TAPA DE CACHUCHA VS. CHELSEA GIRL

A Julián le brillaban los ojos, pero no por el motivo habitual de un fin de semana al uso, sino porque todavía no era capaz de dar crédito a la realidad que llevaba viviendo en primera persona esos últimos diez días. “Joder, si me viesen ahora los del pueblo”, pensaba cada poco como acto de mero pellizco para ir creyéndose que aquella chica tan guapa y carismática estaba por y con él. Imposible imaginarlo hace no demasiado tiempo, al hijo de Julián, el de la Regoxa, el rey de los bares más tristes del pueblo, paseando por el Soho londinense de la mano de Sharon, tan plena de cabellos rubios como de dientes de esos que iluminan las calles oscuras como si de luciérnagas se tratasen.

Cada día se miraba incrédulo al espejo de ese armario SILVERÅN que había comprado en el Ikea de Croydon por un precio muy razonable mientras Sharon se iba preparando para otro día de trabajo, otro día en ese papel de modelo que quiere triunfar a costa de todo lo que se pueda interponer en su camino, incluida, por descontado, la comida en cualquiera de sus apetitosas formas.

Julián sabía que el viaje al pueblo era la prueba de fuego, ese paso del umbral para una relación que podía avanzar hacia una normalidad que se presuponía era pretendida por ambos. Pero el pueblo era mucho pueblo, y los bares demasiado tristes y lúgubres para las retinas de la pobre Sharon, que huyó espantada al baño ante la primera tapa de oreja de cerdo, conocida coloquialmente en el pueblo como cachucha, con aceite de oliva y pimentón dulce que les pusieron en el Mesón del Rediós como acompañamiento a los dos cosecheros de mencía que habían pedido. Ni siquiera su familia pudo pasar el corte: demasiado ruidosos, demasiado olor a ajo, demasiados chorizos, botillos y lacones presidiendo cuadras ya vacías de animales y tan sombrías como el invierno más septentrional.

El regreso a Londres fue un canto reverencial a los sonidos del silencio. Dos semanas más tarde, Sharon se había mudado con una compañera de agencia a un piso de Chelsea, su barrio de toda la vida, menos bohemio que Crystal Palace, pero más cómodo para ella a nivel de credo, raza o religión, puede que hasta a nivel aromático, si la apuran. En menos de un año ya había conseguido dos portadas y había dejado de contestar los mensajes de whatsapp de Julián, al que, esbozando una mueca de asco con la cachucha en el recuerdo, bloqueó irremisiblemente tras haber follado aquella mañana de julio con Andy Giuliani, el fotógrafo más pijo, pendenciero y heterosexual de todo el Londres guay.

Julián sigue trabajando como profesor de español y francés. Se le da bien, le gusta y lo disfruta de un modo más que vocacional. Muchas tardes, al llegar a casa, saca de un cajón del armario del salón todos los recortes que va guardando de los reportajes y anuncios de Sharon, los extiende con un cuidado más que reverencial sobre la moqueta beige, y se masturba con fiereza sin apartar su vista de todas aquellas Sharons que lo miran enamoradas, con un deseo que él imagina infinito. Cuando la última gota asoma, va al baño, se lava y regresa al salón a hacerse un buen porro de maría, el cual fuma vehementemente con los ojos cerrados mientras escucha a todo volumen “Chelsea Girl”, de los Simple Minds, que no es que le gusten especialmente, todo lo contrario, que Jim Kerr siempre le pareció un gilipollas, pero esa es la única canción de ellos que le mola, porque era LA canción, SU canción, la de él y Sharon. Y jamás, así broten mil pandemias, jamás renunciará al sabor, a la textura gelatinosa de una buena tapa de cachucha. Acaba la canción, muere el canuto: la boca agua…

TUBULAR HEAD (OF STUDIES)

La única vez que me echaron de clase, con toda la razón de las galaxias, he de reconocer, fue en una lección de Filosofía. Yo, hasta aquellos días, había sido un niño la mar de bueno, el más obediente de mi casa (poco mérito, no penséis mal, que siempre he sido hijo único) – llegados a este punto, justo sería reconocer que nunca fui un empollón o un pelota, o un mísero chivato, al contrario, era capaz de llevar la omertá hasta el infinito de mi pueblo y más allá del Pajares…

A lo que iba, que divago, que miro por la ventana y estoy viendo al santo saludándome desde una nube con forma de avestruz.

Estábamos ya en la última evaluación, 3º de BUP, repasando algo de Ética con Charo, una profesora interina (por aquel entonces creo que se llamaban penenes por PNN – Profesores No Numerarios) muy joven, muy maja, muy buena, muy divertida dando clase. Como tengo más bien poca familia, a pocas bodas había ido hasta entonces, a lo sumo tres o cuatro, pero aquélla fue un despertar, un gigantesco paso del umbral. (¿Me sigo perdiendo, verdad? Do not worry, que al final todo concuerda en este puzzle tridimensional.) Acelero. El fin de semana anterior me había ido yo solo, sin padres vigilantes, a Briviesca, un pueblo de Burgos, que allí se casaba Fernando, un primo de mi madre, con una lugareña muy hippy, demasiado libre para los estándares de 1983, que no todos veíamos La Edad de Oro, rediós. Volví de aquel evento, lógicamente, siendo otro tras haber pasado las madres putativas de todas las resacas inventadas hasta aquella fecha, tras haber probado todo lo que se me ofrecía sin dudarlo ni un instante siquiera. Llega el lunes. Ni me molesto en desayunar porque mi estómago aún seguía en la fase de centrifugado. Voy a clase. La primera hora pasa casi desapercibida, que el de Lengua también estaba resacoso y nos dijo, “¡hala, a repasar, que hay mucho que poner al día!”, y con las mismas bajó la persiana que estaba al lado de su mesa, se sentó en su silla y se durmió en cuestión de segundos. No le hicimos ni puto caso, claro. Dormimos al igual que él, con nuestros ojos abiertos, intercambiando algún gesto cómplice entre los más afines. Segunda hora. Filosofía, Charo, con el sobrenombre de Charito Muchamarcha por culpa del Un, dos, Tres. Demasiada ética para una hora tan temprana. La bestia humana. Morir o matar.

Lo supe porque se había instalado un bichito macarra dentro de mí, alguien o algo me lo había contagiado en Briviesca el fin de semana previo. Diez minutos de clase pasaron y yo ya iba camino del despacho del Jefe de Estudios, Julio. Sí que nos daba miedo aquel hombre. Su gesto, su manera de hablar tan pausada, mirándote fijamente a los ojos sin pestañear siquiera nos acojonaba a todos. Llego a la puerta de su despacho en actitud “antes de que tú me mates, prefiero matarme yo.” Toc, toc. No hay respuesta, “¡bien, joder, que no está!” Repito un segundo “toc, toc”, esta vez más confiado, creyendo de veras que no se encontraba Julio, el enterrador, en su despacho.

  • ¿Sí? Pase, pase.
  • Eehhh… Hola, bue-buen-nos días. – un hilillo de voz tenue, muy tenue.
  • Hombre, Yebra, ¿a qué se debe su visita? – cara y tono de sorpresa.
  • Es que… Bueno, es que, a ver… Es que me ha dicho Charo que viniese aquí.
  • Pero, ¿pasa algo? ¿Algún problema?
  • Bueno, no… Sí, sí. Es que… es que me acaba de echar de clase.
  • … … … – uno de esos silencios que pueden incendiar un pueblo entero.
  • Es que me puse a tararear una canción.
  • Siga, siga…
  • Óscar, el de mi clase, que me dejó la semana pasada el disco ese, Tubular Bells, de Mike Oldfield, y no me lo puedo sacar de la cabeza.
  • ¿Y?
  • ¿Y?
  • ¿Que qué más, que sólo por eso no creo que le haya expulsado de clase?
  • Bueno, no sé… Sólo le dije “chao, Mayra”… dos… o tres veces.
  • ¿Y le parece bonito? ¿Cree usted que ella desconoce el mote que ustedes le han puesto? ¿Que yo desconozco el mío?
  • No, no. Claro que no. Es que se me escapó, de verdad… No lo vuelvo a hacer más, lo juro.
  • Me parece muy bien. De momento se queda usted en el recreo aquí conmigo, que le voy a dar tarea.
  • Es que…
  • ¡Ni “es que” ni nada! Una frase que empieza con “es que” es siempre una excusa. Venga, le veo luego. Cierre la puerta al salir.

Sigo su orden al pie de la letra. Antes de soltar el pomo de la puerta, escucho asombrado como empieza a tararear él mismo ese “tititninininoninoninonini” del Tubular Bells, ¡incluso dice impostando su voz, “grand piano”! “Joder, si hasta es un cachondo y todo”, pienso antes de irme de allí con una sonrisa gilipollas en mi cara.

La excusa del último “es que” era que teníamos partido de baloncesto, de los del campeonato interno por grupos que nosotros mismos organizábamos. Me lo perdí. Mi castigo consistió en ayudarle a ordenar papeles en su despacho. Para que la labor fuese más llevadera, puso el Tubular Bells en su tocadiscos estereofónico marca Cosmo (sí, así es, tenía uno en su despacho, y varios discos en una estantería). Pocas frases intercambiamos. No era necesario. A veces los gestos, las actitudes también sirven como consejo, como exorcismo incluso, que la banda sonora aportaba ese plus tan divertido como innecesario.

Me lo encontré años más tarde una mañana gris de invierno cuando ya estaba yo cursando tercero de Filología Inglesa. Por entonces él ya vivía en Oviedo, que había pedido el traslado desde Cacabelos un año antes. Nos tomamos un café y charlamos muy distendidamente entre el humo apestoso de varios Ducados, sin la distancia lógica de aquellos días de instituto.

  • Me alegra que te vaya también, Jose.
  • Bueno, podría ir mejor, para qué nos vamos a engañar.
  • Pero vas remontando, y acabarás la carrera, seguro.
  • Eso espero.

Un apretón de manos, y adiós para siempre. Nunca más me volví a cruzar con él.  Se ha quedado olvidado entre los surcos del Tubular Bells. Hasta tenía cierto parecido físico con Mike Oldfield… ¿O era con el Padre Karras?

Julio, el Jefe de Estudios, ¿habrá cavado un túnel desde Asturias al infierno…? ¿Se reirá ahora como un disidente?

Who knows?

Who the fuck knows!?