… DE LA VIDA… XXIV

Capítulo 25. El origen de la ira, el porqué de una venganza.

Ciclos de Mil Cabezas

XXIV.

Había estudiado, no demasiado, pero sí lo suficiente como para salvar el obstáculo que siempre suponía un examen de Matemáticas de 2º de BUP. Previamente, debería asistir a la clase de Educación Física, que doña Ana era de las que ponían falta, y a Ingrid sólo le quedaba una para completar el cupo que daba paso a la tan temida carta dirigida a los padres.

Llegó al Instituto sobre las nueve y veinte, y se encaminó directamente hacia el vestuario de chicas, donde pudo comprobar que la mayoría de sus compañeras habían optado por no asistir a esa clase, bien por poder dormir un poco más y así estar más despejadas para el examen, bien para apurar en esa última hora y media las últimas dudas sobre derivadas e integrales, que seguro que a más de una le habían surgido.

“Vaya putada, sólo estamos seis. Seguro que ésta se…

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HABITUACIÓN, CUAL CEBOLLA RECIÉN PICADA – PARTE VI

VI.

Yo no soy ni la resurrección ni la vida,

la muerte viaja imantada al bolsillo trasero

de mis pantalones vaqueros.

Yo soy el déspota de la ilustración,

el sátrapa enganchado al mundo de tus sueños,

el vengador justiciero

y todos sus secuaces,

el vagabundo, el que invierte en pobreza,

el soldado que lucha por tus pañuelos,

por beberse cada una de tus lágrimas,

por arrullarte al calor de una chimenea imaginaria.

Yo soy la hipocresía personificada,

el rito solapado de la mentira,

del ocultismo, de las ciencias desconocidas;

el pragmatismo hecho hombre,

la bienaventuranza de tus fronteras,

la comida de perro hecha caviar,

el barro de tu cuerpo,

el moldeado de tus cabellos,

el anuncio de tu vejez,

de tu muerte,

de tu inexistencia.

Yo soy la mancha de tus bragas,

la mierda que se pega

a las suelas de tus zapatos;

tus jugos gástricos y tu orina,

la cera de tus oídos,

el dulce susurro de tus castigos,

el embrión arrancado de tus entrañas;

el embrujo de tus predicciones más oscuras…

el límite de tu tenebroso bosque,

de tus tinieblas,

de la humedad de tu sexo,

de tu boca llena de amor.

Amén.

Si una canción no sirve,

entonces grabaré una sinfonía

de aullidos lamentables,

un “Rock’N’Roll Nigger”,

un «ouside the society»

de sustos irrepetibles,

de larvas entumecidas.

En lo más hondo del pozo sin fin,

un eco restalla dentro de mi sabiduría.

Es él, el Dios que me castiga.

“¡Tú no existes, no eres…!”,

le grito enojado, violentamente exaltado.

Él no me responde porque teme mi indiferencia,

porque sabe de mi suerte.

A sus ángeles castrados

me los paso yo por el filo

de mi cuchillo afilado,

de mi navaja vengativa,

de mi odio sin aduanas,

sin límites territoriales.

Le lanzo una piedra

y el eco me devuelve un ¡ay!.

Al final del camino, resulta que no era etéreo.

Temo que no sea más que un minero

que pica y pica carbón,

del que sale de las paredes de mis arterias,

de mis venas,

de mi paciente colesterol,

labrado arduamente tras

los litros y litros de grasa

que han entrado en contacto con mi feo cuerpo.

Por si pretende olvidarme

y olvidarse de matarme un día,

yo voy a encender otro cigarrillo.

Uno más, tan sólo uno más…

ya lo dejaré mañana.

CAMPAMENTO LAXE – JULIO DE 1979

Y en éstas que va mi primo Pablo, y se olvida una cinta de cassette antes de regresar a Vigo para embarcar rumbo a mares muy desconocidos, al menos así lo eran para mí por aquel entonces; se trataba del Platinum de Mike Oldfield, y yo, harto de tanto Manolo Escobar a la hora del almuerzo, voy y lo pongo en aquel reproductor que teníamos encima de la nevera, un Sanyo de color negro, que lleno era de grasa. Suena no más de dos minutos la parte 1, el Airborne, porque mi padre insiste en que no se escucha música yeyé mientras se come, “¡cojones de Dios!”, recalca con un leve atisbo de inocente vehemencia. No pasa nada, lo escuché luego con detenimiento en mi habitación, una, dos, mil veces, tantas que, sin aún saber inglés por aquel entonces, finales de junio de 1979, era capaz de cantar de principio a fin “I got Rhythm”, como épico final al álbum, ignorando aún que no era más que una buena versión de la original que canta Gene Kelly en “Cantando bajo la Lluvia”,

I got sunshine

I got blue sky

I got my guy

Who could ask for anything more…?

¿Y qué significa para mí Platinum? Cada vez que hago un recorrido por mi colección de discos (lo acabé pidiendo al Discoplay, claro) y lo veo 20150927_173343ahí, tan gastado ya, esa portada con el color perdido, me acuerdo de aquel campamento de verano en Laxe, A Coruña, 21 días de julio de 1979, una odisea individual, grupal, un despertar casi total a mundos que permanecían agazapados, latentes dentro de mi todavía (poco le quedaba ya) infantil inocencia. ¿Qué significa ahora? No sé, creo que me hace ser consciente de que envejezco, de que aquel niño rechoncho, tímido y con tantas ganas de saber, de conocer ya no existe. Pero, ¡Qué hostias está pasando aquí? Fuck nostalgia, joder!! Ahora lo que en realidad  me apetece hacer es contar la historia de aquel campamento de verano, digno heredero de aquellos franquistas de la OJE, de los flechas que meaban sin remisión las colchonetas casi cada noche de verano.

A finales de mayo de 1979 varios niños de 6º de EGB (nosotros estábamos finalizando 5º) nos animaron a unos amigos y a mí a ir al campamento que desde el colegio público de mi pueblo, Cacabelos, el Virgen de las Angustias, promovían para las tres semanas finales del mes de julio próximo. Ellos ya habían estado el año anterior en el campamento que había tenido lugar en Burela, Lugo, y, al parecer, se lo habían pasado genial. Cinco miembros de nuestra numerosa pandilla nos apuntamos muy felices. A nuestras familias les parecía más que bien, ya que eso de perdernos tres semanas de vista les debía parecer algo así como un sinónimo de paraíso o algo similar.

Y allí que nos plantamos todos los de Cacabelos, un autocar de los de 54 plazas casi lleno, con niños (era sólo masculino, faltaría más) cuyas edades oscilaban entre los 9 y los 16 años. Viaje lleno de curvas, varias vomitonas y muchas canciones de la época, Carrascal, Un Flecha en un Campamento, la de los elefantes y la tela de araña… Aparte del conductor, nos acompañaba Eladio, un señor del pueblo, pero sólo con la misión de dejarnos allí y volverse ipso facto con el autocar. No teníamos muy claras las normas, tan sólo que teníamos que llevar cuatro camisetas blancas de rayas negras o azul marino, dos pares de pantalones cortos azules, o en su defecto vaqueros, dos pares de playeros (los Converse patrios de la época, marcas Tejuca o La Pérgola), una gorra y ropa interior. Ah, y un chubasquero por si llovía, que estábamos en Galicia, y otra chaqueta para el fresco de la noche o de la mañana; neceser completo y poco más. Nos reunieron a todos en el patio de lo que parecía un colegio como el nuestro. Yo calculo que seríamos más de cuatrocientos. Allí comenzó a hablar un señor de bigote en un acento Campamento 2gallego muy cerrado, mucho más que el nuestro, que era gallego-berciano. Nos daba la risa floja. Explicó que íbamos a dormir en grupos de 16, que había 8 literas en cada habitación y que cada una de las mismas tenía asignado un nombre de flor. Me tocó ir con Los Gladiolos, con otros 10 de mi pueblo (entre los que se encontraban dos de mis amigos de clase, Jose y Miguel), y cinco chavales desconocidos hasta el momento. Una monitora, la nuestra, Estrella se llamaba, nos acompañó a “nuestros aposentos”. Jose y yo caminábamos mientras analizábamos las caras y los gestos de los demás. Quizá había demasiados niños de los mayores, y eso acojonaba un poco. Menos mal que en el autocar ya habíamos hecho un frente común cacabelense, todos a una y, ante cualquier percance que pudiese tener uno de nosotros, allí estarían todos los demás al quite. Esa sensación de pertenencia que resulta tan gratificante, que luego uno es capaz de entender cuando ve cualquier película sobre la Mafia, éramos una familia, unos cincuenta Corleone de la villa del Cúa. Pocas explicaciones nos dieron. Recuerdo la primera, que consistía en proteger la servilleta de tela, una muy fea de cuadros azules y rojos, que nos habían entregado nada más terminar las arengas, con una condición indispensable para evitar cualquier posible castigo: no perderla en los ¡21 días! Que duraba la estancia, bajo amenaza de castigo implacable. Yo imité a los veteranos de mi pueblo, y me la até al cuello como ellos. La gama de olores que llegó a adquirir aquel trozo de tela es indescriptible, a pesar del recuerdo, que me dice “déjate de gilipolleces, que al cuarto día ya te habías acostumbrado a dormir con ese olor insoportable emanando de tu cuello” Mas de uno la perdió o se la robaron, y tuvo que pagar por ello con limpiezas de baños, pelado de patatas, series de veinte flexiones, etc. A mí, de hecho, me la robaron los Dalton, pero no duró en su poder más de cinco minutos, que raudos llegaron Omar, Roberto, Fran y Miguelón para recuperar mi servilleta de las manos de aquellos hijos de puta abusones. ¿Y quiénes eran los Dalton? Un grupo de ocho chicos entre 14 y 16 años, todos de Coruña capital, muy chulitos, hasta rubitos y con cara de lo que pocos años más tarde serían los Javis de Verano Azul. Se dedicaban a hacer la vida imposible a todo aquel niño que se interpusiese en su camino, eso sí, como buenos cobardes que eran, eso sólo lo hacían con los niños menores de diez años, que se encontraban solos, sin protección alguna por parte de chicos más grandes, de los de pelo púbico y vozarrón de paisano.

Un día normal consistía en lo siguiente: levantarse a las 8 en punto de la mañana bajo el sonido atronador de marchas militares que nos atacaban desde un número considerable de altavoces; ir corriendo al baño, mear, lavarse a toda leche, comprobar que la servilleta seguía anudada a tu cuello, vestirse, hacer las camas, recoger la habitación, fregar el suelo de la misma y situarse en fila al lado cada uno de su litera correspondiente esperando la inspección mañanera (por cierto, cada mañana el equipo de monitores y monitoras elegía un equipo ganador, el que fregaba más limpio. Nosotros éramos un desastre, sólo vencimos una vez, pero lo celebramos como si fuese el mejor triunfo deportivo de nuestras vidas. Siempre ganaban los capullos de Los Nardos, unos pelotas asquerosos presididos por dos de los Dalton, Quique “el Facha” y Josemari, al que llamábamos Jaimito por su gran parecido con el actor Álvaro Vitali, aquél de las películas italianas de Jaimito que tanta gracia nos hacían… no me Laxeexplico por qué, la verdad.) Luego dábamos un paseo por el pueblo, o hacíamos alguna ruta, hasta la hora de comer. Almuerzo, muy malo, descanso y tarde de playa o de ejercicios gimnásticos todos a una, uno, dos, uno, dos. Juego libre más tarde, y, para rematar el día, cena y algo de lectura o televisión en una sala-biblioteca reducida a su expresión más mínima en días grises de lluvia persistente. Bastante aburrido todo. Pero, ay, llegaban las noches, y empezaba el cachondeo sumo: concursos de pedos, de eructos, historias de miedo y de muerte, de cementerios, de ovnis, concursos de pajas que los mayores llevaban al más absoluto paroxismo competitivo. Yo no sabía aún de qué iba aquello, ya que los pequeños nos encontrábamos ubicados en las literas más cercanas a la puerta de entrada y así nos costaba ir aprendiendo, imagino que por si las moscas nocturnas vigilantes asomaban sus alas sin previo aviso, y lo hacían bastante a menudo. “¡Ya llevo cuatro!” “A ver, a ver… ¡De eso nada, monada, ahí no hay corrida, no se ve la leche, no cuenta, no vale!” Y así pasaban las noches, poco sueño, mucha diversión, y yo sin dejar de preguntarme de dónde narices sacarían aquellos chavales tanta leche… bueno, sólo la primera semana, que en la segunda ya nos lo habían explicado bien los veteranos.

Y esos recuerdos, selectivos a más no poder, van evolucionando en mi mente, claro. Me voy a quedar con varios momentos que, por la razón que sea, se han grabado ahí como platino líquido y viajarán conmigo hasta la eternidad de mi finita existencia.

El primero de ellos ya lo mencioné en otra historia, quizá el más determinante de todos, ya que, si me llego a ahogar, todo se habría acabado para mí. O quizá me ahogué y esté ahora “viviendo” en una dimensión diferente… El caso es que nos dejaban solos, sin vigilancia alguna, en muchos momentos a lo largo del día, y había una playa muy cercana, y nadie quería ir a darse un baño, que estaba fresco y la mar tenía muy mala pinta, y pasó esto: As If From a Distance

El segundo sirve como homenaje al mejor amigo que hice aquellos días (los demás, ya los llevaba “puestos” del pueblo), Andrés, al que llamábamos Regata porque cada vez que iba a mear decía a voces “¡vou meixar a regata do Miño!” Un chaval muy divertido, muy noble, de Mondoñedo, con el que me reí, nos reímos todo lo que quisimos y aún más, y al que nunca jamás volví a ver. Recuerdo una tarde que nos llevaron a todos a coger mejillones, y el Regata y yo casi nos caemos al agua porque allí se resbalaba mucho, y no llevábamos calzado adecuado para tal menester. El Regata me agarró por el brazo justo antes de que me escurriese en dirección al agua. Al menos aquella noche cenamos bien, a base de mejillones, claro.

El peor recuerdo está, ¡cómo no!, relacionado con aquella pandilla de cabrones maltratadores, abusones, cerdos hijos de la gran puta. Había un niño con un aspecto muy angelical que siempre andaba por ahí solo, se llamaba Ricardo, si no recuerdo mal. Un día de mucho sol, mucho bochorno, mientras los demás descansaban o dormían la siesta, yo salí un rato al patio, a jugar solo con unos bates de béisbol y unas pelotas que guardaban en un trastero adyacente al patio, y allí vi al niño aquel, en su mundo, sentado a la sombra con la espalda apoyada en la pared. Me acerqué y le pregunté si le apetecía jugar. “No”, fue su escueta respuesta sin tan siquiera mirarme a la cara. Más que triste, se le veía absorto, perdido en cavernas interiores a las que solamente él podía acercarse. Cuando regresé a nuestra habitación, comenté el hecho con mis amigos, hasta que Fran, uno de los mayores de mi pueblo me contó lo que los mierdas de Los Dalton le habían hecho. Según su versión, lo habían jodido con montones de perrerías, vejaciones, humillaciones, abusos. Mebullying bat quedó grabado aquello de introducirle “la pilila en la boca y luego mear…” “No te preocupes, Yebra, ya no lo van a molestar más, ya nos hemos encargado de eso.”, me dijo con el afán de tranquilizarme, sin conseguirlo. Por las noches, antes de quedarme dormido, me imaginaba a mí mismo asesinando de miles de maneras a aquellos seres deleznables, que seguro que más tarde llegarían a “algo en la vida”, porque eran de familias pijas, familias bien, de ésas en las que los trapos sucios ni se lavan siquiera porque para ellas no parecen existir actuaciones ajenas al orden que ellos llevan manteniendo tantos y tantos años. Puta escoria. Cuando en el jukebox del bar al que íbamos cada tarde alguien ponía “Psycho Killer” de Talking Heads, casi sin darme ni cuenta mi mirada se dirigía al rincón en el que se sentaba aquel niño, y sin aún saber inglés parecía cantarle telepáticamente eso de “run… run… run… run… run… run… run… awaaaaaaaaaaay»

Hablando de ese bar de pescadores de Laxe en el que nuestras horas muertas cobraban algo de sentido, allí gastábamos nuestros duros en canciones que nos ofrecía aquel glorioso jukebox. Había de todo, Umberto Tozzi y su inefable Te Amo, varias de Rafaella Carrá, Las Grecas, que nos amaban locamenti, y una que pedía siempre Omar, el de mi pueblo, un chaval grande y voceras que siempre ponía la misma canción, y si no le quedaba dinero, te pedía un duro, o te decía a gritos, “¡Yebra, ponme la de Apipapú!”, y yo se la ponía, y él se volvía medio loco y comenzaba a cantar aquel pegadizo “Apipapú”. A ver quién se atrevía a decirle que allí no decía nada de Apipapú, sino The Big Bamboo, pero él era de aquellas promociones que estudiaban francés como primera lengua extranjera, mientras yo, que ya iba a empezar sexto de EGB, ya estaba a punto de estudiar inglés, que la pérfida Albión parecía irse “with fresh wind” al mismo limbo irlandés que aquella Armada Invencible con la que tanto nos daban la vara en clase.

Y queda para el casi final la pequeña cooperativa que montamos espontáneamente unos cuantos de mi pueblo, con todo el ánimo de lucro que a esas edades se puede llegar a tener. El segundo domingo de nuestra estancia en aquel campamento cutre lux, vinieron casi todos nuestros padres, madres, alguna abuela, algunos tíos y algunas tías (dos autocares que contrataron entre todos, tremendo) a visitarnos, a comernos a besos y a asustarse al ver lo sucios que estábamos, a querer a toda costa nuestras madres arrancarnos aquellas servilletas de nuestros cuellos… En definitiva, que nos echaban de menos y todo. No sólo aparecieron con un cargamento enorme de comida para pasar aquel domingo hincando el diente sin pausa debido al hambre que llevábamos atrasada, sino que casi todos los niños recibimos como regalo para nuestros últimos nueve días de campamento unas gigantescas cajas de galletas y de pastas caseras. Casi no nos cabían en nuestros armarios de Laxe 1979 - los de Cacabelostanto que abultaban. Los niños ajenos a Cacabelos, con caras famélico-golosas de pura envidia empezaron a pedirnos galletas a todas horas, hasta que Roberto, un incipiente emprendedor, que se llamaría hoy en día en una programación LOMCE al uso, nos reunió a unos cuantos y dijo: “a ver, que parecemos gilipollas, joder. Estamos regalando galletas a todos estos fatos sin ton ni son. A partir de ahora, cada galleta a duro, que estos pijos tienen dinero de sobra. En esta caja vamos juntando todo y al final repartimos entre todos los que tenemos galletas y pastas. ¿De acuerdo?” “¡SÍ!”, gritamos todos al unísono con todo el entusiasmo que el negocio en ciernes nos estaba generando. Y generamos buenas colas, tras cada comida, hasta que se nos acabaron las viandas tres días más tarde. Aquella caja que trajo Roberto para hacer el reparto pesaba lo suyo. Tocamos a 185 pesetas cada uno. El jukebox no daba abasto con tanta canción en la cola, y el “Apipapú” acabo tan rayado, daba tantos saltos aquella aguja que la canción duraba casi un minuto menos, lo cual era de agradecer.

Queda tan sólo una anécdota más, la que recuerdo siempre con una sonrisa de oreja a oreja. No sé si quedó claro antes, pero nuestro único contacto con el agua, aparte de beberla, lógicamente, fue en forma de agua marina y alguna mojadura de lluvia que otra. El día antes de regresar, se nos ordena ir en turnos a la ducha. Los gladiolos vamos los segundos, hay cuatro duchas y nos asignan dos minutos a cada cuatro para un aseo rápido. Yo estoy entre los cuatro primeros gladiolos, casi agoto todo mi tiempo luchando por desanudar aquella maldita servilleta, por despegar aquella ropa de mi cuerpo (¡hasta dormía con ella puesta!). Unos chorros de agua templada tirando a fría y ya, a secarse un poco con una toalla ínfima que nos habían dado a cada uno, y vestirse de nuevo con aquella ropa apestosa (en mi mochila descansaban las otras camisetas, calzoncillos, etc. aunque casi podría decirse que más que descansar, fermentaban, o al menos eso indicaba el olor que de allí provenía.) Salimos de allí los cuatro juntos, pero Fran y yo nos “equivocamos” y, en vez de tirar en dirección al pasillo, a la izquierda, para dirigirnos a nuestra habitación, nos metemos por una puerta a la derecha que estaba entreabierta. “hostia, hostia, para, quieto”, me susurra Fran. “¿Qué pasa?”, pregunto yo en tono muy bajo y muy intrigado. “Mira”, me dice mientras señala con el dedo índice de su mano derecha hacia una puerta que da a un vestuario. Esa puerta está abierta, y al fondo del vestuario vemos una figura humana que parece estar desnuda. El instinto nos hace acercarnos y espiar desde el borde de esa puerta. Era Estrella, nuestra monitora, que se acababa de duchar y se estaba secando. Yo no sabía qué decir; Fran, sí, “Diosss, me van a reventar los huevos”. Y yo que me quedo muy intrigado, “¿por qué le iban a reventar los huevos a Fran? ¿Sería eso peligroso? ¿Acaso era la leche aquella que me habían explicado? Y, en ese caso, ¿qué se supone que debería hacer yo?” Salimos de allí con todo el sigilo del mundo, y, nada más llegar a la habitación, Fran se va en dirección a su cama, se mete bajo las sábanas, aquello se empieza a mover, y a los veinte o treinta segundos gime como loco y comenta, “¡ya está! Joder, no podía más. ¡Vaya tetas! ¡Vaya coño más peludo!” A partir de ahí ya se ve en la obligación de comentárselo a los demás, que nos felicitan como si fuésemos héroes que han vencido al enemigo en una guerra muy cruenta y acaban de llegar de regreso a su tierra. Algo empezaba a comprender, claro, que ya era el último día y había aprovechado a tope esos días de cursillo acelerado sobre la vida y sus menesteres, puede que no de la manera más apropiada, pero quizá sí que era la única posible en aquellos días, que en mi casa nadie me iba a enseñar jamás nada sobre temas sexuales, que esos suponían toneladas de tabúes plenos de pecados de todos los pelajes. A la fuerza te despiertan, sin remisión. Inocencia perdida, bienvenidas hormonas que ya estáis empezando a montarme ese lío interno que tanto te quiere como te hará sufrir. En fin,…

Y todo esto por culpa del Platinum. Aparte de alguna canción del jukebox aquel, no dejé esos veintiún días de tararear el álbum enterito, aunque, cuando me animaba y me venía arriba (casi siempre estando solo), me20150927_192934 hacía unos guitarrazos en el aire a base del Punkadiddle que no se los habría saltado ni el mismísimo Mike Oldfield, y hasta me quitaba la camiseta y todo, que hubo días de calor muy húmedo, demasiado pegajoso… Y veo ese rayo verde de verano que aparece de repente y se carga a aquellos malditos Dalton mientras la mariposa azul se torna violeta, consigue despegarse de ese platino líquido y huye rabiosa hacia mundos nuevos, quizá menos salvajes.

EL PONT-NEUF YA NO TIENE AMANTES (Imagen encontró poema)

Esa fotografía tan buena de Marcos Ferreiro (como todas las suyas) inspiró este poema sobre París que escribí desde esa relación amor/odio (más amor que odio, sin duda) que la historia de toda gran ciudad puede provocar en el ser humano. Mil gracias a Hélène Laurent y a esa poesía que nunca muerde…

LA POESÍA NO MUERDE

Imagen: Marcos Ferreiro (A Coruña) http://entrebn.wordpress.com http://sietesombras.es Imagen: Marcos Ferreiro (A Coruña)
http://entrebn.wordpress.com http://sietesombras.es

Una misa,       

ya no vale bien,

ni cien que se pagasen

debida y católicamente

al sucesor de Richelieu.

No es París

aquel encanto,

romántico y exacerbado,

gritón y acruasanado,

soneto en pirueta básica

dedicado al amor libre,

al mayo florido,

hermoso

de adoquines arrancado

hace ya varias décadas,

quizá ya demasiadas

para neuronas jóvenes

que no beben del alpiste

de la historia

desde allí desencadenada.

Mon amour?

Nein!

Y una mierda

cual pedrada

de larga exageración

que desde un banlieu

cualquiera

sobrevuela el Sena

hasta que cae

de gravedad plena,

y se hunde

presa de Tullerías

encarnizadas,

cabezas cortadas,

rostros pálidos,

asustados,

pelucas al viento,

plebe revuelta,

pútridas entrañas

bajo vuestras aceras.

Amelie ya no corre,

el Pont-Neuf sacrifica

el baile de sus amantes.

Buñuel,

desde su atalaya,

se caga certero

sobre la cabeza

de una gárgola

de Notre Dame…

En fin,

siempre,

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HABITUACIÓN, CUAL CEBOLLA RECIÉN PICADA – PARTE V

V.

Conocí a un hombre sabio

que siempre llevaba consigo un colador.

Era su colgante, su única reliquia

de una vida anterior.

Lo lucía orgulloso

sobre su pecho,

atado a una cuerda casi raída;

casi como él, casi descolorido,

pero vivo entre sus cuerdas palabras,

al igual que su hermano, el colador.

Lo utilizaba

cada vez que meaba

contra una pared cualquiera

mientras se salpicaba descuidado

sus deportivos ya rasgados.

Colaba entonces su propia orina,

librándola así de toda impureza.

Luego lameteaba su propia purga

antes de encender un cigarrillo,

uno de esos que mendiga muy digno

a cualquier fumador que se cruza en su camino.

Si el futuro al final resulta que existe,

ese era yo, entonces, una vez liberado mi lastre.

Hurga en mi herida

con una vara sucia de tu estima

hacia aquél que te idolatró

con excesiva vehemencia.

Ni siquiera me hace daño,

no siento el dolor físico,

no noto los pinchazos de tu ausencia;

me dejo llevar por la mansa corriente

de los días que pasan,

de cada segundo malgastado

en distracciones malsanas.

Si me detengo, me duele.

Si continúo, me hiere.

Si vivo, padezco,

y si padezco en ti,

resulta que soy humano,

a fin de cuentas.

Si me uno a la manifestación

de los sin Dios,

seré un descastado sin más;

pero si permanezco

atado y bien atado a mi propio desvarío,

entonces seré un descerebrado,

de ésos que luchan por lo que creen justo,

de ésos que se desviven por los demás,

de ésos que ocultan su egoísmo

tras las sombras en reuniones multitudinarias,

sin resultados aparentes,

sin cambiar para nada los vaivenes de este mundo loco.

Al menos ellos sí que saben lo que quieren,

lo que les mueve,

o quizá creen ciegamente que lo saben.

Yo, como el filósofo, no sé nada,

ni tengo conciencia,

ni la necesito apenas.

Basta una palabra tuya

para que me rinda sin condiciones.

Con sólo oírte respirar entrecortadamente,

me caigo del andamio de mi ego

para acabar estrellándome

contra el suelo de tu lúgubre displicencia.

Esta ventisca no me deja salir.

Me quedaré encerrado aquí,

sin ver a nadie,

sin encender siquiera una luz por las noches.

Aún reflejo signos de vida,

que no es miseria.

Aquel pensamiento positivo, salvador,

se ha diluido en el poso

de tantas tazas de café en días acumuladas;

sucias, sin necesidad de visitar

a su amiga agua.

Me sirvo otro sobre tu taza favorita,

aquella de los ositos navideños, ¿te acuerdas?,

e intento en vano que desaparezcas

mezclada con los frutos del café cargado,

de las cuatro cucharadas de azúcar,

de mi maldito insomnio,

de mis deseos de no cerrar jamás los ojos,

de mis deseos de facilitarles el trabajo a los cuervos

de tu traición sin límites.

Si piensas que me voy a hundir

en mi propio vómito,

estás muy equivocada.

Mi discurso, mi actitud ante mis monstruos,

van a cambiar radicalmente.

Mañana amanecerá,

y yo amaneceré con ella, con el alba,

y seré otro “YO”,

uno transfigurado,

irreconocible,

celosamente despreciable ante los grilletes

a los que tú crees haberme encadenado

de por vida.

Inútil, ya lo sabes, soy absolutamente inútil,

y eso te ciega, mientras que a mí…

a mí me produce una eterna sensación de felicidad.

… DE LA VIDA XXIII

Un número que me gusta, que me suena a joven, entrega número veinticuatro, vamos avanzando…

Ciclos de Mil Cabezas

XXIII.

Después de despedirse de Ingrid, Pedro había entrado de lleno en un agujero negro. Sentado en la barra del bar, se vio reflejado en el espejo: su rostro cambiado entre una botella de ron cubano y otra de bourbon. “De vuelta a la realidad”, se dijo mientras uno de los camareros se acercaba hasta su posición para preguntarle qué deseaba tomar. “Una coca-cola”, respondió Pedro, el Pedro abstemio, el Pedro de ayer que no soportaba el alcohol, ni el humo del tabaco, ni las palabrotas que los compañeros de clase utilizaban a la mínima de cambio. “Cagondiós, vaya de puta madre que esta la jodida chocolatina ésta”, suponía la última frase que llegó a escandalizarle. Su fe católica, llevada hasta extremos que rayaban casi con el más puro integrismo sectario, había levantado más y más barrotes cada día, que acabaron por construir una celda unipersonal que no le permitía…

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HABITUACIÓN, CUAL CEBOLLA RECIÉN PICADA – PARTE IV

IV

Perversión de los sentidos;

el gusto no me gusta,

tampoco me da placer,

ya con una venda en mis ojos

me dejo llevar por la inerte gravedad

de mis impulsos más primarios.

Sé cómo tocarte

hasta hacer que te estremezcas

perdida sin rumbo

entre la enmarañada miseria

de tus conexiones nerviosas,

pero no sé aún qué hacer conmigo,

con mi apatía,

con mi ausencia de rebeldía.

Los cambios radicales

sólo son cosa de valientes;

y yo soy cobarde,

terriblemente cobarde,

pusilánime hasta la frontera

del dolor incesante e inacabado

de mis quebradizos huesos.

Ahora suena esa música,

y me inunda de nostalgia,

me arrebata entre sus notas

indescifrablemente caóticas.

Será mejor que me abandone

al ritmo flojo de los blandos,

que me una al coro de los sin voz

para gritar al horizonte

toda la felicidad perdida.

Eres radical.

Lo soy.

¿Por qué existen las guerras

si el hombre es bueno por naturaleza?

¿Por qué tanta travesura?

¿Por qué no follamos y nos dejamos de cuentos?

¿Por qué me estoy haciendo estas preguntas,

inútiles,

pasajeras,

volátiles,

perecederas,

si tú no quieres escuchar el arrullo de mi gemido?

¿De qué sirve la historia del pensamiento,

si ya nadie piensa?

Una bomba certera destruyó mi morada,

pero yo he resistido en su interior,

imperturbable a la fragilidad de sus paredes,

de sus cimientos,

fiel a la memoria de mi puta estirpe,

impávido ante los cambios,

cojo a los dictados de mi propio ritmo.

Ciego de ira y de lodo…

¡Mentira!

Si el amor y el odio consistiesen en esto,

yo ya no estaría aquí para verlos.

Si no naciesen más hombres,

reinaría por doquier el bestialismo,

y la tierra descansaría de sus cosechas,

harta ya de ser programada

cíclica y cíclicamente hasta el albor

de los tiempos lejanos a toda posible memoria.

Si existe vida lejos de este planeta,

no sé a qué coño espera para darse a ver.

Puede que hasta nuestras propias mentes

se olvidasen por fin de que son desesperantemente finitas.

RAÍCES Y PUNTAS (OF BULLS AND MEN… )

En Túzaros de la Tramontana lo tienen muy claro, sus tradiciones son sus tradiciones y, según sus propias apreciaciones, ni un dios bajado de los mismísimos cielos celestiales va a venir a tocarles, sigo con una transcripción literal, “los cojones con hostias de prohibiciones, nuevas leyes y reglamentaciones al respecto.” Pero, para entender bien de qué va este asunto tan peliagudo y cómo se han desarrollado los hechos hasta llegar a este preciso instante, día quince de septiembre del año 2016, nueve y cinco de la mañana, hora en la que se suponía que toda la chavalada del pueblo ya debería estar ocupando sus aulas dentro del colegio ya que, oficialmente, hoy deben empezar las clases, o mejor dicho, deberían, puesto que unos mil quinientos activistas venidos de muchos lugares de España e incluso otros del extranjero impiden la entrada de cualquier niño o niña, maestro o maestra al Colegio Público Don Eulogio Barrachina, tenemos que remontarnos a más de cien años atrás, hacer un poco de historia. Como podréis observar, no sólo estamos nosotros, sino que también hay  más periodistas acreditados de casi todo el mundo, ya no queda ni un solo hueco en el que plantar una cámara de televisión. Programas que conectan en directo. Gritos de los unos, réplicas de los otros, amenazas con una gran carga de violencia. Un sin dios, en definitiva. Pero vayamos con los orígenes de esta tradición…

[Voz en off. Imágenes fotográficas en blanco y negro alusivas]

Agosto de 1901, un hombre alto, con un bigote bien poblado, con un traje a la moda, zapatos muy lustrosos, que huele muy bien (aromas hasta aquel momento desconocidos para el pueblo de Túzaros de la Tramontana), y que fuma en pipa mientras camina erguido, levantando220px-StateLibQld_1_207213_A._G._Murray,_1901 bien la cabeza y saludando a todo quisque con un leve toque de los dedos índice y pulgar de su mano derecha a la esquina de su sombrero nuevo, camina con paso firme en dirección a la escuela, donde se alojará desde ese mismo día hasta su muerte cuarenta y dos años más tarde. Es Don Eulogio Barrachina, el nuevo maestro, el que cambió todo, el que enseñó sin pausa a tres generaciones de tuzareños; el que instauró la tradición de las tradiciones en esta tierra norteña, la que se conoce como “El Bobo Alelao”. ¿Y en que consiste esa tradición? Muy sencillo, ese mismo curso, el del 1901 – 1902, Don Eulogio eligió a un chaval con cara de tonto para que fuese el objeto de las mofas de todos sus compañeros, y la idea no sólo cuajó en el acervo popular de Túzaros, sino que se convirtió en el evento festivo por antonomasia del pueblo. En los primeros años tan sólo eran niños varones los afortunados, pero a partir de 1940 (unos pioneros en esto de la igualdad de género en Túzaros de la Tramontana) ya se podían escoger niñas también; eso sí, aunque la maestra era Doña Remedios, nativa del pueblo, soltera y entera, no tuvo ella voto para poder escoger una niña para ser “La Boba Alelá” hasta ocho años más tarde.

Así eran los tiempos. Tanto caló, como bien dicen en el reportaje que acabamos de ver, en el acervo popular de Túzaros de la Tramontana, LA-SERVILLETA_2que hasta las madres despeinaban sobremanera a sus vástagos y les obligaban a ensayar durante días caras, gestos de tontos para que tuvieran suerte y fuesen elegidos para ser ese curso, uno cualquiera, el recipiente de burlas, mofas, hasta de pedradas a la salida del colegio si era menester. “Mira el mi Ramonín, ¡siete pedradas que le dieron hoy de camino a casa! Mira, mira que pedazo moretones tiene la criatura en las piernas, y ese chichón de la cabeza, que hace años que no se ve otro igual…” Y así año tras año, curso tras curso hasta llegar al día de autos, el de hoy, primer día de colegio, el de la elección del “Bobo Alelao” del curso 2016/17.

“Si no quieren verlo, que no vengan.”

“Tienen que respetarnos, es nuestra tradición y no hay más que hablar.”

“Son nuestras raíces, están bien sembradas en nuestra tierra, no podemos acabar con esto porque sería la ruina del pueblo.”

“Si no tuvieran este desahogo, la chavalada se dedicaría a andar persiguiendo a las cabras, tirándoles piedras, y más de una se despeñaría por los riscos, con lo que eso supondría para el dueño o los dueños de las mismas.”

En fin, con unas Elecciones Generales a la vuelta de la esquina, la polémica está más que servida. Todos los partidos prometen acabar con esta práctica, tradición, costumbre, cómo ustedes quieran denominarla, todos menos el partido en el gobierno, que sí habla de una revisión pero sentando a todas las partes a negociar. Ramirín García, el hijo de la farmacéutica, es, o era, el favorito para ser el elegido este curso. Su madre, en declaraciones a nuestra cadena, no deja de hacer extensible su disgusto ante lo que ella denomina como “tamaña injusticia”, ya que, según sus palabras, “de toda la vida de dios hubo guajes a los que pegar, acosar, escupir, insultar… pero estas modas pedagógicas, este rollo basado en las competencias clave que tanto promueven la corrección política no dejan en el fondo respetar el sentir de nuestro pueblo. ¡Y Cómo le digo yo ahora al mi Ramirín que ya no podrá ser el Bobo Alelao de este curso, con la ilusión que el tenía?”

“Mamá, es que yo no…”

“¡Tú te callas y dejas hablar a tu madre con el señor periodista, que aún te vas a llevar dos zapatillazos bien daos, bobo, que pareces bobo!”

Desde Túzaros de la Tramontana, informó Filiberto Saldaña para Antena Nova Forza.

Y ahora, antes de los deportes, hablaremos de ese rito ancestral tan arraigado en su pueblo, esa lucha entre hombre y bestia, desde Tordesillas, El Toro de la Vega…

HABITUACIÓN, CUAL CEBOLLA RECIÉN PICADA – PARTE III

III.

¿Dejarías de quererme si te contase

que me encanta la carne humana?

Nunca la he probado, de hecho;

jamás osaría traspasar los límites

del leve mordisco doloroso.

Pero me seduce la idea.

¿Qué es una mentira?

¿Cómo se le da vuelta tras vuelta,

hasta llegar incluso a vomitar,

a la mísera realidad que nos rodea?

¿Por qué me oculto indefenso y débil

tras las sombras zalameras de mis fantasmas?

Retórica, pura y simple retórica

untada pacientemente sobre el pan integral

del salvado de mis lamentos;

genuinos, sí, pero invariablemente posteriores

a toda presunta concordia mutua.

Si me tienes ya entre tus ojos,

y me aborreces sin límites,

la oportunidad que me merezco

se habrá difuminado pues,

se habrá largado con las hadas,

con las ánimas perdidas del purgatorio,

hasta cualquier cloaca de cualquier macrociudad,

junto a esos perros, dicen que ciegos y salvajes,

que las habitan sin que nadie arriba se dé cuenta.

Creo que yerro,

no hablamos ya de purgar penas,

hablamos de nosotros,

y el cielo no existe;

no existe ningún Dios;

la entelequia del ser supremo

sólo crece dentro de nosotros mismos,

y muere en las yemas de mis dedos,

en tu piel… en cada fusión apasionada.

Que me gusten las flores,

no significa que me gusten los hombres,

sólo su carne,

desangrada,

que no quede dentro ni una sola gota.

En el día del fin del mundo,

allí me encontraréis,

colgando del árbol más robusto,

mientras dos cuervos negros

arrancan hambrientos

esos dos ojos que me daban luz.