VIOLENTO

Puede que al final de todo hasta me de un poco de lástima haberlos matado. A todos. Puedo también, en este preciso instante, dejar de hacerme el duro y sincerarme hasta llegar a exteriorizar todo lo que siento. Pero nunca dejar de matar, de ganarme el pan. Es mi trabajo, y no sé hacer otra cosa. El avestruz, cuando huele el peligro cerca, esconde su cabeza dentro de un agujero excavado en el suelo. Yo no soy – ni por supuesto, ni por encontrarme ahora ante vosotros contextualizando mi palabra – un avestruz, pero sí que me oculto dentro de mi agujero, porque yo soy mi propio agujero, mi zulo y mi cripta, negra e interminable… y quizá esté deseando poder salir ya de él de una puta vez.

Era demasiado joven cuando empecé. Permití, como todos hacemos en algún momento de nuestras vidas, que me lavasen el cerebro a conciencia. Mi barrio fue mi escuela, y yo uno de sus alumnos más aventajados. (Qué tópico, ¿verdad?) Por encima de toda cualidad, prevalecía la inteligencia en su vertiente más picaresca, egoísta hasta decir basta, (aunque todos nos decíamos “colega” con la boca rebosante de intensa sonoridad cada vez que nos veíamos por la calle). He de reconocer que a mí también me favoreció el físico, mi imponente presencia de uno ochenta y siete y noventa y pico kilogramos, capaz de atemorizar, en soberbio cóctel con mi acusadora y profunda mirada, al más gallito de entre los gallitos. Me zambullí de lleno en el “grupo” apenas cumplidos los catorce años. Antes de los quince ya había matado a uno en una pelea cargada de ira. A golpes, a hostia limpia, con un par de cojones, como “los hombres de verdad”. El miedo hacia mi persona se extendió por todo el barrio, como esa niebla repentina que súbitamente nos impide ver con claridad. Comencé a recibir encargos después de pasar mi prueba de fuego: asesinar a sangre fría al vecino de mi tía Rafaela, un solterón empedernido, huraño, con muy malas pulgas. Su delito consistió en toquetear con sus sucios dedos el sexo aún dormido de la sobrina nieta del jefe, la angelical Lisa, que por aquellos tiempos aún no habría llegado ni tan siquiera a la edad de recibir su primera comunión (que no su primera “hostia”). Tiro en la nuca, rematándolo en el suelo con otro en la sien. Limpio y rápido. Y sin testigos. Había superado con éxito mi salto del umbral, ya nunca más un niño ante los ojos de nadie, ni siquiera ante los de mi propia madre.

Odio la violencia gratuita. Yo siempre cobro, y mis cuotas siempre han ido en progresivo aumento…, al menos hasta el momento presente. Mi vejez está más que asegurada ya que dinero no me falta, pero temo no poder llegar a viejo, a cojear apoyado en mi bastón con mango de nácar cada vez que pasee a orillas del lago, a dar de comer a las putas palomas que todo lo cagan. ¡Tengo que salir de aquí como sea!

Me armé por completo de valor, y fui a hablar con el jefe, cara a cara, como lo deben hacer los hombres, mirándose a los ojos, casi sin parpadear, con la mano derecha apuntando de cerca y en todo momento – y de manera inconsciente – en dirección a la cartuchera de mi Smith & Wesson, bien resguardada bajo mi chaqueta negra de corte clásico, mi uniforme de trabajo. “He pensado dejarlo”, le dije justo después del obligado “buenos días” a nuestro bien amado capo. “Está bien. No hay problema”, me respondió el jefe antes de sacar del bolsillo interior de su americana – acto que me puso inmediatamente alerta, que ya estaba yo sintiendo urgente el tacto del gatillo sobre la epidermis de mi dedo índice – un sobre que contenía unos cuantos billetes de los grandes. Me tendió su mano y me dijo adiós; adiós a una historia de respeto mutuo bajo el yugo de la muerte por contrato. Después de todo, no parecía mala persona, tan sólo era cuestión de suponer que la suerte le había permitido ocupar ese lugar; (no sé si buena o mala, la suerte, pero por lo que a mí respecta, sí que ella me había regalado un futuro sin que yo hubiese tenido que luchar excesivamente por él.) Un obrero, en una cadena de producción cualquiera, no sabe después de muchos años cuántas piezas habrá atornillado, engrasado o manipulado. A mí me ocurre lo mismo. No puedo acordarme de todos los que me cargué, tampoco recuerdo la suma total… No es saludable, no se debe uno dejar atrapar las veinticuatro horas del día por los problemas que genera el trabajo. Mi familia es feliz, yo soy feliz. Ellos son mi refugio, los que, sin comerlo ni beberlo, me han quitado mis enormes orejeras, que yo ya me siento viejo y necesito un cambio de aires, otro trabajo, poder llamar “compañero” a alguno de los que trabaje a mi lado, sin que haya desconfianzas mutuas. Supongo que eso será sencillo.

Acabo de cumplir cuarenta y cinco, (el día veinte del mes pasado, concretamente). Llevó tres semanas en mi nuevo trabajo, y me gusta; no necesito esconder ya mi rabia en algún oscuro rincón de mi memoria. No necesito fingir, ni manipular más mis egos. Puedo hasta llegar a pasarme alguna que otra tarde jugando con mis hijos, con sus pistolas de juguete, siendo consciente de que de ese cañón de plástico jamás saldrá una bala de verdad… No sé, la primera vez que el pequeño me sorprendió agazapado tras la puerta del trastero me dio un vuelco el corazón. Por unos instantes, dos, tres segundos, creí que había llegado mi última hora. Luego abracé a mi hijo y lloré en silencio sobre él. Durante casi cinco lustros de mi vida, nunca antes me había nadie sorprendido; ni el más profesional de entre los más cualificados del ramo de asesinos a sueldo me había hecho subir las pulsaciones a más de noventa. Y mi hijo me había matado. “Pum, pum, pum. Forajido, estás muerto”, y su padre casi se muere, sí, pero del susto. Me senté a consolarme conmigo mismo, pensando en la cantidad de ocasiones en las que habría estado a punto de caer en una emboscada (como la que me acababa de tender mi propio hijo pequeño, de tan sólo cinco años) sin ser para nada consciente del peligro intrínseco que mi sucia labor conllevaba… Pero yo no estoy hecho para el pensamiento profundo, me da dolor de cabeza, y éste no me permite luego pensar, concentrarme a fondo. Extraña contradicción, realmente.

En la planta embotelladora me siento realmente a gusto. He descubierto incluso que soy capaz de mantener una conversación con otra persona utilizando más de una o dos palabras en cada intervención. Ayer mismo, sin ir más lejos, estuve riéndome sin parar, como todos los demás, durante unos minutos. Fue verdaderamente gracioso lo que le ocurrió al encargado de la bodega. Venía el hombre corriendo a traernos un aviso sobre un pedido importante de la Presidencia, cuando comenzó a resbalar, a deslizarse sobre las gastadas suelas de sus zapatos uno, dos, tres y hasta cuatro metros, yendo a chocar violentamente contra Mel “la Fudre”. Joder, acabó con su calva cabeza entre los enormes pechos de “La Fudre”, mujer de unos ciento veinte kilos, más o menos, que gasta una mala hostia descomunal, y que, en buena lógica, devolvió semejante afrenta con un tortazo de los que duelen más por su sonido que por el daño físico que puedan llegar a provocar. Esa noche me dolieron mucho las mandíbulas (debe ser la falta de costumbre). Quizá por esa razón, puede que también entre muchas otras, yo había envejecido más aprisa… por no haberme reído apenas. La verdad es que hasta me costaba horrores forzar una sonrisa en Navidades, cuando por norma debes sonreír y desear el bien a tus semejantes, al menos a los que no tenías que cargarte antes de que pudiesen decorar el abeto rodeados de su familia, de sus hijos. ¡Pum, pum! (Navidad, Navidad, dulce Navidad…¡a tomar por culo!)

Mañana cumple el renacuajo siete años. Quería comprarle un juego nuevo para su ordenador, uno de esos que dicen que desarrolla tu intelecto, tu capacidad de deducción. Yo ésa ya la he perdido. He perdido el instinto de supervivencia. Ni siquiera llevaba conmigo mi antes inseparable Smith & Wesson… (Oh, Dios, toda esta gente… no saben bien cuánto me están agobiando, me roban el aire que es mío… y en este instante lo necesito más que nunca.) No lo vi venir. Seguramente me estaba siguiendo desde la fábrica. Salí de trabajar, fumé un cigarrillo con dos de mis compañeros (ya casi amigos, además), y me despedí, no ya hasta mañana, como todos los días, sino hasta después de pasado el día de Navidad. (Joder, esto duele… y no sé si mañana llegará, o, mejor dicho, si yo llegaré a él.) Era un chico joven, de no más de veinte años. Se acercó de frente a mí, decidido, mirándome con rabia a los ojos, profundamente, buscando el miedo, el pánico en ellos. Me quedé quieto, totalmente inmóvil, facilitándole la tarea. Un segundo antes de que me disparase a bocajarro, a mi cerebro llegó la imagen nítida de mi ahora añorada Smith & Wesson, como un plano de una película de cine negro, la pistola sola dentro de un cajón abierto, pero ninguna mano se acerca para empuñarla, y pronto se oirán tres disparos. “Esto de parte de mi padre, cabrón”, me soltó en un tono muy bajo, aunque vocalizando despacio, muy despacio cada sílaba, intentando multiplicar por mil su contenido semántico. Tres balazos en mi abdomen. Estoy perdiendo mucha sangre, y la ambulancia está tardando mucho. Creo me estoy yendo al infierno. Pero, ¿quién cojones sería el padre de ese muchacho? Vaya una pregunta más gilipollas, lo sé. Sólo es un resto, un poso de mi trabajo anterior, de alguno que quedó a medias por no registrar a conciencia el entorno. No sería, desde luego, el primer niño al que habría tenido que matar sin una pizca de compasión. No es que me guste especialmente la violencia, lo que ocurre es que no veo cuál es la diferencia entre apretar un gatillo o encorchar una botella de tinto; y ya puestos, qué más da encorchar una botella Gran Reserva o una de cosecha; qué diferencia hay entre apretar el gatillo ante una cabeza de treinta o ante una de diez años. Ninguna, porque el trabajo supone el mismo esfuerzo en ambos casos. Ya puedo oír la sirena de la ambulancia. Puede que incluso hasta tenga un poco de suerte y todo.

FARTURA GENÉTICA

Y te pintaba la luz de colorines

sin pretender otra cosa

                                              que quererte.

Mas

        era un sueño,

mordaz y sarcástico

de tus genes hallado,

                           nunca bienvenido.

En modo realidad,

no existen besos ni cariño;

nadie te dice «lo has hecho bien»

La norma,

                     lo opuesto.

Exigencias adultas

para mundos de juegos sin fin.

Tortazos,

                  palos de escoba,

     oscuro y frío sótano

             de ratas poblado.

Y te duermes,

y abres tus ojos 

                               en otra casa,

      más humilde,

tan falta de dinero

como rebosante de complicidad.

Me asusta,

                     porque yo no sé

cómo comportarme

                                        ante

actos desconocidos de amor.

Y si veo una mano acercarse,

giro instintivamente mi cara

para recibir sin reparo

una caricia que me cuenta

que todo está bien,

que mi viaje ha terminado,

que ahora ya siento el dolor,

y frunzo mi ceño

                                   sin contemplación alguna,

acumulando odio venidero,

que se irá disimulando 

con el transcurso de un tiempo

ambiguo 

                    y

                         mentiroso,

hasta el estallido final

de la basura acumulada,

sentimentalismo vano

                                              de telefilme

de un sábado tarde;

intangible,

                     aún siendo

taladro inútil de descendencia

humanamente inhumana.

Como punto y final, 

te vas directamente

a ese infierno

en el 

          que pareces

                                  creer.

Allí podrás quemar

todos esos billetes

que tanto adoras.

 

RAÍCES Y PUNTAS (OF BULLS AND MEN… )

En Túzaros de la Tramontana lo tienen muy claro, sus tradiciones son sus tradiciones y, según sus propias apreciaciones, ni un dios bajado de los mismísimos cielos celestiales va a venir a tocarles, sigo con una transcripción literal, “los cojones con hostias de prohibiciones, nuevas leyes y reglamentaciones al respecto.” Pero, para entender bien de qué va este asunto tan peliagudo y cómo se han desarrollado los hechos hasta llegar a este preciso instante, día quince de septiembre del año 2016, nueve y cinco de la mañana, hora en la que se suponía que toda la chavalada del pueblo ya debería estar ocupando sus aulas dentro del colegio ya que, oficialmente, hoy deben empezar las clases, o mejor dicho, deberían, puesto que unos mil quinientos activistas venidos de muchos lugares de España e incluso otros del extranjero impiden la entrada de cualquier niño o niña, maestro o maestra al Colegio Público Don Eulogio Barrachina, tenemos que remontarnos a más de cien años atrás, hacer un poco de historia. Como podréis observar, no sólo estamos nosotros, sino que también hay  más periodistas acreditados de casi todo el mundo, ya no queda ni un solo hueco en el que plantar una cámara de televisión. Programas que conectan en directo. Gritos de los unos, réplicas de los otros, amenazas con una gran carga de violencia. Un sin dios, en definitiva. Pero vayamos con los orígenes de esta tradición…

[Voz en off. Imágenes fotográficas en blanco y negro alusivas]

Agosto de 1901, un hombre alto, con un bigote bien poblado, con un traje a la moda, zapatos muy lustrosos, que huele muy bien (aromas hasta aquel momento desconocidos para el pueblo de Túzaros de la Tramontana), y que fuma en pipa mientras camina erguido, levantando220px-StateLibQld_1_207213_A._G._Murray,_1901 bien la cabeza y saludando a todo quisque con un leve toque de los dedos índice y pulgar de su mano derecha a la esquina de su sombrero nuevo, camina con paso firme en dirección a la escuela, donde se alojará desde ese mismo día hasta su muerte cuarenta y dos años más tarde. Es Don Eulogio Barrachina, el nuevo maestro, el que cambió todo, el que enseñó sin pausa a tres generaciones de tuzareños; el que instauró la tradición de las tradiciones en esta tierra norteña, la que se conoce como “El Bobo Alelao”. ¿Y en que consiste esa tradición? Muy sencillo, ese mismo curso, el del 1901 – 1902, Don Eulogio eligió a un chaval con cara de tonto para que fuese el objeto de las mofas de todos sus compañeros, y la idea no sólo cuajó en el acervo popular de Túzaros, sino que se convirtió en el evento festivo por antonomasia del pueblo. En los primeros años tan sólo eran niños varones los afortunados, pero a partir de 1940 (unos pioneros en esto de la igualdad de género en Túzaros de la Tramontana) ya se podían escoger niñas también; eso sí, aunque la maestra era Doña Remedios, nativa del pueblo, soltera y entera, no tuvo ella voto para poder escoger una niña para ser “La Boba Alelá” hasta ocho años más tarde.

Así eran los tiempos. Tanto caló, como bien dicen en el reportaje que acabamos de ver, en el acervo popular de Túzaros de la Tramontana, LA-SERVILLETA_2que hasta las madres despeinaban sobremanera a sus vástagos y les obligaban a ensayar durante días caras, gestos de tontos para que tuvieran suerte y fuesen elegidos para ser ese curso, uno cualquiera, el recipiente de burlas, mofas, hasta de pedradas a la salida del colegio si era menester. “Mira el mi Ramonín, ¡siete pedradas que le dieron hoy de camino a casa! Mira, mira que pedazo moretones tiene la criatura en las piernas, y ese chichón de la cabeza, que hace años que no se ve otro igual…” Y así año tras año, curso tras curso hasta llegar al día de autos, el de hoy, primer día de colegio, el de la elección del “Bobo Alelao” del curso 2016/17.

“Si no quieren verlo, que no vengan.”

“Tienen que respetarnos, es nuestra tradición y no hay más que hablar.”

“Son nuestras raíces, están bien sembradas en nuestra tierra, no podemos acabar con esto porque sería la ruina del pueblo.”

“Si no tuvieran este desahogo, la chavalada se dedicaría a andar persiguiendo a las cabras, tirándoles piedras, y más de una se despeñaría por los riscos, con lo que eso supondría para el dueño o los dueños de las mismas.”

En fin, con unas Elecciones Generales a la vuelta de la esquina, la polémica está más que servida. Todos los partidos prometen acabar con esta práctica, tradición, costumbre, cómo ustedes quieran denominarla, todos menos el partido en el gobierno, que sí habla de una revisión pero sentando a todas las partes a negociar. Ramirín García, el hijo de la farmacéutica, es, o era, el favorito para ser el elegido este curso. Su madre, en declaraciones a nuestra cadena, no deja de hacer extensible su disgusto ante lo que ella denomina como “tamaña injusticia”, ya que, según sus palabras, “de toda la vida de dios hubo guajes a los que pegar, acosar, escupir, insultar… pero estas modas pedagógicas, este rollo basado en las competencias clave que tanto promueven la corrección política no dejan en el fondo respetar el sentir de nuestro pueblo. ¡Y Cómo le digo yo ahora al mi Ramirín que ya no podrá ser el Bobo Alelao de este curso, con la ilusión que el tenía?”

“Mamá, es que yo no…”

“¡Tú te callas y dejas hablar a tu madre con el señor periodista, que aún te vas a llevar dos zapatillazos bien daos, bobo, que pareces bobo!”

Desde Túzaros de la Tramontana, informó Filiberto Saldaña para Antena Nova Forza.

Y ahora, antes de los deportes, hablaremos de ese rito ancestral tan arraigado en su pueblo, esa lucha entre hombre y bestia, desde Tordesillas, El Toro de la Vega…