a dormir, y lo mismo le hace un poema a la cisterna del váter que saca un zurullo por el ojete como una longaniza y se lo dedica ilusionado al amor romántico.
El poeta patético no seguirá ningún movimiento conocido o por conocer, sólo a sí mismo y a los dictados de su poesía, o lo que hostias sea lo que él hace. Tres cojones le importará siempre meter la pata o no.
El poeta patético no cree en la literatura, mucho menos en la poesía; por no hablar ya del arte en general. Dice que todo eso es para vagos, aunque él también lo es.
El poeta patético llenará sus poesía de verso abre-fácil, que jamás irá a buscar un abrelatas aunque lo tenga en el cajón de la mesa de al lado.
El poeta patético no quiere gustar, ni que le digan lo bonita y evocadora que es su poesía porque sabe de sobra que es una puta mierda todo lo que escribe.
El poeta patético irá a recitales y soportará con igual estoicismo la burla y la risa, el escarnio y la adulación. Siente lo mismo con un beso que con una patada en los huevos.
El poeta patético nunca publicará un libro ni tratará de follarse a nadie utilizando el verso para semejante fin. Se conforma con seguir amándose a si mismo una o dos veces al día. Si viese uno de sus poemas impreso, utilizaría ese papel para limpiarse la mierda del culo después de cagar, o la misma lefa después de una paja.
El poeta patético no tendrá jamás amigos o amigas poetas; es más, ni siquiera tendrá amigo alguno porque es autosuficiente a nivel emocional, aunque nunca necesita ni necesitará mirarse a ningún espejo. Odia el término «empatía» porque rima con «policía».
El poeta patético escribirá siempre con bolígrafos bic, nunca osará desarrollar poema alguno en ninguna máquina infame porque el poeta patético es un neo-ludita radical. Cree que la raza humana debe extinguirse lo antes posible.
El poeta patético no dejará en la vida de beber cerveza.
El poeta patético no concederá jamás entrevista alguna ni irá a programa alguno sea éste del medio de comunicación que sea. Si alguien quiere mencionarlo, no pasa nada, está en su derecho, pero él pasa de todas las pijadas que hace el resto de la gente.
El poeta patético, si firma algo, hecho harto improbable, firmará como PP, porque eso es patético, como sus propias siglas indican.
El poeta patético pasa de premios. Opina que no son más que una manera de alegrar egos muy narcisistas a base de regalar votos, casi siempre, de una manera enfrentada per se al concepto mismo de democracia.
Dicho lo cual, pasemos directamente al grano, a sus granos, a sus…
I.
El poeta patético expresa en estos cuatro versos sus sentimientos amorosos, así, en genérico, sin concentrarse siquiera en experiencia personal alguna:
quisiera hablarte de un amor querido
de lo bonita que es la mañana
pero hoy ando estreñido
y no me da la puta gana
II.
El poeta patético vivió en Liverpool casi tres años, donde se podría decir que estableció algo similar a una amistad con un chico japonés llamado Hikaru, pero al que todos llamaban cariñosamente Haiku. Y Haiku tenía un problema, que cuando bebía dos pintas comenzaba a abrazarse a todo aquel que pillaba cerca mientras intentaba cantarle al oído bellas melodías niponas. Eso al poeta patético no le hacía mucha gracia. Le dedicó este poema, muy alegórico:
Para, Haiku, para.
¡No ves que,
como decía mi abuela,
lo poco agrada
y lo mucho enfada?
Así que,
para, Haiku,
para.
III.
Al poeta patético se le acumulan los recuerdos de su adolescencia, plena de drogas, pajas y arrebatos varios:
en la discoteca de mi pueblo
todos cantábamos muy contentos
“las maravillas del mai lai”
y fumábamos muchos porros
y bebíamos licor 43 con limón:
ahora somos inmortales
porque yo tenía un amigo
muy muy comprometido
que pensaba
que aquella canción
estaba dedicada
a la guerra de vietnám
patetismo ilustrado
IV.
El poeta patético nunca ha querido definir su sexualidad, todo le sirve si está en el lugar ideal en el momento apropiado. Si se ha de cansar una mano, que no sea la suya:
y cuando nos propusieron
una batalla de sexos
nos pusimos a aplaudir como locas
hasta que alguien se puso serio
y comentó sin pausa
que cómo cojones nos íbamos
a organizar
si aquello no era más
que otro local de ambiente
V.
El poeta patético sigue viajando a su pueblo, en plan onírico festivo, y eso le regala cada vez un sucedáneo de momento de pura felicidad:
cada vez que tiro de la cadena
recuerdo mi primer beso:
fue en el cine del pueblo
laurita morreaba
y lola hacía pajas;
yo era aún pequeño
no tenía acceso a lola
y laurita sólo quería
probar muchas muchas lenguas
para al final
elegir la “definitiva”
que no fue otra
que la de
ramón el pescadero
VI.
A veces el poeta patético lee algún periódico, o ve las noticias, y es ahí cuando su nivel de compromiso político aflora, sale a la superficie y entonces agarra su boli bic y dedica unos versos a toda esa gente que se aprovecha sin pudor de la inocencia del resto; es ahí cuando el verso no le resulta indiferente:
De acuerdo, no era el peor de los hombres, ni siquiera el mejor de los padres, tan sólo era el pequeño de cinco hermanos que se quedaron huérfanos de padre demasiado pronto, mucho más pronto que yo, por supuesto.
Hoy, como es costumbre cada julio, nos fuimos Nuria y yo a tomar un café al Siglo XIX tras haber dejado a los niños en casa de mi madre, y de fondo, en la televisión, estaban retransmitiendo la correspondiente etapa del Tour de Francia, y en éstas que veo a Froome sin bicicleta corriendo cuesta arriba como un poseso. ¡La hostia! ¿Qué acaba de suceder? El caso es que, de vuelta a casa de mi madre (antes conocida como “de mis padres”) iba pensando en contarle a mi padre ese hecho curioso que acababa de ver en “La Grande Bouclé”, que él siempre tenía por costumbre estos últimos años preguntarme por el resultado de la etapa del día… hasta que me di cuenta de que ya no iba a ser así, que mi padre ya no me iba a preguntar nunca más por el resultado de la etapa del Tour, y no pude evitar sentir un escalofrío de ésos que provocan las ausencias que son ya para los restos.
La misma serenidad,
la misma sangre fría
que en mayo de 1983
cuando murió mi abuela.
A ella la quería más,
no tengo la menor de las dudas.
Aunque ya no hablamos de amor
ni de cariño:
es ese enlace genético
ese pegamento
que da gracias
por haber llegado aquí
y haber respirado
con los pies imantados
a la puta Tierra.
Reconozco que no éramos grandes amigos, que no coordinábamos ni empatizábamos nada bien, pero debe haber algo en la sangre que te envía una señal de vez en cuando con la única y simple intención de avisarte y recordarte de donde vienes.
Él, que en un intervalo de tres meses me explicó que el niño cocodrilo aquel que habían traído en un circo friki no era de verdad (era el gran atractivo de un circo que siempre venía a Ponferrada a las fiestas de la Encina a primeros de septiembre), y que los Reyes Magos no eran tales, que los padres se encargaban de todo. Tenía yo siete años. Yo fui transmisor de “malas noticias” al resto de mis amigos…
¿Y ahora, qué?
Rezos, misas, cristos y lloros.
No, por mi parte no.
Pocos fueron los momentos buenos,
de risas y complicidad:
densidades muy dispares,
poca comprensión,
mutua,
que yo no rehuyo mi parte
y sería muy hipócrita proclamar
ahora
desde el umbral de lo fácil
que era un gran hombre,
que lo quería a dolor
y que lo echaré un montón de menos.
“¿Para qué llamar por teléfono habiendo bicicletas? No paga la pena”, es una máxima literal que resume a la perfección la filosofía vital de mi padre; mitad graciosa, sí, y mitad bronca sutil por, según él, gastar a lo tonto, sin pensar.
En un cajón de su armario “yacían” dos cinturones de piel, de los buenos, que era “más cómodo atarse una cuerda” para evitar las constantes bajadas de pantalones.
Echaré de menos, sí
su ironía y su sarcasmo:
el ingenio tan veloz siempre
para definir situaciones
y personas.
Me hacía reír,
reír con ganas.
Gran contador de historias a la par que gracioso, es mi labor ahora mismo recuperar alguna de sus aventuras:
Recién cumplidos los seis años, comenzó a trabajar como pastor de ovejas, que el hambre proveniente de la guerra ya azuzaba, y una madrugada, mientras llevaba el rebaño desde Pieros, su pueblo, hasta Valtuille de Arriba, con luna llena, tuvo que esconderse de una manada de lobos que acabó desayunándose un par de ovejas. Para él, eso era el miedo y su misma metáfora.
No echaré de menos
su avaricia,
su no saber vivir,
sus nulas muestras de cariño,
sus exigencias exageradas,
carentes de un mínimo de apego
y comprensión
hacia un niño
que sólo quería agradar
y ser feliz.
En su casa, cuatro hermanos y una hermana más la madre, Amparo, viuda y huérfanos, no había vajilla alguna; se cocinaba en una perola al fuego de leña en medio del patio y luego ya comían todos juntos alrededor de la pota todavía humeante. Mi padre aún conservaba a sus 83 años una marca en su mano derecha que provenía del tenedor de su hermano Amador: “¡Come de tu lao, cagondiós!”, por atreverse a ir a buscar algo de chicho en zonas ajenas a las que correspondían a su lado de la olla.
Pasó hambre, mucha, pero eso, decía él, era puro alimento para el ingenio, que solía ir hasta la casa de la tía Rafaela que, no sólo le regalaba media hogaza de pan, sino que se aprovechaba de la visita de cualquiera de sus sobrinos para que los mismos le acercasen calderos de agua caliente hasta el barreño en el que se iba a dar su baño semanal y, de paso, cada uno de ellos alegraba su vista y grababa recuerdos para deseos venideros plenos de fantasía onanista.
¡Y lo era!
¡Lo es!
Quizá por haber sabido
huir a tiempo
de ese narcisismo
tan nocivo
como mal entendido
en el que viví
mis primeros años.
En el colegio le iba muy, muy bien, casi el número uno en la clase de Don Venancio y, aún así, no pudo irse a estudiar con los frailes cuando estos mismos lo seleccionaron porque en su casa no había dinero para una muda nueva, algo que siempre lamentó desde su siempre insistente anticlericalismo, ya que consideraba que una educación a un nivel superior podría haberle sido la mar de útil para saber más, para aprender más, para haber adquirido una cultura que, ahora que lo pienso, tampoco tuvo nunca demasiado interés en adquirir.
El terror contenido
de una mala nota
en el colegio,
de un mal paso,
de un tropezón inoportuno…
o de un vaso de Duralex
que resbala de tus manos
y estalla escandaloso
contra una baldosa del suelo.
Pero tuvo que emigrar a Francia, a Estrasburgo, a trabajar catorce o dieciséis horas y dormir en barracones con otros amigos del pueblo, Pieros. Un puesto en la Suchard, varios años que no sirvieron ni para aprender un mínimo indispensable de francés; una novia canadiense que duró poco y un regreso a casa sin pena ni gloria, eso sí, con un odio eterno al chocolate Suchard (“En estas Navidades, turrón de chocolate… ¡Y una puta mierda p’al turrón, p’al chocolate y pa Suchard!”).
Siempre contaba muy orgulloso que le había ganado dos juicios a Franco, juicios laborales por despidos improcedentes. Ahí empezó su etapa sindicalista y luchadora. Recuerdo huelgas indefinidas, manifestaciones, noches y más noches de encierros, alegrías y decepciones, suspensión de pagos en Talleres Canal, S. A., donde trabajaba como soldador, y los obreros a tomar viento fresco. Una pelea larga y sin cuartel, muy dura. Indemnización y, al final, prejubilación. Orgullo obrero y de clase hasta el final.
Y todo ello siempre desde el más puro y duro pragmatismo activo; el cariño ausente y la austeridad suma como patria y bandera. Por eso era mucho mejor y más sano ir a dar un recado en bicicleta que descolgar el teléfono y marcar el número correspondiente para darlo, porque eso luego lo cobraba Telefónica.
Ahora, adiós,
y si existe otro lugar,
otra dimensión,
que sea ésta ajena
a ese mundo
tan estoicamente
materialista
en el que te gustaba
vivir.
En verano, con la amanecida, solíamos ir juntos a sulfatar la viña, yo como aguador y, en ocasiones ya siendo yo un fornido adolescente, como sustituto sulfatador máquina a la espalda para dejar las hojas de vid teñidas de un azul demasiado exagerado, sin mascarillas ni hostias, con ese olor ya impregnado en el fondo de los pulmones durante dos o más días.
Ahí está su bastón, ya olvidado, descansando. Puede que no fuese un gran hombre, lo sé, y que el amor para él fuera tan sólo un sencillo “que no te falte de nada”, puede que suficiente o puede que demasiado escaso. Yo no lo sé, la verdad. Quizá el amor está sobrevalorado…
Hijo de la Guerra Civil, de la posguerra, del hambre, del odio, sin miedo a nada ni a nadie, austero hasta la extrema extenuación mental, el humor negro, negrísimo como bastión de su sorna y su deje gracioso…
y mi padre.
POST DATA
Dos momentos de aquellos buenos de verdad que recordaré mientras respire:
El primero, tendría yo unos cinco años, en el antiguo campo municipal de la Unión Deportiva Cacabelense, donde hoy se ubica el colegio público. La Unión ganaba 4 a 0 al Guardo, un baño descomunal de actitud y de juego, y en éstas que le llega el balón en un clarísimo fuera de juego a Ricardo el Relojero, uno de los jugadores con más clase de los que yo haya disfrutado jamás, que marca de tiro ajustado al palo derecho. “Fuera de juego por mucho”, me dice mi padre al mismo tiempo que comienza a explicarme qué era aquello del orsay. “¡Qué más da, que se jodan, haber estao atentos, joder!”, le responde un paisano que aún celebraba alborozado el quinto gol. “No, no da igual, es fuera de juego y ya está”, fue la seria contestación de mi padre.
El segundo sucedió como un mes y medio antes de que yo cumpliese los diecisiete años. Regreso casi de madrugada de un concierto en Ponferrada, son las fiestas de la Encina. El Castillo de los Templarios era un lugar cojonudo para albergar todo tipo de conciertos; aquél era de Gwendal, si no recuerdo mal. Mi madre, que encuentra algo en el bolsillo de mis vaqueros justo antes de meterlos en la lavadora al día siguiente. “Ay, que igual es droga”, sospecha. “Pepe, vete con esto y pregúntale al niño”. “¿Qué es esto que encontró tu madre en tus pantalones?”, “a veeeeer… Ah, no, nada, nada, sólo un poco de pólvora prensada para los petardos que tiramos ayer en las fiestas de la Encina… que sobró un poco y tal…”. “Vale, toma”, y me devuelve un buen trozo de mejor costo con cara de no haberse creído una mierda de lo que yo le acababa de contar a la vez que me indica con un gesto de su cara “cuidado, cuidado, hasta ahí y nada más” (la psicosis aquella de los años 80 con la droga, la de la gente desinformada y todo aquel fandango que sobre todo benefició a quienes traficaban). Asiento con cierto deje de chulería adolescente, se va y escucho acto seguido, “nada, que es pólvora para hacer petardos en las fiestas de la Encina”, lo cual no era del todo mentira, semánticamente hablando.
Sé que desde esa silla vacía
de la galería
sigues mirando la gente
que va
y que viene
porque tú no creías
en cielos
ni en infiernos
ni en nada que no pudieras
ver o tocar.
Sé que puedo ser injusto
o incluso quedarme corto,
que nadie es capaz de dar
aquello no tiene,
no sabe
o no comprende
cómo dar.
¡Buen viaje!
Nos veremos
sin dios mediante
en eso que aquí
conocen como
tresmundu.
(Un día cualquiera de febrero de 1975. Mi primo me regala un mes antes una radiocasete grabadora que ya no utiliza. Llego del colegio, la puerta de casa está abierta, que mi madre trabaja en la peluquería con la ayuda de mi abuela; entro y dejo la cartera en mi habitación, me dirijo a la cocina, que tengo hambre y huele la hostia da bien, a cabrito al horno, una de las especialidades de mi abuela Luisa, me paro en la puerta porque escucho como mi padre canta: “mañana por la mañana te espero Juana junto al café, que tengo ganas, querida Juana, de verte la punta’l pie, la punta’l pie, la pantorrilla y el peroné, te digo Juana que tengo ganas de verte la punta’l pie…”. Stop, play y a escuchar. “¿Qué haces, papá?” “Eeeeh, no, nada, nada, probando esto que te dejó tu primo…” En aquella cinta Tudor de 60 minutos le grabé yo posteriormente canciones de las Grecas que ponían siempre en la radio, que le gustaban un montón, lo más cerca que mi padre estuvo jamás de la modernidad entendida como tal. Nunca jamás volví yo a escuchar esa canción que hablaba de Juana y su peroné.)
“¿Pero dónde vas tú con esa pinta de jipi? Nunca me gustaron los jipis y tengo uno en casa.” – El aspecto, antes de irme a clase: botas militares, pantalones negros rotos, camiseta de Bauhaus y abrigo negro largo – que había sido suyo -, pelo de punta… Daba igual, todos éramos jipis para él.
Barrio sin luz y cristales, señoras temerarias apurando las frenadas con carritos de la compra llenos de fruta de la frutería, de carne de la carnicería, de pan de la panadería, de un par de caprichos azucarados para los nietos; señores con cayados que empiezan su ronda mañanera, serán tan sólo cinco o seis vinos, en vaso de sidra, medio lleno; equipos que ganaron, equipos que perdieron, y el Real Oviedo, ahí, al acecho de una nueva alegría de ésas de orgullo, valor y garra, como cuando salí a la calle con doscientas pesetas aquel día de junio de 1988 en el que el Oviedo había empatado a cero en Mallorca y ascendía a la añorada Primera División; tenía examen al día siguiente, de Literatura del Siglo de Oro, pero me eché a la calle igualmente, con esos cuarenta duros en mi bolsillo y la compañía de Íñigo, un vasco de Bilbao que, aunque no compartía piso conmigo, siempre venía a estudiar con nosotros. La borrachera fue tan brutal como el suspenso en aquella asignatura: Colocón de Oro, Siglo de Mierda. No pasaba nada, que a la gente rezagada siempre nos quedaba septiembre. O febrero… O junio otra vez… O…
Sonó esta mañana el despertador, uno plateado digital que nos regalaron hace unos años con la renovación de la suscripción a la revista Time, que es ella como uno más de la familia y se ha convertido en un fenómeno paranormal y curioso en nuestra casa, ya que la revista sigue apareciendo en nuestro buzón sin que nadie haya pagado por ello en los últimos seis años. Pipipipi… pipipipi… pipipipi… pipipipi… y arriba. Ducha, vestirse, desayuno y comprobar que todo lo necesario está listo para un nuevo día. Escuchar la radio y cagarse mentalmente en demonios siempre ajenos. Y David Hockney, que me mira desafiante desde la pared cada mañana, y yo que, por mera costumbre, siempre le hago un gesto que contesta ese desdén tan de autorretrato del que se sabe un genio en lo suyo: Feck off, David!! Hoy le saco la lengua; ayer le hice una peineta muy estética.
La gente de siempre en la parada del autobús: dos señoras cerca ya de la jubilación que fuman cada cigarrillo como si fuese el último de sus vidas, exhalando el humo con tanta vehemencia que a veces pienso que van a escupir un trozo de pulmón en el intento, y el barrendero, que anda muy cerca, que seguro que teme lo mismo que yo temo; un grupo de estudiantes de la ESO, primero o segundo, no más, con el uniforme de las Ursulinas, siempre hablando con el volumen a tope, riéndose de las típicas pijadas de las que hay que reírse cuando uno tiene 13 o 14 años, que la vida es risa a esa edad, y si no lo es, algo raro sucede. Subimos. Siempre dejo que pase todo el mundo porque mi prisa nunca es motivo de avasallamientos ajenos. No sabemos hacer colas como la gente británica, tan bien organizada para esos menesteres, y a la hora de llegar al punto de destino, surgimos de cualquier esquina hasta apelotonarnos sin control alrededor de la puerta del F1. Dejo hacer, pago mi 1,20 € y me siento al fondo, siempre al fondo. Son las 7.30 a. m. y miro como el día va adquiriendo luz a pesar de las nubes que siguen ahí, como diciéndonos “hey, no os confieis, que en breve escupiré sobre vuestras cabezas, panda de mortales creídos y confiados.” Y yo sin paraguas, pero me da igual, porque yo para eso de los paraguas parezco irlandés, que nunca me gusta llevarlo, y si llevo uno, siempre lo pierdo y luego digo que no me gusta llevarlo para no quedar como un gilipollas por haberlo extraviado, y así la gente te ve más interesante, más cool y más guay, porque da igual lo que digamos, nos gusta ser guays y que la gente nos vea como seres molones, seres que levitan unos milímetros por encima de los demás, espiritualmente hablando, pero sin darse un mísero pijo de importancia, quiero decir, si es que eso que denominan como espíritu existe, que yo creo que no, que nos hemos inventado dioses porque somos vagos y es más fácil que nos den todo hecho que tener que estudiar e investigar por nuestra cuenta.
Llego al IES Monte Naranco. Los amaneceres desde el departamento de inglés son espectaculares, de postal, de subir a Instagram y que la gente que te sigue comente, “qué maravilla de amanecer, qué luz tan espectacular!”, y tú contestes, “Así es @pimiento_amarillo, estos días de primavera dan unos amaneceres deslumbrantes. Muchas gracias por tu comentario”, y luego miras a ver quién narices es @pimiento_amarillo, porque ni te suena haber interaccionado antes con esa persona. Anda, otra escritora pesada, como yo. Somos legión. Bien.
Los pronombres relativos, luego los verbos que rigen gerundio y/o infinitivo, y para finalizar, vocabulario relacionado con las nuevas tecnologías en la página 65 del libro de texto, tan obsoleto como un MP3. Dos alumnas se encargan de actualizar todo ese vocabulario entre risas y chascarrillos. Dedos llenos de tiza, odiosa tiza, que tarda en desaparecer bajo el agua del grifo. Una buena meada; la cisterna del inodoro del medio sigue estropeada, con ese ruido que indica que siempre está cargando y echando agua. Café mediano al recreo acompañado de uno de esos pinchos vegetales con jamón cocido y queso mientras comento con una compañera lo poco que queda ya para que empiece la sexta temporada de Juego de Tronos, con lo que, así, a lo bobo, repasamos la quinta temporada incluso comparando serie y saga, que ambos hemos leído las novelas también, y en la emoción del momento, entre compañeros y compañeras que nos miran como si fuéramos frikis (que igual es así, ¡quién sabe? Si es que parecen todos unos Greyjoy la mar de sospechosos), suena el timbre que indica el final del primer recreo. Todo el mundo para clase. Yo no. Tengo hora de guardia, de las buenas, porque no falta nadie a cuarta hora. Cojonudo. Tiempo para corregir trabajos en la sala de profesores… o no, porque coincido con un compañero que me cuenta acerca de la amonestación que le acaba de poner a un alumno que tenemos en común, una de esas joyas con las que hay que saber lidiar tanto desde la pedagogía activa como desde la simple comprensión humana. Y yo, que soy un poco bocazas, comento sonriente aquella vez que me echaron de clase de filosofía. Hacia mí confluyen miradas reprobatorias desde todos los ángulos posibles de la sala de profesores. “¿Nunca os echaron de clase? ¿En serio?” Joder, pues que así es, en el serio más serio de entre el mundo de la ideas de los serios… Me siento, ahora sí, a corregir. Saco de mi bolsa molona mis auriculares chachis y busco música de esa especial para corregir. Portishead está bien. Ante mí, varias composiciones escritas, unas quince. No, No puede ser, que Beth Gibbons siempre me hace cantar con ella: es ese poso de desesperación en su voz, que me obliga sin intención alguna por mi parte a ayudarla en sus miserias del corazón, a darle fuego si hace falta, a seguir sus caminos retorcidos hacia el límite del dolor. Stop. Busco algo más adecuado… ¡Ya está! La Música Acuática de Haendel, nadie canta, como mucho puedo imaginarme escuchando la misma en un barquito sobre el Támesis, al lado de Jorge I, el rey Hannover… Obertura-Largo Allegro. Play. El tema de esa composición escrita, nivel 4º de ESO, una discusión que tiene como fin decidir qué invento es mejor, internet o los libros. ¡Venga ya, editoriales! Porlagloriademimadre… El boli verde se me escapa de las manos por momentos. Mi cabeza no está para estos trotes y desconecto el día. Goleada: internet 15 – libros 0. No esperaba otro resultado, ni siquiera el del honor.
“¿Sabéis que Shakespeare inventó unas 1700 palabras de la lengua inglesa?” (Estoy ahora en el aula 204, con el primero de bachillerato de humanidades) “Pues no, Jose, ni idea.” Aprovecho la tangente, y nos dedicamos hoy a buscar palabras que el inglés deba al bardo conocido como William Shakespeare. El alumnado se encarga de ir creando una lista con las que más les gusten. “Swagger!”, grita emocionada una alumna de primera fila. Claro, tía, el Wills tenía “swag”, joder, como dejó bien claro en la escena I del acto III del Sueño de una Noche de Verano:
“What hempen home-spuns have we swaggering here, so near the cradle of the fairy queen?” – Puck
Y si no existe la palabra, pues la inventamos, ¡qué carajo! ¡Viva Swagspeare! Al menos la última clase del día consigue un cierto poso de satisfacción en mi labor como docente: uno de esos días de salir de clase señalándote el nombre en la parte trasera de la camiseta mientras corres por los pasillos mirando con superioridad a… nadie, como mucho esos trabajos de diversas materias que lucen lustrosos en las paredes del centro.
Vuelvo a casa y David (Hockney) me sigue mirando mal. Paso de él, prefiero mil veces a Frida Kahlo. Creo que voy a preparar un buen batido de fresas para toda la familia. Pero antes, como siempre que llego el primero al hogar, un poco de buena música al altu la lleva. Como no lo tengo nada claro, sigo la táctica habitual para estos instantes de indecisión musical: cierro los ojos y, tras hacer unos círculos con el dedo índice de la mano derecha, señalo un CD. Pues ha salido el Siamese Dream de los Smashing Pumpkins. Vale, hace un montón que no lo escucho. A veeer, uno, dos y tres. Play:
Era ésa su primera exposición importante tras haber ganado el prestigioso Premio Turner. Los carteles que habían preparado desde el Tate Modern para anunciarla no le gustaban demasiado, pero Louise se sentía feliz, con esa sensación de victoria sobre los elementos que navegaba plácidamente por su intestino delgado.
“¿Te crees mejor que los demás, eh?”, le espetó aquel día Ben Walker, el jefe de estudios que ejercía siempre como poli malo en Phoenix High School, como perro de presa acosador y abusón que saltaba como activado por un extraño resorte nada más oler sangre fresca de estudiante en apuros. “No, yo no soy mejor que nadie, tan sólo soy diferente”, le contestó Louise sin apartar sus ojos de la mirada vitriólica de los de Ben “Wanker”, un cambio de ‘l’ por ‘n’ ganado bien a pulso. Dos semanas expulsada del centro, por haber clavado uno de sus siempre bien afilados lápices en el antebrazo derecho de Mike Sutton, un bully demasiado arquetípico para ser real, tanto que años más tarde se dedicará a dar charlas por centros educativos de Londres y del condado de Kent sobre su experiencia como acosador escolar arrepentido, un exbully de pro que todavía sigue animando cada fin de semana a sus adorados Rangers del Queens Park. Que los chicos de su clase no dejaran de cantarle en tono burlón y cambiando la letra aquella canción de Human League, Louise, no le importaba en demasía, pero que hubiese el tal Mike destrozado todos sus trabajos para la clase de arte, no; eso ya no, no podía ser, y no era suficiente con el hecho de elevar una queja en jefatura, otra a la tutora, no, demasiada burocracia escolar tremendamente inútil; semejante afrenta requería una simple y diáfana acción directa: Mike está despistado, confiado, saco un lápiz de mi estuche y ¡zum! Se lo dejo clavado en el brazo antes de partirlo por la mitad y asestarle acto seguido un buen puñetazo en la mandíbula. Las lágrimas silenciosas caían al suelo una tras otra mientras Louise recogía del suelo los pedazos rotos de su busto en cerámica de Nico, la modelo alemana que tuvo el honor de ser reclutada por Warhol para cantar con la Velvet Underground. No hacía ni dos años que Louise la había visto actuar en el Preston Warehouse, tan puesta, tan colocada, todas las fiestas del mañana en una sola noche. Era 1982, seis años antes de caerse de la bicicleta en Ibiza, golpearse la cabeza e irse para siempre, Femme Fatale…
Los dibujos a carboncillo de Lou Reed y John Cale permanecían pegados a la pared del aula de dibujo, todos pintarrajeados; las caricaturas de Sterling Morrison y Mo Tucker, rotas en cientos de pedazos, como un confeti de lo más infame desparramados por el suelo. Louise lo recogió todo, con mucho cariño, con todo el amor que su pasión podía aún sublimar.
Años más tarde, cuando estaba trabajando como dependienta en el Debenham’s de la calle Oxford de Londres, no le quedó más remedio que atender a la esposa del imbécil aquel de Mike Sutton. Parecía maja, un poco barriobajera, de las de firme aspaviento y vocabulario soez entre dientes amarillos y chicle con demasiado azúcar. Mike hizo como que no la conocía, o puede que en realidad no la conociese, que Louise había cambiado muchísimo desde aquellos años aciagos de instituto. Y hoy, el día de la inauguración está ahí, entre el público, incluso se ha atrevido a enviar a Louise un leve saludo sonriente desde su posición entre aquella pequeña multitud. Eso la obligó a cambiar de estrategia. Ya no iba a dedicar tanto tiempo a leer aquel discurso tan monocorde y aburrido que había preparado junto a su manager. Era hora de actuar, tiempo de una de esas venganzas que tanto nos gustan cuando se nos presentan tan frías como de improviso.
“… En definitiva, todo lo que soy hoy en día, todo el reconocimiento por parte del público, de la crítica, de todo el mundo, se lo debo a una persona, un hombre que se encuentra hoy aquí… “, y Louise señala con el dedo índice de su mano derecha hacia la posición que ocupaba Mike Sutton, cabeza rapada como solución imposible a una alopecia que había dejado atrás lo incipiente, la misma cara y expresión de siempre. Todo el mundo clava su mirada en él, aplausos espontáneos y muy sonrientes… por poco tiempo. “Fueron cinco años de instituto, juntos, en el mismo grupo, casi las mismas asignaturas… Ufffff… aguantando sus comentarios despectivos hacia mí, hacia mi aspecto, mi aparente sexualidad ‘equivocada’; empujones, desprecios, todo tipo de insultos. ¡Muchas gracias por todo, Mike Sutton!” Silencio más allá del silencio. Dos personas despistadas comienzan a aplaudir y se paran al momento. Louise se aleja del micro, baja de esa tarima creada para el evento, y se dirige muy decidida hacia un petrificado Mike. Llega a su altura, le da un beso rápido, casi imperceptible, en sus labios; separa un poco su boca y luego le da un fuerte mordisco en su labio inferior. Mientras la sangre comienza a manar, le dice: “¿Qué se siente, Mike? ¿Qué se siente? ¿Lo sabes ahora? Y no, nunca he sido lesbiana, pero no sé si tú habrás sido o no un puto maricón en algún momento de tu vida. ¡Jódete! Espero que tu vida hasta este momento haya sido una puta desgracia tras otra… ¡Adiós, y no vuelvas a interponerme en mi camino, cerdo hijo de la gran puta!”
19 de noviembre de 1984, 12.35 pm, comedor de Phoenix High School, The Curve, Shepherd’s Bush, London, W12 0RQ
– Hey, you , Louise! Have you listened to the new Human League song? Hello, Louise, suck it to me? (¡Eh, tú, Louise! ¿Has escuchado la nueva canción de Human League? Hola, Louise, ¿me la chupas?) La letra de la canción decía “Remember me?” (¿Te acuerdas de mí?) en vez de “Suck it ro me?” (¿Me la chupas?)
Todas las expectativas, las esperanzas de una adolescencia masacrada por culpa de gente cuyo sadismo se convertía en pura basura, reflejo de una vida propia demasiado triste e inútil… Y ahora está aquí otro lunes, y te despiertas sabiendo que hay que ir al instituto…
Y en éstas que va mi primo Pablo, y se olvida una cinta de cassette antes de regresar a Vigo para embarcar rumbo a mares muy desconocidos, al menos así lo eran para mí por aquel entonces; se trataba del Platinum de Mike Oldfield, y yo, harto de tanto Manolo Escobar a la hora del almuerzo, voy y lo pongo en aquel reproductor que teníamos encima de la nevera, un Sanyo de color negro, que lleno era de grasa. Suena no más de dos minutos la parte 1, el Airborne, porque mi padre insiste en que no se escucha música yeyé mientras se come, “¡cojones de Dios!”, recalca con un leve atisbo de inocente vehemencia. No pasa nada, lo escuché luego con detenimiento en mi habitación, una, dos, mil veces, tantas que, sin aún saber inglés por aquel entonces, finales de junio de 1979, era capaz de cantar de principio a fin “I got Rhythm”, como épico final al álbum, ignorando aún que no era más que una buena versión de la original que canta Gene Kelly en “Cantando bajo la Lluvia”,
I got sunshine
I got blue sky
I got my guy
Who could ask for anything more…?
¿Y qué significa para mí Platinum? Cada vez que hago un recorrido por mi colección de discos (lo acabé pidiendo al Discoplay, claro) y lo veo ahí, tan gastado ya, esa portada con el color perdido, me acuerdo de aquel campamento de verano en Laxe, A Coruña, 21 días de julio de 1979, una odisea individual, grupal, un despertar casi total a mundos que permanecían agazapados, latentes dentro de mi todavía (poco le quedaba ya) infantil inocencia. ¿Qué significa ahora? No sé, creo que me hace ser consciente de que envejezco, de que aquel niño rechoncho, tímido y con tantas ganas de saber, de conocer ya no existe. Pero, ¡Qué hostias está pasando aquí? Fuck nostalgia, joder!! Ahora lo que en realidad me apetece hacer es contar la historia de aquel campamento de verano, digno heredero de aquellos franquistas de la OJE, de los flechas que meaban sin remisión las colchonetas casi cada noche de verano.
A finales de mayo de 1979 varios niños de 6º de EGB (nosotros estábamos finalizando 5º) nos animaron a unos amigos y a mí a ir al campamento que desde el colegio público de mi pueblo, Cacabelos, el Virgen de las Angustias, promovían para las tres semanas finales del mes de julio próximo. Ellos ya habían estado el año anterior en el campamento que había tenido lugar en Burela, Lugo, y, al parecer, se lo habían pasado genial. Cinco miembros de nuestra numerosa pandilla nos apuntamos muy felices. A nuestras familias les parecía más que bien, ya que eso de perdernos tres semanas de vista les debía parecer algo así como un sinónimo de paraíso o algo similar.
Y allí que nos plantamos todos los de Cacabelos, un autocar de los de 54 plazas casi lleno, con niños (era sólo masculino, faltaría más) cuyas edades oscilaban entre los 9 y los 16 años. Viaje lleno de curvas, varias vomitonas y muchas canciones de la época, Carrascal, Un Flecha en un Campamento, la de los elefantes y la tela de araña… Aparte del conductor, nos acompañaba Eladio, un señor del pueblo, pero sólo con la misión de dejarnos allí y volverse ipso facto con el autocar. No teníamos muy claras las normas, tan sólo que teníamos que llevar cuatro camisetas blancas de rayas negras o azul marino, dos pares de pantalones cortos azules, o en su defecto vaqueros, dos pares de playeros (los Converse patrios de la época, marcas Tejuca o La Pérgola), una gorra y ropa interior. Ah, y un chubasquero por si llovía, que estábamos en Galicia, y otra chaqueta para el fresco de la noche o de la mañana; neceser completo y poco más. Nos reunieron a todos en el patio de lo que parecía un colegio como el nuestro. Yo calculo que seríamos más de cuatrocientos. Allí comenzó a hablar un señor de bigote en un acento gallego muy cerrado, mucho más que el nuestro, que era gallego-berciano. Nos daba la risa floja. Explicó que íbamos a dormir en grupos de 16, que había 8 literas en cada habitación y que cada una de las mismas tenía asignado un nombre de flor. Me tocó ir con Los Gladiolos, con otros 10 de mi pueblo (entre los que se encontraban dos de mis amigos de clase, Jose y Miguel), y cinco chavales desconocidos hasta el momento. Una monitora, la nuestra, Estrella se llamaba, nos acompañó a “nuestros aposentos”. Jose y yo caminábamos mientras analizábamos las caras y los gestos de los demás. Quizá había demasiados niños de los mayores, y eso acojonaba un poco. Menos mal que en el autocar ya habíamos hecho un frente común cacabelense, todos a una y, ante cualquier percance que pudiese tener uno de nosotros, allí estarían todos los demás al quite. Esa sensación de pertenencia que resulta tan gratificante, que luego uno es capaz de entender cuando ve cualquier película sobre la Mafia, éramos una familia, unos cincuenta Corleone de la villa del Cúa. Pocas explicaciones nos dieron. Recuerdo la primera, que consistía en proteger la servilleta de tela, una muy fea de cuadros azules y rojos, que nos habían entregado nada más terminar las arengas, con una condición indispensable para evitar cualquier posible castigo: no perderla en los ¡21 días! Que duraba la estancia, bajo amenaza de castigo implacable. Yo imité a los veteranos de mi pueblo, y me la até al cuello como ellos. La gama de olores que llegó a adquirir aquel trozo de tela es indescriptible, a pesar del recuerdo, que me dice “déjate de gilipolleces, que al cuarto día ya te habías acostumbrado a dormir con ese olor insoportable emanando de tu cuello” Mas de uno la perdió o se la robaron, y tuvo que pagar por ello con limpiezas de baños, pelado de patatas, series de veinte flexiones, etc. A mí, de hecho, me la robaron los Dalton, pero no duró en su poder más de cinco minutos, que raudos llegaron Omar, Roberto, Fran y Miguelón para recuperar mi servilleta de las manos de aquellos hijos de puta abusones. ¿Y quiénes eran los Dalton? Un grupo de ocho chicos entre 14 y 16 años, todos de Coruña capital, muy chulitos, hasta rubitos y con cara de lo que pocos años más tarde serían los Javis de Verano Azul. Se dedicaban a hacer la vida imposible a todo aquel niño que se interpusiese en su camino, eso sí, como buenos cobardes que eran, eso sólo lo hacían con los niños menores de diez años, que se encontraban solos, sin protección alguna por parte de chicos más grandes, de los de pelo púbico y vozarrón de paisano.
Un día normal consistía en lo siguiente: levantarse a las 8 en punto de la mañana bajo el sonido atronador de marchas militares que nos atacaban desde un número considerable de altavoces; ir corriendo al baño, mear, lavarse a toda leche, comprobar que la servilleta seguía anudada a tu cuello, vestirse, hacer las camas, recoger la habitación, fregar el suelo de la misma y situarse en fila al lado cada uno de su litera correspondiente esperando la inspección mañanera (por cierto, cada mañana el equipo de monitores y monitoras elegía un equipo ganador, el que fregaba más limpio. Nosotros éramos un desastre, sólo vencimos una vez, pero lo celebramos como si fuese el mejor triunfo deportivo de nuestras vidas. Siempre ganaban los capullos de Los Nardos, unos pelotas asquerosos presididos por dos de los Dalton, Quique “el Facha” y Josemari, al que llamábamos Jaimito por su gran parecido con el actor Álvaro Vitali, aquél de las películas italianas de Jaimito que tanta gracia nos hacían… no me explico por qué, la verdad.) Luego dábamos un paseo por el pueblo, o hacíamos alguna ruta, hasta la hora de comer. Almuerzo, muy malo, descanso y tarde de playa o de ejercicios gimnásticos todos a una, uno, dos, uno, dos. Juego libre más tarde, y, para rematar el día, cena y algo de lectura o televisión en una sala-biblioteca reducida a su expresión más mínima en días grises de lluvia persistente. Bastante aburrido todo. Pero, ay, llegaban las noches, y empezaba el cachondeo sumo: concursos de pedos, de eructos, historias de miedo y de muerte, de cementerios, de ovnis, concursos de pajas que los mayores llevaban al más absoluto paroxismo competitivo. Yo no sabía aún de qué iba aquello, ya que los pequeños nos encontrábamos ubicados en las literas más cercanas a la puerta de entrada y así nos costaba ir aprendiendo, imagino que por si las moscas nocturnas vigilantes asomaban sus alas sin previo aviso, y lo hacían bastante a menudo. “¡Ya llevo cuatro!” “A ver, a ver… ¡De eso nada, monada, ahí no hay corrida, no se ve la leche, no cuenta, no vale!” Y así pasaban las noches, poco sueño, mucha diversión, y yo sin dejar de preguntarme de dónde narices sacarían aquellos chavales tanta leche… bueno, sólo la primera semana, que en la segunda ya nos lo habían explicado bien los veteranos.
Y esos recuerdos, selectivos a más no poder, van evolucionando en mi mente, claro. Me voy a quedar con varios momentos que, por la razón que sea, se han grabado ahí como platino líquido y viajarán conmigo hasta la eternidad de mi finita existencia.
El primero de ellos ya lo mencioné en otra historia, quizá el más determinante de todos, ya que, si me llego a ahogar, todo se habría acabado para mí. O quizá me ahogué y esté ahora “viviendo” en una dimensión diferente… El caso es que nos dejaban solos, sin vigilancia alguna, en muchos momentos a lo largo del día, y había una playa muy cercana, y nadie quería ir a darse un baño, que estaba fresco y la mar tenía muy mala pinta, y pasó esto: As If From a Distance
El segundo sirve como homenaje al mejor amigo que hice aquellos días (los demás, ya los llevaba “puestos” del pueblo), Andrés, al que llamábamos Regata porque cada vez que iba a mear decía a voces “¡vou meixar a regata do Miño!” Un chaval muy divertido, muy noble, de Mondoñedo, con el que me reí, nos reímos todo lo que quisimos y aún más, y al que nunca jamás volví a ver. Recuerdo una tarde que nos llevaron a todos a coger mejillones, y el Regata y yo casi nos caemos al agua porque allí se resbalaba mucho, y no llevábamos calzado adecuado para tal menester. El Regata me agarró por el brazo justo antes de que me escurriese en dirección al agua. Al menos aquella noche cenamos bien, a base de mejillones, claro.
El peor recuerdo está, ¡cómo no!, relacionado con aquella pandilla de cabrones maltratadores, abusones, cerdos hijos de la gran puta. Había un niño con un aspecto muy angelical que siempre andaba por ahí solo, se llamaba Ricardo, si no recuerdo mal. Un día de mucho sol, mucho bochorno, mientras los demás descansaban o dormían la siesta, yo salí un rato al patio, a jugar solo con unos bates de béisbol y unas pelotas que guardaban en un trastero adyacente al patio, y allí vi al niño aquel, en su mundo, sentado a la sombra con la espalda apoyada en la pared. Me acerqué y le pregunté si le apetecía jugar. “No”, fue su escueta respuesta sin tan siquiera mirarme a la cara. Más que triste, se le veía absorto, perdido en cavernas interiores a las que solamente él podía acercarse. Cuando regresé a nuestra habitación, comenté el hecho con mis amigos, hasta que Fran, uno de los mayores de mi pueblo me contó lo que los mierdas de Los Dalton le habían hecho. Según su versión, lo habían jodido con montones de perrerías, vejaciones, humillaciones, abusos. Me quedó grabado aquello de introducirle “la pilila en la boca y luego mear…” “No te preocupes, Yebra, ya no lo van a molestar más, ya nos hemos encargado de eso.”, me dijo con el afán de tranquilizarme, sin conseguirlo. Por las noches, antes de quedarme dormido, me imaginaba a mí mismo asesinando de miles de maneras a aquellos seres deleznables, que seguro que más tarde llegarían a “algo en la vida”, porque eran de familias pijas, familias bien, de ésas en las que los trapos sucios ni se lavan siquiera porque para ellas no parecen existir actuaciones ajenas al orden que ellos llevan manteniendo tantos y tantos años. Puta escoria. Cuando en el jukebox del bar al que íbamos cada tarde alguien ponía “Psycho Killer” de Talking Heads, casi sin darme ni cuenta mi mirada se dirigía al rincón en el que se sentaba aquel niño, y sin aún saber inglés parecía cantarle telepáticamente eso de “run… run… run… run… run… run… run… awaaaaaaaaaaay»
Hablando de ese bar de pescadores de Laxe en el que nuestras horas muertas cobraban algo de sentido, allí gastábamos nuestros duros en canciones que nos ofrecía aquel glorioso jukebox. Había de todo, Umberto Tozzi y su inefable Te Amo, varias de Rafaella Carrá, Las Grecas, que nos amaban locamenti, y una que pedía siempre Omar, el de mi pueblo, un chaval grande y voceras que siempre ponía la misma canción, y si no le quedaba dinero, te pedía un duro, o te decía a gritos, “¡Yebra, ponme la de Apipapú!”, y yo se la ponía, y él se volvía medio loco y comenzaba a cantar aquel pegadizo “Apipapú”. A ver quién se atrevía a decirle que allí no decía nada de Apipapú, sino The Big Bamboo, pero él era de aquellas promociones que estudiaban francés como primera lengua extranjera, mientras yo, que ya iba a empezar sexto de EGB, ya estaba a punto de estudiar inglés, que la pérfida Albión parecía irse “with fresh wind” al mismo limbo irlandés que aquella Armada Invencible con la que tanto nos daban la vara en clase.
Y queda para el casi final la pequeña cooperativa que montamos espontáneamente unos cuantos de mi pueblo, con todo el ánimo de lucro que a esas edades se puede llegar a tener. El segundo domingo de nuestra estancia en aquel campamento cutre lux, vinieron casi todos nuestros padres, madres, alguna abuela, algunos tíos y algunas tías (dos autocares que contrataron entre todos, tremendo) a visitarnos, a comernos a besos y a asustarse al ver lo sucios que estábamos, a querer a toda costa nuestras madres arrancarnos aquellas servilletas de nuestros cuellos… En definitiva, que nos echaban de menos y todo. No sólo aparecieron con un cargamento enorme de comida para pasar aquel domingo hincando el diente sin pausa debido al hambre que llevábamos atrasada, sino que casi todos los niños recibimos como regalo para nuestros últimos nueve días de campamento unas gigantescas cajas de galletas y de pastas caseras. Casi no nos cabían en nuestros armarios de tanto que abultaban. Los niños ajenos a Cacabelos, con caras famélico-golosas de pura envidia empezaron a pedirnos galletas a todas horas, hasta que Roberto, un incipiente emprendedor, que se llamaría hoy en día en una programación LOMCE al uso, nos reunió a unos cuantos y dijo: “a ver, que parecemos gilipollas, joder. Estamos regalando galletas a todos estos fatos sin ton ni son. A partir de ahora, cada galleta a duro, que estos pijos tienen dinero de sobra. En esta caja vamos juntando todo y al final repartimos entre todos los que tenemos galletas y pastas. ¿De acuerdo?” “¡SÍ!”, gritamos todos al unísono con todo el entusiasmo que el negocio en ciernes nos estaba generando. Y generamos buenas colas, tras cada comida, hasta que se nos acabaron las viandas tres días más tarde. Aquella caja que trajo Roberto para hacer el reparto pesaba lo suyo. Tocamos a 185 pesetas cada uno. El jukebox no daba abasto con tanta canción en la cola, y el “Apipapú” acabo tan rayado, daba tantos saltos aquella aguja que la canción duraba casi un minuto menos, lo cual era de agradecer.
Queda tan sólo una anécdota más, la que recuerdo siempre con una sonrisa de oreja a oreja. No sé si quedó claro antes, pero nuestro único contacto con el agua, aparte de beberla, lógicamente, fue en forma de agua marina y alguna mojadura de lluvia que otra. El día antes de regresar, se nos ordena ir en turnos a la ducha. Los gladiolos vamos los segundos, hay cuatro duchas y nos asignan dos minutos a cada cuatro para un aseo rápido. Yo estoy entre los cuatro primeros gladiolos, casi agoto todo mi tiempo luchando por desanudar aquella maldita servilleta, por despegar aquella ropa de mi cuerpo (¡hasta dormía con ella puesta!). Unos chorros de agua templada tirando a fría y ya, a secarse un poco con una toalla ínfima que nos habían dado a cada uno, y vestirse de nuevo con aquella ropa apestosa (en mi mochila descansaban las otras camisetas, calzoncillos, etc. aunque casi podría decirse que más que descansar, fermentaban, o al menos eso indicaba el olor que de allí provenía.) Salimos de allí los cuatro juntos, pero Fran y yo nos “equivocamos” y, en vez de tirar en dirección al pasillo, a la izquierda, para dirigirnos a nuestra habitación, nos metemos por una puerta a la derecha que estaba entreabierta. “hostia, hostia, para, quieto”, me susurra Fran. “¿Qué pasa?”, pregunto yo en tono muy bajo y muy intrigado. “Mira”, me dice mientras señala con el dedo índice de su mano derecha hacia una puerta que da a un vestuario. Esa puerta está abierta, y al fondo del vestuario vemos una figura humana que parece estar desnuda. El instinto nos hace acercarnos y espiar desde el borde de esa puerta. Era Estrella, nuestra monitora, que se acababa de duchar y se estaba secando. Yo no sabía qué decir; Fran, sí, “Diosss, me van a reventar los huevos”. Y yo que me quedo muy intrigado, “¿por qué le iban a reventar los huevos a Fran? ¿Sería eso peligroso? ¿Acaso era la leche aquella que me habían explicado? Y, en ese caso, ¿qué se supone que debería hacer yo?” Salimos de allí con todo el sigilo del mundo, y, nada más llegar a la habitación, Fran se va en dirección a su cama, se mete bajo las sábanas, aquello se empieza a mover, y a los veinte o treinta segundos gime como loco y comenta, “¡ya está! Joder, no podía más. ¡Vaya tetas! ¡Vaya coño más peludo!” A partir de ahí ya se ve en la obligación de comentárselo a los demás, que nos felicitan como si fuésemos héroes que han vencido al enemigo en una guerra muy cruenta y acaban de llegar de regreso a su tierra. Algo empezaba a comprender, claro, que ya era el último día y había aprovechado a tope esos días de cursillo acelerado sobre la vida y sus menesteres, puede que no de la manera más apropiada, pero quizá sí que era la única posible en aquellos días, que en mi casa nadie me iba a enseñar jamás nada sobre temas sexuales, que esos suponían toneladas de tabúes plenos de pecados de todos los pelajes. A la fuerza te despiertan, sin remisión. Inocencia perdida, bienvenidas hormonas que ya estáis empezando a montarme ese lío interno que tanto te quiere como te hará sufrir. En fin,…
Y todo esto por culpa del Platinum. Aparte de alguna canción del jukebox aquel, no dejé esos veintiún días de tararear el álbum enterito, aunque, cuando me animaba y me venía arriba (casi siempre estando solo), me hacía unos guitarrazos en el aire a base del Punkadiddle que no se los habría saltado ni el mismísimo Mike Oldfield, y hasta me quitaba la camiseta y todo, que hubo días de calor muy húmedo, demasiado pegajoso… Y veo ese rayo verde de verano que aparece de repente y se carga a aquellos malditos Dalton mientras la mariposa azul se torna violeta, consigue despegarse de ese platino líquido y huye rabiosa hacia mundos nuevos, quizá menos salvajes.
En mi pueblo, Cacabelos, cada mes hay cuatro días de feria, o de mercado, como cada cual prefiera denominar el evento en sí, el primer lunes y también el tercero del mes, y además los días 9 y 26. La Plaza Mayor se llena de puestos ambulantes llenos de ropa, frutas y verduras, embutidos varios, mantelerías, etc. Recuerdo de muy pequeño bajar muy contento con mi abuela a ese mercado a comprar queso gallego de tetilla (nuestro preferido por aquel entonces), cecina, centros deshuesados de jamón, algo de ropa (aquellos calcetines de lana que picaban tanto como quitaban el frío en los duros inviernos cacabelenses), y, si se terciaba, alguna chuchería de aquellas de antes, pipas que dentro traían cromos pequeños de cantantes que se pegaban en un álbum rectangular de tan solo dos hojas, o el ineludible botijo de plástico lleno de caramelos minúsculos de todos los colores conocidos hasta la fecha. Pero los tiempos cambian, nos arrastran irremisiblemente con ellos aunque nos queramos resistir (en nuestras cabezas todavía somos aquellos niños de los 70 que correteaban libres por las calles del pueblo). Lógicamente, sigue habiendo pandillas de niños y niñas que quedan cada tarde de verano en el río Cúa. Aparte de buenos baños, claro está, juegan a las cartas, comen todo tipo de basura imaginable, hacen rondos con un balón que se supone que nunca debe tocar el suelo; forman largas colas en el trampolín para luego saltar desde ahí de todas las maneras posibles, con todo tipo de piruetas y volteretas la mar de arriesgadas que, en ocasiones, acaban con un ¡SPLOSH! la mar de ruidoso, de ésos que terminan con la espalda enrojecida durante un buen rato entre cachondeo generalizado. Alguna novedad se manifiesta por momentos, y no sólo en forma de smartphones, como en ese grupo de unos ocho niños y niñas que, antes de correr lo más rápido posible en dirección al mencionado trampolín, gritan casi al unísono, “¡el último o la última que llegue al trampolín, maricón o lesbiana!”, y salen ipso facto como propulsados (y propulsadas, no seré yo menos) por un gigantesco e invisible resorte camino al trampolín, ese dios de la diversión del Cúa. Tiempos nuevos, de inclusión a pesar de la ausencia de corrección política que puede caracterizar la vida de un pueblo como éste. Tampoco ha disminuido un ápice la cantidad de tacos por segundo cuadrado que se pueden escuchar en el río, en cualquier terraza de verano por boca de seres que no levantan más de un metro y treinta centímetros del suelo, cantidad de palabras malsonantes que, por otro lado, sigue siendo directamente proporcional a la inocencia con la que siguen siendo pronunciados.
Y ahora, vamos con otro recuerdo, la confesión del día previo a nuestra Primera Comunión, allá por mayo de 1975 (en varios casos, casi se podría decir que primera y última, ¡y por el mismo precio!), nos hacía ser más que conscientes de que no debíamos blasfemar ni pensarlo siquiera en ese intervalo de tiempo que iba entre la susodicha confesión y la hostia consagrada de la mañana siguiente… Pues no, fue salir de la iglesia de Santa María por la sacristía, coger el balón y comenzar a jurar en arameo antiguo, todos a una entre carreras a patada limpia en la pelota, batallas de pedradas y juegos varios como el mítico cintalabrea. Lo que no puede ser, ni lo es, ni cambia, por lo visto.
El caso es que, en la feria del pasado 9 de julio nos encontramos por sorpresa con un puesto en el mercado que para mí supuso una grandísima y emocionante novedad, ¡libros de segunda mano! ¡muchos de ellos en inglés! Un señor los vendía a 3 euros, que luego se quedaron en 2 cada uno al llevarnos seis de una tacada. Con la ilusión de comenzar a leer cuanto antes “The Grass is Singing”, la primera novela de Doris Lessing, me cepillé “Neither Here Nor There” de Bill Bryson en mucho menos tiempo del que había previsto inicialmente. Vamos ahora con Doris y esa referencia a la “hierba que canta” tomada directamente de la “Tierra Baldía” de T. S. Eliot. La edición es de Penguin Books, “reprinted in 1976.” En la tercera página, esquina superior derecha, se puede leer un nombre, Jesús Millán, y una fecha, 8 – V – 1976. ¡Ya me han liado! Antes de comenzar la lectura con el asesinato de Mary Turner, mi mente viaja hasta ese nombre, hasta esa fecha. ¿Sería ese tal Jesús Millán un estudiante de Filología Anglogermánica y Francesa? Y si no era así, ¿por qué narices leía en inglés, en 1976? ¿Sería hijo de algún inmigrante berciano en la Gran Bretaña?
Ahora mismo estoy tumbado sobre la hierba recién segada que cubre la vera del río Cúa, a la sombra, escribiendo esto que estáis leyendo con un bolígrafo y un bloc de notas que he comprado hace un rato en la tienda de Aarón, una de las dos de chinos que hay en Cacabelos, en la cual conocí a Jimena, de cuatro años, su hija, que me interceptó justo cuando estaba llegando al pasillo dedicado a la papelería.
Hola, me llamo Jimena, tengo cuatro años, ¿por qué vienes a mi casa?
Hola, vine a comprar un boli y un cuaderno.
Ah, pues muy bien. Yo ya sé escribir, ¿y tú?
Ufff, complicado, muy complicado, pero en ello estoy, a ver si aprendo.
Y con las mismas me abandona para hacer frente a dos señoras muy voceras que vienen buscando un palo para fregona. Puro desparpajo. En fin, sin tecnología cerca ni nada que se le pueda aproximar, no puedo investigar sobre la identidad del tal Jesús Millán. En cuanto llegue a casa, entraré en ese oráculo llamado Google y teclearé ese nombre con algo de aderezo como información adicional, algo tipo ‘filólogo’, ‘berciano’ o lo que se me ocurra. Pausa, pues, intermedio o lo que sea. Visiten un bar y tómense unas cañas, que este calor las merece.
No, que no me convence ninguno de los Jesús Millán que he encontrado a través de Google. Uno es Catedrático de la Universidad de Valencia, el otro es procurador con página web personal y todo. Por tanto, he decidido inventarme su historia, una breve, muy concisa, a modo de currículum vitae existencial.
JESÚS MILLÁN NUNCA CAMINARÁ SOLO
Jesús Millán nació el 12 de noviembre de 1955 en la habitación matrimonial de sus padres, que vivían por aquel entonces en el número 27 de la calle Santa Isabel del pueblo berciano de Cacabelos. Pasó de la teta materna a una infancia brutalmente divertida. Destacó en los estudios sin apenas esfuerzo alguno, y decidió a los 17 años irse a Salamanca a estudiar Filología Anglogermánica y Francesa. Allí conoció a Román, un burgalés amante de la pintura, muy atractivo, estudiante de Bellas Artes que viajaba a menudo a Londres ya que allí vivía su hermano Herminio. Antes incluso de convertirse en pareja, Jesús le encargó a Román una serie de libros en inglés que necesitaría para el curso siguiente, el cuarto ya para él, lecturas obligatorias en varias asignaturas dedicadas a la literatura en lengua inglesa, y ese hecho obligó moralmente a Román el 12 de abril de 1976 a acercarse a una librería de esas de segunda mano que abundan en Portobello Road. En la actualidad, Jesús vive en Melbourne con su amor, Román Urtubi, y ejerce como profesor asociado de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Melbourne mientras Román continúa pintando y pintando sin cesar sin importarle una mierda si su caché sube o no, se siente reconocido en su comunidad y con eso le basta y le sobra. Son felices porque muchas tardes se tumban sobre la hierba fresca del Royal Park y escuchan en silencio como la hierba les canta sin temor, sin estridencia alguna.
Y aquí se acaba la historia inacabada de Jesús Millán, un cacabelense ilustre que surge como figmento libre, y puede que hasta aburrido, de mi imaginación. Ahora, sigo leyendo, que mi molicie me lo está pidiendo a gritos.
THE END…
NO WAY!!
Dos anécdotas recientes antes de un “corto y cambio” que se prolongará un mes y pico más.
Cacabelos está en el Camino de Santiago. El mes de julio supone un incesante goteo de peregrinos y peregrinas de montones de nacionalidades diferentes que van cruzando el pueblo en busca de una sombra, de unas cañas, del albergue de la iglesia de las Angustias… Un andaluz camina al lado de dos chicas estadounidenses altas, guapas, sonrientes. Van ya por la Calle Mayor y llegan ahora a la altura del Mesón Compostela, cuya especialidad es el pulpo a la gallega (y a muy buen precio, justo es reconocerlo). “Girls, here, here, this is a place for to eat… Ay dioh, ¿cómo cohone se dise…? Octopussy, eso, here eat octopussy.” Las dos chicas se miran y se ríen. Adelanto con mi trote cochinero a ese trío peregrinante mientras pienso, “¿habrán ido directamente a la referencia James Bond o se habrán quedado sólo con el añadido jocoso del ‘pussy’?”
Como los veo con ganas de juerga, los mando a la Bodega de El Niño, a filosofar un poco con los lugareños y lugareñas que allí suelen hacer la mañana. Además, por si siguen perdidos en la traducción, allí están a salvo, que “se hablan idiomas por señas.”
Vuelvo en alsa (¡por fin, albricias!) de Ponferrada a Oviedo. Son casi las tres de la tarde y en Fuentesnuevas suben tres chicas muy preparadas para una tarde de río o de piscina. A una de ellas le suena el móvil (un chunda-chunda que no reconozco), contesta, “qué hay, tía… no, no, pasamos de irnos a río de Molinaseca, que está lleno de viejos, nos vamos al de Cacabelos, que además los chorbos de Cacabelos están buenísimos… Jajajajaja, ya te digo. Sí, eso, nos vemos ese finde. Chaoooo.” Desde el fondo del alsa, me río para mis adentros mientras me acuerdo por momentos de aquel profesor que nos contó, allá por 3º de BUP, que en los tiempos de Bergidum Flavium, de romanos explotando la reserva aurífera de las Médulas, se llevaban hombres autóctonos hasta Roma (por cualquier camino, como bien sabemos) que una vez allí servían como sementales a la nobleza romana. Imagino que sería una broma local, porque nunca jamás he encontrado referencia alguna que mencione ese hecho… Vamos, aunque no dudo que llegara a ser cierto, faltaría más.
Esta mañana llegué pronto al lugar de encuentro con mis compañeras. “Shotgun!*”, grité yo para mis adentros, y me senté en el asiento del copiloto. Otras veces me gusta más ir detrás, a mi aire, con mis pensamientos, dejándome llevar por el sopor que me produce el traqueteo del coche. Pocos viajes al fondo del alsa he hecho a lo largo y ancho de este curso académico, es cierto. He ahí el motivo de mi contenida emoción al ver hoy ese autocar conducido por la misma persona que lleva haciendo esa misma ruta al menos cuatro años. Lo miro sonriente a través del espejo retrovisor derecho del coche de mi compañera, saludo tímidamente, así con un gesto de mano bastante gilipollas, siendo consciente del hecho irrefutable que nos explica que los objetos ahí reflejados pueden estar más cerca de lo que pueda parecer, y sin recibir contestación alguna. También soy consciente de que todo lo que estoy observando en esa pantallita está detrás de nosotros. Hasta ahí casi llego yo solito incluso.
Viajando ahora hacia ese punto difuso y lejano que alcanza mi memoria a recordar, sé que siempre he tenido cierto miedo a los espejos. El del armario de mi habitación, que me devolvía la imagen de aquel Geyperman barbudo cada noche cuando pasaba un coche y sus luces recorrían la estancia atravesando hijas de puta los resquicios de la persiana, la cortina también, y llegando al fin hasta la mesa, donde aquel hombre de acción (con un atuendo un poco raro ya que mi abuela le hacía casi toda la ropa para así ahorrarnos dinero en nueva equipación; jerseys de lana, pantalones de tergal; terrible) se adhería al espejo con su gesto tan serio y me miraba como diciéndome «no te duermas, que si no acabo con tu vida en un momento». La cabeza bajo las sábanas; la respiración entrecortada. Media vuelta y a intentar conciliar el sueño tramando una buena venganza. Sí, al final le rompí el Turbocopter al muy cabrón.
Años más tarde, me contaron la historia de Bloody Mary y yo, que si soy más bobo nazco ya con el traje de Spiderman puesto, pues voy y lo hago una noche. “Bloody Mary. Bloody Mary. Bloody Mary”, dije las tres veces de rigor frente al espejo del baño impostando la voz del Doctor Jiménez del Oso. Me doy la vuelta y… “¡Cagondióss bendito, vete pa la cama de una puta vez!”, mi padre, al que creía ya profundamente dormido (hasta había escuchado dos de esos ronquidos suyos tan característicos, “¡JRRRUOOMM! ¡JRRAAAAUMMSCH!”), que tenía que madrugar mucho y no estaba por la labor de consentir mamarrachadas de adolescente en plena época de amor-reverencial-por-lo-misterioso. Efectivamente, ese verano, el de 1984, nos pasó de todo: vimos ovnis, hicimos psicofonías en el cementerio una noche de luna llena (“cacofonías” como las llamaba Ramonín; los demás, muy listillos que nos creíamos ya y tal, le tomábamos el pelo con aserciones del tipo “fui a Bélgica y Italia” o “no sé si coger éste o otro”. Él, que ya no había ni ido al instituto, nos miraba con lástima diciéndonos con esos ojillos suyos, “pero cómo se puede ser tan gilipollas”). No llegamos a grabar nada que pudiese pertenecer a inframundo alguno, tan sólo una retahíla de pedos y eructos digna de Bluto en “Desmadre a la Americana”, la película de John Landis, uno de nuestros referentes más socorridos por aquella época.
Por eso me venía fijando con extrema atención en la imagen en el espejo retrovisor de ese alsa en movimiento. “¡Qué raro?”, pienso casi llegando a Arriondas, “¿dónde está ese paisano tan serio que siempre se sentaba en el asiento al lado del pasillo en la primera fila de la izquierda?” Porque siempre iba ahí, con su bolsa del tentempié bajo el asiento, tieso como una vela, sin apenas girar el cuello más de lo necesario, sin hablar con nadie ni saludar a persona alguna. Sin ningún atisbo de nerviosismo, ilusión o fastidio al ir acercándose a su parada. Sólo se incorporaba una vez que el conductor acababa la maniobra de estacionamiento en su parada, la del Hospital del Oriente de Asturias en Arriondas. Un único movimiento muy certero, sin apoyar siquiera una mano como mera ayuda en el acto de incorporación. Era como un pequeño salto imperceptible. ¡Zum! Y arriba, la vertical completa. “Igual es que se murió en este tiempo que ya no voy en alsa”, pensé con un poco de tristeza. Craso error. El alsa nos adelanta poco antes del desvío a la derecha que nos lleva al centro de Arriondas. Luego hace su correspondiente parada frente al hospital. Me fijo con toda la concentración a la que la poca luz de la mañana nublada me permite llegar. ¡Hostias, ahí estaba el tío, sentado donde siempre! ¡La madre que lo parió! ¿Cómo es posible? Ahora baja del autocar tan parsimonioso como de costumbre, recto, erguido, mirando al frente como si la vida que le rodea fuese tan sólo un plano de una película ajena a él. Amago con un balbuceo casi imperceptible un principio de conversación con mis compañeras para contarles el descubrimiento que acabo de hacer, pero de vuelta a su realidad, me doy cuenta que no viene al caso, que están de risas comentando historias varias del instituto en el que trabajamos.
Ay, los espejos, los putos espejos… Casi se me olvidaba un hecho fundamental de su funcionamiento específico: los vampiros jamás se reflejan en ellos.
* En inglés cuando varias personas van a viajar en el mismo coche, la que grita la palabra “shotgun” es la que tiene derecho al asiento al lado del conductor, el del copiloto. Son las normas, no las he inventado yo.