PARA PODER VER LA PUERTA

«No quiero saber nada…

Ni de esa luz incierta

que retrocede vaga

ni de esa nube limpia

con perfiles de cuento.

Tampoco del magnolio

que quizá aún perfume

con su nieve insitente…

No saber, no soñar,

pero inventarlo todo»

Ernestina de Champourcín, poeta, (1905-1999)

“Tell her where the rain will fall
Tell her where the sun shines bright”

(Dile donde caerá la lluvia

Cuéntale donde el sol brilla con fuerza)

Alice, canción de The Sisters of Mercy

«Es la cuarta vez que tengo que cambiar esta bombilla este mes, joder », susurró enfadada Paulina sin percatarse siquiera de la presencia de esa insistente molestia de ese nudo que se había instalado cabrón en la boca de su estómago desde que su hija Lucía y ella misma se habían mudado a este pequeño estudio del barrio madrileño de Chamberí, en el número uno de la calle Ramiro II, un quinto piso la mar de coqueto y apañado, económicamente más asequible que el anterior.

“Alice pressed against the Wall

so she can see the door

in case the laughing strangers crawl

and crush the petals on the floor”

(Alice, aprisionada contra la pared para que así pueda ver la puerta, por si la gente extraña que se ríe se arrastra y aplasta los pétalos contra el suelo)

Da igual que en la habitación de Lucía suenen los Sisters of Mercy a todo volumen, que ya no hay ni hermanitas de la caridad ni hostias en vinagre. Porque llega otra noche y en la oscuridad que alivia nuestra vigilia ella volverá a aparecer, la cara pegada al asfalto, la sangre brotando en oleadas desde su interior, abriéndose camino a través de su boca, de sus fosas nasales, incluso desde sus oídos. Lucía siempre la ve, pero nunca la saluda, solo da media vuelta, deja escapar otro suspiro más de fastidio e intenta conciliar el sueño.

Lucía no sirve, no es válida.

Quizá por el hecho de ser gótica, que eso siempre supone un estadio de empatía con todo lo desconocido. Lo intentará pues con Paulina.

Por la mañana, al tratar de encender la luz del baño, volverá a escuchar como estalla otra bombilla más. No hay LED que resista. Hace pocos días, un electricista amigo revisó a conciencia toda la instalación y no le quedó otro remedio que el de concluir que todo estaba bien y en perfecto orden. Por si acaso, cambió todo el cableado y también los portalámparas para, acto seguido, enroscar en cada uno de ellos la que él mismo definió como  «la bombilla infalible, ¡mínimo veinte años!»

Paulina siempre anda con prisa. La velocidad de la vida actual nunca le da un simple respiro. Necesita pagar el alquiler y todo trabajo es poco, aunque debería estar muchísimo mejor pagado, eso seguro.

«Mañana, en cuanto regreses del trabajo, vamos a ir las tres a tomar un café aquí al lado, con unas porras y una buena conversación entre amigas, ¿os parece?», y Paulina, sin darse casi ni cuenta, responde con un leve «sí, será un placer» mientras se seca el pelo frente al espejo.

«Alice in her party dress

she thanks you kindly,

so serene…»

(Alice con su vestido de fiesta te da las gracias con amabilidad, muy tranquila…)

«¡Dios, joder…. Luci, quita esa música, hostia, que son las siete de la mañana! », pero Lucía no hace ni caso y Paulina, su madre, sale del baño con un cargamento muy potente de mala leche en dirección a la habitación de su hija, abre la puerta de golpe y ve que Lucía duerme profundamente, no hay música alguna. Andrew Eldritch no nos quiere decir nada porque él nada tiene que ver con esto.

«Joder, me voy a volver loca aquí.»

Vuelve a no desayunar porque ese nudo hoy aprieta mucho, demasiado. El metro, la nueva oficina, las pijas de Sara y Meli, un café solo a las once y veinte acompañado de un generoso trozo de bizcocho de naranja, varios cigarrillos y muy pocas conversaciones. De nuevo el metro, esta vez de vuelta a casa. Lucía ya ha regresado de estudiar con su amiga Tania. Se saludan con un beso rápido y fugaz y un «¿qué tal?» que no espera respuesta alguna.

“Alice in her party dressed to kill

she thanks you turns away

she needs you like she needs her pills

to tell her that the world’s OK”

(Alice vestida de fiesta para matar, te da las gracias y te da la espalda, te necesita así lo mismo que necesita sus pastillas para decirle a ella que el mundo está bien)

Ahora sí. Esperan a que termine la canción. Se abrazan mirándose a los ojos. «Todo va a ir bien», dice Lucía. Y las tres, bien agarradas de la mano y luciendo sus mejores galas, se acercan a la ventana, la abren, miran abajo sin miedo y sonríen. La furgoneta de siempre sigue ahí abajo, aparcada. Saltan sin pensárselo ni medio segundo, incluso se podría decir que felices. Le dirán a Alicia donde va a llover, que el sol luce brillante esta noche, que el mundo volverá a estar a sus pies. Esperarán la inminente llegada de nuevas inquilinas para así, las tres juntas, poder compartir toda esa sangre que un día dejó de circular por todo el interior de sus cuerpos desahuciados.

26 de noviembre de 2018

El titular rezaba “Se suicida cuando iba a ser desahuciada”.

Alicia, mujer de 65 años, se quitó la vida lanzándose desde la quinta planta de su vivienda en el distrito madrileño de Chamberí. Llevaba tres meses sin poder pagar el alquiler.

La Constitución española de 1978.

Título I. De los derechos y deberes fundamentales

Capítulo tercero. De los principios rectores de la política social y económica

Artículo 47

Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.

Relato publicado en el libro colectivo «Miedos», publicado por la editorial asturiana Más Madera, 2019.

EL ESPÍRITU DE MAZEN

EL ESPÍRITU DE MAZEN

Mazen ni siquiera es capaz de recordar qué sucedió tras el último bombardeo, pero esta playa le parece el paraíso más hermoso que sus ojos hayan podido contemplar jamás. El mes pasado cumplió 10 años, sin apenas más celebración que los besos de su madre y de su hermana. “Mazen, recuerda que es una fecha importante, te haces mayor, y sólo una vez en la vida se pasa de una a dos cifras en la edad humana”, esas palabras de su madre le hicieron reflexionar, sentirse un poco más grande de lo que se estaba sintiendo en estos días de ataques y constantes miradas a un cielo portador de nuevas asesinas casi a diario. Recordó a su padre y se lo imaginó luchando contra los malos como un superhéroe lleno de valor y justicia, y esa leve sonrisa se volvió mueca de fastidio al contemplar el sabor amargo de la injusticia que asola a una ciudad con tanta historia como la suya, Alepo, ese tránsito apócrifo de Patrimonio de la Humanidad a Patrimonio del Horror en una breve mueca de dioses inexistentes. Rebeldes y fieles, fieles y rebeldes; da igual, en este caso todo desemboca en un sinónimo aterrador de muerte e injusticia.

Como pude, con unas fuerzas que surgen de un lugar que ni sé cuál puede ser, llevé a hombros a mi madre, Ghada, al hospital sorteando gente que corría, una en silencio otra gritando casi desde el más allá. El silbido de las bombas que iban cayendo me mantenía alerta. No dejaba de decirle con cariño a mi madre que aguantase, que ya casi estábamos. En la puerta, una enfermera y un chico que parecía ser un médico me recibieron, se llevaron a mi madre mientras yo seguía su estela marcada por un reguero de sangre que se mezclaba en en suelo con otras sangres, como ríos que van a desembocar a un mar rojo que sólo indica muerte y destrucción… Es curioso, porque muchas voces gritan ‘¡necesitamos más sangre, más sangre!’, y la de mi madre, igual de roja que las demás, se va escurriendo directamente hacia el sumidero de la otra vida. No lo entiendo, de verdad, ¿por qué? No, no… ese silbido se escucha demasiado cercano…”

¡BOOOOOOOOM!

– Mazen, hijo, ven, acércate.

– Ya voy, mamá.

– He estado hablando con tu tío, con Mahmoud, y la situación aquí es cada vez peor. Nos bombardean casi cada día, nos están matando sin que a nadie parezca importarle… Y, ya sabes que tu otro tío, Samir, está viviendo en Europa ya, en el norte, en Suecia, y creemos que es una buena oportunidad para alejarnos de esta pesadilla. El tío Mahmoud tiene dinero ahorrado, y dice que nos podemos ir los tres con él. ¿Qué te parece?

– ¿Y papá? ¿Qué pasa con papá?

– Ay, Mazen, no sabemos nada de él. Seguro que está vivo, mi niño, y cuando todo esto acabe nos buscará y vendrá con nosotros, ya verás.

– ¿Y mis amigos? Esta es nuestra casa, mami, no sé…

– Mazen, ésta ya no es la casa de nadie, aquí sólo vive ya la muerte… más y más muerte…

– Me da miedo, mami, pero si tú crees que es lo mejor.

– Lo es, hijo, lo es… Ven, dame un abrazo, grandullón.

Amanece en la isla de Lesbos. A la playa de Tsonía, en el noroeste de la isla, llega esta mañana un bote con casi ochenta personas que huyen de una muerte segura en su país, Siria. Entre toda esa gente asustada, desorientada, podemos ver a Mahmoud Lakhdim, veterinario en su “vida anterior”, que ha logrado escapar de la barbarie de su ciudad natal, Alepo. Aunque ha hecho este duro periplo con mucha otra gente, está solo. Su sobrino, Mazen, lo ve y corre hacia él. “¡Tío Mahmoud, tío Mahmoud!”, grita contento mientras abre sus brazos para abrazarlo. Pero su tío no lo ve; no lo puede ver, es imposible que lo pueda ver porque Mazen nunca pudo salir de aquel hospital en el que se suponía que iban a curar a su madre. Al menos pudo llegar a cumplir dos cifras un mes antes; muchos otros niños, muchas otras niñas, jamás llegarán a acercarse a ellas.

Mientras tanto, otro cazabombardero Su-34 regresa a la base. Entre aplausos, los pilotos se quitan sus cascos, estrechan sus manos y se congratulan ya que han sido capaces de cumplir los objetivos programados trayendo incluso de vuelta dos bombas KAB-500S, de ésas que se conocen como “inteligentes”. Misión cumplida.

 

(Hace dos años me uní a un proyecto llamado Textos Solidarios en el que, autores y autoras de muchos países de habla hispana íbamos a colaborar con el fin de publicar un libro cuyos beneficios iban a ser íntegramente para Médicos sin Fronteras. Como no se sabe nada de tal proyecto y ya ha transcurrido mucho tiempo, aquí publico el texto que había enviado como colaboración.)

REFUGEES WELCOME!!!

CONA MOR

No, no se trata de una obvia referencia u homenaje al insigne Chiquito de la Calzada, no, aquí iremos mucho más allá, porque vamos a agarrar una pala de esas bien grandes y cavar un rato largo hasta llegar a 1980. Tan cerca, tan lejos – como aquel grupo danés que vi una vez en Aplauso, Mabel, que cantaba una canción titulada “We are the eighties” entre melenas rubias cardadas y poses bien aprendidas tras unos años 70 llenos de glam y heavy metal (más adelante, y gracias a La Edad de Oro, aquel mítico programa que presentaba Paloma Chamorro y que provocaba en mí toneladas de sueño las mañanas siguientes, descubrí el verdadero tema de los 80, “Eighties”, de Killing Joke).

(Inciso: no sólo es una burrada supina intentar comparar estas dos canciones, sino que, para mentes avispadas a las que les guste Nirvana, os habréis percatado de que «Eighties» tiene el riff de guitarra de «Come as you are». Una curiosidad. Prosigamos)

Son dos los tipos de sangre, dos. No hablo del RH, de tener o no tener esa proteína en la membrana de los glóbulos rojos, no, sino del acercamiento de los seres humanos a la misma teniendo en cuenta las circunstancias y de quién y por donde brotaba la misma. El mismo día de mayo de 1980, cursando yo el séptimo curso de la extinta Educación General Básica sucedió lo que paso a narrar a continuación:

Clase de matemáticas con Don Ángel en el colegio público de mi pueblo, Cacabelos, Virgen de la Quinta Angustia (desconozco cuáles fueron las cuatro angustias anteriores, quizá la quinta fuese la ansiedad que provoca la dinámica del sistema educativo en alumnado de 12 y 13 años de edad, quién sabe). Mientras intentamos resolver problemas en absoluto silencio, una niña sentada en la mitad de la fila de mi izquierda, comienza a llorar tratando de no hacer demasiado ruido. “¿Qué le pasa?”, se acerca Don Ángel, que siempre nos trataba de usted, y pregunta con cierta preocupación a la alumna. “Tengo un problema, ¿puede venir Doña Nati?” Sin mediar ninguna palabra más, el maestro de matemáticas avisa al delegado, “apunte usted en la pizarra a todo aquel que se porte mal”, y sale disparado de clase dejando la puerta abierta de par en par. Las dos mejores amigas de la niña que llora y tiene un problema se levantan de sus asientos y se acercan compungidas a consolarla. Las tres se abrazan, una de las dos amigas acaricia el pelo de su amiga con mucha ternura. El resto de la clase permanece en absoluto silencio. No sabemos qué sucede, si se trata de un problema muy grave o no y ni siquiera nos atrevemos a preguntarle a la niña qué leches le está pasando. Dos minutos más tarde regresa Don Ángel con Doña Nati, ambos entran muy serios. “Ya me ocupo yo”, le indica la maestra de lengua al de matemáticas, “puedes esperar fuera”. “A ver, niños, será sólo un momento, vais saliendo en silencio al patio con Don Ángel y ya volvéis cuando lo arreglemos. Nada, unos minutos.” Y en perfecta y armónica fila salimos de nuestra aula en dirección al patio. Estamos asustados, nos miramos unos a otros sin saber de qué va todo aquello. Mi amigo Jose olvida su chaqueta en clase y, por propia iniciativa y sin pedir permiso al maestro, regresa corriendo al aula de 7º B. Escuchamos de lejos como doña Nati le riñe airada y como consecuencia Jose corre más rápido aún hasta alcanzarnos. “Joder, está de pie hablando con Doña Nati y la silla está llena de sangre”, me susurra muy bajito a la altura de mi oído derecho. “Hostia… ¿Qué le habrá pasado?… Pobre. ¿No será nada malo, no?”, le respondo. “No sé, ni idea. Había bastante sangre”, me comenta con cara de susto. “Eso no es nada, que está sangrando por la cona, nada más”, Mari Carmen, una de sus mejores amigas, que iba justo delante de nosotros y había escuchado nuestra conversación en voz baja utilizando sus increíbles antenas parabólicas. “¿Cómo que sangra por la crica?” (Mari Carmen, hija de lucenses, utilizaba la palabra cona mientras que nosotros nos decantábamos por la acepción berciana, autóctona e intransferible, que denominaba al organo sexual femenino como crica). “Pues claro, gilipollas, ¿no sabéis que a las niñas nos viene la regla un día y eso significa que ya somos mujeres y que ya podríamos tener hijos? Si lo explicó Don Amado en clase hace un par de meses. Estaríais a uvas, agilipollaos, como siempre.”

El caso es que la niña a la que le acababa de llegar la regla por vez primera y en mitad de una clase de matemáticas estuvo después unos días un poco rara, como avergonzada por alguna maldición espontánea con la que no contaba. Y los niños la mirábamos desde la distancia, entre temor y respeto, como si aquella manzana de la que tanto nos hablaron estuviese encima de su pupitre lista para recibir un mordisco. Temor y mucha basura en nuestras cabezas.

Aquel mismo día, en el recreo, otro compañero de clase se había cortado en una pierna mientras jugaba el típico correcalles balompédico de cada recreo. No pasó nada, algo de alcohol y desinfección, y a seguir con el día escolar. De vez en cuando, volvía a brotar algo de sangre con lo que, nada más empezar la clase aquella de matemáticas con Don Ángel, decidió el propio maestro que bajase el alumno a conserjería para allí aplicarle un apósito. Pero aquella sangre era distinta, no provocaba entre los mayores sensaciones tan extrañas como la de la menstruación de la niña.

A la hora de la comida lo comenté en la mesa con mis padres y mi abuela, y nadie me supo o quiso explicar qué desconocido misterio distinguía a una sangre de la otra. Miradas, caras de extrañeza, y a cambiar de tema lo más pronto posible, que los tabúes no son tema de conversación en una comida familiar. “Joder, cómo cambian los tiempos, hostia”, fue lo único que atinó a decir mi padre al respecto mientras mi madre y mi abuela se miraban de reojo tratando de responderse preguntas la una a la otra que ya venían, probablemente, de muy atrás, de tiempos ya lejanos para ellas.

APALANC-ARSE

Apalancarse

X. APALANCarse

mi sillón, mullido

tu dignidad, hundida

mi mar, tu mar

no son el mismo:

a esa cala

en mi yate

quiero llegar:

aparta tu bote

salvavidas,

tu patera, tu propio ser

que voy con prisa.

Argus Looking Back Mods 1964

Y. apalancARSE

contamos cada noche las estrellas

si las mareas así nos dejan:

atrás, nuestro infierno;

al frente, vuestra fortificación,

y nuestras retinas

súbditas infinitas

de una intemperie jamás deseada,

por ti ignorada,

muerte demasiado ajena,

vidas olvidadas al instante

una vez apagadas

vuestras voraces pantallas.

LA PROMESA

Fueron casi cinco años yendo juntos al colegio, saltando sobre los charcos cuando había llovido, o resbalando sobre ellos cuando la helada de la noche anterior había sido de las de órdago al mercurio, siempre con calor sobrante de cintura para arriba y piernas con tintes morados por culpa de aquella manía que nuestras madres tenían de ponerle pantalones cortos a los chicos hasta que éstos hubiesen cumplido la edad de diez años, como si el llegar a las dos cifras supusiese un umbral que estiraba repentinamente tus pantalones para decir de una vez por todas adiós al frío en el tren inferior. Yo salía de casa, rebanada de pan de hogaza en una mano y cartera del colegio en la otra, corriendo automáticamente en dirección a la casa de mi amigo Raúl, unos dos minutos y ‘toc, toc’, allí estaba aquel picaporte en mi mano golpeando aquella puerta pintada de verde. Ya ni contestaban, salía mi amigo Raúl directamente de su casa sin tan siquiera decir un leve adiós a su madre y a su abuela. Por las tardes, después del colegio, era él el que hacía el recorrido inverso desde su casa hasta la mía, y bajaba yo a la carrera las escaleras con mi bocadillo de chocolate o de chorizo en una mano y el balón de reglamento en la otra, a jugar a la plaza, al fútbol o a lo que cuadrase, que alternativas surgían siempre a montones.

Teníamos un pacto, una promesa hecha bajo los soportales de la plaza una tarde muy lluviosa de noviembre de 1975, justo frente a la churrería de Carmiña, por eso cuando casi cuatro años más tarde apareció aquel camión de reparto doblando la esquina de aquel cruce cercano a la plaza de abastos, supe que había quedado preso de por vida de mis palabras, de aquel escupitajo compartido que se mezcló viscoso en un estrecho apretón de manos. “Juntos para siempre, no importa lo que pase.” Ninguno de los dos había contado con que la muerte podía andar pululando muy cerca de nuestros cuellos. El balón que sale a la calzada, “Deja, ya voy yo”, y corre sin prestar otra atención diferente que a aquella que describe el recorrido firme de aquella pelota. Y yo, sin apartar mi vista, observo toda la acción, y sin ser ni consciente de mis propios pasos, me veo al instante al lado del cuerpo inerte de mi amigo Raúl, llamándolo, diciéndole que se dejara ya de chorradas y se levantara, que teníamos que acabar el partido.

Su madre, Doña Rosalía, cambiaba la foto de la tumba de Raúl cada 31 de octubre. Era la misma, el mismo negativo encargado en la tienda del Curioso, que así llamaban al fotógrafo del pueblo, porque, tras un año de lluvia, sol, frío, calor, lucía ya descolorida. Y allí estaba cada primero de noviembre el bueno de Raúl, deslumbrado por el sol, intentando mirar a cámara aún guiñando el ojo izquierdo; el pie derecho sobre un balón de fútbol, el mío; el pelo rubio y liso, que a él no le gustaba nada de nada, que muchos de los otros niños se metían con él cuando lo llevaba algo largo llamándole despectivamente “¡Rubia, tía buena!” Yo, que iba a saludarlo cada día de todos los santos, le reprochaba en vano que no había cumplido nuestra promesa, que se había separado antes de tiempo y sin venir a cuento. Así año tras año, hasta aquel 1 de noviembre de 1994. Yo ya no rezaba, pero acompañaba a mi madre al cementerio para que no estuviese sola rindiendo culto a nuestros muertos. Estaba despistado, siguiendo con mi mirada los pliegues del tronco del ciprés que está justo al lado de la tumba familiar, cuando lo vi, allí, de pie, al lado de Doña Rosalía, su madre. Me estaba saludando, indicándome con un gesto de su mano derecha que me acercase hasta su tumba. Eso hice al instante, sin dudarlo. “Hombre, Jose, qué alegría verte, hijo”, Doña Rosalía, que me saluda muy contenta antes de intercambiar los dos besos de rigor que suelen acompañar estos menesteres. “¿Sigues estudiando en Oviedo?”, me pregunta sin saber siquiera que yo me había acercado a ella debido a la indicación de su hijo Raúl, que allí seguía, detrás de su madre, haciéndole un poco de burla, de esas inocentes que provienen del cariño, de la confianza. Lógico, aunque yo acababa de cumplir veintidós años, Raúl seguía siendo un niño de nueve, con ganas de jugar, de vivir cada segundo en plena acción, juego tras juego hasta que la propia mente deje de pedir más.

– Oye, que me aburro un montón aquí, yo solo.

– No sé… qué decir… Cuando dices aquí, ¿a qué te refieres? ¿Dónde estás exactamente?

– Pues aquí, delante de ti, bobo, ¿no me ves? ¿Has traído el balón?

– Eh… no, no lo traje, no.

– Vaya… Me apetecía mucho darle unas patadas, que hace mucho que no echamos un partido de los nuestros. ¿Sigues jugando al fútbol, no?

– Algo, sí. De vez en cuando quedamos unos amigos y echamos una pachanga. Ahora juego al rugby en un equipo, ¿sabes? Te gustaría, lo sé.

– Uy, tendré que probar a ver… Porque yo me voy a ir de aquí, contigo, que ya no aguanto más este aburrimiento, a mi madre llorando todos los días, este silencio mortal…

– No sé qué decirte, Raúl.

– ¡Pues di que sí! Además, hicimos un pacto, una promesa, juntos para siempre, ¿te acuerdas?

– Me acuerdo, amigo, claro que me acuerdo… imposible olvidarlo.

Acabé la carrera. Empecé a salir con una chica que me volvía loco, casi del revés. Nos fuimos a vivir a Londres, a trabajar allí como profesores. Y Raúl conmigo, siempre al quite, a la expectativa, a asomarse a mi vida cuando nadie más interfería en ella. Era como tener un hijo que no crecía ya más, que estaba anclado en los nueve años, en 1979, sin posibilidad de actualización alguna, sesiones de leer los tebeos de Asterix, Mortadelos, y el que era nuestro favorito aquel verano, Héroes en Zapatillas. Él mismo se encargaba de traerlos, y nos tumbábamos en aquel suelo enmoquetado del piso de Crystal Palace a leerlos una y otra vez. Si yo sugería la lectura de algo posterior a aquel año, Raúl se volvía medio loco, tapaba sus oídos con fuerza y comenzaba a decir “nonononononono” mirando fijo al suelo, y se iba. Pero siempre regresaba.

Hoy, día dieciséis de febrero del año 2016, estoy aquí, en la Clínica San Rafael, en Oviedo. Esta vez llevo ya casi un año aquí encerrado. Ellos me hablan de trastorno bipolar, de comportamientos esquizoides, de múltiples síndromes que a duras penas me suenan, porque yo, la verdad, estoy muy bien, pero no les sirve, no me hacen caso alguno, y me llego a enfadar en ocasiones en las que me tratan como si yo estuviese mal de la cabeza, y no es eso, que yo les hablo de Raúl, incluso hablo con él cuando ellos están presentes, y no me creen… o no quieren creerme… Y yo sellé un pacto con mi mejor amigo cuando teníamos cinco años, en los soportales de la plaza de mi pueblo, frente a la churrería de Carmiña, ella misma lo vio, y lo podría corroborar, pero murió hace ya once años y pico y nadie más parece querer apoyarme, ni la misma Doña Rosalía, que me viene a ver a veces y me mira con una cara de pena que a mí no me hace ni pizca de gracia. Con lo sencillo que es todo, caray, que yo toda mi vida he sido un niño de palabra, y no voy a fallar a mi promesa, jamás… ¿A que no, Raúl?

LA REINA CHONI

La reina Choni extiende este mediodía las alas de su amplia sabiduría horizontal por todos los dominios conocidos del Alimerka del barrio.

La reina Choni ha dejado su carrito Rolser de flores en la entrada, suelto, sin necesidad de meter una moneda de cincuenta céntimos para atarlo a una de esas cadenas, que está en el barrio y confía en la gente, porque es su gente.

La reina Choni va saludando por doquier, se para a hablar al lado de las gaseosas con una señora recién salida de la peluquería con el pelo tan cardado que parece que va a cantar de un momento a otro «Total Eclipse of the Heart», pero la versión literal del vídeo clip: «¿qué tal la comunión de la nieta, Maruja?» «¡vaya fartura, fía, una cantidad de comida…!»

Tras sacar número para el pan, pedir dos cuartos, uno de ellos integral, va a la pescadería: número 69. Casualidad. El pescadero, siempre dicharachero y mordaz desde la escama misma, grita, «EL 69»; «yo», responde la reina Choni. Una vez exteriorizada la evidente carcajada, el pescadero le dice que quién si no lo iba a tener, que si quiere almeja, que la tiene fresca, y ella, la reina Choni, dice que no la hay más fresca que la suya, aunque sabe que hoy no se ha cambiado de bragas, que total, para salir de compras por el barrio no hace falta demasiada higiene corporal.

En la frutería se cambia el calabacín por la almeja. El tamaño del mismo provoca el nervioso jolgorio de las señoras que rodean a la reina Choni, pero ella no se ríe con tantos aspavientos aunque sí al mismo volumen que el resto del grupo. La situación está bajo control. «¡Quién pillara uno así!»; «JAJAJAJUJUJUJIJIJIIIII»

La reina Choni mete en su carrito cuatro tetra bricks de Don Simón, del tinto, que a su Manolo ya se le está acabando y casi no queda ya en la nevera para sus tres vasos de la comida de hoy. Para ella, una de Lambrusco, el que está de oferta, que no soporta el Don Simón, se está volviendo muy pija, piensa con un jajajajajajaja introspectivo que retumba frondoso en toda su cavidad craneal.

Combina la reina Choni la charcutería y la carnicería, que están la una al lado de la otra; práctica habitual. Aunque el charcutero es nuevo – tan sólo lleva nueve días trabajando en este Alimerka -, la reina Choni sabe no sólo su nombre, sino también el de su novia y que a su padre le acaban de poner un bypass: «¿Y cómo está tu padre? … Sí, sí, así está bien, ni muy fino ni muy gordo, como le gusta al mi Manolo, que ye muy quisquillosu.» Con el kilo de pechuga de pollo que compra en la carnicería le regalan una hogaza de pan. Regreso a la panadería. Una panadera sale al café en ese preciso instante. «Oye, Cuca, ¿me cuidas este carru, que salgo a echar un pitu con Yoli?», pregunta la reina Choni a la panadera que se queda atendiendo al público ahora. Sin problema. Salen las dos apuradas y sacando ya cada una el Winston de sus respectivas cajetillas. «Vaya sustu, que creíamos que la Aroa se nos había quedao preñada»; «Joder, llévale paquetes de esos de Dúrex que tenéis al lado de la caja, que no haga el bobo», le aconseja a Yoli la reina Choni.

La reina Choni se dirige por fin a caja mientras revisa cada rincón del carro. No necesita nota alguna, que ella sabe bien qué tiene que comprar. No falta nada, en principio. «¡Hostia, la nocilla del guaje!», le suelta a Indalecio, el conductor de Alsa, que está justo delante de ella en la cola. «No te preocupes, ho. Vete a pillala que yo te cuido el carru», le dice Indalecio con su seca amabilidad de siempre. Corre la reina Choni tanto a la ida como a la vuelta. Ha sido rápida. «Gracies, Inda», «de nada, ho, a mandar»

Y ahí aparezco yo, con mi barra de pan, y me sitúo justo detrás de la reina Choni, en la caja número 4, la única que está abierta en este momento. como ya se ha formado cierta cola ante dicha caja, Minerva, la cajera, toca el timbre avisando así a una de sus compañeras para que ocupe su puesto en una de las otras tres cajas que permanecen cerradas. Llega Bea, «por la dos en orden de cola», y toda la gente que hace cola tras de mí se traslada en orden a la número 2. Yo no me muevo de la 4, porque la reina Choni me acaba de dejar pasar por delante de ella con la vehemencia justa como para que yo obedezca sin rechistar y sin quitar ojo de todas esas pulseras de Gold Filled tan sumamente musicales: «anda, Jose, pasa, pasa, ho, que yo voy muy cargada», «muchas gracias, Vanesa, ¿qué tal todo?»

Lógico, yo solo entré al Alimerka a comprar pan, y tuve suerte, no sólo porque la reina Choni me dejó pasar, sino porque, aunque hay días en los que todo sale mal, nadie me enseñó el Corán, y ni siquiera ningún Ayatolá tuvo la osadía de intentar tocarme la pirola.

TAPA DE CACHUCHA VS. CHELSEA GIRL

A Julián le brillaban los ojos, pero no por el motivo habitual de un fin de semana al uso, sino porque todavía no era capaz de dar crédito a la realidad que llevaba viviendo en primera persona esos últimos diez días. “Joder, si me viesen ahora los del pueblo”, pensaba cada poco como acto de mero pellizco para ir creyéndose que aquella chica tan guapa y carismática estaba por y con él. Imposible imaginarlo hace no demasiado tiempo, al hijo de Julián, el de la Regoxa, el rey de los bares más tristes del pueblo, paseando por el Soho londinense de la mano de Sharon, tan plena de cabellos rubios como de dientes de esos que iluminan las calles oscuras como si de luciérnagas se tratasen.

Cada día se miraba incrédulo al espejo de ese armario SILVERÅN que había comprado en el Ikea de Croydon por un precio muy razonable mientras Sharon se iba preparando para otro día de trabajo, otro día en ese papel de modelo que quiere triunfar a costa de todo lo que se pueda interponer en su camino, incluida, por descontado, la comida en cualquiera de sus apetitosas formas.

Julián sabía que el viaje al pueblo era la prueba de fuego, ese paso del umbral para una relación que podía avanzar hacia una normalidad que se presuponía era pretendida por ambos. Pero el pueblo era mucho pueblo, y los bares demasiado tristes y lúgubres para las retinas de la pobre Sharon, que huyó espantada al baño ante la primera tapa de oreja de cerdo, conocida coloquialmente en el pueblo como cachucha, con aceite de oliva y pimentón dulce que les pusieron en el Mesón del Rediós como acompañamiento a los dos cosecheros de mencía que habían pedido. Ni siquiera su familia pudo pasar el corte: demasiado ruidosos, demasiado olor a ajo, demasiados chorizos, botillos y lacones presidiendo cuadras ya vacías de animales y tan sombrías como el invierno más septentrional.

El regreso a Londres fue un canto reverencial a los sonidos del silencio. Dos semanas más tarde, Sharon se había mudado con una compañera de agencia a un piso de Chelsea, su barrio de toda la vida, menos bohemio que Crystal Palace, pero más cómodo para ella a nivel de credo, raza o religión, puede que hasta a nivel aromático, si la apuran. En menos de un año ya había conseguido dos portadas y había dejado de contestar los mensajes de whatsapp de Julián, al que, esbozando una mueca de asco con la cachucha en el recuerdo, bloqueó irremisiblemente tras haber follado aquella mañana de julio con Andy Giuliani, el fotógrafo más pijo, pendenciero y heterosexual de todo el Londres guay.

Julián sigue trabajando como profesor de español y francés. Se le da bien, le gusta y lo disfruta de un modo más que vocacional. Muchas tardes, al llegar a casa, saca de un cajón del armario del salón todos los recortes que va guardando de los reportajes y anuncios de Sharon, los extiende con un cuidado más que reverencial sobre la moqueta beige, y se masturba con fiereza sin apartar su vista de todas aquellas Sharons que lo miran enamoradas, con un deseo que él imagina infinito. Cuando la última gota asoma, va al baño, se lava y regresa al salón a hacerse un buen porro de maría, el cual fuma vehementemente con los ojos cerrados mientras escucha a todo volumen “Chelsea Girl”, de los Simple Minds, que no es que le gusten especialmente, todo lo contrario, que Jim Kerr siempre le pareció un gilipollas, pero esa es la única canción de ellos que le mola, porque era LA canción, SU canción, la de él y Sharon. Y jamás, así broten mil pandemias, jamás renunciará al sabor, a la textura gelatinosa de una buena tapa de cachucha. Acaba la canción, muere el canuto: la boca agua…

VIAJES AL FONDO DEL ALSA – LAS MICROAVENTURAS DE INDALECIO, EL CONDUCTOR – PARTE X – L’ENTREPRENEUR

Y subió al alsa aquel día tan típico de orbayu veraniego astur un chico muy salao y con un aspecto harto saludable, de los de mejillas coloradas y perenne sonrisa profidén. Provenía de ese pequeño país escandinavo que es conocido como Islas Feroe, municipio de Vágur en la isla de Suðuroy, la más meridional de todo el archipiélago, e iba acompañado de un autóctono de esos que hablan demasiado alto e intentan utilizar el pretérito perfecto compuesto a la mínima ocasión sin tener ni puta idea de cuándo se debe usar adecuadamente, como por otro lado es costumbre en Asturias: “ayer he comido verdinas con langostinos.” (Pues chachi pa ti, chaval.)

Los dos visten como si fuesen a una larga expedición al Aconcagua, y portan mochilas de esas que van a reventar de llenas y con todo tipo de objetos colganderos que van realizando diferentes coreografías según lleven ambos el paso. Las han dejado en el maletero, como es lógico.

– Dos de ida a Llanes, por favor.

– Son 21, 70.

Y se sientan juntos justo detrás de Indalecio.

– Adoro a Warren Buffet y a Bill Gates, donar ese 99 por ciento a la caridad me parece sencillamente espectacular.

– ¡Qué grandes son, sí! Eso necesita el mundo, emprendedores como ellos.

Indalecio hace una mueca y sube acto seguido el volumen de la radio, sintonizada siempre en Radio 3 cuando es él quien está al mando. No soporta Indalecio la indolencia de esos seres humanos que sufren pasivamente, y no precisamente en silencio, de esa condición que él denomina de manera muy personal como “magnatismo” (esa manía suya de mezclar palabras como recurso semántico para ajustar definiciones.) «Y lo que nos queda con la puta LOMCE y esa mierda de la iniciativa personal y el emprendimiento. ¡Cómo si no supiésemos todo que casi siempre ‘emprendedor’ no es más que un eufemismo para ‘explotador’. ¡Putamierda!», piensa para sus adentros Indalecio con el gesto ya pelín contrariado mientras va enviando miradas fulminantes por el retrovisor a esos dos pipiolos. Al menos desde el dial parecen comprender su presente inmediato y parecen insuflarle algo de ánimo… “¡Ánimo, valiente!”

OVER THE HILLS…

stupidity under conversión

 blending silly words

to get new terms:

   words so complex

that hurt with intention:

     new expressions

      old feelings

unfuckable riots of the heart:

«heartistic» ones

former Victorian sounds

of mere self awakening:

     then I met you

      you and the world:

my own private one

and it becomes my home

 my hut up in the mountain

  my shelter on spermless windy nights:

my in

and my out:

toothpaste wasted

linked forever

to the surface of the sink:

as I am sinking

in the boring depth

of my mild thoughts

of not belonging here:

of barking at two siamese moons

which now seem to enjoy

this minute of my despair:

c’mon friend

make my day

come true:

Daydream!

Behave well

under these dirty sheets:

endure my sickness

the reality that mirrors

your shallow approach:

shyness is not nice:

so do not stop now

and pervert my senses

until I calmly reach

that obnoxious galaxy:

far far away

the definite teletubby land

for expert shadow puppets

LOS VIERNES, FLAGELACIÓN… ¿O AMPUTACIÓN?

Me gusta el fútbol. De chaval no se me daba nada mal eso de dar patadas a un balón. Pero en este preciso instante tengo la ligera impresión de estar aquí por motivos muy distintos a los del insigne deporte del balompié. No recuerdo haber sido fichado a última hora por el Kabul Deportivo… o por el Kabul ‘Football Club’, o como cojones se llame el equipo de aquí. ¡Puta resaca sexual de Dios, o del mismísimo Alá! No entiendo lo que me dicen, tampoco ellos hablan inglés o castellano, aunque por la premura de sus gestos, me parece que soy el siguiente. ¿Qué habrán hecho con ella? ¿Qué coño pretenderán hacer conmigo…? Y vaya como gritan estos condenados; hay que joderse, seguro que van ganando.

Conocí a Lucía por teléfono, en una de esas mal llamadas líneas de “amigos” en las que prevalece el sexo inmediato por encima de la aparente necesidad de una amiga (o amigo) que llene tus horas nocturnas, depresivamente muertas. Por supuesto que tengo mis amigos y amigas, pero soy un desastre para el amor en todas sus vertientes, romántica, pasional, puramente sexual y animal… Me envicié con un maldito 906, y por allí apareció un día Lucía. Estaba llamando desde una cabina de teléfono, excitada, provocando en mí una sobresaliente erección. Nos masturbamos diciéndonos, susurrándonos todas las guarradas posibles dentro de aquel contexto tan inusual. Eran las cinco de la mañana de un sábado cualquiera de cualquiera de estos últimos inviernos. Me contaba que tenía su mano derecha bajo la falda, bajo las bragas ya empapadas, que un chico al que había conocido esa noche la había puesto a cien. Yo aproveché su punta de velocidad para ensuciar mi sofá de diseño debido a mi apremiante incontinencia seminal. De fondo, como banda sonora contribuidora al clímax del momento, se podía oír como iba insertándose cada una de las monedas de veinte duros por la ranura de aquella cabina … La ranura. A pesar de suceder todo tan rápido, todavía tuve la suficiente capacidad de reacción como para intentar entablar un esbozo de conversación con ella. Durante la misma, conseguí darle (y que apuntara) mi número de teléfono. Me llamó al día siguiente. A los tres meses ya vivíamos juntos. Nuestra casa sudaba felicidad por todos sus poros. Follábamos en todas y cada una de las esquinas. Hasta que un día,  en nuestro camino de rosas sin espinas, se interpuso mi trabajo…

– Pasa. Pasa y siéntate, Jorge. Hemos decidido que hay que hacer un reportaje sobre Afganistán, sobre esos cabrones de los talibanes.

– ¿Sí?

– Ahí es donde entras tú. Toma, dos billetes para Kabul, con transbordo en Ankara, para el jueves que viene. Confío en ti. Dani te lo explicará todo más en detalle, él se va contigo. Ahora, si no te importa, tengo una reunión con esos italianos de mierda… Ya sabes, se creen que lo saben todo y…

…Y allí estaba yo, volando hacia el mismo centro neurálgico del terror. (Uno de mis sueños más recurrentes y utópicos consistía en retroceder en el tiempo y vivir, cámara al hombro, la guerra de Vietnam. Ser uno más de ellos. Duro, resistente, acero puro con tabaco liado en perfecto cigarrillo despuntando en el lado izquierdo de mi boca, dándole a mi perfil un aire invencible, indestructible; y en mi casco alguno de esos lemas tan impactantes como “Born to be Wild” (Nacido para ser Salvaje) o alguno parecido. Tener alguna justificación para mis continuas depresiones… ¡Aquellos Charlies!) Mi primera reacción ante tan descabellada propuesta de reportaje fue, lógicamente, negativa. Tenía miedo. Pero Lucía me convenció de que aquella oportunidad, aquel hipotético salto a la fama no podía dejarlo pasar de largo así como así…

En este preciso instante estoy fumando mi último cigarrillo – no pretendo ser agorero, pero es que era el último de mi última cajetilla, y ahora no estoy en condiciones de ir a comprarme otra a ningún posible estanco -, pero ni llevo casco ni se me ocurre ningún lema adecuado que refleje certero mi actual situación. El griterío es ensordecedor. Más de treinta mil personas abarrotan el estadio olímpico de Kabul. No tienen nada mejor que hacer un viernes por la mañana.

El reportaje iba más que sobre ruedas, casi seis horas de imágenes todas ellas difíciles de desechar, de esas por las que hasta más intrépido de los reporteros llegaría incluso hasta a matar sin dudar un solo segundo. Dani y yo estábamos pensando incluso en la posibilidad de proponer al jefe una serie de cuatro o cinco capítulos… pero apareció “Ella”, otra vez “Ella”, y nuestros sueños… mis sueños se desvanecieron, porque “Ella” parecía actuar bajo la presión del más arriesgado de los guiones. Pensé que cuando Lucía me había dicho, medio en serio medio en broma, que intentase traer como recuerdo una prenda íntima de una mujer afgana, estaba bromeando; me lo repitió siete veces, la última en la puerta de embarque del aeropuerto de Barajas, antes de darme un beso y un apretón de despedida, al oído, como insinuando algo; algo etéreo que acabaría tomando forma. Nuestro avión despegó y yo estaba realmente excitado. Me dormí y soñé todo esto, como anticipándome premonitoriamente a los hechos. Era un reto para mí, para ella… para los dos. ¡Seré gilipollas!

 “Ella” me hizo una seña y entré sin dudarlo en su morada; “Ella” me dejó filmar; no hablábamos el mismo idioma, pero eso daba igual, porque “Ella” se quitó el burka, y yo me quité mi cámara y todo lo demás. Hicimos el amor salvajemente, perdiendo sin remisión toda noción del tiempo. Pensaba yo en Lucía, en su propuesta, en que aquella mujer no llevaba nada puesto bajo su vestimenta, el burka opresor. Me quedaba irremisiblemente sin trofeo. Ella no me creería. “¡Ya lo tengo!”, me dije con el pensamiento mientras seguía moviendo acompasadamente mi pelvis, y, aprovechándome traicioneramente del profundo sueño que la invadió, que siguió tópico a su sonoro orgasmo, la filmé desnuda; me atreví con todo tipo de primeros planos… … y ahora, aquí sentado en los vestuarios de este estadio olímpico, en los del equipo visitante, por supuesto, sé que, después de todo, el trofeo se lo quedarán ellos. Acaban de fustigarla con cien latigazos; a su vera, un hombre cantaba consignas islámicas…  Sé todo esto porque en este preciso momento pasa a mi lado; está totalmente exhausta… Pero, ahora que la miro bien, ¡no es “Ella”! Uno de mis perros guardianes se acerca hasta mi posición al notar mi expresión de sorpresa. Habla inglés, ¡qué extraño!, y me aconseja que le escuche solamente, que no desea que ninguno de sus compañeros talibanes sepa que conoce “la lengua del mismísimo diablo”. Me explica que según la sharia (ley islámica) una mujer adúltera soltera debe ser azotada cien veces, como ésa que acaba de pasar sin casi resuello; sin embargo una mujer casada es lapidada hasta la muerte. Entiendo y me callo. “Ella” lapidada y yo esperando veredicto. ¿Por qué ese cabrón no me ha dicho nada sobre la suerte que me espera? ¿Qué nos cuenta la sharia acerca del castigo que se debe infligir a un hombre soltero adúltero? Yo, la verdad, no pienso preguntar. Puede que al final hasta tenga suerte y todo. Dani ha podido recuperar mi cámara, también algunas cintas de vídeo. Me hizo una señal de “todo va bien” antes de que me metiesen a empujones en los vestuarios de este estadio. Estaba bien oculto entre el público que iba entrando pacientemente a ver las “actuaciones” de hoy. Bueno, vale, por lo menos Lucía sabrá que no la he defraudado, que la merezco tal y como no merezco el castigo que éstos hijos de puta me van a imponer así, a la ligera, sin juicio previo ni veredicto. Además, ya no hay tiempo para posibles soluciones mediadoras. El viernes me pillan infraganti y el mismo viernes me van a… ¿lapidar? ¿flagelar? ¡Qué sé yo, joder!

Mierda, ya llegó el momento de debutar en este estadio. Cierro mis ojos y que sea lo que Alá quiera…

“La multitud grita enfervorecida, señoras y señores. En el equipo de casa podemos ver a la formación titular al completo, cuatro cirujanos del Ministerio de Sanidad; a su lado, un soldado de Alá sostiene entre sus manos un escalpelo. ¡Que emoción! ¡La tensión es tanta que incluso podríamos decir que corta, como ese mismo escalpelo! El equipo visitante, con pocas, más bien nulas posibilidades de victoria, y formado solamente por un periodista español, se arrodilla pidiendo clemencia; pero no, los cirujanos lo tumban en el suelo, lo anestesian localmente y… ¡Lo capan, señoras y señores; le cortan sus genitales! ¡Es indescriptible, ni la policía puede siquiera contener la avalancha del fondo sur, donde se ubican todos los viernes los “Ultras Talibán”! Un guerrillero de Alá se apresura a recoger del suelo el pene y los testículos ¡y los muestra a la multitud en actitud victoriosa! Está claro que ya no habrá partido de vuelta, la eliminatoria queda sentenciada en Kabul.

Lucía, Lucía… no me cuelgues, que yo no te he defraudado… no te he defraudado.