… THEN I FEEL NOTHING

Sábado, 22 de mayo de 1999

Te despiertas. ¿Dónde estás?, te preguntas mientras tratas de seguir con tu borrosa mirada ese entorno hasta ahora desconocido para ti. Miras la hora en tu reloj de pulsera. Es temprano aún, aunque tarde considerando que hace media hora que debías estar dando una conferencia sobre “Competencia Comunicativa”. Restriegas tus ojos con saña y luego buscas tu ropa. Giras tu cabeza hacia la derecha y la ves, a ella. Está desnuda. Está dormida. Comienzas a recordar qué sucedió anoche, entre copas de ron y el humo de infinidad de cigarrillos rubios. Puede que estés asustado. Puede que hubieras bebido más de lo aconsejable. Sí, es verdad, te pasaste al menos dos copas de tu límite, y ella estaba ahí, tan a mano, hablando contigo, mirándote con interés, pensando que quizá seas alguien que merece la pena, porque ella acaba de romper una relación de casi seis años, hace tan sólo un mes, y se siente un poco insegura todavía, y el alcohol ingerido va tirando de tu lengua, y te notas suelto y fácil, en el contexto ideal para ligar, para echar una canita al aire. Total, todos lo hacen, todos lo hacemos más tarde o más temprano. Pura naturaleza. Ahora tienes todas las papeletas para el sorteo. Además, ella vive cerca y va y te pregunta si la acompañas a su casa… Pero, ¿cómo se llama?, ¿de qué coño estuvisteis hablando hasta las seis de la madrugada? ¿Por qué tienes miedo ahora? Ya se sabe, borrachera, por norma general, es igual a gatillazo. Da igual. Vas al baño, te estás meando. Es curioso, ya sabes dónde está el servicio. El pánico se adueña de tu ser a mitad de la meada. La conferencia, ¡joder! Debes vestirte rápido y salir de allí pitando. Desnudo y vacío de orín vas recogiendo tu ropa del suelo, con prisa. “¿Qué haces?”, te pregunta ella desde toda la amargura de su voz resacosa. La ves, ¡Dios mío, es guapísima! Te acercas a ella olvidándote por fin de tu ropa, que apesta a humo de tabaco. A tomar viento la conferencia, la competencia comunicativa, todos los oyentes y todos tus colegas, que esperan impacientes tu sabia presencia en la sala de Congresos y Exposiciones. Ella te espera ahora y la abrazas. Sus ojos reflejan algo más que una simple relación sexual de noche loca de primavera. Te desea y algo más: se acaba de enamorar de ti. Pero, ¿cuál es su nombre? ¿Dónde se había metido hasta entonces? ¿Por qué motivo habíais compartido tiempo pero no espacio si ya sois capaces hasta de imaginaros una vida en común en algún escondido rincón de cada uno de vuestros subconscientes? Hacéis el amor, ahora sí puedes responder físicamente a los estímulos sexuales que ella provoca en ti, porque es guapa, está buena, y sabe cómo jugar y hacerte participar en el juego; parece maja, vive sola, en una casa cuidadosamente decorada. Es una mujer, sí, una mujer que te está engullendo como hasta la fecha ninguna lo había hecho, la eterna mentira de la inmediatez. ¡Bingo!… … ¿Bingo? No, de eso nada. Un martillazo acaba de golpear certero tu cabeza. ¿Qué pasa con Carmen? ¡Joder, Carmen, Carmen, Carmen…! Tu miembro viril vuelve a ponerse flácido. Es Carmen, que no permite que puedas disfrutar gozoso del momento actual, porque Carmen es tu mujer, tu cariñín, tu media naranja, la primera que te hizo disfrutar plenamente. Entonces, ¿no podría ser ella tan sólo un gajo de la mitad de esa naranja? Sí, esa sería la solución, aunque imposible en nuestro mundo dividido siempre en pares. Hay que elegir, siempre tenemos que elegir, independientemente de cuáles sean nuestros deseos, nuestra capacidad de amar, nuestros instintos, en definitiva, coartados siempre por la mierda esa de la convivencia en sociedad imponiendo todo ese rollo sistemático de la familia, de la pareja fiel… ¿la competencia comunicativa? Y una mierda pinchada en un palo. ¿Quién cojones es capaz de decir todo lo que piensa en todos y cada uno de los momentos de su existencia, de mostrarse tal y como es o como le gustaría ser? Te incorporas repentinamente y ella te pregunta de nuevo qué te pasa. Le cuentas todo el rollo ese de la conferencia y, por su reacción, te das cuenta de que anoche ni siquiera se lo habías mencionado. A ella le suena a vaga excusa, a vía de escape, a huida de la evidencia – ¿y ese proyecto de futuro? -, que no es otra que la del químico amor recién hallado. La vuelves a mirar y algo se clava en lo más hondo de tus vísceras. Es la decepción que notas en sus pupilas. (“¡No, cariño, yo no quiero que te sientas así, que lo de la conferencia es verdad aunque anoche no te hubiese contado nada sobre ello!”), pero sólo eres capaz de preguntarle si puedes darte una ducha. Te deja su albornoz y te pregunta si te apetece un té. Sí, respondes mientras te vas dirigiendo lentamente, envuelto por completo en un embravecido mar de dudas, hacia la ducha reparadora. Agua fría. Rápida. Su albornoz es suave y huele a ella. Te vas enamorando un poco más si cabe. Ya no estás asustado, no; es como encontrarse al borde de un interminable acantilado, como los de Brighton, los que salen en ‘Quadrophenia’, y te acuerdas de los Who, y tarareas ‘My Generation’ mientras el agua fría, tremendamente fría, va despejando tu mente.

Sin embargo, ella ha puesto a la Creedence, y te callas, cesas en tu inútil tarareo encubridor y escuchas, y piensas “qué bien, le gusta la Creedence”. Apoyas tus manos en el azulejado del baño porque tus piernas comienzan a temblar. No cabe la menor duda, te acabas de enamorar como un puto colegial. Pero, ¿eres en realidad tan enamoradizo? Te paras a pensar sobre ello y prolongas innecesariamente tu ducha, ya que sobre tu cuerpo no queda ni un solo resto de ese gel de avena que huele a bendición, porque es el suyo, el que ella utiliza a diario, y eso marca, es otro pequeño detalle que se va insertando de manera inconsciente en tu receptiva memoria, en todos y cada uno de tus sentidos. Te secas rápido y mal. te envuelves en ese albornoz blanco que ella tan gustosamente te ha dejado. “Eso es buena señal”, te dices en voz baja. Tienes razón, nadie nos deja su albornoz así como así, es un primer signo de vida compartida, de lo que podría llegar a ser. “¡Ya está bien de gilipolleces, hostia ya!”, y vuelves a la aterradora realidad, mezcla de Carmen en forma de amenazante holograma, y de aburrida conferencia para una audiencia plagada de indolentes investigadores del mundo de la lingüística. De buena gana te quedarías con ella toda la mañana, todo el día, toda… ¿la vida? Al menos tú crees que sí. Sales del baño envuelto en toda la suavidad de su inmaculado albornoz. Ella está sentada en el sofá, confusa debido a tu actitud. Bebe a pequeños sorbitos su humeante té. Con un gesto de su mano derecha y sin dejar de separar sus labios del borde de la taza te indica que tu té también está preparado. Es Earl Grey, tu favorito; también el suyo. Aún no te has sentado a su lado y ya te has bebido la mitad de tu taza de té, de un sólo trago. Ella te mira asustada. Ninguno de los dos se atreve todavía a romper ese muro de silencio que divide en dos la estancia. Tomas la iniciativa. “Vaya putada lo de la conferencia… pero tengo que ir… me esperan”. Ella asiente sin mirar, sin hablar. Acaba de encender un cigarrillo que le dé fuerzas para poder mirarte a los ojos. Lo hace, y te das cuenta del daño que le estás haciendo. Recurres a una de las soluciones más tópicas en estos casos. “Podemos comer juntos, ¿no? Venga, te invito a comer. El rollo ese acaba sobre la una y media. Si me das tu número de teléfono…”. “Claro”, responde ella justo antes de tomar papel y bolígrafo y apuntar su número. Te lo entrega forzando una de sus mejores sonrisas. Sus ojos siguen emitiendo destellos de decepción, y eso te jode, te jode en el alma. Deseas abrazarla con fuerza, decirle te quiero, no te preocupes que no pasa nada. Te quiero. ¡Te quiero! Coges ese trozo de papel y lo miras. Ya sabes su nombre, ¡al fin! Beatriz. Das el último sorbo a tu Earl Grey y comienzas a vestirte. No queda más remedio que dar esa conferencia con los mismos calzoncillos de ayer, oliendo a humo, oliendo también a su gel de avena… Antes de calzarte te sientas a su lado y le acaricias el pelo. Beatriz responde a tu caricia apoyando su cabeza en tu mano y moviéndola acompasadamente al ritmo de tu caricia. La besas. Ella también te besa. Juntáis vuestras lenguas. No sabes por qué, pero aquel beso tiene un cierto sabor a despedida. Te resistes a la traición de tus intuiciones. (“Tengo su teléfono. En cuanto acabe la llamo, quedo con ella. Necesito amarla”.) Atas los cordones de tus botas, lentamente, recreándote en cada nudo. Estás a punto de mandar todo a la mierda y quedarte a su lado. Pero no puede ser, ya has cobrado tus emolumentos por anticipado y tienes que cumplir. “¿La parada de taxis más cercana?”, le preguntas, y ella te dice que dos calles más abajo, justo en una plaza con estatua ecuestre en medio de la glorieta. Coges tu cazadora del suelo. Compruebas si te queda algún cigarrillo, como acto lleno de costumbre en mañanas de resaca. Ya sabes dónde está la puerta y llegas sin su ayuda a su altura. Echas la vista atrás. Tienes ganas de llorar de pura impotencia, aunque no puedes, ni podrías aun forzándolo siquiera. Ya lo decía tu abuela: ‘hombre llorón, hombre bribón’. Y tú no eres ningún bribón. Porque vas a ser bueno con aquella chica tan guapa, con Beatriz. Giras tu cuello para verla. Sigue sentada en su sofá, siguiéndote con la mirada. Con un leve gesto le dices adiós, o más bien hasta luego, lo que queda refrendado con tu puño apoyado en la mejilla derecha, como queriendo sostener un teléfono imposible.

Dejaste dos mensajes en su contestador. La conferencia y su interminable epílogo se prolongaron hasta cerca de las dos y media. En buena hora se te ocurrió decirle que aquello finalizaría a la una y media. “Beatriz, soy yo, Ernesto. Joder, que esto se prolongó más de lo que yo pensaba… Nada, te llamaba para quedar contigo, para comer juntos por ahí. Bueno, ya te llamo luego, ¿vale? Un beso”. Cuelgas el auricular del teléfono sintiéndote el tío más gilipollas del planeta. Odias tener que dejar un mensaje en el contestador, en cualquier contestador. “Seguro que sueno como un puto idiota… como lo que soy, vamos”. No quedaba otro remedio que comer con tus colegas de profesión, alguno de ellos incluso amigo. Mejor eso que tener que comer solo, devanándote los sesos con el taladro de su imagen dentro de ti. La metástasis del amor, un cáncer que avanza premioso llevándose por delante una víscera tras otra. No tienes hambre y dejas que los demás decidan por ti. Hablaste de la competencia comunicativa oyendo tu voz desde otra dimensión, desde una nueva dimensión que responde al nombre de Beatriz. Un autómata ejerciendo diligente su función. Aséptico y frío. Distante, ausente; obligado y disperso. Las felicitaciones de tus colegas sonaban como el eco de una extraña pesadilla de la que acabaras de despertar entre miedo y sudor. Julio es tu amigo, tu buen confidente, y ya ha notado en tus ojos que algo extraño te está sucediendo. Esperará paciente que los demás se vayan para poder preguntarte qué te ocurre, y tu te sientes débil, con ganas de sacar de tu interior ese lobo que no deja de morderte con fruición las entrañas. Julio te conoce demasiado bien, aunque jamás tratará de darte un solo consejo en vano. Opinará, claro que lo hará, pero sin que el tono de su voz se acerque en ningún momento al de la inconsciente reprimenda del que todo lo envidia, porque Julio para nada es envidioso, y procurará ayudarte desde la frontera de su buena fe.

– ¿Te ocurre algo? No sé, te noto ausente, preocupado.

– ¿Cuántos años tenemos, Julio?

– ¿Qué?

– Somos quintos, ya hemos cumplido los 36.

– Eso tú, que yo los cumplo en septiembre.

Sonríen y se callan, y cada uno da un trago a su chupito de orujo de hierbas mirando el vaso como si se tratase de una bola de cristal que nos dice lo que ha de ser, que no lo que será.

No lograste verla de nuevo. De vuelta a casa, a la agradable rutina, a Carmen. Al día siguiente buscas tus viejos discos de la Creedence Clearwater Revival y decides escuchar el ‘Cosmo’s Factory’, el mismo que ella había puesto en su equipo de alta fidelidad mientras tú te duchabas.

“Está será nuestra canción, nuestro vínculo secreto”, piensas mientras enciendes otro cigarrillo, antes de que el techo del salón se te caiga encima. Pasan los días, las semanas, y ya ni ‘ramble’ ni ‘tamble’. Te vuelves cobarde entre la niebla. No tuviste el valor de llamarla. Carmen está a tu lado ahora, y ella ha puesto el sello de su “ganadería” en uno de tus gluteos, y quema, quema de verdad, aunque no duele. Quince años y medio al rojo vivo y sin hacer llaga aún. Llevas un rato mirándola mientras ella lee una de esas novelas negras que tanto le gustan – hoy toca ‘La Dalia Negra’ de James Ellroy – . Transcurridos unos minutos sonríes casi sin saber por qué, pero de pura satisfacción. Al día siguiente buscas entre tu vasta colección de CDs una canción que responda a tus nuevas sensaciones. Ahí está, ‘Feel the Pain’, de Dinosaur Jr, basta con cambiar un poco la letra, que ese ‘everyone’ se convierta sutilmente en ‘every woman’. (“I feel the pain on every woman, then I feel nothing…” – “Siento el dolor en cada mujer, luego no siento nada…”).

Ésa es la canción. Como anillo al dedo. Pasas página a través de la ronca voz de Joe Mascis. La bella mujer llamada Beatriz pasa a formar parte de tus recuerdos, sólo eso, nada más; y los discos de la Creedence – el entrañable y olvidado vinilo, con el gotero puesto y agonizando solitario en tiendas (ya casi podríamos decir casi que) de antigüedades – seguirán en el exilio, entre los de los Cramps y los de los Cure, porque siempre te gustó ordenarlos en estricto orden alfabético.

MUTACIÓN NOSTÁLGICA

“Como siempre que hay una gran mutación, emergen las nostalgias, y la nostalgia puede ser Ada Colau, con una idea… o Podemos, con una idea de una Arcadia Comunista feliz; o puede ser ISIS, que yo no diría que es una vuelta al siglo XVII, es una nostalgia del siglo XI.” – Ana Palacio, exvicepresidenta del Banco Mundial y Ministra de Asuntos Exteriores entre 2002 y 2004, durante el segundo mandato del Partido Popular con José María Aznar de Presidente que, como todo el mundo recuerda, “estaba trabajando en ello”.

Yo, la verdad, fue escuchar esto y, en buena lógica, reírme con ganas en primera instancia, imaginarme cualquier película de serie B, Astro Zombies, por ejemplo. «With just a touch of my burning hand, I send my astro zombies to rape the land» (Con tan sólo un toque de mi mano ardiendo, enviaré mis astro zombis a invadir la tierra – ¿un astro zombi? Pues cualquier concejal de estos mutantes nostálgicos, claro. )

Pero, ¡ay!, una segunda escucha, esta vez sin imagen, desde la radio, me trajo a la mente a Chomsky, pero no al Chomsky pensador y combatiente, sino al lingüista, al primer Chomsky de aquellas primeras teorías lingüísticas tan revolucionarias, aquella primera versión de la Gramática Generativa Transformacional de 1957, las Estructuras Sintácticas. ¿Y por qué? Pues muy sencillo, quiero saber los porqués, quiero ver cuáles son los caminos que pueden llevar a una persona a afirmar sentencias tales. Bien, en esa primera teoría de 1957, el lingüista desarrolla la idea de que en cualquier lengua una oración tiene dos niveles de representación, una estructura profunda y una estructura superficial. La primera, la estructura profunda, representa las relaciones semánticas básicas de una oración en base al innatismo de la capacidad del lenguaje, suponemos que es válida para cualquier idioma, claro, ya que ésta revela propiedades comunes a todas las lenguas, las cuales quedan ya ocultas una vez llegados a la estructura superficial, la cual conseguimos aplicando diferentes tipos de transformaciones para cada tipo de oración, repito de nuevo, sin ser en ningún momento conscientes de ello. Un ejemplo práctico, la transformación de una estructura profunda, una oración afirmativa (suponemos que las oraciones afirmativas constituyen la estructura profunda y a partir de ahí se construyen las negativas y las interrogativas) y en voz activa, a una negativa y en voz pasiva:

E. P. – Ana Mato compró el confeti

Bien, ahí aplicamos dos transformaciones a esa estructura profunda para llegar así a la estructura superficial; primero la Negación, “no”, y luego, en un segundo paso, la pasiva, que implica varios movimientos, el objeto de la estructura profunda pasa a ser sujeto paciente, el sujeto de la profunda se mueve al final de la oración como complemento agente, precedido por la preposición ‘por’, y por último, añadimos el verbo auxiliar ‘ser’ en su tiempo correspondiente para conseguir finalmente una oración en perfecta voz pasiva. Obtenemos, pues:

E. S. – El confeti no fue comprado por Ana Mato.

Pero reconozcamos que es ésta en sí misma una oración muy sencilla, por tanto, vamos ahora a la del principio de este artículo, la de la mutación, la nostalgia, el Califato, etc.

Tras darle muchas vueltas, ya que estamos ante una estructura la mar de compleja tanto semántica como sintácticamente, he llegado a la conclusión que paso a explicar de la manera más sencilla:

E. P. – Nosotrxs estamos acojonadxs y tenemos un pánico de la hostia puta.

E. S. – Nos remitimos a las oraciones en cursiva que abren esta disertación.

Hablando de nostalgia, esto sería analizado y explicado así allá por 1957, con Estructuras Sintácticas, y teniendo en cuenta, por supuesto, quién tenía el poder en este país. El bueno de Noam desestimó años más tarde esa primera teoría, así como varias posteriores, para llegar a la conclusión de que la verdad lingüística definitiva está en el Programa Minimalista, el cual trabaja sobre la hipótesis de que la Gramática Universal (los principios comunes que comparten todas las lenguas) no es más que un diseño perfecto, en el sentido de que solo contiene lo estrictamente necesario para cubrir nuestras necesidades conceptuales, físicas y biológicas. Aaaaanda, acabáramos, era eso… Y ahí volvemos a la misma conclusión de antes, “miedo, tengo miedo, miedo de perderte…”

(¿Y la Arcadia a la que se refiere? ¿Es Grecia acaso? ¿Syriza? ¿Qué opina de Varoufakis? ¿Qué ha hecho Ana Palacio todos estos años? ¿Es más de Breaking Bad o de True Detective? ¿Quiere ella ser la Califa después del Califa o no dejar que nadie más llegue a pisar ese Califato tan suyo, tan privado, tan liberal?

Will you miss your “Paradise Lost”?

Who the fuck is afraid of Ada Colau?)

Well, 1957, that year, you know, “well, that’ll be the day when you say goodbye…”