VIAJES AL FONDO DEL ALSA – LAS MICROAVENTURAS DE INDALECIO, EL CONDUCTOR, PARTE II: EL JALOGÜÍN

Como esa persona llena de paradojas que siempre ha sido, Indalecio siempre celebra el Halloween aunque no pruebe jamás una Coca-Cola. Se ríe jactancioso de esa gente que dice que “el jalogüín no es más que una tradición yanqui, que celebren allí el Xiringüelu y beban culinos de sidra, no te jode.” “Ay, ignorantes, ignorantes”, piensa él mientras recuerda como vaciaba de pequeño calabazas con su abuela Rudigundis llevando una sábana a modo de disfraz de fantasma por encima.20151101_000431-1 Este año, como cada 31 de octubre, se va en su moto a La Fresneda, a disfrutar con sus hijos del truco o trato, y más tarde al baile terrorífico que tiene lugar en la carpa de la plaza, a bailar, a ver si hay suerte y se liga a una de esas muertas estilo mexicano que tan guapas le parecen. Pero él mismo sabe que la verdad verdadera se remonta al curso 1983/84, aquél en que repitió tercero de BUP y dos chicas estadounidenses vinieron de intercambio todo el curso a su instituto desde el mismísimo Salem, en el estado de Oregon. Charlotte se llamaba la que se encargó de organizar aquella mítica fiesta de Halloween, la misma que desvirgó impaciente a Indalecio en los vestuarios aquella misma noche de los muertos de 1984 al ritmo del “Last Caress” de los Misfits.

Cuando hubo él terminado, a Glenn Danzig todavía le quedaban 19 segundos de canción. Mientras él se enamoró como un pardillo, ella se enrolló una semana después con su mejor amigo, Darío, amor que fue eterno hasta el final de aquel curso iniciático. Por eso, cuando Darío ya estaba en las últimas por culpa del maldito SIDA y aquella manía imbécil que tenía de compartir jeringuillas con cualquier gilipollas, a él no le dio nada de pena; “¡que se joda!”, se dice siempre para sus adentros cada vez que se acuerda de aquél que una vez fue su mejor amigo. Sabe que todos los santos que Darío le pintó, terminaron por volverse demonios, pero demonios de los verdaderos, nada de cuentos ni de disfraces.

AL PRINCIPIO…

(“Al principio, cuando íbamos ganando, cuando nuestras sonrisas eran genuinas…” – Manic Street Preachers, “The Everlasting”, 1998)

Rocío nació una fría mañana de noviembre. Nadie se alegró de ello. Era la séptima y tampoco sería la última. Nunca vio a su padre sereno. Jamás vio sonreír a su madre. Con diez años recién cumplidos lo que más deseaba en el mundo era poder tener una muñeca a la que vestir, a la que dar mimos y golpes a partes iguales, como habían hecho con ella misma. A los doce le vino la regla; a los trece dejó de ser virgen por culpa de Roberto, un amigo de su hermano Arturo. A los catorce se quedó preñada, pero no de Roberto, sino de su primo Joaquín. Embarazada de cinco meses, dejó de ir al colegio, y recibió una gran paliza de su padre, tan borracho como de costumbre. Casi aborta, aunque al final, su hijo, al que puso Ramón por un chico que le gustaba, vino al mundo en perfecto estado de salud. Poco antes de cumplir los dieciséis, se – por llamarlo de alguna manera – escapó de su casa con el tal Ramón. Robó algún que otro bolso, algún que otro coche siempre al lado de su amor. Lo que era, al  principio, una cuestión de mera supervivencia, se convirtió en intrínseca necesidad. Encinta por segunda vez probó la maldita heroína – Ramón llevaba casi un año prendido en sus pegajosas redes.

El día en que Rocío cumplió veinte años, daba de mamar a su tercer hijo, una niña a la que llamó como ella, Rocío. Estaba colocada, demasiada dosis para el primer chute del día. Su pequeña Rocío se le cayó de las manos y ¡zuuump! se mató contra el suelo. La enterró en silencio, aún bajo los efectos del caballo, en el vertedero municipal – le quedaba muy cerca de casa, si es que se podía denominar así a la chabola en la que habitaba -. Ramón llevaba ya seis meses en la cárcel. Ella estaba sola. No tenía dinero. Como sólo vio luz al final de una salida, se metió a puta y abandonó a sus dos hijos, de seis y cuatro años, frente a la puerta de un orfelinato. Como a casi cada puta, rápido se le presentó voluntario un chulo. Más palizas y cada vez peor caballo, más y más cortado, cada vez menos heroína y más polvo de relleno. Su chulo también era camello. En noviembre Rocío cumpliría veintidós, pero no llegó a verlos. Un impulso vital la obligó a saltar del puente de la autopista. Ahí comenzaría su nueva vida, porque ella, Rocío, sí que creía en Dios.

A VER, VEN AQUÍ. (¿HAY VERBENA AQUÍ?)

Maldita la gracia que me hace ahora. Ni tan siquiera el simple hecho de verme en esta situación puede provocar en mí la más leve de las sonrisas. No sé cómo llegué a este pueblo, ni por qué razón lo escogí… ni qué cojones hago yo sentado en un banco de este parque y tieso como una puta malva. Un mal viaje, seguro. Puedo escuchar aún el bullicio de la verbena, también a la pareja del banco de al lado que ya está a punto de llegar a la fase de penetración. Es una putada; sí, una auténtica putada. Vas, te mueres, pero sigues oyendo, incluso pensando, aunque la sangre no llegue más a tu cerebro. (La verdad, es que a mí hacía ya unos cuantos años que no me llegaba una gota de sangre limpia, pura, libre de alucinaciones. Me mola esta sensación, vieja y nueva al mismo tiempo; pero ahora ya es tarde.) ¿Y qué hago yo ahora con estos doscientos gramos de mierda? Me jode que se la quede algún madero y que se haga unas pelas a mi costa. Y yo que venía a la fiesta a hacer mi agosto… ¡cagondiós!

– Eh, tú; a ver, ven aquí.

– ¿Yo?

– Sí, tú, yonqui, estás ante las puertas del paraíso.

– Y tú, ¿tú quién coños eres?

– Yo soy Dios Todopoderoso.

– Vete a la mierda.

… Parece que se ha largado con viento fresco. Vamos, hombre, que a estas alturas voy a ponerme yo a creer en Dios. Podré estar muerto, de fuga eterna por culpa de un viaje de lo más chungo, pero de ahí a creerme que ése era Dios. Ahí vuelve. Será pesado el tío. Pero… p-p-pero qué está haciendo. ¡No, hijo de puta! ¡No! ¡No te lleves todo el jaco, cabrón! ¡Acaso la inmortalidad te da derecho a meterte lo que te dé la gana? ¡Tú tienes que dar ejemplo, guiar a los que creen en ti, aunque no existas… aunque no existas más que en sus pensamientos! ¡Dios, qué injusticia!

La primera vez que me metí caballo fue con mi primo. Acababa de cumplir los quince; fumaba porros habitualmente – me salto el tópico, que mi hermano empezó con el chocolate a los trece y nunca pasó de ahí, y ahí sigue… casado, concejal, posición social, como vulgarmente se diría… ¿feliz? -. Fue el salto definitivo. Colocarse para encontrar tu paz interior. Todo de puta madre. El problema comienza en el nivel dos, cuando el colocarse pasa a ser tu trabajo, tu único trabajo. Ya no hablamos de diversión, de la tontería, de la edad, de las “amargas influencias” de tus “amigos”. La amistad deja radicalmente de existir. De repente, un día te levantas con el mono y notas una sensación punzante que martillea sin límites tu conciencia. Vas a la cocina, miras a tu madre sin atreverte a buscar la profundidad de sus ojos. Ella sabe pero no dice, y tú hasta te ves capaz de poner precio a su vida, de venderla si todavía existiesen los mercados de esclavos; pero tú eres el único realmente esclavizado… No hay guita, y mi cuerpo me pide heroína. No es fácil ser un yonqui. La droga cada vez pierde un poco más su pureza. La economía manda, y hay que cortarla más, y más, y más… Te metes auténtica mierda y ya ni te colocas; tienes que gastarte más pelas. Te acaban echando a patadas de tu propia casa, que de tuya no conserva ya ni el nombre que la parió. Reacción en cadena que me va llevando y llevando hasta el fin, la muerte, el frío aterrador de esta noche de marzo. No me quedó otra alternativa, tuve que meterme a camello. Por eso vine a este pueblo, a su fiesta de la Pascua de Resurrección. Joder, y encima va el hijo puta de Dios y me manga todo el material. Más me vale estar como estoy, muerto y bien muerto, porque si no me mataría el “Jaro” o alguno de esos yonquis tan patéticos que caminan a su lado, sin pisar siquiera su sombra alargada, como si no hiciesen más que seguir al sumo pontífice de alguna secta satánica. Da lo mismo, lo mire por dónde lo mire sólo veo muerte. Los de la pareja de al lado ya se han corrido, se han limpiado a continuación con un pañuelo de papel y se han largado a bailar. ¡Menuda moral la suya! Benditas fuerzas. Cuidado, alguien se acerca…

– Oye, tío, ¿hay verbena aquí?

(Lógicamente, no puedo contestar a su estúpida pregunta. Antes, cuando vino Dios, era todo mucho más fácil.)

– ¿No me oyes? ¡Que si hay verbena!

(Una de dos, o es gilipollas, o está sordo el macarra éste. El ruido de la orquesta es casi ensordecedor.)

– … Hostia, este tío está bien jodido. ¡Cagondiós!

(No soporto que me toquen, joder. Comprendo tu buena intención y todo ese rollo humano de ayuda a tus semejantes, pero ya no puedes hacer nada por mí. ¡Pasa de hacerte el ONG conmigo, tío! Eso, eso, lárgate y déjame en paz.)

Dentro de unos minutos vendrán por mí. Llamarán una ambulancia, y firmarán un poco más tarde mi acta de defunción en el hospital más cercano a este pueblo. Me da un poco de mal rollo que me metan en una de esas cámaras frigoríficas en las que guardan desnudos a los muertos. ¿Me harán luego la autopsia? Mi pobre madre descansará por fin. ¡¡¡Bieen!!! ¡A tomar por culo con todo!

No se me daba nada mal eso de estudiar. Las matemáticas eran mi fuerte. Nunca bajé del sobresaliente. Hasta mi viejo, antes de morir abrasado por el humo del tabaco, decía que yo tenía que dedicarme a las matemáticas, que ahí se encontraba mi futuro. De ahí debe venirme a mí esa innata e increíble exactitud para calcular los gramos y decigramos en cada papela; pocas veces recurría a mi balanza de precisión, tan pocas, que acabé vendiéndola. Si de algo puede presumir un heroinómano es de no tener el más mínimo apego a los bienes materiales. Sólo necesitas una cucharilla, un mechero, jeringuillas, limón, algo de ropa y ese polvo blanco que nos mata, que nos domina y hace subvertir nuestros propios monstruos hasta el límite de lo soportable. ¡A la mierda la música, la ropa buena, la codicia extrínseca a la maldita heroína! Yo ya sabía que tarde o temprano iba a acabar extenuado hasta la misma muerte. ¡Qué mal viaje! ¡Chungo, chungo de verdad! No puse mucha cantidad; no me parece que sea una sobredosis. Quizá la mierda estuviese mal cortada, o llevase demasiada cal. Quién sabe. Menos mal que aún no había empezado a venderla, (y, total, Dios, el ladrón, y su pandilla celestial son todos inmortales; a ésos no les va a hacer ningún daño). Tenía ya un par de contactos y todo eso, pero nada más. Hoy sábado empezaba la fiesta de Pascua con una verbena amenizada por la orquesta “Ciudad de Vigo”. Ahora están interpretando una canción que dice ‘desátame o apriétame más fuerte’… Es como si estuviesen hablando del mismísimo caballo.

Una vez intenté quitarme, pero la metadona es una historia igual, tan adictiva, tan inútil para gente como yo, perteneciente a las hordas de los sin voluntad, que pierde toda su supuesta razón de ser.

Me cago en la puta; es que no van a dejarme en paz… ¡Oh, no! ¡Qué cojones hace un grupo de tunos a mi lado! Vaya, joder, resulta que son de la tuna de Medicina de Salamanca. ¡¿Menuda suerte la mía?! No quiero oír lo que hablan, lo que comentan sobre mi estado. ¡¡¡No quiero, no quiero, no quiero, no quiero, no quiero… no, no, no, no, NOOOO!!!

Bueno, creo que os debo una disculpa. Pido perdón por no haberme muerto sentado en aquel banco. Salvaron mi vida. Llegó una ambulancia, me llevaron a toda pastilla a la Residencia de una ciudad cercana. Oxígeno, suero fisiológico, extracción de sangre… pero abrí mis ojos y no pude ver nada. La oscuridad se había apoderado de mí. Me había quedado sin luz, ciego por culpa de una rodaja de limón fuera de todo posible consumo. Pasé los mil y un monos. Fue terrible; sudor y pesadillas; recuerdos e imágenes; rasgos invisibles; ruido de mechero, líquido que hierve y se mezcla con tu desgracia eterna. Y yo no necesitaba otra cosa. Es lamentable, pero es lo que es y no le puedes dar la espalda así como así de la noche a la mañana.

Fui a visitar a un amigo…(bueno, de aquellos de los de antes) después de largos meses de rehabilitación, de estudio, de potenciar y entrenar al máximo el resto de mis sentidos. Aprender a caminar, a orientarse, a leer en braille, a apreciar la belleza a través de las yemas de mis dedos. Resucité y quería despedirme como empecé. Unos momentos de paz y adiós muy buenas. Es agradable recuperar la sensación de tu primer chute, saber que te han perdonado la vida aun habiendo perdido a manos del mismísimo Dios toda aquella mierda en aquel mundo tan extraño y desconocido para mí. Es agradable sobre todo saber que nunca más te vas a poner. Es agradable que tu madre te hable, que confíe en ti, tener incluso una pareja con la que vivir y morir. Con el cupón nos da para ir más que tirando, y leo más que nunca, y, no os vayáis a creer, que todavía me fumo mis canutitos cuando la ocasión es propicia. Me gusta fumarme uno con mi chica, Sara, justo antes de hacer el amor. No sé cómo explicarlo, pero estimula mogollón mi tacto, tanto que en alguna ocasión, al tocarla suavemente, incluso creo estar viéndola, viendo cada uno de los gestos que acompañan sus entrecortados suspiros. A veces me entran ganas de ir hasta aquel banco en el parque, en aquel pueblo, y comprobar si todo es mentira, si sigo allí sentado, muerto y hablando con un Dios inexistente. Me da miedo despertarme un día y que la luz ciegue mis ojos para siempre.