“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
Como cada domingo, salió de misa casi en pole position, y tras mojar las yemas de sus dedos en agua bendita, comenzó a persignarse tan ensimismado como de costumbre. Nada más cruzar el umbral del portón de la iglesia, se vio de súbito deslumbrado por el sol, y como no llevaba sus gafas de sol, se dio cuenta: “Anda, si Dios no existe, son los curas”, se dijo en voz muy baja a sí mismo antes de echar a andar muy decidido en dirección al bar de siempre mientras se secaba por defecto los restos de agua bendita en los laterales de sus pantalones chinos, tan nuevos como arrugados.
Muchas veces Pedro se quedaba ensimismado observando las fotografías de su abuela, esas fotos en un rancio blanco y negro retocadas hasta dar un tono angelical a la expresión que emanaba de cada rostro allí plasmado para los restos… esa mirada siempre desafiante, en duro contraste con el amago de sonrisa que estaba presente en todos y cada uno de los retratos. Se imaginaba gestos y, algunas veces, partiendo del fotograma que tenía enfrente, continuaba la acción: Dolores posaba; el estallido de luz daba paso a una ligera conversación entre el retratista de Cacabelos, llamado Honorio, y esa mujer a la que acababa de inmortalizar. En la mayor parte de esas ocasiones, Pedro despertaba de sus ensoñaciones al oír la voz de su madre que requería su presencia para solventar cualquier nimiedad.
(Poema en dos partes, en dos lenguas, inspirado en las imágenes de una artista excepcional, Malin Ellisdotter. Sus imágenes os trasladarán a otros mundos, a otras dimensiones imperceptibles, improbables, tan increíbles, que están ahí, a nuestro lado, pero somos incapaces de verlas.)
¿Bloody Mary, Bloody Mary, Bloody Mary? Nah, eso no es más que otra de esas leyendas urbanas que sólo sirven para asustar a adolescentes pajilleros cada Halloween. A mí nadie me cortó nunca el cabello como le hizo aquel hombre malo a Mary, ni tampoco me suicidé a posteriori, más bien todo lo contrario, mi bestia me ayudó a alcanzar la inmortalidad, una meta que yo no pretendía, para qué os voy a engañar, pero que se disfruta bien desde el más acá. Podéis decir mi nombre precedido por el adjetivo «bloody» una, dos, hasta tres veces cuando os encontréis frente a un espejo cualquiera, pero yo no apareceré, no; y si me veis cerca, no será por ese motivo, tan sólo será por una mera cuestión de hambre. Me llamo Samira y ésta es mi historia.
Todavía no había cumplido los dos años, que quedaban diez días para ese hecho. Mi padre, Silverio, trabajaba en el campo como jornalero; mi madre, Sira, regentaba una panadería junto a su hermana Sagrario, La Gárgola se llamaba, en la Calle Mayor. Mi hermano, Salvador, casi dos años mayor que yo, para contradecir la semántica de su nombre propio, decidió aquel día frío de invierno que mi cara estaría mucho más calentita encima del brasero de leña que mi abuela Socorro nos preparaba cada mañana para que no nos congelásemos en aquella lúgubre casa en la que vivíamos, al lado de un callejón que más parecía un lupanar para gatos que el atajo de acceso a la calle principal que se suponía que era. Imagino que lloré, que di unos alaridos tremendos, que la carne ardiendo duele mucho… Yo sólo recuerdo ese ruido, ese crepitar que me despierta muchas noches entre sudores incontrolables. En el colegio soporté todo tipo de burlas y desprecios, estoicamente, que yo iba a lo mío, y lo mío no incluía a aquellos seres despreciables que no merecían siquiera haber nacido de madre alguna. El día de mi décimo cumpleaños, apareció por sorpresa mi tío Saúl, que venía desde Bruselas a visitarnos por vez primera desde que hubiese emigrado muy temeroso casi veinte años atrás. «Toma tu regalo, Samira. Es un espejo que le compré a una gitana húngara el verano pasado. Te va a gustar, sobre todo si lo utilizas como es debido. No precisa instrucciones, tú sólo tienes que dejarte llevar por él.» Y me miré en él con el temor de una virgen en su noche de bodas, y me vi allí reflejada como siempre, cara marcada, surcos imposibles, ojos siempre llorosos sin pestaña alguna. Lo dejé encima de la mesa del salón mientras abría sin apenas ilusión mis otros regalos. Al llegar por la noche a mi habitación, me fijé de nuevo en aquel espejo, y lo agarré y volví a verme reflejada en él, toda mi cara quemada sin apenas reconstrucción alguna que mitigase el rechazo que provocaba en el resto de la humanidad. Cerré mis ojos, comencé a llorar, lo que me fastidiaba sobre manera, ya que mis lagrimales no estaban ya preparados para tal menester, y al volver a abrirlos, allí estaba yo, esa yo que podría haber sido, esa Samira que podía ser ahora quien habría debido ser… «Déjame hacer, déjate llevar», me dijo de repente. Y así ha sido desde ese mismo instante. Sara, que así decidí llamarla, a mi querido espejo, jamás se ha separado de mí en estos sesenta años. No envejecemos, somos inmortales. Es muy voraz, pero no me importa, que siempre encontramos carne fresca, sangre densa para ella, que no es difícil hallarla entre aquella gente que aparta su mirada de mí, que me hace un gesto denotando asco, el más inhumano de los desprecios, o que incluso me llega a llamar fea, abominación, horrible criatura del averno… Y, ya veis, ni siquiera necesitan repetir su nombre varias veces para que aparezca de repente a su vera y se convierta en su peor, en su última pesadilla. Y nadie, ningún hombre malo se ha atrevido jamás a cortarme el cabello… Aunque, bien pensado, eso no podría ser porque ya no poseo cabello alguno. Recordadlo, me llamo Samira, y si os cruzáis conmigo por la calle, un simple “buenas tardes” acompañado de una sonrisa me sirve, nos sirve a mí y a Sara, aunque ella esté sintiendo en ese momento la necesidad de calmar esa voracidad que no tiene límite alguno. La pobre, sólo quiere vuestro espíritu, devorar vuestras almas…
(No conviene olvidar aquello que aprendimos en nuestra infancia – hablo de la gente como yo, de más de cuarenta… y pico – «Bic Naranja escribe fino, Bic Cristal escribe normal», y, aunque lo tenía algo olvidado, regreso a las imágenes que cada viernes nos propone Fernando Vicente desde su blog elbicnaranja. Me llamó la atención la fuerza de chica, que parece controlarlo todo a través de su espejo mágico. El GIF es de Bill Domonkos, al cual le gusta manipular fotografías antiguas para añadirles una vida que quizá no tuvieran con anterioridad. Lógicamente, esa historia que acabáis de leer es la que a mí se me ocurrió al ver la imagen de Bill que preside esta entrada, y esta joya de vídeo realizada por Chris Cunningham para Aphex Twin se adhirió a mis neuronas según iba escribiendo… Come to Daddy!!)
“Siempre he odiado los autobuses, sobre todo estos armatrostes de la línea urbana, aunque ahora mismo voy cómodo. He pillado un sitio libre en la última fila y no hay demasiada gente. Mejor. Menudo fastidio supone ir de pie soportando toda una gama de olores corporales que se van concentrando justo en la parte media. La gente debería asearse más, al menos los días que tengan que viajar en autobús.
Las malditas paradas, los semáforos, que siempre lucen el color rojo cuando más los necesitas… Son ya las diez, y no sé si me dejarán entrar en el hospital. Bueno, si no es así, ya me las arreglaré de alguna manera… Tengo que verlo; necesito saber cómo está mi amigo… ¡Joder, cómo odio los putos hospitales! Pero sobre todo odio que mi amigo esté allí, rodeado de médicos y de enfermeras chupapollas. Hijos de puta, siempre tan seguros de…
Al acabar el concierto nos fuimos de allí. Había demasiada gente, gente que apuraba su superávit de adrenalina a base de más y más tragos de mezcla de refresco de cola – cualquiera servía – con una bebida alcohólica destilada. El ambiente olía a marihuana, podías respirar su aroma a cada paso que dabas. Teníamos hambre; teníamos sed… y también miedo, porque el calor y la humedad obligaban a la rápida descomposición del pobre Julio, que yacía cadáver dentro del maletero del BMW de Carlos. ¿Por qué cojones se tenía que haber muerto así, tan repentinamente, cinco horas antes del concierto, cuando estábamos tranquilamente en Llanes preparándonos para un viaje hasta Gijón a presenciar el que luego sería el conciertazo del año…?
Ocho horas antes del concierto
En la playa de Barro, al menos unas siete familias almorzaban pollos asados en el chiringuito. A pesar de ser ya el noveno día del mes de septiembre, el calor abrasaba con vehemencia, ayudado por la ausencia de nubes, que permitían al otrora (otrora querría decir en este caso ‘agosto’, el mes traicionero por excelencia)… como iba diciendo, la falta de nubes que permitían al otrora desaparecido Lorenzo desplegar zalamero todos sus recursos aduladores. Teníamos hambre, pero no disponíamos del suficiente dinero para matarla. Un poco de cerveza engañaría gentilmente a nuestros protestones estómagos. ¿Algún porro? No, no merecía la pena, que eso solo serviría para aumentar la intensidad del hambre. Nos conformaríamos con “alimentarnos” olfativamente con aquel aroma de pollo asado que otros podían gustosamente manjar. Julio sí podría, si quisiera, porque Julio era de los pijos, aunque de aquellos que viven en un estado de constante autoafirmación (no sé para qué, la verdad, porque si la vida te ofrece algunas ventajas deberías aprender a utilizarlas en tu propio beneficio. Joder, que nos estábamos muriendo de hambre y aquel cabrón sólo tenía que acercarse a Llanes y sacar unas migajas de cualquier cajero automático. Pero no, el puto orgullo de clase, de anticlase, de vaya usted a saber qué pajas mentales de las múltiples que poblaban la mente del que se había educado interno con los jesuitas… se me olvida por momentos que está muerto y ni eso soy capaz de respetar). Julio nadaba contra las olas. Julio se fumaba un peta… y otro a continuación. Vuelta a la natación. Una rayita de coca, otra de speed… Pero nada de esa nouvelle cuisine con la que en ocasiones nos daba bien la paliza. Hablemos un poco del concierto, pues. Qué poco faltaba ya, y qué poco avanzaba el tiempo, ese hijo puta que siempre va en primera cuando mas necesitas su velocidad punta. Venga, ahora una siesta tumbados boca abajo sobre la toalla, pero corta, que a ver si se nos va el santo al cielo y nos perdemos el concierto. Julio que ronca. “Que raro”, pienso yo tomando en consideración toda la coca que se había metido aquel prototipo de ser anormal en tan corto intervalo de tiempo. Carlos también duerme, pero eso en él es lo habitual, sobre todo si vamos de doblete. Me prometo no caer; me siento; me vuelvo a tumbar, esta vez boca arriba; alucino con las nubes que acaban de llegar de allende los mares y sobre todo con sus formas, hasta llego a adivinar la cara de Cate Blanchett haciendo el papel de Elizabeth I de Inglaterra… Seguro que las drogas no ayudan, y eso que soy el más recatado, el que más se corta a la hora de meterse. Ha llegado la hora de probar la fría agua del Cantábrico. Eso sí que será un buen despertador. Salgo corriendo y tiritando tras dos minutos de intenso chapoteo y ardua lucha contra las olas. Me refugio en el calor de la toalla. Sonrío al darme cuenta que una familia que acababa de irse se había olvidado La Nueva España. Me apetece mucho leer todo lo que cuenten acerca del concierto, y miro el reloj casi instintivamente. Cinco horas de cuenta atrás.
Cinco horas a. de C.
Julio ya no ronca, aunque yo ni me doy cuenta de ello. Sencillamente, leo lo que en el periódico me cuentan sobre Manu Chao. Estoy recordando aquella memorable actuación de Junio del ’90 en El Parque del Piles. Eran otros tiempos; yo estudiaba, y Manu era el líder de Mano Negra. Hasta fotos tengo de aquel glorioso día… pero Julio ya no roncaba, y Carlos se acaba de despertar, me dice que se va a dar una reparadora ducha allá al fondo de la playa. “Vale”, digo yo. “Despierta a ése”, me dice él. Pero todavía espero un par de minutos para así terminar de leer aquel interesante reportaje. Cierro la Nueva, y ya me dispongo a despertar a Julio, que, como ya se sabe, no despertará más. Mantengo la calma y espero que llegue Carlos de la ducha. Sólo pienso que el hijo puta de Julio puede que nos acabe de joder el concierto del año, lo que tantos días llevamos esperando tan ansiosamente. No es justo, y como así lo decidimos Carlos y yo por unanimidad, llegamos a la dura aunque lógica determinación de seguir adelante con lo que ya estaba planeado. Muy sencillo, Julito al maletero; mochilas en los asientos de atrás, y camino hacia Gijón, que la playa de Poniente nos estaba esperando (además, Julio seguiría estando muerto al cabo de unas horas, así que…).
Nada más justo que reconocer, ahora, con la mente ya fría, que el pobre Julio no tuvo la culpa de los hechos que paso a relatar a continuación. Era domingo, nueve de septiembre, día posterior al día de Asturias. Estábamos en Llanes… primera retención de tráfico de camino a Gijón: fiestas en Arriondas. Veinte por hora; parados; otra vez veinte por hora; de nuevo parados, y así desde cinco kilómetros antes de Arriondas hasta Lieres… La autopista nos liberó de aquel calvario. Pusimos el BMW a 140 a las once menos cinco. El concierto había comenzado a las nueve y media de la noche. Nos mirábamos Carlos y yo, y sin decir ni palabra sabíamos en aquellos momentos que Julio tenía la culpa de todo aquel desastre. Suya había sido la idea de ir a Llanes el sábado anterior por la tarde. Nos había convencido vilmente, y ahora, no sólo estaba muerto, sino que nos había jodido el concierto de nuestras vidas, el concierto del siglo. Nos habría encantado que estuviese con vida en aquel momento, porque así podríamos haberlo matado con nuestras propias manos. Aún pudimos disfrutar de tres cuartos de hora de Manu Chao. ¡Tres míseros cuartos de hora! Sí que al menos habíamos tenido suerte para encontrar aparcamiento cerca de la playa de Poniente. Incluso Julio había disfrutado de Manu desde la oscuridad del maletero del BMW de Carlos, porque dicen que los muertos pueden seguir oyendo unas horas después de haber fenecido… Qué más da ya. Tras cuatro horas de atascos, de retenciones, de acumular adrenalina dentro de un estómago vacío de comida… pues eso, no se nos ocurrió nada mejor que hacer que tirar al imbécil de Julio por el acantilado que está donde el Elogio ese del Horizonte. Es que yo había leído una vez en el periódico que allí se había suicidado una chica, por las notas creo recordar. Y nos pareció una buena idea para quitarnos literalmente el muerto de encima. Como íbamos a saber que tenía el rollo ese de la narcolepsia. Para ser sinceros, inspector, yo no me considero un homicida… Hombre, involuntariamente sí que podrá parecerlo, pero jamás habría hecho algo así de forma consciente, y creo que Carlos tampoco. No conocíamos tan bien a Julio como sus padres quieren hacerles entender… ¡Qué se yo, joder! Si lo único que me sigue jodiendo hoy en día es no haber podido ver todo el concierto. Venga, estoy ya muy cansado, dígame donde tengo que firmar… Aquí… Vale, de acuerdo. No, no hace falta, de todas formas, eso teníamos que haberlo pensado antes, que Julio está muerto, por el amor de Dios…
– Pedro, hijo, despiértate, que ya es la hora de comer. Venga, que tu padre ya está sentado a la mesa.
A duras penas, Pedro consigue abrir su ojo derecho para notar, a continuación, el efecto en forma de cefalea de su primera resaca. Va despertándose poco a poco. Se incorpora, y se mira extrañado en el espejo del armario ropero. “Normalmente, de una crisálida debería salir una mariposa, y no esta babosa… Joder, además poeta…” manifiesta en voz baja, y esboza un intento de sonrisa que se ve contestada por la complicidad de su reflejo.
– ¡Ya voooy! – grita a su madre.
La verdad, es que Pedro tenía hambre, acentuada más, si cabe, por el aroma del cocido que impregnaba arrebatador todas las estancias de la casa. Ante la cercana presencia de un buen plato de cocido, se olvidó por completo del dolor de cabeza, y se preparó…