“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
No podemos habitar el cielo
por mucho que lo soñemos
como un espacio sólido
donde deambulan nuestros delirios.
Su color es un efecto óptico cambiante,
caprichoso e inestable.
Siempre, “cielo azul”.
Suena extraño nombrarlo negro,
rojo o anaranjado.
Concebida manta protectora,
¿quién imagina que tras él
acecha el universo
ignoto, extremo;
oscuro y brillante.
¿Qué sucede cuando descubres
que no es habitado por dioses,
Ícaros imprudentes o ángeles?
¿Qué sientes cuando sólo intuyes
la tierra firme como cierta
y el infierno incandescente
del núcleo terrestre?
Sólo nos pertenece
el lugar intermedio,
artificial y hecho a medida
con elementos otorgados
desde ambos espacios.
Cuchillos de piedra volcánica
o cristales líquidos
como sustancias sólidas.
Ese es nuestro dominio.
Y la inquietud de avanzar,
crear y destruir,
nuestra naturaleza.
Julia Navas.
Otro viernes más. Las ocho menos veinte de la mañana, las ruedas del autobús giran y giran, giran y giran, siguen girando todo el día, al menos será así hasta las 23.30. Es el F1, que me lleva raudo hasta el Naranco, y a más velocidad que el MacLaren de Fernando Alonso, aunque eso es demasiado sencillo como para tenerlo en cuenta. Todavía está oscuro el día, y miro absorto por la ventana como otros seres zombificados se dirigen parsimoniosos a sus respectivos puestos. Canturreo para mis adentros aquella canción que decía “Friday, Friday, kicking down on Friday”, y me acuerdo de aquel videoclip tan, tan horriblemente malo que no podías dejar de mirarlo y alucinar con la letra, el ritmo, las caras de la gente, los escenarios elegidos. Demasiado pegadiza para sufrirla solo, y ahí estaba ese cachondeo en las redes sociales, que acaba convirtiendo como por arte de magia algo tan espantoso en una cosa buena, hasta de culto (“So bad, it’s good, people!”) Yo me curé del todo con la estupendísima versión death metal.
Rebecca Black, claro, no podía ser otra la que atacase de improviso desde ese paralelo subliminal con su Friday de destrucción masiva. Ya puestos (o sobrepuestos, según se mire), pienso ahora un rato en que para Rodrigo todos los viernes eran Black. Chollo libre de polvo y paja, de culpa venérea entre putas y varios. Debe ser la norma entre esa gentuza, reflexiono justo antes de apearme. Llego al instituto, el I.E.S. Monte Naranco, con tiempo más que de sobra para organizar mis clases del día. Dos alumnos estudian contra reloj muy agobiados mientras ocupan todo el ancho de la escalera. De 2º de bachillerato, lógicamente. Me dejan pasar con suma condescendencia sin darme siquiera un monótono ‘buenos días’ a pesar de lo atronador que debió sonarles el mío previo. Toda la sala de profesores para mí. Durante poco más de dos minutos ésos serán mis dominios, esa mínima Invernalia engullendo contenta todo el frío reciente de este otoño. ¡Ahí está el periódico de hoy! La Nueva España, ¡Cuál si no? Todo mío. Un recorrido rápido hasta que llego a las esquelas del día y me acuerdo de repente de aquel juego que hacíamos hace ya unos años en un instituto de la Cuenca del Nalón en el que trabajé muy a gusto. Tal juego consistía en que una persona escogía el nombre de pila de un difunto o una difunta de entre todas las esquelas, lo decía en alto y el resto tenía que intentar adivinar su edad. (Si no recuerdo mal, un compañero lo había visto en una película y lo había importado a nuestro contexto.) En este momento estoy jugando yo solo. Joder, no doy ni una. Llega una compañera.
– Buenos días.
– Buenos días.
– Parece que llegó ya el invierno.
– Así es…
Venga, una última esquela… ¡Al fin acierto una edad, carajo! I am the Champion, my mates!! Pero dura poco la alegría del ganador porque a mi mente llega ahora triste esa idea que me cuenta ufana que el pobre Edelmiro ya no podrá disfrutar hoy de esos maravillosos descuentos importados que nos proponen en el Black Friday… (¿o es más bien “Black Fraude”?). En El Corte Inglés lo echarán de menos, seguro; en Media Markt irán directos al grano y harán un póster póstumo en el que podamos leer “Edelmiro no era tonto.”
Vamos, ya poco le queda a este noviembre. Empieza el lío, el descontrol…
Viernes, diez de la noche. En la estación de autobuses de Oviedo hay un intenso movimiento: unos que van, otros que vienen, y muchos que esperan. Entre estos últimos se encuentra Pedro. Está nervioso, ciertamente inquieto, no para de fumar, y cada quince o veinte segundos mira de nuevo su reloj. ¡Qué despacio corre el segundero! Se acerca decidido a la ventanilla de información, donde una empleada se lima las uñas con un aire de asumido desdén.
– Buenas. ¿Sabes si el “Alsa” que viene de Madrid lleva retraso?
– Pues no, no lo sé. De Madrid vienen cuatro, creo, pero no tengo ninguna noticia de que lleven retraso.
– Ya. Es que yo, por la hora de salida en Madrid, calculaba que llegaría aquí sobre las diez, y ya son y cinco.
– ¡Qué va! Nunca llegan antes de y media. Quédate tranquilo, que aún tienes que esperar…
Como hombre fiero de costumbres recias, Indalecio bajaba siempre que podía al garaje cuando el resto de la casa ya dormía. Una vez allí, se metía sigiloso en su coche, un Seat Ibiza, reclinaba lo necesario el asiento y ponía su canción, «The Promise You Made», de Cock Robin, un grupo californiano de mediados de los 80 que sólo triunfó (relativamente) en Europa. Allí estaba inmerso su primer pensamiento onanista allá por 1985, Anna LaCazio, vocalista femenina del grupo. En Tocata había visto el vídeo-clip, y con las mismas se había enamorado febrilmente de esa chica que comenzaba a dar saltitos descalza a partir del minuto 1.19. Esas miradas de Anna eran para él, no para Peter Kingsberry; ese «pleeease teeeell me!!» era el gran conseguidor de polla en su máximo esplendor. Esos casi cuatro minutos de canción, el tiempo justo para una paja exprés. Y así había sido desde hace ya casi treinta años, algo más que una promesa hecha a los 15 años. Hoy no iba a ser menos, «un minuto y treinta y seis segundos, ¡ahí vamos! ‘If I gave you my soul for a piece of your mind…’ Hostias, no, que se me cuela Doña Visi (era su profesora de inglés en 1º de BUP, la que les explicó la segunda condicional casi a final de curso, aunque Indalecio ya se la sabía gracias a Anna)… ¡Mierda, apura, apura, joder! Ya, ya va… ‘help me out of the life I lead…!’ Vamos, vamos, ¡vamooooooos, Annaaaaa! Ufff, siempre a tiempo… Mierda… ¡Mierda puta, joder! ¿Dónde coño están los kleenex, hostia?»
José Luis – así me han llamado siempre mis padres – … Acaba de llamar tu tío de Bilbao…que se murió la abuela. – Y con las mismas, mi madre se echa a llorar desconsoladamente.
Gracias. –Ésa es toda mi respuesta, serio, impasible, dos segundos antes de levantarme del asiento y cerrar la puerta con cierto grado de vehemencia. Esa actitud la reconocí unos años más tarde al ver “En el Nombre del Padre”, cuando le dicen a Gerry Conlon (Daniel Day-Lewis) que su padre, Giuseppe (Pete Postlewhite), ha muerto y él contesta con un simple “Gracias” y sigue a lo suyo.
Estaba escuchando por primera vez, que justo esa mañana del 3 de mayo de 1983 había llegado el pedido de Discoplay,“The Crossing”, un LP del grupo escocés Big Country, el tema “Fields of Fire”, la cara B, la penúltima canción del álbum… Between a woman and his boy… Sí, así era, yo era su chico, ella había sido mi abuela, mi madre, mi padre, mi todo, y a ella le debo ser quién soy, cómo soy.
Esa canción es siempre mi recuerdo hacia su memoria, porque ella no creía en dioses propios o ajenos, tan sólo creía en el ser humano (“Si se cae el techo de la iglesia, a mí no me va a pillar debajo, no”, solía decir con cierto grado de sorna), podríamos hasta decir que mi “oración” personal hacia ella. Y siempre que la escucho sonrío, y me activo, y pienso que ella me estaría diciendo, “venga, arriba, vago, que todo tiene solución menos la muerte.” Casi dos meses me llevó poder llorarla, y fue un día lluvioso de julio en el que me quedé en casa escuchando música y puse esa canción, y la voz de Stuart Adamson me hizo saltar repentinamente las lágrimas, mares de ellas que se habían acumulado esperando su oportuno turno.
Hace justo cuarenta años, recuerdo a mi abuela Luisa sentada no frente al televisor aquel Telefunken en blanco y negro que teníamos en casa, sino justo al lado izquierdo del mismo. Estaba el aparato encendido, yo no había tenido colegio ese día y desde la puerta del salón observaba fascinado aquella escena, hasta que ella se incorporó un poco, giró su cabeza, miró la pantalla de cerca y dijo en tono muy bajo “a criar malvas, hijo de la gran puta; demasiado tarde, pero a la puta mierda, cabrón.” En la pantalla se podía ver como mucha gente desfilaba tranquilamente frente al féretro del dictador Francisco Franco. Dos horas más tarde llamaron al timbre de la puerta, corrí a abrir, eran Julia y Anuncia, dos amigas de mi abuela. Las tres se abrazaron llorando en el salón, de alegría, de alivio, las tres viudas, las tres muy emocionadas. “José Luis, anda, ¿nos traes la botella de anís que está en el armario de la cocina, en la parte de arriba a la derecha?” Por supuesto que lo hice, me subí a una silla y agarré con fuerza aquella botella de anís de La Asturiana. Me senté callado a escucharlas, a aprender de las circunstancias de la vida, de lo que había supuesto para ellas la Guerra Civil, la represión del dictador, las incursiones nocturnas en el monte para llevar comida a los maquis…… Tan sólo tenía yo ocho años recién cumplidos, pero ese día me marcó mucho porque en él aprendí mucho más de lo que luego me podrían haber enseñado en miles de clases de historia de España; la nostalgia de aquellos inviernos al calor del brasero de la mesa camilla jugando a la brisca con ella mientras no cesaba de preguntarle por su vida y milagros, por mi abuelo Martín, por como pudo ella escapar de los Nacionales y llegar a Madrid, y resistir allí hasta que la ignominia de aquel golpe de estado salió victoriosa. Mierda, pasaron……Cautiva y derrotada, regresó a Cacabelos, y se libró del paseíllo porque su hermanastra Emilia intercedió por ella (Emilia era del bando ganador.) La sigo echando de menos cada día, y quiero darle las gracias por todo lo que me dio, porque era una mujer honesta, desinteresada, buena, muy trabajadora, muy divertida también. Cuatro meses después de su muerte, llegó aprobada su pensión como viuda de guerra, que el primer gobierno de Felipe González al menos sí que había tenido la decencia de reconocer como viudas de guerra a todas aquellas mujeres que pudieron sobrevivir a la represión franquista. Ese día no dejé de llorar, y cogí mi bicicleta y me fui rápido hasta el cementerio para contarle la noticia. No llegaba a veinte mil pesetas, pero al menos era un último reconocimiento a una vida de lucha, miedo y tesón que no debería haber sido jamás la que le habría tenido que tocar vivir.
El día 16 de diciembre de 2001, encontraron el cuerpo sin vida de Stuart Adamson en el interior de un armario del hotel Best Western Plaza de Honolulú. Había recaído en el alcoholismo, su mujer, Melanie, acababa de solicitar el divorcio, Adam dijo “¡hasta aquí!”, se bebió una botella de vino y se ahorcó con un cable de la electricidad. No more Skids, no more Big Country, no more Raphaels……Me enteré de este hecho a principios del año 2002, y, nada más llegar a casa (por aquel entonces en Londres, en el barrio de Crystal Palace) busqué entre mis CDs un recopilatorio que había comprado unos días antes en una charity shop (gran casualidad cuasi premonitoria), “The Best of Big Country”, y puse la canción en el reproductor, y transcurridos treinta y un segundos Stuart empieza a cantar “between a father and a son”, y yo me dejo ir en llanto, porque ella fue para mí madre, padre, amiga, maestra, confidente, en fin, todo lo que mi padre jamás ha sido ni será. Ésta es y será siempre mi “oración” en su honor, no matter 400 miles or 4 million, así que, gracias Stuart, y gracias por siempre a Luisa, mi abuela.
– Esteee, ¿y no tenés ninguna foto de mamá para que pueda shevarme sho una?
– Alguna habrá por ahí, pero eso mejor se lo preguntas a tu sobrino, que es el que lleva el archivo fotográfico de la familia. No veas la perra que le ha dado con las dichosas fotos.
– Muy bien, de acuerdo. Entonses esperaré a que regrese del colegio. Me parese recordar que mamá tenía una frente a la Cooperativa de Tabacos, ¿no es sieeerto?
El tío Carlos llevaba dos días en casa de su hermana. La relación entre ellos, que en principio se suponía iba a ser tensa y tirante, se había mostrado mútuamente agradable, incluso hasta se podría decir que familiar. Angustias pensaba que con la edad su hermano se habría transformado en una persona, si no responsable, al menos coherente y con un mínimo de educación, que sabría estar sin…
Por si acaso abrí la puerta, sólo por si acaso, porque no quería ver a nadie; porque lo único que me apetecía realmente en aquellos aciagos momentos era vegetar inerte dentro de mi edredón, dar vueltas sin fin dentro de mi cabeza y de la tortura de aquel dolor con el que todavía no me había acostumbrado a convivir. Pero ella entró – ¡vaya si lo hizo! – y comenzó a hablar como siempre suele hacerlo, a toda pastilla, casi sin vocalizar ni coger un poco de aire para dar paso a la frase siguiente. Daba la impresión de que las pausas, naturales en cualquier discurso hablado, no existían siquiera en su estrategia vital. Daba ya lo mismo, ni siquiera podía molestarme su presencia Dolby Digital. Puso música en mi equipo nuevo – ¡qué osadía! – y Bill Laswell Project, con sus hipnóticos samples persas y la voz de Nicole Blackman casi vomitando más que cantando una tremenda oda al hachís, por poco me obliga a resucitar.
Al menos sí que me entraron ganas de fumarme un buen canuto de ese costo culero que tan buen resultado me estaba dando. Abrí al fin mi boca para emitir algún que otro sonido. Habían transcurrido sesenta y cinco horas, treinta y siete minutos y cincuenta y tres segundos desde que yo había hablado por última vez. “Lárgate y déjame en paz de una puta vez”, casi susurrándoselo al oído, dándole un tono que bordeaba lo maquiavélico, metiéndole el susto en el cuerpo, intentándolo al menos. Y me había hecho caso, se había largado. Pero aquí estaba de nuevo, como si nada hubiese sucedido, como si ella fuese la eterna portadora de la inmunidad absoluta, la que da sin pedir nada a cambio; la sufridora lasciva; el reflejo de la eterna agonía del pensamiento que dicen femenino, de su inútil dependencia; la convergencia suma de todos los puntos cardinales. “¿Me pasas el costo y el papel? Están en el cajón del taquillón de la entrada. Ah, y dame un cigarrillo, que a mí ya no me queda tabaco.” Obedeció de inmediato. Era ella. Había venido para salvarme. Era Jesucristo Nuestro Señor con un buen par de tetas. El viento frío que viene del norte, el siroco mortificador, la Santísima Trinidad empezando a quitarse toda su ropa para así justificar física y filosóficamente ese peliagudo asunto del tres en uno. Me sentía como el gilipollas de Abelardo frente a una hermosa Eloísa, con toneladas de deseo centrifugando dichosas, prestas y dispuestas en algún rincón lejano de mi maltrecho cerebro, pero plenamente discapacitado para poder palear con fuerza todo el peso de aquel deseo. Estaba castrado, sí, y yo mismo había sido el autor de semejante fechoría. El canuto ya estaba hecho. Su primera calada llegó al rescate alveolar en el mismo fondo de mis pulmones – efecto broncodilatador que lo llaman -. Mi estómago protestó débilmente, y ella se puso presta mi albornoz y, sin decir nada – ya lo había soltado todo, se había quedado a gusto, y ahora ejercía de enfermera-criada sin pronunciar palabra – se dirigió con paso firme hacia la cocina. Era capaz de sacar una comida deliciosa de una despensa abastecida sólo al uno o dos por ciento. ¡Qué bien me estaba sentando aquel porro acompañado de aquella sinuosa banda sonora! ¡Qué bien olía lo que aquella hija de puta me estaba cocinando! Nada, tío, que el fracaso de los torpes debe ser inversamente proporcional al amor que por ellos sienten sus patéticas seguidoras. ¿Quién se está justificando ahora? ¿Quién trata de dar sentido a un comportamiento rayano al de un pretendidamente sensible y barbilampiño ser? (¡Qué bueno es este chocolate… sí señor!) En estos días de monstruos alucinantes yo parezco habérmelos tragado todos. Joder… y cuesta un montón vomitarlos. Venga, tío, ya está bien de gilipolleces, levántate y anda, que una buena comida te está esperando sobre la mesa de la cocina. Puede que hasta me entren ganas de follar una vez que mi estómago vuelva a su normal actividad digestiva. He de reconocer que su capacidad de aguante es infinita, que su amor es tal que parece no costarle ningún esfuerzo cumplir su papel de vertedero cuando a mí me llega la hora de vaciar toda la basura acumulada en mi interior. Mato el porro contra el cenicero y ya estoy (Siempre acaba apareciendo de la más ignominiosa de las nadas la típica persona que pregunta extrañada, “¿pero de verdad que está saliendo con este tío?”)
“¡Qué desastre de habitación! Y… ¿dónde estarán todos estos? Seguro que han salido por ahí de copas con cualquier excusa. Coño, ¿y esta nota?”. – 4 a 0. Ha ganado usted la porra. El dinero está encima de la tele. Por cierto, ¿dónde te metiste? Tenías que hacer la cena, cabrón. Nosotros nos vamos para el Antiguo a celebrarlo. Si te animas, ya sabes dónde encontrarnos. Agur -. “Joder, ni me acordaba ya de la puñetera porra. Entonces son… ¡Siete mil pelas! ¡De puta madre!”. La euforia como consecuencia del dinero fácilmente ganado se disipa instantáneamente al levantar la vista y ver a través de su ventana la ventana cerrada de la habitación de Javi, inquilino ahora de las tinieblas. Se acuerda de Black Francis, “¿dónde estará tu mente ahora, amigo mío?”. Cierra la ventana. Se siente cansado, muy cansado. Pone a los Pixies, el ‘Surfer Rosa’, siempre el…