«No quiero saber nada…
Ni de esa luz incierta
que retrocede vaga
ni de esa nube limpia
con perfiles de cuento.
Tampoco del magnolio
que quizá aún perfume
con su nieve insitente…
No saber, no soñar,
pero inventarlo todo»
Ernestina de Champourcín, poeta, (1905-1999)
“Tell her where the rain will fall
Tell her where the sun shines bright”
(Dile donde caerá la lluvia
Cuéntale donde el sol brilla con fuerza)
Alice, canción de The Sisters of Mercy
«Es la cuarta vez que tengo que cambiar esta bombilla este mes, joder », susurró enfadada Paulina sin percatarse siquiera de la presencia de esa insistente molestia de ese nudo que se había instalado cabrón en la boca de su estómago desde que su hija Lucía y ella misma se habían mudado a este pequeño estudio del barrio madrileño de Chamberí, en el número uno de la calle Ramiro II, un quinto piso la mar de coqueto y apañado, económicamente más asequible que el anterior.
“Alice pressed against the Wall
so she can see the door
in case the laughing strangers crawl
and crush the petals on the floor”
(Alice, aprisionada contra la pared para que así pueda ver la puerta, por si la gente extraña que se ríe se arrastra y aplasta los pétalos contra el suelo)
Da igual que en la habitación de Lucía suenen los Sisters of Mercy a todo volumen, que ya no hay ni hermanitas de la caridad ni hostias en vinagre. Porque llega otra noche y en la oscuridad que alivia nuestra vigilia ella volverá a aparecer, la cara pegada al asfalto, la sangre brotando en oleadas desde su interior, abriéndose camino a través de su boca, de sus fosas nasales, incluso desde sus oídos. Lucía siempre la ve, pero nunca la saluda, solo da media vuelta, deja escapar otro suspiro más de fastidio e intenta conciliar el sueño.
Lucía no sirve, no es válida.
Quizá por el hecho de ser gótica, que eso siempre supone un estadio de empatía con todo lo desconocido. Lo intentará pues con Paulina.
Por la mañana, al tratar de encender la luz del baño, volverá a escuchar como estalla otra bombilla más. No hay LED que resista. Hace pocos días, un electricista amigo revisó a conciencia toda la instalación y no le quedó otro remedio que el de concluir que todo estaba bien y en perfecto orden. Por si acaso, cambió todo el cableado y también los portalámparas para, acto seguido, enroscar en cada uno de ellos la que él mismo definió como «la bombilla infalible, ¡mínimo veinte años!»
Paulina siempre anda con prisa. La velocidad de la vida actual nunca le da un simple respiro. Necesita pagar el alquiler y todo trabajo es poco, aunque debería estar muchísimo mejor pagado, eso seguro.
«Mañana, en cuanto regreses del trabajo, vamos a ir las tres a tomar un café aquí al lado, con unas porras y una buena conversación entre amigas, ¿os parece?», y Paulina, sin darse casi ni cuenta, responde con un leve «sí, será un placer» mientras se seca el pelo frente al espejo.
«Alice in her party dress
she thanks you kindly,
so serene…»
(Alice con su vestido de fiesta te da las gracias con amabilidad, muy tranquila…)
«¡Dios, joder…. Luci, quita esa música, hostia, que son las siete de la mañana! », pero Lucía no hace ni caso y Paulina, su madre, sale del baño con un cargamento muy potente de mala leche en dirección a la habitación de su hija, abre la puerta de golpe y ve que Lucía duerme profundamente, no hay música alguna. Andrew Eldritch no nos quiere decir nada porque él nada tiene que ver con esto.
«Joder, me voy a volver loca aquí.»
Vuelve a no desayunar porque ese nudo hoy aprieta mucho, demasiado. El metro, la nueva oficina, las pijas de Sara y Meli, un café solo a las once y veinte acompañado de un generoso trozo de bizcocho de naranja, varios cigarrillos y muy pocas conversaciones. De nuevo el metro, esta vez de vuelta a casa. Lucía ya ha regresado de estudiar con su amiga Tania. Se saludan con un beso rápido y fugaz y un «¿qué tal?» que no espera respuesta alguna.
“Alice in her party dressed to kill
she thanks you turns away
she needs you like she needs her pills
to tell her that the world’s OK”
(Alice vestida de fiesta para matar, te da las gracias y te da la espalda, te necesita así lo mismo que necesita sus pastillas para decirle a ella que el mundo está bien)
Ahora sí. Esperan a que termine la canción. Se abrazan mirándose a los ojos. «Todo va a ir bien», dice Lucía. Y las tres, bien agarradas de la mano y luciendo sus mejores galas, se acercan a la ventana, la abren, miran abajo sin miedo y sonríen. La furgoneta de siempre sigue ahí abajo, aparcada. Saltan sin pensárselo ni medio segundo, incluso se podría decir que felices. Le dirán a Alicia donde va a llover, que el sol luce brillante esta noche, que el mundo volverá a estar a sus pies. Esperarán la inminente llegada de nuevas inquilinas para así, las tres juntas, poder compartir toda esa sangre que un día dejó de circular por todo el interior de sus cuerpos desahuciados.
26 de noviembre de 2018
El titular rezaba “Se suicida cuando iba a ser desahuciada”.
Alicia, mujer de 65 años, se quitó la vida lanzándose desde la quinta planta de su vivienda en el distrito madrileño de Chamberí. Llevaba tres meses sin poder pagar el alquiler.
La Constitución española de 1978.
Título I. De los derechos y deberes fundamentales
Capítulo tercero. De los principios rectores de la política social y económica
Artículo 47
Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.
Relato publicado en el libro colectivo «Miedos», publicado por la editorial asturiana Más Madera, 2019.