Llueve, no, llueve.
Y desaparezco de repente,
engullido por un charco,
por una fuente,
por su glaciar incandescente,
porque descalzo salí,
Y me aposté a su lado,
enano, lejano,
como bobo aletargado…
Y sí, desaparecí;
y llegué sin querer
al fin del otro confín,
y di la vuelta, regresé,
y con el tic-tac de tu agujero negro
Me mareé, y vomité,
y me acordé de la sangre,
aquella de la matanza,
del cerdo que huía,
de no haber comido,
de no tener hambre.
Y ahora vivo aquí,
y no necesito nada,
de nada,
Den Hada.
Sin materia,
lo reconozco,
no se puede ni levitar…
¡Levítame!
Ahora, como San Francisco Negro
que se tira al monte
sin atarse los cordones,
desaparezco de repente…
otra vez y una,
y en el sinfín,
las uvas van llegando
a su destino final.
Vino para trasnochar,
ciego de su oscuridad,
sombra de su vaivén…
Ven, anda,
balancéate conmigo
en el columpio de la verdad.
De su estrechez,
haremos juntos una mansión.