“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
“Las mordazas me atan. Los sinsabores del pánico me encienden cada mañana. ¿Qué? ¿A qué? ¿Por qué? No tengo ni puta idea. Mi juicio no fluye con el ritmo que yo habría deseado inconscientemente para él. Acabo de parir y no me veo con fuerzas para recuperar mi estilizada figura.”
El viejo profesor de Química acababa de publicar su primera novela, ‘La Ira de los Átomos’. Ella había consumido gran parte de su tiempo libre durante los dos últimos años, y ahora se sentía vacío, sin más ideas que plasmar sobre un papel en blanco. Y luego el calor, el maldito verano. Desde pequeño siempre había sentido como el tiempo se desvanecía entre sus manos cada vez que “perdía” una tarde de verano en la playa (maldita molicie). Hoy se sentía igual que antaño, pero con una pequeña diferencia: no estaba ya solo, su mujer y sus dos hijas, de siete y tres años, parecían estar pasándoselo en grande a su lado.
Abstraído como estaba tratando de hilvanar una especie de argumento fantástico que le sirviese como punto de partida para su segunda novela, no fue capaz de intuir que un fantasma del pasado inmediato se le iba a aparecer de repente aquella tarde: Lorena Menéndez. El viejo profesor no se había dado cuenta de que él y su familia se habían situado a tan sólo unos metros de Lorena y su chico. Los dos componían una escena de lo más rebelde y provocadora: ella llena de pendientes y colgantes por todos los rincones de su cuerpo, los visibles y los no visibles – el viejo profesor lo sabía muy bien, hasta el más mínimo detalle -; y él, un punki de cresta rizosa, enemigo acérrimo de los bañadores al uso, que se adentraba en el mar con unos desgastados vaqueros negros cortados justo por debajo de las ingles. Camisetas de Manolo Kabezabolo para ella, y de Gwar para él. Retozaban con toda la libertad del Universo en caída libre, lo que exasperaba a los más reaccionarios de entre los presentes. No al viejo profesor. No. Él estaba nervioso por otros motivos. A su depresión ‘post-parto’ se unía ahora el recuperado despecho, el sutil abandono que le había obligado a sentarse a escribir la historia de un asesino en serie que actuaba en pos de la ansiada venganza después de sentirse engañado por una chica que había succionado todas sus ansias de vida amorosa. Ese era él, la proyección de su otro yo, del esquizofrénico que cada ser humano esconde en su interior.
“No es verdad, ¡no es verdad! Nunca se puede decir que lo que uno escribe sea la proyección de los trapos sucios que se esconden viscosos en cualquier conexión de su cerebro. Yo tuve aquel affaire con Lorena porque necesitaba un poco de evasión… porque me estoy haciendo viejo, y todos somos vampiros… hasta cierto punto. Todos buscamos inconscientemente la juventud perdida; y a mi mis hijas no me servían. No me entiendas mal, querido contador de historias ajenas, que yo no soy ningún pederasta. Para mi los hijos son símbolos de muerte; están ahí para avisarte de que vas a morir, tarde o temprano, pero te vas a morir y ellos seguirán caminando….. los muy cabrones.”
Lorena estudiaba COU, y Lorena buscó premeditada e intencionadamente al viejo profesor. Sabía que estaba buena, y sabía también que ese simple hecho podría darle el siempre tan difícil aprobado en química. Le sacó todos los símbolos químicos uno a uno hasta ver reflejado en su libro de notas un inesperado sobresaliente. Para ser sinceros, ella también disfrutó lo que pudo de esa relación; pero además tenía claro, muy claro, que en cuanto su nota quedase sellada en su expediente, en las actas del instituto, el nombre del viejo profesor pasaría automáticamente a engrosar la lista – amplia, demasiado amplia para la mentalidad del viejo profesor – de sus novios y amantes. Él en un tris estuvo de dejarlo todo atrás: mujer, hijas y hasta su carrera como investigador en el departamento de bioquímica dela Facultad de Biología. También pudo sentir el frío tacto del cañón de su pistola contra su sien derecha durante quince minutos que le parecieron una eternidad condensada.
“Nunca llegué a pensar seriamente en el suicidio. Ni siquiera estaba cargada… Sí que sufrí; para que engañarnos. ¡Yo sí que sigo con mi vida de engaño permanente! No quiero a mi esposa… tampoco mis hijas me aportan nada gratificante. A veces pienso que tampoco las quiero…”
El día de playa era perfecto: no demasiado calor; de vez en cuando alguna nube permitía, como gran sombrilla salvadora, tomar un respiro; la temperatura del agua era la ideal: 18 grados centígrados. Pero al viejo profesor todo eso le importaba hoy un carajo. Lorena acababa de unirse a los productos de su desesperación, y eso sí que era insoportable.
La digestión de tanto crustáceo se hacía dificultosa en su interior. Se lo podía permitir. Sólo era dinero, del que a espuertas entra cada mes. Todo en esta vida iba sobre ruedas para el viejo profesor: tenía dinero, posición social… pero no tenía entre sus manos ese apetitoso bocadillo de foie-gras que su joven ex-amante se disponía a manducar con cara de hambre atrasada. Quería ser parte de aquel hígado de cerdo hecho papilla que se mezclaba con la saliva que él tanto había saboreado dos años atrás. Quería matar a aquel joven punki que osaba meterle mano descaradamente a ‘su’ joven ex-amante ante sus narices… Lorena lo vio, y le envió un gesto afectuoso con su mano izquierda antes de incorporarse para ir a saludarlo.
– Hola, profesor.
– Hola… ¿Lorena?
– Sí, eso es. Lorena Menéndez. Me dio usted clase de química hace dos años, en el instituto.
– ¡Ah, sí…! Era usted una de mis alumnas más brillantes… por no decir la que más.
– También era usted ‘mi profesor más brillante’. Pude disfrutar de sus mejores clases…
– ¡Ejem, ejem! Mire, le presento a mi esposa Laura y a mis dos hijas…
Tus oscuros pensamientos enviaban tus manos directamente a su cuello. Ya estaba muerta, muerta para ti, muerta “por su bien”. ¡Qué sufrimiento provocaba en ti su muerte! ¡Y cómo duele por dentro, cómo hurga sin compasión en nuestras vísceras más necesarias…!
“En verdad, yo no pretendía haber llegado a tanto… Creo que se me fue un poco la mano. De todos modos, su muerte pasó por accidental. No fue más que eso, un accidente, un imprevisto accidente. No tengo más que decir.”
Es cierto. La muerte de Jorge, el punki de la camiseta de Gwar, se debió única y exclusivamente a su imprudencia, a su temeridad, a su “valentía” de nadar y nadar contra marea, lejos, muy lejos de la orilla. Se ahogó en sus pretensiones. El que tú estuvieses nadando lejos, también lejos, pero cerca de él, no fue más que un fruto de las incongruencias de la casualidad, de la puta casualidad de haber coincidido ese domingo en la playa, en la misma playa… y con la misma chica, Lorena Menéndez.
Pues nada, amigu, que dejé de llamarla y, como las pillaba a la primera, se dio por aludida y no me buscó ya más. Aún la vi el otro día en el Carrefour, con dos guajes pequeños que no callaban ni un segundo. Me vio, que yo lo sé, pero se hizo la sueca.
Y eso que no fue en el Ikea…
Cagonrrós, lo tuyo ya no ye patético, ye lo siguiente.
¿Y qué ye lo siguiente?
Ni puta idea. Eso ya lo busques tú, que pa eso yes poeta, aunque seas Patético.
En 2008 Indalecio tenía una novia formal, Rocío, de esas que sin querer consiguen provocar sonrisas diáfanas en las caras de las madres y las tías; de esas que, en una cena familiar, se levantan raudas a recoger los platos y se ofrecen sonrientes para fregar toda la cacharrada. ¡Si hasta se parecía un poco a Doris Day, carajo! El cumpleaños de Indalecio se acercaba, una nueva década, la de los cuarenta, y Doris… Perdón, Rocío, (¿en quién estaría yo pensando?), para no meter la pata, preguntó con delicadeza a su novio querido que qué quería como regalo. Él, desde su innata austeridad, pidió lo primero que se le vino a la cabeza en aquel momento.
Felicidades, cariño. Aquí tienes, mi amor, mi pichurrín. ¡Ay, que ricu ye él, madre!– Y, además de un pellizco en la mejilla de intensidad media-alta, le entrega un paquete envuelto en un papel de regalo pelín cursi, con demasiadas flores para el gusto de Indalecio, y que le parece demasiado ancho como para contener lo que él había pedido… Lo abre entre intrigado y acojonao.
¿Astur? ¡Qué cojones…? ¡Qué mi madre…! ¡Isabel San Sebastián? Joder, si no la soporto.
P-p-pero, fue lo que me pediste, amor, ¿no? Hasta lo apunté en mi agenda y todo para que no se me olvidara, mira… “el último de Isabel San Sebastián”…
Joder, ye la hostia; hay que jodese… No dije eso. El último de Belle and Sebastian, que no lo tengo aún… El último de Belle and Sebastian…
Y allí quedó “Astur” sobre la mesa de un restaurante elegante de Oviedo que ya no existe hoy en día. No sabemos si Do… perdón, Rocío, lo llegó a leer o no, pero sí sabemos que su “life pursuit”, su búsqueda de la vida junto a Indalecio se acabó aquel día, porque Indalecio es un ser radical en sus principios, no admite casi errores. Quizá algún día el Poeta Patético, buen amigo suyo, se anime y le dedique la oda que Indalecio merece.
De acuerdo, no era el peor de los hombres, ni siquiera el mejor de los padres, tan sólo era el pequeño de cinco hermanos que se quedaron huérfanos de padre demasiado pronto, mucho más pronto que yo, por supuesto.
Hoy, como es costumbre cada julio, nos fuimos Nuria y yo a tomar un café al Siglo XIX tras haber dejado a los niños en casa de mi madre, y de fondo, en la televisión, estaban retransmitiendo la correspondiente etapa del Tour de Francia, y en éstas que veo a Froome sin bicicleta corriendo cuesta arriba como un poseso. ¡La hostia! ¿Qué acaba de suceder? El caso es que, de vuelta a casa de mi madre (antes conocida como “de mis padres”) iba pensando en contarle a mi padre ese hecho curioso que acababa de ver en “La Grande Bouclé”, que él siempre tenía por costumbre estos últimos años preguntarme por el resultado de la etapa del día… hasta que me di cuenta de que ya no iba a ser así, que mi padre ya no me iba a preguntar nunca más por el resultado de la etapa del Tour, y no pude evitar sentir un escalofrío de ésos que provocan las ausencias que son ya para los restos.
La misma serenidad,
la misma sangre fría
que en mayo de 1983
cuando murió mi abuela.
A ella la quería más,
no tengo la menor de las dudas.
Aunque ya no hablamos de amor
ni de cariño:
es ese enlace genético
ese pegamento
que da gracias
por haber llegado aquí
y haber respirado
con los pies imantados
a la puta Tierra.
Reconozco que no éramos grandes amigos, que no coordinábamos ni empatizábamos nada bien, pero debe haber algo en la sangre que te envía una señal de vez en cuando con la única y simple intención de avisarte y recordarte de donde vienes.
Él, que en un intervalo de tres meses me explicó que el niño cocodrilo aquel que habían traído en un circo friki no era de verdad (era el gran atractivo de un circo que siempre venía a Ponferrada a las fiestas de la Encina a primeros de septiembre), y que los Reyes Magos no eran tales, que los padres se encargaban de todo. Tenía yo siete años. Yo fui transmisor de “malas noticias” al resto de mis amigos…
¿Y ahora, qué?
Rezos, misas, cristos y lloros.
No, por mi parte no.
Pocos fueron los momentos buenos,
de risas y complicidad:
densidades muy dispares,
poca comprensión,
mutua,
que yo no rehuyo mi parte
y sería muy hipócrita proclamar
ahora
desde el umbral de lo fácil
que era un gran hombre,
que lo quería a dolor
y que lo echaré un montón de menos.
“¿Para qué llamar por teléfono habiendo bicicletas? No paga la pena”, es una máxima literal que resume a la perfección la filosofía vital de mi padre; mitad graciosa, sí, y mitad bronca sutil por, según él, gastar a lo tonto, sin pensar.
En un cajón de su armario “yacían” dos cinturones de piel, de los buenos, que era “más cómodo atarse una cuerda” para evitar las constantes bajadas de pantalones.
Echaré de menos, sí
su ironía y su sarcasmo:
el ingenio tan veloz siempre
para definir situaciones
y personas.
Me hacía reír,
reír con ganas.
Gran contador de historias a la par que gracioso, es mi labor ahora mismo recuperar alguna de sus aventuras:
Recién cumplidos los seis años, comenzó a trabajar como pastor de ovejas, que el hambre proveniente de la guerra ya azuzaba, y una madrugada, mientras llevaba el rebaño desde Pieros, su pueblo, hasta Valtuille de Arriba, con luna llena, tuvo que esconderse de una manada de lobos que acabó desayunándose un par de ovejas. Para él, eso era el miedo y su misma metáfora.
No echaré de menos
su avaricia,
su no saber vivir,
sus nulas muestras de cariño,
sus exigencias exageradas,
carentes de un mínimo de apego
y comprensión
hacia un niño
que sólo quería agradar
y ser feliz.
En su casa, cuatro hermanos y una hermana más la madre, Amparo, viuda y huérfanos, no había vajilla alguna; se cocinaba en una perola al fuego de leña en medio del patio y luego ya comían todos juntos alrededor de la pota todavía humeante. Mi padre aún conservaba a sus 83 años una marca en su mano derecha que provenía del tenedor de su hermano Amador: “¡Come de tu lao, cagondiós!”, por atreverse a ir a buscar algo de chicho en zonas ajenas a las que correspondían a su lado de la olla.
Pasó hambre, mucha, pero eso, decía él, era puro alimento para el ingenio, que solía ir hasta la casa de la tía Rafaela que, no sólo le regalaba media hogaza de pan, sino que se aprovechaba de la visita de cualquiera de sus sobrinos para que los mismos le acercasen calderos de agua caliente hasta el barreño en el que se iba a dar su baño semanal y, de paso, cada uno de ellos alegraba su vista y grababa recuerdos para deseos venideros plenos de fantasía onanista.
¡Y lo era!
¡Lo es!
Quizá por haber sabido
huir a tiempo
de ese narcisismo
tan nocivo
como mal entendido
en el que viví
mis primeros años.
En el colegio le iba muy, muy bien, casi el número uno en la clase de Don Venancio y, aún así, no pudo irse a estudiar con los frailes cuando estos mismos lo seleccionaron porque en su casa no había dinero para una muda nueva, algo que siempre lamentó desde su siempre insistente anticlericalismo, ya que consideraba que una educación a un nivel superior podría haberle sido la mar de útil para saber más, para aprender más, para haber adquirido una cultura que, ahora que lo pienso, tampoco tuvo nunca demasiado interés en adquirir.
El terror contenido
de una mala nota
en el colegio,
de un mal paso,
de un tropezón inoportuno…
o de un vaso de Duralex
que resbala de tus manos
y estalla escandaloso
contra una baldosa del suelo.
Pero tuvo que emigrar a Francia, a Estrasburgo, a trabajar catorce o dieciséis horas y dormir en barracones con otros amigos del pueblo, Pieros. Un puesto en la Suchard, varios años que no sirvieron ni para aprender un mínimo indispensable de francés; una novia canadiense que duró poco y un regreso a casa sin pena ni gloria, eso sí, con un odio eterno al chocolate Suchard (“En estas Navidades, turrón de chocolate… ¡Y una puta mierda p’al turrón, p’al chocolate y pa Suchard!”).
Siempre contaba muy orgulloso que le había ganado dos juicios a Franco, juicios laborales por despidos improcedentes. Ahí empezó su etapa sindicalista y luchadora. Recuerdo huelgas indefinidas, manifestaciones, noches y más noches de encierros, alegrías y decepciones, suspensión de pagos en Talleres Canal, S. A., donde trabajaba como soldador, y los obreros a tomar viento fresco. Una pelea larga y sin cuartel, muy dura. Indemnización y, al final, prejubilación. Orgullo obrero y de clase hasta el final.
Y todo ello siempre desde el más puro y duro pragmatismo activo; el cariño ausente y la austeridad suma como patria y bandera. Por eso era mucho mejor y más sano ir a dar un recado en bicicleta que descolgar el teléfono y marcar el número correspondiente para darlo, porque eso luego lo cobraba Telefónica.
Ahora, adiós,
y si existe otro lugar,
otra dimensión,
que sea ésta ajena
a ese mundo
tan estoicamente
materialista
en el que te gustaba
vivir.
En verano, con la amanecida, solíamos ir juntos a sulfatar la viña, yo como aguador y, en ocasiones ya siendo yo un fornido adolescente, como sustituto sulfatador máquina a la espalda para dejar las hojas de vid teñidas de un azul demasiado exagerado, sin mascarillas ni hostias, con ese olor ya impregnado en el fondo de los pulmones durante dos o más días.
Ahí está su bastón, ya olvidado, descansando. Puede que no fuese un gran hombre, lo sé, y que el amor para él fuera tan sólo un sencillo “que no te falte de nada”, puede que suficiente o puede que demasiado escaso. Yo no lo sé, la verdad. Quizá el amor está sobrevalorado…
Hijo de la Guerra Civil, de la posguerra, del hambre, del odio, sin miedo a nada ni a nadie, austero hasta la extrema extenuación mental, el humor negro, negrísimo como bastión de su sorna y su deje gracioso…
y mi padre.
POST DATA
Dos momentos de aquellos buenos de verdad que recordaré mientras respire:
El primero, tendría yo unos cinco años, en el antiguo campo municipal de la Unión Deportiva Cacabelense, donde hoy se ubica el colegio público. La Unión ganaba 4 a 0 al Guardo, un baño descomunal de actitud y de juego, y en éstas que le llega el balón en un clarísimo fuera de juego a Ricardo el Relojero, uno de los jugadores con más clase de los que yo haya disfrutado jamás, que marca de tiro ajustado al palo derecho. “Fuera de juego por mucho”, me dice mi padre al mismo tiempo que comienza a explicarme qué era aquello del orsay. “¡Qué más da, que se jodan, haber estao atentos, joder!”, le responde un paisano que aún celebraba alborozado el quinto gol. “No, no da igual, es fuera de juego y ya está”, fue la seria contestación de mi padre.
El segundo sucedió como un mes y medio antes de que yo cumpliese los diecisiete años. Regreso casi de madrugada de un concierto en Ponferrada, son las fiestas de la Encina. El Castillo de los Templarios era un lugar cojonudo para albergar todo tipo de conciertos; aquél era de Gwendal, si no recuerdo mal. Mi madre, que encuentra algo en el bolsillo de mis vaqueros justo antes de meterlos en la lavadora al día siguiente. “Ay, que igual es droga”, sospecha. “Pepe, vete con esto y pregúntale al niño”. “¿Qué es esto que encontró tu madre en tus pantalones?”, “a veeeeer… Ah, no, nada, nada, sólo un poco de pólvora prensada para los petardos que tiramos ayer en las fiestas de la Encina… que sobró un poco y tal…”. “Vale, toma”, y me devuelve un buen trozo de mejor costo con cara de no haberse creído una mierda de lo que yo le acababa de contar a la vez que me indica con un gesto de su cara “cuidado, cuidado, hasta ahí y nada más” (la psicosis aquella de los años 80 con la droga, la de la gente desinformada y todo aquel fandango que sobre todo benefició a quienes traficaban). Asiento con cierto deje de chulería adolescente, se va y escucho acto seguido, “nada, que es pólvora para hacer petardos en las fiestas de la Encina”, lo cual no era del todo mentira, semánticamente hablando.
Sé que desde esa silla vacía
de la galería
sigues mirando la gente
que va
y que viene
porque tú no creías
en cielos
ni en infiernos
ni en nada que no pudieras
ver o tocar.
Sé que puedo ser injusto
o incluso quedarme corto,
que nadie es capaz de dar
aquello no tiene,
no sabe
o no comprende
cómo dar.
¡Buen viaje!
Nos veremos
sin dios mediante
en eso que aquí
conocen como
tresmundu.
(Un día cualquiera de febrero de 1975. Mi primo me regala un mes antes una radiocasete grabadora que ya no utiliza. Llego del colegio, la puerta de casa está abierta, que mi madre trabaja en la peluquería con la ayuda de mi abuela; entro y dejo la cartera en mi habitación, me dirijo a la cocina, que tengo hambre y huele la hostia da bien, a cabrito al horno, una de las especialidades de mi abuela Luisa, me paro en la puerta porque escucho como mi padre canta: “mañana por la mañana te espero Juana junto al café, que tengo ganas, querida Juana, de verte la punta’l pie, la punta’l pie, la pantorrilla y el peroné, te digo Juana que tengo ganas de verte la punta’l pie…”. Stop, play y a escuchar. “¿Qué haces, papá?” “Eeeeh, no, nada, nada, probando esto que te dejó tu primo…” En aquella cinta Tudor de 60 minutos le grabé yo posteriormente canciones de las Grecas que ponían siempre en la radio, que le gustaban un montón, lo más cerca que mi padre estuvo jamás de la modernidad entendida como tal. Nunca jamás volví yo a escuchar esa canción que hablaba de Juana y su peroné.)
“¿Pero dónde vas tú con esa pinta de jipi? Nunca me gustaron los jipis y tengo uno en casa.” – El aspecto, antes de irme a clase: botas militares, pantalones negros rotos, camiseta de Bauhaus y abrigo negro largo – que había sido suyo -, pelo de punta… Daba igual, todos éramos jipis para él.
que me cuentas
que reabre heridas
y yo pienso
me pregunto:
¿qué herida se vuelve a abrir
si ninguna
se había cerrado
aún?
hombre/mujer
no regresas a casa
que los hornos
alzan altivos
sus humos negros:
huesos que arden
fosas nasales
llenas de tierra
y en el bolsillo interior
de tu chaqueta
una cartera
y dentro de ella una foto:
la que acompañará
tu soledad eterna
codo con codo
sangre por sangre
al lado de tus camaradas:
no pudiste matar conejos
tampoco fascistas… al grano:
la herida
sigue abierta
y respirando:
ahora deja que rinda honor
a mis muertos
que los tuyos
ya han tenido
muchos más honores
de los que jamás
hubieran merecido:
¿o acaso es tuya
toda la puta mercromina?
yo sí soy un poeta maldito:
madrugo como un cabrón,
me ducho
(soy limpio
porque soy un poeta maldito)
preparo el desayuno
para mi mujer
y para mis hijos:
maldito,
ya casi de culto,
oliendo a café
salgo de casa
y voy a trabajar, sí,
enseñó inglés
porque soy maldito,
chamán de ese papanatismo
RAEliano
anglicismo a balazo limpio ante el ademán:
tan maldito
que me como el pincho
a eso de las once y pico
con mirada perdida
pensando desde esa pose tan intelectual
en la lista de la compra,
y me meto una pastilla
porque me duele la espalda,
maldita,
lordosis lumbar
es el diagnóstico,
maldito e infinito:
ya casi no bebo
y nunca me drogo
porque soy maldito:
por las noches no salgo,
sólo duermo
y sueño con series,
con películas malditas
y ya despierto otra vez
con el guión aprendido
para un día virgen,
tan maldito como el previo:
y el espejo me envía
una sonrisa de cara lavada:
porque soy un poeta maldito
y embadurnado por el fango
de mi querido malditismo
me recorro entero
y luego
los despierto:
arriba,
y les grito suave:
soy maldito, mi gente,
porque soy feliz.
Puede que al final de todo hasta me de un poco de lástima haberlos matado. A todos. Puedo también, en este preciso instante, dejar de hacerme el duro y sincerarme hasta llegar a exteriorizar todo lo que siento. Pero nunca dejar de matar, de ganarme el pan. Es mi trabajo, y no sé hacer otra cosa. El avestruz, cuando huele el peligro cerca, esconde su cabeza dentro de un agujero excavado en el suelo. Yo no soy – ni por supuesto, ni por encontrarme ahora ante vosotros contextualizando mi palabra – un avestruz, pero sí que me oculto dentro de mi agujero, porque yo soy mi propio agujero, mi zulo y mi cripta, negra e interminable… y quizá esté deseando poder salir ya de él de una puta vez.
Era demasiado joven cuando empecé. Permití, como todos hacemos en algún momento de nuestras vidas, que me lavasen el cerebro a conciencia. Mi barrio fue mi escuela, y yo uno de sus alumnos más aventajados. (Qué tópico, ¿verdad?) Por encima de toda cualidad, prevalecía la inteligencia en su vertiente más picaresca, egoísta hasta decir basta, (aunque todos nos decíamos “colega” con la boca rebosante de intensa sonoridad cada vez que nos veíamos por la calle). He de reconocer que a mí también me favoreció el físico, mi imponente presencia de uno ochenta y siete y noventa y pico kilogramos, capaz de atemorizar, en soberbio cóctel con mi acusadora y profunda mirada, al más gallito de entre los gallitos. Me zambullí de lleno en el “grupo” apenas cumplidos los catorce años. Antes de los quince ya había matado a uno en una pelea cargada de ira. A golpes, a hostia limpia, con un par de cojones, como “los hombres de verdad”. El miedo hacia mi persona se extendió por todo el barrio, como esa niebla repentina que súbitamente nos impide ver con claridad. Comencé a recibir encargos después de pasar mi prueba de fuego: asesinar a sangre fría al vecino de mi tía Rafaela, un solterón empedernido, huraño, con muy malas pulgas. Su delito consistió en toquetear con sus sucios dedos el sexo aún dormido de la sobrina nieta del jefe, la angelical Lisa, que por aquellos tiempos aún no habría llegado ni tan siquiera a la edad de recibir su primera comunión (que no su primera “hostia”). Tiro en la nuca, rematándolo en el suelo con otro en la sien. Limpio y rápido. Y sin testigos. Había superado con éxito mi salto del umbral, ya nunca más un niño ante los ojos de nadie, ni siquiera ante los de mi propia madre.
Odio la violencia gratuita. Yo siempre cobro, y mis cuotas siempre han ido en progresivo aumento…, al menos hasta el momento presente. Mi vejez está más que asegurada ya que dinero no me falta, pero temo no poder llegar a viejo, a cojear apoyado en mi bastón con mango de nácar cada vez que pasee a orillas del lago, a dar de comer a las putas palomas que todo lo cagan. ¡Tengo que salir de aquí como sea!
Me armé por completo de valor, y fui a hablar con el jefe, cara a cara, como lo deben hacer los hombres, mirándose a los ojos, casi sin parpadear, con la mano derecha apuntando de cerca y en todo momento – y de manera inconsciente – en dirección a la cartuchera de mi Smith & Wesson, bien resguardada bajo mi chaqueta negra de corte clásico, mi uniforme de trabajo. “He pensado dejarlo”, le dije justo después del obligado “buenos días” a nuestro bien amado capo. “Está bien. No hay problema”, me respondió el jefe antes de sacar del bolsillo interior de su americana – acto que me puso inmediatamente alerta, que ya estaba yo sintiendo urgente el tacto del gatillo sobre la epidermis de mi dedo índice – un sobre que contenía unos cuantos billetes de los grandes. Me tendió su mano y me dijo adiós; adiós a una historia de respeto mutuo bajo el yugo de la muerte por contrato. Después de todo, no parecía mala persona, tan sólo era cuestión de suponer que la suerte le había permitido ocupar ese lugar; (no sé si buena o mala, la suerte, pero por lo que a mí respecta, sí que ella me había regalado un futuro sin que yo hubiese tenido que luchar excesivamente por él.) Un obrero, en una cadena de producción cualquiera, no sabe después de muchos años cuántas piezas habrá atornillado, engrasado o manipulado. A mí me ocurre lo mismo. No puedo acordarme de todos los que me cargué, tampoco recuerdo la suma total… No es saludable, no se debe uno dejar atrapar las veinticuatro horas del día por los problemas que genera el trabajo. Mi familia es feliz, yo soy feliz. Ellos son mi refugio, los que, sin comerlo ni beberlo, me han quitado mis enormes orejeras, que yo ya me siento viejo y necesito un cambio de aires, otro trabajo, poder llamar “compañero” a alguno de los que trabaje a mi lado, sin que haya desconfianzas mutuas. Supongo que eso será sencillo.
Acabo de cumplir cuarenta y cinco, (el día veinte del mes pasado, concretamente). Llevó tres semanas en mi nuevo trabajo, y me gusta; no necesito esconder ya mi rabia en algún oscuro rincón de mi memoria. No necesito fingir, ni manipular más mis egos. Puedo hasta llegar a pasarme alguna que otra tarde jugando con mis hijos, con sus pistolas de juguete, siendo consciente de que de ese cañón de plástico jamás saldrá una bala de verdad… No sé, la primera vez que el pequeño me sorprendió agazapado tras la puerta del trastero me dio un vuelco el corazón. Por unos instantes, dos, tres segundos, creí que había llegado mi última hora. Luego abracé a mi hijo y lloré en silencio sobre él. Durante casi cinco lustros de mi vida, nunca antes me había nadie sorprendido; ni el más profesional de entre los más cualificados del ramo de asesinos a sueldo me había hecho subir las pulsaciones a más de noventa. Y mi hijo me había matado. “Pum, pum, pum. Forajido, estás muerto”, y su padre casi se muere, sí, pero del susto. Me senté a consolarme conmigo mismo, pensando en la cantidad de ocasiones en las que habría estado a punto de caer en una emboscada (como la que me acababa de tender mi propio hijo pequeño, de tan sólo cinco años) sin ser para nada consciente del peligro intrínseco que mi sucia labor conllevaba… Pero yo no estoy hecho para el pensamiento profundo, me da dolor de cabeza, y éste no me permite luego pensar, concentrarme a fondo. Extraña contradicción, realmente.
En la planta embotelladora me siento realmente a gusto. He descubierto incluso que soy capaz de mantener una conversación con otra persona utilizando más de una o dos palabras en cada intervención. Ayer mismo, sin ir más lejos, estuve riéndome sin parar, como todos los demás, durante unos minutos. Fue verdaderamente gracioso lo que le ocurrió al encargado de la bodega. Venía el hombre corriendo a traernos un aviso sobre un pedido importante de la Presidencia, cuando comenzó a resbalar, a deslizarse sobre las gastadas suelas de sus zapatos uno, dos, tres y hasta cuatro metros, yendo a chocar violentamente contra Mel “la Fudre”. Joder, acabó con su calva cabeza entre los enormes pechos de “La Fudre”, mujer de unos ciento veinte kilos, más o menos, que gasta una mala hostia descomunal, y que, en buena lógica, devolvió semejante afrenta con un tortazo de los que duelen más por su sonido que por el daño físico que puedan llegar a provocar. Esa noche me dolieron mucho las mandíbulas (debe ser la falta de costumbre). Quizá por esa razón, puede que también entre muchas otras, yo había envejecido más aprisa… por no haberme reído apenas. La verdad es que hasta me costaba horrores forzar una sonrisa en Navidades, cuando por norma debes sonreír y desear el bien a tus semejantes, al menos a los que no tenías que cargarte antes de que pudiesen decorar el abeto rodeados de su familia, de sus hijos. ¡Pum, pum! (Navidad, Navidad, dulce Navidad…¡a tomar por culo!)
Mañana cumple el renacuajo siete años. Quería comprarle un juego nuevo para su ordenador, uno de esos que dicen que desarrolla tu intelecto, tu capacidad de deducción. Yo ésa ya la he perdido. He perdido el instinto de supervivencia. Ni siquiera llevaba conmigo mi antes inseparable Smith & Wesson… (Oh, Dios, toda esta gente… no saben bien cuánto me están agobiando, me roban el aire que es mío… y en este instante lo necesito más que nunca.) No lo vi venir. Seguramente me estaba siguiendo desde la fábrica. Salí de trabajar, fumé un cigarrillo con dos de mis compañeros (ya casi amigos, además), y me despedí, no ya hasta mañana, como todos los días, sino hasta después de pasado el día de Navidad. (Joder, esto duele… y no sé si mañana llegará, o, mejor dicho, si yo llegaré a él.) Era un chico joven, de no más de veinte años. Se acercó de frente a mí, decidido, mirándome con rabia a los ojos, profundamente, buscando el miedo, el pánico en ellos. Me quedé quieto, totalmente inmóvil, facilitándole la tarea. Un segundo antes de que me disparase a bocajarro, a mi cerebro llegó la imagen nítida de mi ahora añorada Smith & Wesson, como un plano de una película de cine negro, la pistola sola dentro de un cajón abierto, pero ninguna mano se acerca para empuñarla, y pronto se oirán tres disparos. “Esto de parte de mi padre, cabrón”, me soltó en un tono muy bajo, aunque vocalizando despacio, muy despacio cada sílaba, intentando multiplicar por mil su contenido semántico. Tres balazos en mi abdomen. Estoy perdiendo mucha sangre, y la ambulancia está tardando mucho. Creo me estoy yendo al infierno. Pero, ¿quién cojones sería el padre de ese muchacho? Vaya una pregunta más gilipollas, lo sé. Sólo es un resto, un poso de mi trabajo anterior, de alguno que quedó a medias por no registrar a conciencia el entorno. No sería, desde luego, el primer niño al que habría tenido que matar sin una pizca de compasión. No es que me guste especialmente la violencia, lo que ocurre es que no veo cuál es la diferencia entre apretar un gatillo o encorchar una botella de tinto; y ya puestos, qué más da encorchar una botella Gran Reserva o una de cosecha; qué diferencia hay entre apretar el gatillo ante una cabeza de treinta o ante una de diez años. Ninguna, porque el trabajo supone el mismo esfuerzo en ambos casos. Ya puedo oír la sirena de la ambulancia. Puede que incluso hasta tenga un poco de suerte y todo.