A LA LUZ DEL DÍA LOS SUEÑOS SE VUELVEN POLVO

Barrio sin luz y cristales, señoras temerarias apurando las frenadas con carritos de la compra llenos de fruta de la frutería, de carne de la carnicería, de pan de la panadería, de un par de caprichos azucarados para los nietos; señores con cayados que empiezan su ronda mañanera, serán tan sólo cinco o seis vinos, en vaso de sidra, medio lleno; equipos que ganaron, equipos que perdieron, y el Real Oviedo, ahí, al acecho de una nueva alegría de ésas de orgullo, valor y garra, como cuando salí a la calle con doscientas pesetas aquel día de junio de 1988 en el que el Oviedo había empatado a cero en Mallorca y ascendía a la añorada Primera División; tenía examen al día siguiente, de Literatura del Siglo de Oro, pero me eché a la calle igualmente, con esos cuarenta duros en mi bolsillo y la compañía de Íñigo, un vasco de Bilbao que, aunque no compartía piso conmigo, siempre venía a estudiar con nosotros. La borrachera fue tan brutal como el suspenso en aquella asignatura: Colocón de Oro, Siglo de Mierda. No pasaba nada, que a la gente rezagada siempre nos quedaba septiembre. O febrero… O junio otra vez… O…

Sonó esta mañana el despertador, uno plateado digital que nos regalaron hace unos años con la renovación de la suscripción a la revista Time, que es ella como uno más de la familia y se ha convertido en un fenómeno paranormal y curioso en nuestra casa, ya que la revista sigue apareciendo en nuestro buzón sin que nadie haya pagado por ello en los últimos seis años. Pipipipi… pipipipi… pipipipi… pipipipi… y arriba. Ducha, vestirse, desayuno y comprobar que todo lo necesario está listo para un nuevo día. Escuchar la radio 20160424_202234y cagarse mentalmente en demonios siempre ajenos. Y David Hockney, que me mira desafiante desde la pared cada mañana, y yo que, por mera costumbre, siempre le hago un gesto que contesta ese desdén tan de autorretrato del que se sabe un genio en lo suyo: Feck off, David!! Hoy le saco la lengua; ayer le hice una peineta muy estética.

La gente de siempre en la parada del autobús: dos señoras cerca ya de la jubilación que fuman cada cigarrillo como si fuese el último de sus vidas, exhalando el humo con tanta vehemencia que a veces pienso que van a escupir un trozo de pulmón en el intento, y el barrendero, que anda muy cerca, que seguro que teme lo mismo que yo temo; un grupo de estudiantes de la ESO, primero o segundo, no más, con el uniforme de las Ursulinas, siempre hablando con el volumen a tope, riéndose de las típicas pijadas de las que hay que reírse cuando uno tiene 13 o 14 años, que la vida es risa a esa edad, y si no lo es, algo raro sucede. Subimos. Siempre dejo que pase todo el mundo porque mi prisa nunca es motivo de avasallamientos ajenos. No sabemos hacer colas como la gente británica, tan bien organizada para esos menesteres, y a la hora de llegar al punto de destino, surgimos de cualquier esquina hasta apelotonarnos sin control alrededor de la puerta del F1. Dejo hacer, pago mi 1,20 € y me siento al fondo, siempre al fondo. Son las 7.30 a. m. y miro como el día va adquiriendo luz a pesar de las nubes que siguen ahí, como diciéndonos “hey, no os confieis, que en breve escupiré sobre vuestras cabezas, panda de mortales creídos y confiados.” Y yo sin paraguas, pero me da igual, porque yo para eso de los paraguas parezco irlandés, que nunca me gusta llevarlo, y si llevo uno, siempre lo pierdo y luego digo que no me gusta llevarlo para no quedar como un gilipollas por haberlo extraviado, y así la gente te ve más interesante, más cool y más guay, porque da igual lo que digamos, nos gusta ser guays y que la gente nos vea como seres molones, seres que levitan unos milímetros por encima de los demás, espiritualmente hablando, pero sin darse un mísero pijo de importancia, quiero decir, si es que eso que denominan como espíritu existe, que yo creo que no, que nos hemos inventado dioses porque somos vagos y es más fácil que nos den todo hecho que tener que estudiar e investigar por nuestra cuenta.

20151030_075649Llego al IES Monte Naranco. Los amaneceres desde el departamento de inglés son espectaculares, de postal, de subir a Instagram y que la gente que te sigue comente, “qué maravilla de amanecer, qué luz tan espectacular!”, y tú contestes, “Así es @pimiento_amarillo, estos días de primavera dan unos amaneceres deslumbrantes. Muchas gracias por tu comentario”, y luego miras a ver quién narices es @pimiento_amarillo, porque ni te suena haber interaccionado antes con esa persona. Anda, otra escritora pesada, como yo. Somos legión. Bien.

Los pronombres relativos, luego los verbos que rigen gerundio y/o infinitivo, y para finalizar, vocabulario relacionado con las nuevas tecnologías en la página 65 del libro de texto, tan obsoleto como un MP3. Dos alumnas se encargan de actualizar todo ese vocabulario entre risas y chascarrillos. Dedos llenos de tiza, odiosa tiza, que tarda en desaparecer bajo el agua del grifo. Una buena meada; la cisterna del inodoro del medio sigue estropeada, con ese ruido que indica que siempre está cargando y echando agua. Café mediano al recreo acompañado de uno de esos pinchos vegetales con jamón cocido y queso mientras comento con una compañera lo poco que queda ya para que empiece la sexta temporada de Juego de Tronos, con lo que, así, a lo bobo, repasamos la quinta temporada incluso comparando serie y saga, que ambos hemos leído las novelas también, y en la emoción del momento, entre compañeros y compañeras que nos miran como si fuéramos frikis (que igual es así, ¡quién sabe? Si es que parecen todos unos Greyjoy la mar de sospechosos), suena el timbre que indica el final del primer recreo. Todo el mundo para clase. Yo no. Tengo hora de guardia, de las buenas, porque no falta nadie a cuarta hora. Cojonudo. Tiempo para corregir trabajos en la sala de profesores… o no, porque coincido con un compañero que me cuenta acerca de la amonestación que le acaba de poner a un alumno que tenemos en común, una de esas joyas con las que hay que saber lidiar tanto desde la pedagogía activa como desde la simple comprensión humana. Y yo, que soy un poco bocazas, comento sonriente aquella vez que me echaron de clase de filosofía. Hacia mí confluyen miradas reprobatorias desde todos los ángulos posibles de la sala de profesores. “¿Nunca os echaron de clase? ¿En serio?” Joder, pues que así es, en el serio más serio de entre el mundo de la ideas de los serios… Me siento, ahora sí, a corregir. Saco de mi bolsa molona mis auriculares chachis y busco música de esa especial para corregir. Portishead está bien. Ante mí, varias composiciones escritas, unas quince. No, No puede ser, que Beth Gibbons siempre me hace cantar con ella: es ese poso de desesperación en su voz, que me obliga sin intención alguna por mi parte a ayudarla en sus miserias del corazón, a darle fuego si hace falta, a seguir sus caminos retorcidos hacia el límite del dolor. Stop. Busco algo más adecuado… ¡Ya está! La Música Acuática de Haendel, nadie canta, como mucho puedo imaginarme escuchando la misma en un barquito sobre el Támesis, al lado de Jorge I, el rey Hannover… Obertura-Largo Allegro. Play. El tema de esa composición escrita, nivel 4º de ESO, una discusión que tiene como fin decidir qué invento es mejor, internet o los libros. ¡Venga ya, editoriales! Porlagloriademimadre… El boli verde se me escapa de las manos por momentos. Mi cabeza no está para estos trotes y desconecto el día. Goleada: internet 15 – libros 0. No esperaba otro resultado, ni siquiera el del honor.

¿Sabéis que Shakespeare inventó unas 1700 palabras de la lengua inglesa?” (Estoy ahora en el aula 204, con el primero de bachillerato de humanidades) “Pues no, Jose, ni idea. Aprovecho la tangente, y nos dedicamos hoy a buscar palabras que el inglés deba al bardo conocido como William Shakespeare. El alumnado se encarga de ir creando una lista con las que más les gusten. “Swagger!”, grita emocionada una alumna de primera fila. Claro, tía, el Wills tenía “swag”, joder, como dejó bien claro en la escena I del acto III del Sueño de una Noche de Verano:

What hempen home-spuns have we swaggering here, so near the cradle of the fairy queen?” – Puck

swagspeareY si no existe la palabra, pues la inventamos, ¡qué carajo! ¡Viva Swagspeare! Al menos la última clase del día consigue un cierto poso de satisfacción en mi labor como docente: uno de esos días de salir de clase señalándote el nombre en la parte trasera de la camiseta mientras corres por los pasillos mirando con superioridad a… nadie, como mucho esos trabajos de diversas materias que lucen lustrosos en las paredes del centro.

Vuelvo a casa y David (Hockney) me sigue mirando mal. Paso de él, prefiero mil veces a Frida Kahlo. Creo que voy a preparar un buen batido de fresas para toda la familia. Pero antes, como siempre que llego el primero al hogar, un poco de buena música al altu la lleva. Como no lo tengo nada claro, sigo la táctica habitual para estos instantes de indecisión musical: cierro los ojos y, tras hacer unos círculos con el dedo índice de la mano derecha, señalo un CD. Pues ha salido el Siamese Dream de los Smashing Pumpkins. Vale, hace un montón que no lo escucho. A veeer, uno, dos y tres. Play:

Tinoninoninoninononinoninoninoninononinoninoninoninononino pause ninoninoninononino…

Today is the greatest day that I’ve ever known…

LAVADORAS Y PINZAS

De repente, el ruido cesó. La lavadora había terminado de centrifugar. Me desperté de una de esas siestas raras que suelo dormir cada tarde sin cerrar siguiera los ojos. Corrí a la cocina contento, deseando colgar toda esa ropa recién lavada.
Sí, no puedo dejar de reconocerlo. Poner lavadoras, colgar la ropa con sumo cuidado emparejando los calcetines (¡jamás se me pierde ninguno en las profundidades de uno de esos agujeros negros que habitan sigilosos en cada lavadora!), sacarla luego al sol a secar, son el epítome del más puro relax. Lo descubrí en 1988, compartiendo piso con tres compañeros de universidad. Como eran mayores que yo, observaba muy atento su comportamiento; intentaba aprender de aquellos tres “miyagis” como un buen “Jose-san”. Olía, al igual que hacían ellos, los sobacos de cada camiseta, sudadera, camisa, y si pasaban la prueba de mis pituitarias (lo cual no era nada difícil, en realidad), las tendía en una percha a ventilarse. Manchas no buscaba, que de aquella era muy punkie, y una buena mancha de grasa aportaba cierta personalidad a un pantalón.
Un día de finales de abril la descubrí. La lavadora, una Otsein en perfecto estado de salud, sola y triste en una esquina de la cocina por falta de uso. Me acerqué a ella, comencé a leer e interpretar las señales que indicaban cómo lavar. ¡Las entendí! Corrí a mi habitación, aproveché que estaba solo y quité mis sábanas de la cama, saqué ropa del armario, descolgué varias prendas que bailaban en el patio de luces mecidas por una brisa loca que parecía sonar como un vals. Aquel montón, para adentro… Sabía que había detergente porque la madre de uno de mis compañeros lo había comprado allá por septiembre del año anterior. Todo correcto. En cuanto empezó a sonar ese chorro de agua chocando salvaje contra ese metal plateado, me entró una sensación de paz, de armonía hippy, tan, tan indescriptible que no me quedó otro remedio que sentarme delante del bombo la hora y cuarenta minutos que duró el programa que había elegido, ropa de color, frío, número 2.
Y así seguimos. Cada vez que entro en casa miro el cesto de la ropa sucia para comprobar si ya hay una cantidad suficiente de la misma para llenar el bombo de la lavadora.
pinzas 1
Hace ya una hora me disponía a colgar un buen montón de ropa. Me acerqué al rincón donde reposan las pinzas (un gran número de ellas, de diferentes estilos y colores), entre libros, en un sitio preferencial, aunque un poco escondido. Al coger el asa de la cesta, una pinza se cayó. pinzas 2
Dejé el resto encima del tendal, y volví a recuperarla; una pinza roja, de las grandes, de las que sirven para colgar de las barras exteriores, las más gordas. Al agacharme y extender mi brazo derecho, lo encontré, el rincón de las pinzas perdidas. Las recuperé todas, las cinco, una a una, como si fuesen soldados japoneses perdidos y olvidados durante más de cuarenta años en una isla minúscula del Pacífico. Las metí en el bolsillo derecho de mi pantalón. Ellas iban a ser las primeras en disfrutar de su misión de sujeción de ropa mojada en el tendal. Imagino que esta noche, cuando estemos todos durmiendo, sus compañeras les organizarán algún tipo de fiesta. Una “Peg Story” con baile y bebida. El fin de semana me daré cuenta de que faltan varias cervezas en la nevera. Y, aunque sepa adónde han ido y quiénes se las han bebido, disimularé con mi mejor expresión de extrañeza esperando impaciente a que se vuelva a llenar cuanto antes el cesto de la ropa sucia.