“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
Ahí está, tan puntual como siempre. No es un alsa al uso, ahora hablamos de un autobús de línea urbana de Oviedo, la F1 de TUA. Las caras de la gente no me cuentan hoy demasiadas cosas, por tanto, subo, me siento al fondo y me dedico a pensar contemplativamente. En la radio lo acaban de decir, ¡ya tardaban!, «la resaca electoral», y ahora veo números ante mí que entre neblina funky-festiva se van transformando en canciones, jingles, en lo que sea que se me ocurra con tal de despistar con ecuanimidad (¡ja!) esta oscuridad mañanera.
123 – Un, dos, tres, aquí estamos con usted otra vez… Viaje de nuevo al horror, como aquellas otras historias de Chicho Ibáñez Serrador, las que se suponía eran «para no dormir», sus dos rombos así lo indicaban.
90 – ninety… nine red balloons. Sí, se han perdido nueve, o quizá más, pero, siendo justos, más de los azules subieron anoche al limbo de los globos que se escapan. Nena, ese one hit wonder de los años 80. Ay, que de entrada no, que no va a ser…
69 – Obviedades aparte, recurro a las 69 canciones de amor de Stephin Merritt y sus Campos Magnéticos… Oh, How Fucking Romantic!
40 – Virgen a los 40. Un Steve Carell sin gracia alguna, que de tanto puenting extremo se quedó en tobogán de parque infantil, así, a pelo.
2 – Más de 900.000 personas, a más de 450.000 por escaño; dos escaños angula frente a montones de escaños mejillón en escabeche de marca blanca. (Y mi hijo mayor estudiando eso de la proporcionalidad en la asignatura de matemáticas. ¡A ver cómo le explico yo esto, que además soy de letras ? Mejor le pongo Song 2… )
Claro, D’Hondt you fuck with my law, you scumbags!!!
No, no, no…
Veamos ahora a esos yanquis bailando tan electoralmente contentos:
D’Hondt stop, thinking about tomorrow!! Ahí los tenemos, mucho ‘Mac’ y poco ‘Fleetwood’. Mucha manzana y poca discordia.
Se aproxima mi parada en Menéndez Pelayo, Ciudad Naranco. Como mi mente es libre, viaja ahora hacia ese mundo raruno de los mashups, tan divertido como innecesario. ¿Camela y Muse? No, no se trata de parecidos o pseudoplagios esta vez.
¡Ya lo tengo! No Future, La Vida Sigue Igual; Sex Pistols y Julio Iglesias, y no lo encuentro, que no existe siquiera, por la gracia divina de los mercados y la empatía dicharachera e intachablemente histriónica de ese lugar de «culto» al que llaman Bruselas.
Lemmy, hoy es un día para que me lo digas tú y no Johnny Rotten: God save the Queen, a fascist regime, they made you a moron…
Te despiertas. ¿Dónde estás?, te preguntas mientras tratas de seguir con tu borrosa mirada ese entorno hasta ahora desconocido para ti. Miras la hora en tu reloj de pulsera. Es temprano aún, aunque tarde considerando que hace media hora que debías estar dando una conferencia sobre “Competencia Comunicativa”. Restriegas tus ojos con saña y luego buscas tu ropa. Giras tu cabeza hacia la derecha y la ves, a ella. Está desnuda. Está dormida. Comienzas a recordar qué sucedió anoche, entre copas de ron y el humo de infinidad de cigarrillos rubios. Puede que estés asustado. Puede que hubieras bebido más de lo aconsejable. Sí, es verdad, te pasaste al menos dos copas de tu límite, y ella estaba ahí, tan a mano, hablando contigo, mirándote con interés, pensando que quizá seas alguien que merece la pena, porque ella acaba de romper una relación de casi seis años, hace tan sólo un mes, y se siente un poco insegura todavía, y el alcohol ingerido va tirando de tu lengua, y te notas suelto y fácil, en el contexto ideal para ligar, para echar una canita al aire. Total, todos lo hacen, todos lo hacemos más tarde o más temprano. Pura naturaleza. Ahora tienes todas las papeletas para el sorteo. Además, ella vive cerca y va y te pregunta si la acompañas a su casa… Pero, ¿cómo se llama?, ¿de qué coño estuvisteis hablando hasta las seis de la madrugada? ¿Por qué tienes miedo ahora? Ya se sabe, borrachera, por norma general, es igual a gatillazo. Da igual. Vas al baño, te estás meando. Es curioso, ya sabes dónde está el servicio. El pánico se adueña de tu ser a mitad de la meada. La conferencia, ¡joder! Debes vestirte rápido y salir de allí pitando. Desnudo y vacío de orín vas recogiendo tu ropa del suelo, con prisa. “¿Qué haces?”, te pregunta ella desde toda la amargura de su voz resacosa. La ves, ¡Dios mío, es guapísima! Te acercas a ella olvidándote por fin de tu ropa, que apesta a humo de tabaco. A tomar viento la conferencia, la competencia comunicativa, todos los oyentes y todos tus colegas, que esperan impacientes tu sabia presencia en la sala de Congresos y Exposiciones. Ella te espera ahora y la abrazas. Sus ojos reflejan algo más que una simple relación sexual de noche loca de primavera. Te desea y algo más: se acaba de enamorar de ti. Pero, ¿cuál es su nombre? ¿Dónde se había metido hasta entonces? ¿Por qué motivo habíais compartido tiempo pero no espacio si ya sois capaces hasta de imaginaros una vida en común en algún escondido rincón de cada uno de vuestros subconscientes? Hacéis el amor, ahora sí puedes responder físicamente a los estímulos sexuales que ella provoca en ti, porque es guapa, está buena, y sabe cómo jugar y hacerte participar en el juego; parece maja, vive sola, en una casa cuidadosamente decorada. Es una mujer, sí, una mujer que te está engullendo como hasta la fecha ninguna lo había hecho, la eterna mentira de la inmediatez. ¡Bingo!… … ¿Bingo? No, de eso nada. Un martillazo acaba de golpear certero tu cabeza. ¿Qué pasa con Carmen? ¡Joder, Carmen, Carmen, Carmen…! Tu miembro viril vuelve a ponerse flácido. Es Carmen, que no permite que puedas disfrutar gozoso del momento actual, porque Carmen es tu mujer, tu cariñín, tu media naranja, la primera que te hizo disfrutar plenamente. Entonces, ¿no podría ser ella tan sólo un gajo de la mitad de esa naranja? Sí, esa sería la solución, aunque imposible en nuestro mundo dividido siempre en pares. Hay que elegir, siempre tenemos que elegir, independientemente de cuáles sean nuestros deseos, nuestra capacidad de amar, nuestros instintos, en definitiva, coartados siempre por la mierda esa de la convivencia en sociedad imponiendo todo ese rollo sistemático de la familia, de la pareja fiel… ¿la competencia comunicativa? Y una mierda pinchada en un palo. ¿Quién cojones es capaz de decir todo lo que piensa en todos y cada uno de los momentos de su existencia, de mostrarse tal y como es o como le gustaría ser? Te incorporas repentinamente y ella te pregunta de nuevo qué te pasa. Le cuentas todo el rollo ese de la conferencia y, por su reacción, te das cuenta de que anoche ni siquiera se lo habías mencionado. A ella le suena a vaga excusa, a vía de escape, a huida de la evidencia – ¿y ese proyecto de futuro? -, que no es otra que la del químico amor recién hallado. La vuelves a mirar y algo se clava en lo más hondo de tus vísceras. Es la decepción que notas en sus pupilas. (“¡No, cariño, yo no quiero que te sientas así, que lo de la conferencia es verdad aunque anoche no te hubiese contado nada sobre ello!”), pero sólo eres capaz de preguntarle si puedes darte una ducha. Te deja su albornoz y te pregunta si te apetece un té. Sí, respondes mientras te vas dirigiendo lentamente, envuelto por completo en un embravecido mar de dudas, hacia la ducha reparadora. Agua fría. Rápida. Su albornoz es suave y huele a ella. Te vas enamorando un poco más si cabe. Ya no estás asustado, no; es como encontrarse al borde de un interminable acantilado, como los de Brighton, los que salen en ‘Quadrophenia’, y te acuerdas de los Who, y tarareas ‘My Generation’ mientras el agua fría, tremendamente fría, va despejando tu mente.
Sin embargo, ella ha puesto a la Creedence, y te callas, cesas en tu inútil tarareo encubridor y escuchas, y piensas “qué bien, le gusta la Creedence”. Apoyas tus manos en el azulejado del baño porque tus piernas comienzan a temblar. No cabe la menor duda, te acabas de enamorar como un puto colegial. Pero, ¿eres en realidad tan enamoradizo? Te paras a pensar sobre ello y prolongas innecesariamente tu ducha, ya que sobre tu cuerpo no queda ni un solo resto de ese gel de avena que huele a bendición, porque es el suyo, el que ella utiliza a diario, y eso marca, es otro pequeño detalle que se va insertando de manera inconsciente en tu receptiva memoria, en todos y cada uno de tus sentidos. Te secas rápido y mal. te envuelves en ese albornoz blanco que ella tan gustosamente te ha dejado. “Eso es buena señal”, te dices en voz baja. Tienes razón, nadie nos deja su albornoz así como así, es un primer signo de vida compartida, de lo que podría llegar a ser. “¡Ya está bien de gilipolleces, hostia ya!”, y vuelves a la aterradora realidad, mezcla de Carmen en forma de amenazante holograma, y de aburrida conferencia para una audiencia plagada de indolentes investigadores del mundo de la lingüística. De buena gana te quedarías con ella toda la mañana, todo el día, toda… ¿la vida? Al menos tú crees que sí. Sales del baño envuelto en toda la suavidad de su inmaculado albornoz. Ella está sentada en el sofá, confusa debido a tu actitud. Bebe a pequeños sorbitos su humeante té. Con un gesto de su mano derecha y sin dejar de separar sus labios del borde de la taza te indica que tu té también está preparado. Es Earl Grey, tu favorito; también el suyo. Aún no te has sentado a su lado y ya te has bebido la mitad de tu taza de té, de un sólo trago. Ella te mira asustada. Ninguno de los dos se atreve todavía a romper ese muro de silencio que divide en dos la estancia. Tomas la iniciativa. “Vaya putada lo de la conferencia… pero tengo que ir… me esperan”. Ella asiente sin mirar, sin hablar. Acaba de encender un cigarrillo que le dé fuerzas para poder mirarte a los ojos. Lo hace, y te das cuenta del daño que le estás haciendo. Recurres a una de las soluciones más tópicas en estos casos. “Podemos comer juntos, ¿no? Venga, te invito a comer. El rollo ese acaba sobre la una y media. Si me das tu número de teléfono…”. “Claro”, responde ella justo antes de tomar papel y bolígrafo y apuntar su número. Te lo entrega forzando una de sus mejores sonrisas. Sus ojos siguen emitiendo destellos de decepción, y eso te jode, te jode en el alma. Deseas abrazarla con fuerza, decirle te quiero, no te preocupes que no pasa nada. Te quiero. ¡Te quiero! Coges ese trozo de papel y lo miras. Ya sabes su nombre, ¡al fin! Beatriz. Das el último sorbo a tu Earl Grey y comienzas a vestirte. No queda más remedio que dar esa conferencia con los mismos calzoncillos de ayer, oliendo a humo, oliendo también a su gel de avena… Antes de calzarte te sientas a su lado y le acaricias el pelo. Beatriz responde a tu caricia apoyando su cabeza en tu mano y moviéndola acompasadamente al ritmo de tu caricia. La besas. Ella también te besa. Juntáis vuestras lenguas. No sabes por qué, pero aquel beso tiene un cierto sabor a despedida. Te resistes a la traición de tus intuiciones. (“Tengo su teléfono. En cuanto acabe la llamo, quedo con ella. Necesito amarla”.) Atas los cordones de tus botas, lentamente, recreándote en cada nudo. Estás a punto de mandar todo a la mierda y quedarte a su lado. Pero no puede ser, ya has cobrado tus emolumentos por anticipado y tienes que cumplir. “¿La parada de taxis más cercana?”, le preguntas, y ella te dice que dos calles más abajo, justo en una plaza con estatua ecuestre en medio de la glorieta. Coges tu cazadora del suelo. Compruebas si te queda algún cigarrillo, como acto lleno de costumbre en mañanas de resaca. Ya sabes dónde está la puerta y llegas sin su ayuda a su altura. Echas la vista atrás. Tienes ganas de llorar de pura impotencia, aunque no puedes, ni podrías aun forzándolo siquiera. Ya lo decía tu abuela: ‘hombre llorón, hombre bribón’. Y tú no eres ningún bribón. Porque vas a ser bueno con aquella chica tan guapa, con Beatriz. Giras tu cuello para verla. Sigue sentada en su sofá, siguiéndote con la mirada. Con un leve gesto le dices adiós, o más bien hasta luego, lo que queda refrendado con tu puño apoyado en la mejilla derecha, como queriendo sostener un teléfono imposible.
Dejaste dos mensajes en su contestador. La conferencia y su interminable epílogo se prolongaron hasta cerca de las dos y media. En buena hora se te ocurrió decirle que aquello finalizaría a la una y media. “Beatriz, soy yo, Ernesto. Joder, que esto se prolongó más de lo que yo pensaba… Nada, te llamaba para quedar contigo, para comer juntos por ahí. Bueno, ya te llamo luego, ¿vale? Un beso”. Cuelgas el auricular del teléfono sintiéndote el tío más gilipollas del planeta. Odias tener que dejar un mensaje en el contestador, en cualquier contestador. “Seguro que sueno como un puto idiota… como lo que soy, vamos”. No quedaba otro remedio que comer con tus colegas de profesión, alguno de ellos incluso amigo. Mejor eso que tener que comer solo, devanándote los sesos con el taladro de su imagen dentro de ti. La metástasis del amor, un cáncer que avanza premioso llevándose por delante una víscera tras otra. No tienes hambre y dejas que los demás decidan por ti. Hablaste de la competencia comunicativa oyendo tu voz desde otra dimensión, desde una nueva dimensión que responde al nombre de Beatriz. Un autómata ejerciendo diligente su función. Aséptico y frío. Distante, ausente; obligado y disperso. Las felicitaciones de tus colegas sonaban como el eco de una extraña pesadilla de la que acabaras de despertar entre miedo y sudor. Julio es tu amigo, tu buen confidente, y ya ha notado en tus ojos que algo extraño te está sucediendo. Esperará paciente que los demás se vayan para poder preguntarte qué te ocurre, y tu te sientes débil, con ganas de sacar de tu interior ese lobo que no deja de morderte con fruición las entrañas. Julio te conoce demasiado bien, aunque jamás tratará de darte un solo consejo en vano. Opinará, claro que lo hará, pero sin que el tono de su voz se acerque en ningún momento al de la inconsciente reprimenda del que todo lo envidia, porque Julio para nada es envidioso, y procurará ayudarte desde la frontera de su buena fe.
– ¿Te ocurre algo? No sé, te noto ausente, preocupado.
– ¿Cuántos años tenemos, Julio?
– ¿Qué?
– Somos quintos, ya hemos cumplido los 36.
– Eso tú, que yo los cumplo en septiembre.
Sonríen y se callan, y cada uno da un trago a su chupito de orujo de hierbas mirando el vaso como si se tratase de una bola de cristal que nos dice lo que ha de ser, que no lo que será.
No lograste verla de nuevo. De vuelta a casa, a la agradable rutina, a Carmen. Al día siguiente buscas tus viejos discos de la Creedence Clearwater Revival y decides escuchar el ‘Cosmo’s Factory’, el mismo que ella había puesto en su equipo de alta fidelidad mientras tú te duchabas.
“Está será nuestra canción, nuestro vínculo secreto”, piensas mientras enciendes otro cigarrillo, antes de que el techo del salón se te caiga encima. Pasan los días, las semanas, y ya ni ‘ramble’ ni ‘tamble’. Te vuelves cobarde entre la niebla. No tuviste el valor de llamarla. Carmen está a tu lado ahora, y ella ha puesto el sello de su “ganadería” en uno de tus gluteos, y quema, quema de verdad, aunque no duele. Quince años y medio al rojo vivo y sin hacer llaga aún. Llevas un rato mirándola mientras ella lee una de esas novelas negras que tanto le gustan – hoy toca ‘La Dalia Negra’ de James Ellroy – . Transcurridos unos minutos sonríes casi sin saber por qué, pero de pura satisfacción. Al día siguiente buscas entre tu vasta colección de CDs una canción que responda a tus nuevas sensaciones. Ahí está, ‘Feel the Pain’, de Dinosaur Jr, basta con cambiar un poco la letra, que ese ‘everyone’ se convierta sutilmente en ‘every woman’. (“I feel the pain on every woman, then I feel nothing…” – “Siento el dolor en cada mujer, luego no siento nada…”).
Ésa es la canción. Como anillo al dedo. Pasas página a través de la ronca voz de Joe Mascis. La bella mujer llamada Beatriz pasa a formar parte de tus recuerdos, sólo eso, nada más; y los discos de la Creedence – el entrañable y olvidado vinilo, con el gotero puesto y agonizando solitario en tiendas (ya casi podríamos decir casi que) de antigüedades – seguirán en el exilio, entre los de los Cramps y los de los Cure, porque siempre te gustó ordenarlos en estricto orden alfabético.
Por si acaso abrí la puerta, sólo por si acaso, porque no quería ver a nadie; porque lo único que me apetecía realmente en aquellos aciagos momentos era vegetar inerte dentro de mi edredón, dar vueltas sin fin dentro de mi cabeza y de la tortura de aquel dolor con el que todavía no me había acostumbrado a convivir. Pero ella entró – ¡vaya si lo hizo! – y comenzó a hablar como siempre suele hacerlo, a toda pastilla, casi sin vocalizar ni coger un poco de aire para dar paso a la frase siguiente. Daba la impresión de que las pausas, naturales en cualquier discurso hablado, no existían siquiera en su estrategia vital. Daba ya lo mismo, ni siquiera podía molestarme su presencia Dolby Digital. Puso música en mi equipo nuevo – ¡qué osadía! – y Bill Laswell Project, con sus hipnóticos samples persas y la voz de Nicole Blackman casi vomitando más que cantando una tremenda oda al hachís, por poco me obliga a resucitar.
Al menos sí que me entraron ganas de fumarme un buen canuto de ese costo culero que tan buen resultado me estaba dando. Abrí al fin mi boca para emitir algún que otro sonido. Habían transcurrido sesenta y cinco horas, treinta y siete minutos y cincuenta y tres segundos desde que yo había hablado por última vez. “Lárgate y déjame en paz de una puta vez”, casi susurrándoselo al oído, dándole un tono que bordeaba lo maquiavélico, metiéndole el susto en el cuerpo, intentándolo al menos. Y me había hecho caso, se había largado. Pero aquí estaba de nuevo, como si nada hubiese sucedido, como si ella fuese la eterna portadora de la inmunidad absoluta, la que da sin pedir nada a cambio; la sufridora lasciva; el reflejo de la eterna agonía del pensamiento que dicen femenino, de su inútil dependencia; la convergencia suma de todos los puntos cardinales. “¿Me pasas el costo y el papel? Están en el cajón del taquillón de la entrada. Ah, y dame un cigarrillo, que a mí ya no me queda tabaco.” Obedeció de inmediato. Era ella. Había venido para salvarme. Era Jesucristo Nuestro Señor con un buen par de tetas. El viento frío que viene del norte, el siroco mortificador, la Santísima Trinidad empezando a quitarse toda su ropa para así justificar física y filosóficamente ese peliagudo asunto del tres en uno. Me sentía como el gilipollas de Abelardo frente a una hermosa Eloísa, con toneladas de deseo centrifugando dichosas, prestas y dispuestas en algún rincón lejano de mi maltrecho cerebro, pero plenamente discapacitado para poder palear con fuerza todo el peso de aquel deseo. Estaba castrado, sí, y yo mismo había sido el autor de semejante fechoría. El canuto ya estaba hecho. Su primera calada llegó al rescate alveolar en el mismo fondo de mis pulmones – efecto broncodilatador que lo llaman -. Mi estómago protestó débilmente, y ella se puso presta mi albornoz y, sin decir nada – ya lo había soltado todo, se había quedado a gusto, y ahora ejercía de enfermera-criada sin pronunciar palabra – se dirigió con paso firme hacia la cocina. Era capaz de sacar una comida deliciosa de una despensa abastecida sólo al uno o dos por ciento. ¡Qué bien me estaba sentando aquel porro acompañado de aquella sinuosa banda sonora! ¡Qué bien olía lo que aquella hija de puta me estaba cocinando! Nada, tío, que el fracaso de los torpes debe ser inversamente proporcional al amor que por ellos sienten sus patéticas seguidoras. ¿Quién se está justificando ahora? ¿Quién trata de dar sentido a un comportamiento rayano al de un pretendidamente sensible y barbilampiño ser? (¡Qué bueno es este chocolate… sí señor!) En estos días de monstruos alucinantes yo parezco habérmelos tragado todos. Joder… y cuesta un montón vomitarlos. Venga, tío, ya está bien de gilipolleces, levántate y anda, que una buena comida te está esperando sobre la mesa de la cocina. Puede que hasta me entren ganas de follar una vez que mi estómago vuelva a su normal actividad digestiva. He de reconocer que su capacidad de aguante es infinita, que su amor es tal que parece no costarle ningún esfuerzo cumplir su papel de vertedero cuando a mí me llega la hora de vaciar toda la basura acumulada en mi interior. Mato el porro contra el cenicero y ya estoy (Siempre acaba apareciendo de la más ignominiosa de las nadas la típica persona que pregunta extrañada, “¿pero de verdad que está saliendo con este tío?”)