CONA MOR

No, no se trata de una obvia referencia u homenaje al insigne Chiquito de la Calzada, no, aquí iremos mucho más allá, porque vamos a agarrar una pala de esas bien grandes y cavar un rato largo hasta llegar a 1980. Tan cerca, tan lejos – como aquel grupo danés que vi una vez en Aplauso, Mabel, que cantaba una canción titulada “We are the eighties” entre melenas rubias cardadas y poses bien aprendidas tras unos años 70 llenos de glam y heavy metal (más adelante, y gracias a La Edad de Oro, aquel mítico programa que presentaba Paloma Chamorro y que provocaba en mí toneladas de sueño las mañanas siguientes, descubrí el verdadero tema de los 80, “Eighties”, de Killing Joke).

(Inciso: no sólo es una burrada supina intentar comparar estas dos canciones, sino que, para mentes avispadas a las que les guste Nirvana, os habréis percatado de que «Eighties» tiene el riff de guitarra de «Come as you are». Una curiosidad. Prosigamos)

Son dos los tipos de sangre, dos. No hablo del RH, de tener o no tener esa proteína en la membrana de los glóbulos rojos, no, sino del acercamiento de los seres humanos a la misma teniendo en cuenta las circunstancias y de quién y por donde brotaba la misma. El mismo día de mayo de 1980, cursando yo el séptimo curso de la extinta Educación General Básica sucedió lo que paso a narrar a continuación:

Clase de matemáticas con Don Ángel en el colegio público de mi pueblo, Cacabelos, Virgen de la Quinta Angustia (desconozco cuáles fueron las cuatro angustias anteriores, quizá la quinta fuese la ansiedad que provoca la dinámica del sistema educativo en alumnado de 12 y 13 años de edad, quién sabe). Mientras intentamos resolver problemas en absoluto silencio, una niña sentada en la mitad de la fila de mi izquierda, comienza a llorar tratando de no hacer demasiado ruido. “¿Qué le pasa?”, se acerca Don Ángel, que siempre nos trataba de usted, y pregunta con cierta preocupación a la alumna. “Tengo un problema, ¿puede venir Doña Nati?” Sin mediar ninguna palabra más, el maestro de matemáticas avisa al delegado, “apunte usted en la pizarra a todo aquel que se porte mal”, y sale disparado de clase dejando la puerta abierta de par en par. Las dos mejores amigas de la niña que llora y tiene un problema se levantan de sus asientos y se acercan compungidas a consolarla. Las tres se abrazan, una de las dos amigas acaricia el pelo de su amiga con mucha ternura. El resto de la clase permanece en absoluto silencio. No sabemos qué sucede, si se trata de un problema muy grave o no y ni siquiera nos atrevemos a preguntarle a la niña qué leches le está pasando. Dos minutos más tarde regresa Don Ángel con Doña Nati, ambos entran muy serios. “Ya me ocupo yo”, le indica la maestra de lengua al de matemáticas, “puedes esperar fuera”. “A ver, niños, será sólo un momento, vais saliendo en silencio al patio con Don Ángel y ya volvéis cuando lo arreglemos. Nada, unos minutos.” Y en perfecta y armónica fila salimos de nuestra aula en dirección al patio. Estamos asustados, nos miramos unos a otros sin saber de qué va todo aquello. Mi amigo Jose olvida su chaqueta en clase y, por propia iniciativa y sin pedir permiso al maestro, regresa corriendo al aula de 7º B. Escuchamos de lejos como doña Nati le riñe airada y como consecuencia Jose corre más rápido aún hasta alcanzarnos. “Joder, está de pie hablando con Doña Nati y la silla está llena de sangre”, me susurra muy bajito a la altura de mi oído derecho. “Hostia… ¿Qué le habrá pasado?… Pobre. ¿No será nada malo, no?”, le respondo. “No sé, ni idea. Había bastante sangre”, me comenta con cara de susto. “Eso no es nada, que está sangrando por la cona, nada más”, Mari Carmen, una de sus mejores amigas, que iba justo delante de nosotros y había escuchado nuestra conversación en voz baja utilizando sus increíbles antenas parabólicas. “¿Cómo que sangra por la crica?” (Mari Carmen, hija de lucenses, utilizaba la palabra cona mientras que nosotros nos decantábamos por la acepción berciana, autóctona e intransferible, que denominaba al organo sexual femenino como crica). “Pues claro, gilipollas, ¿no sabéis que a las niñas nos viene la regla un día y eso significa que ya somos mujeres y que ya podríamos tener hijos? Si lo explicó Don Amado en clase hace un par de meses. Estaríais a uvas, agilipollaos, como siempre.”

El caso es que la niña a la que le acababa de llegar la regla por vez primera y en mitad de una clase de matemáticas estuvo después unos días un poco rara, como avergonzada por alguna maldición espontánea con la que no contaba. Y los niños la mirábamos desde la distancia, entre temor y respeto, como si aquella manzana de la que tanto nos hablaron estuviese encima de su pupitre lista para recibir un mordisco. Temor y mucha basura en nuestras cabezas.

Aquel mismo día, en el recreo, otro compañero de clase se había cortado en una pierna mientras jugaba el típico correcalles balompédico de cada recreo. No pasó nada, algo de alcohol y desinfección, y a seguir con el día escolar. De vez en cuando, volvía a brotar algo de sangre con lo que, nada más empezar la clase aquella de matemáticas con Don Ángel, decidió el propio maestro que bajase el alumno a conserjería para allí aplicarle un apósito. Pero aquella sangre era distinta, no provocaba entre los mayores sensaciones tan extrañas como la de la menstruación de la niña.

A la hora de la comida lo comenté en la mesa con mis padres y mi abuela, y nadie me supo o quiso explicar qué desconocido misterio distinguía a una sangre de la otra. Miradas, caras de extrañeza, y a cambiar de tema lo más pronto posible, que los tabúes no son tema de conversación en una comida familiar. “Joder, cómo cambian los tiempos, hostia”, fue lo único que atinó a decir mi padre al respecto mientras mi madre y mi abuela se miraban de reojo tratando de responderse preguntas la una a la otra que ya venían, probablemente, de muy atrás, de tiempos ya lejanos para ellas.

1967, EL AÑO DE LA CABRA… EN CHINA

cuando las calles de mi pueblo

rebosaban de juegos

que nunca jamás se terminaban:

a saltos

a carreras

huyendo o

persiguiendo;

íbamos de un barrio a otro

olvidándonos por completo

de las prohibiciones

de las fronteras

que desde nuestras casas

nos querían construir

(sin conseguirlo

casi

nunca)

cuando en nuestros bolsillos

sólo había:

canicas

peonzas

piedras

o alguna que otra peseta

para más tarde

comprar uno o dos chicles

bazooka

rebosantes de azúcar:

pompas a granel

para sonrisas profidén;

cuando ponían banderitas

de españa

en nuestras manos

porque pasaba franco

por la nacional seis

(la avenida josé antonio

de mi pueblo): y

recuerdo haber intercambiado

saludo y mirada

con el príncipe juan carlos

(ambos desconocíamos aún

mi acérrimo republicanismo)

cuando unas cuantas heridas

de nada

no nos impedían seguir jugando

tres o cuatro horas más

al fútbol

(un mugriento envoltorio

de chupa-chups

sobre la sangre a borbotones

que manaba de mi pantorrilla

me presentó sin quererlo

a la vacuna

contra el tétanos (mucho gusto)

y las dos agujas

que pude doblarle al practicante

con sólo poner muy tenso

mi glúteo izquierdo:

no me traiga más a este niño, por dios!”

cuando tras hacer

las correspondientes dos horas de digestión

de las de reloj

íbamos al río

y pasábamos todo el rato

metidos en el agua

puede que fría

o puede que no:

protección inexistente

y morenos más allá de la intensidad coppertone;

cuando no existía el futuro

y los días duraban

mucho más de 24 horas;

cuando merendábamos

bocadillos de chocolate

y nuestros mayores

nos enseñaban a matar conejos

de un certero golpe en sus nucas;

cuando los yogures eran un producto

casi tan inalcanzable

que sólo existían en las pantallas de la tele;

cuando la carta de ajuste

establecía sus cuentas atrás

para poder luego disfrutar

de superratón

o de un globo dos globos tres globos;

cuando desde lo más alto de las obras

saltábamos sin pensarlo

sobre el montón de arena;

cuando te contaban

lo que era una paja

y tú no te lo creías;

cuando comulgábamos

sin saber ni por qué

se hacía aquello

(nunca nos atrevimos

a morder la oblea)

cuando nos daba la risa en misa

y más tarde nos reñía

muy enfadado el cura;

cuando nos dejaban ver

hombre rico hombre pobre

y casi ni parpadeábamos;

cuando nos aparcaban

las tardes de aquellos domingos

de invierno

en el cine faba:

sesiones dobles

sin criterio

y con libertad total

(a veces hasta veíamos una teta y todo)

cuando nos asustaba la muerte

y toda su parafernalia

porque nos obligaban

a besar con ternura a los muertos

ya fríos y desconocidos

algodones en sus fosas nasales;

cuando nos llevaron a ponferrada

a ver la primera de star wars

(la guerra de las galaxias que era)

y ya nunca más fuimos los mismos;

cuando nos anochecía

al final de la primavera

subidos a un cerezo:

empachos brutales ________________ y

huidas por piernas

de perros fieros

que cuidaban fincas privadas

cuando las hostias

de terence hill y bud spencer

nos hacían casi

mearnos de la risa;

cuando organizábamos inocentes guateques

y jugábamos a la cerilla

y nos decíamos aquello de

tú me gustas”:

primeros besos cautos

toma de contacto

con el despertar posterior;

cuando me sentaba al lado de mi abuela luisa

y me contaba su vida

como sólo ella sabía hacerlo;

cuando yo le leía el mortadelo o el ddt;

cuando no existía aún

al calentamiento global;

en fin___________

cuando fuimos los putos amos

de aquel mundo

que nos íbamos a merendar

casi sin eructos posteriores:

a la vida la sobrevolábamos

nosotros y nunca

nunca

dimos un solo minuto

por perdido:

y ahora estamos aquí

así que

acercaos

escuchad nuestras batallitas

antes de que perdamos

todo eso bueno que nos queda:

nuestra memoria.

EL VIEJO PROFESOR DE QUÍMICA

Las mordazas me atan. Los sinsabores del pánico me encienden cada mañana. ¿Qué? ¿A qué? ¿Por qué? No tengo ni puta idea. Mi juicio no fluye con el ritmo que yo habría deseado inconscientemente para él. Acabo de parir y no me veo con fuerzas para recuperar mi estilizada figura.”

El viejo profesor de Química acababa de publicar su primera novela, ‘La Ira de los Átomos’. Ella había consumido gran parte de su tiempo libre durante los dos últimos años, y ahora se sentía vacío, sin más ideas que plasmar sobre un papel en blanco. Y luego el calor, el maldito verano. Desde pequeño siempre había sentido como el tiempo se desvanecía entre sus manos cada vez que “perdía” una tarde de verano en la playa (maldita molicie). Hoy se sentía igual que antaño, pero con una pequeña diferencia: no estaba ya solo, su mujer y sus dos hijas, de siete y tres años, parecían estar pasándoselo en grande a su lado.

Abstraído como estaba tratando de hilvanar una especie de argumento fantástico que le sirviese como punto de partida para su segunda novela, no fue capaz de intuir que un fantasma del pasado inmediato se le iba a aparecer de repente aquella tarde: Lorena Menéndez. El viejo profesor no se había dado cuenta de que él y su familia se habían situado a tan sólo unos metros de Lorena y su chico. Los dos componían una escena de lo más rebelde y provocadora: ella llena de pendientes y colgantes por todos los rincones de su cuerpo, los visibles y los no visibles – el viejo profesor lo sabía muy bien, hasta el más mínimo detalle -; y él, un punki de cresta rizosa, enemigo acérrimo de los bañadores al uso, que se adentraba en el mar con unos desgastados vaqueros negros cortados justo por debajo de las ingles. Camisetas de Manolo Kabezabolo para ella, y de Gwar para él. Retozaban con toda la libertad del Universo en caída libre, lo que exasperaba a los más reaccionarios de entre los presentes. No al viejo profesor. No. Él estaba nervioso por otros motivos. A su depresión ‘post-parto’ se unía ahora el recuperado despecho, el sutil abandono que le había obligado a sentarse a escribir la historia de un asesino en serie que actuaba en pos de la ansiada venganza después de sentirse engañado por una chica que había succionado todas sus ansias de vida amorosa. Ese era él, la proyección de su otro yo, del esquizofrénico que cada ser humano esconde en su interior.

No es verdad, ¡no es verdad! Nunca se puede decir que lo que uno escribe sea la proyección de los trapos sucios que se esconden viscosos en cualquier conexión de su cerebro. Yo tuve aquel affaire con Lorena porque necesitaba un poco de evasión… porque me estoy haciendo viejo, y todos somos vampiros… hasta cierto punto. Todos buscamos inconscientemente la juventud perdida; y a mi mis hijas no me servían. No me entiendas mal, querido contador de historias ajenas, que yo no soy ningún pederasta. Para mi los hijos son símbolos de muerte; están ahí para avisarte de que vas a morir, tarde o temprano, pero te vas a morir y ellos seguirán caminando….. los muy cabrones.”

Lorena estudiaba COU, y Lorena buscó premeditada e intencionadamente al viejo profesor. Sabía que estaba buena, y sabía también que ese simple hecho podría darle el siempre tan difícil aprobado en química. Le sacó todos los símbolos químicos uno a uno hasta ver reflejado en su libro de notas un inesperado sobresaliente. Para ser sinceros, ella también disfrutó lo que pudo de esa relación; pero además tenía claro, muy claro, que en cuanto su nota quedase sellada en su expediente, en las actas del instituto, el nombre del viejo profesor pasaría automáticamente a engrosar la lista – amplia, demasiado amplia para la mentalidad del viejo profesor – de sus novios y amantes. Él en un tris estuvo de dejarlo todo atrás: mujer, hijas y hasta su carrera como investigador en el departamento de bioquímica de la Facultad de Biología. También pudo sentir el frío tacto del cañón de su pistola contra su sien derecha durante quince minutos que le parecieron una eternidad condensada.

Nunca llegué a pensar seriamente en el suicidio. Ni siquiera estaba cargada… Sí que sufrí; para que engañarnos. ¡Yo sí que sigo con mi vida de engaño permanente! No quiero a mi esposa… tampoco mis hijas me aportan nada gratificante. A veces pienso que tampoco las quiero…”

El día de playa era perfecto: no demasiado calor; de vez en cuando alguna nube permitía, como gran sombrilla salvadora, tomar un respiro; la temperatura del agua era la ideal: 18 grados centígrados. Pero al viejo profesor todo eso le importaba hoy un carajo. Lorena acababa de unirse a los productos de su desesperación, y eso sí que era insoportable.

La digestión de tanto crustáceo se hacía dificultosa en su interior. Se lo podía permitir. Sólo era dinero, del que a espuertas entra cada mes. Todo en esta vida iba sobre ruedas para el viejo profesor: tenía dinero, posición social… pero no tenía entre sus manos ese apetitoso bocadillo de foie-gras que su joven ex-amante se disponía a manducar con cara de hambre atrasada. Quería ser parte de aquel hígado de cerdo hecho papilla que se mezclaba con la saliva que él tanto había saboreado dos años atrás. Quería matar a aquel joven punki que osaba meterle mano descaradamente a ‘su’ joven ex-amante ante sus narices… Lorena lo vio, y le envió un gesto afectuoso con su mano izquierda antes de incorporarse para ir a saludarlo.

– Hola, profesor.

– Hola… ¿Lorena?

– Sí, eso es. Lorena Menéndez. Me dio usted clase de química hace dos años, en el instituto.

– ¡Ah, sí…! Era usted una de mis alumnas más brillantes… por no decir la que más.

– También era usted ‘mi profesor más brillante’. Pude disfrutar de sus mejores clases…

– ¡Ejem, ejem! Mire, le presento a mi esposa Laura y a mis dos hijas…

Tus oscuros pensamientos enviaban tus manos directamente a su cuello. Ya estaba muerta, muerta para ti, muerta “por su bien”. ¡Qué sufrimiento provocaba en ti su muerte! ¡Y cómo duele por dentro, cómo hurga sin compasión en nuestras vísceras más necesarias…!

En verdad, yo no pretendía haber llegado a tanto… Creo que se me fue un poco la mano. De todos modos, su muerte pasó por accidental. No fue más que eso, un accidente, un imprevisto accidente. No tengo más que decir.”

Es cierto. La muerte de Jorge, el punki de la camiseta de Gwar, se debió única y exclusivamente a su imprudencia, a su temeridad, a su “valentía” de nadar y nadar contra marea, lejos, muy lejos de la orilla. Se ahogó en sus pretensiones. El que tú estuvieses nadando lejos, también lejos, pero cerca de él, no fue más que un fruto de las incongruencias de la casualidad, de la puta casualidad de haber coincidido ese domingo en la playa, en la misma playa… y con la misma chica, Lorena Menéndez.

VIAJES AL FONDO DEL ALSA – PARTE XLIII (SING THEM SPANISH TECHNO)

Viernes, 28 de octubre de 2016

No sé bien qué es lo que sucede este curso que casi todos los viajes en alsa están siendo la mar de aburridos… (¿Todos? ¡No! Que los viernes en el trayecto de regreso de Arriondas a Oviedo siempre ha lugar a la sorpresa.)

Silencio. Total. Hasta llegar a Infiesto. Ahí suben dos polluelos de esos de camiseta justinbieberesca y gorra de las que tratan de ganar diez centímetros de altura hablando a voces. Parece que han fumado algún que otro cigarrillo de la risa a lo largo de la mañana. Llegan al fondo, última fila, y se sientan justo detrás de mí. (Como acto de rebeldía cuarentañera, dejo mi asiento abatido, que se jodan con menos espacio por haberme despertado.) Son estudiantes de algo que se me antoja cercano a la temática de su conversación. Vamos:

– Yo voy con mi chorba a una fiesta de jalogüín, que alquilamos un local entre todos los colegas, y allí mismo me la voy a follar.

– No jodas, tío, ¿pero con todos allí?

– Joder, claro, y si sale una orgía, pues mejor, ¿oíste? Jajajajajajaja.

– Jajajajajajajajajaja, ¡qué cabrón, tío, mazo cabrón! Bah, pero no te va a salir, fijo, que para que salga eso tiene que haber mucho convencimiento, y las chorbas no son como nosotros, que quieren estar de tranquis y románticas con sus novios y no andar coméndose pollas de otros.

– Joder… la verdad ye que no mola la idea de ver a la mi chorba comiéndole ahí la polla a un colega…

(Una señora que iba sentada cerca de nosotros aprovecha la ocasión de una parada y se larga con la cara más que desencajada hacia la parte frontal.)

– ¿Y entonces fuiste al Estilo – mítica discoteca del barrio de Pumarín de Oviedo que suele amenizar las veladas con orquestas varias, con un ambiente de treinta y cinco años para arriba – este fin de?

– Sí, ho, con mi madre, con mi tía Puri y una colega de mi tía… Espera, que te enseño una foto de la pava…

– Joder, está buena, pero mazo de buena, tío… ¿y te la pinchaste?

– ¡No, joder, qué va! Si es que…

– Pues ni lo pienses, tío, que las treintañeras, aún siendo viejas, tienen mucha experiencia, y yo el verano pasado en el pueblo me follé a una que hasta tenía la piel estirada y todo…

– No, bueno… yo si se deja, me la follo.

– Pues claro, ho, no seas gilipollas… ¿Te liaste ya el peta?

– Sí, sí, ho. Ya lo encendemos namás bajar del alsa.

(Miro medio de reojo y veo que se acaban de liar un petardo king size; seguro que los de la mañana en el instituto han sabido a bien poco.)

– ¿Seguimos jugando la partida?

– Espera, tío, que conecte el móvil.

Y allí que se ponen los dos a jugar a un juego bastante ruidoso que, por lo que puedo llegar a distinguir a nivel auditivo, debe ser de fútbol. El canuto puede esperar, y mis ansias de seguir escuchando semejante conversación, también. Como tiendo inconscientemente a relacionar casi todo con la música, viene a mi mente (“after shaking the thing for a sound”) Sing Me Spanish Techno, de los New Pornographers, puede que sea por el videoclip o por tener que escuchar una misma canción demasiado tiempo seguido (“listenin’ too long to one song”), esa cantinela de reminiscencias machopirulares que sigue ahí generación tras generación, ay, ay…

Now, sing me Spanish techno, please…

SONRISAS QUE SON PUÑALES

“Though those that are betray’d Do feel the treason sharply, yet the traitor stands in worse case of woe” –
William Shakespeare

El día 20 de octubre de 1982 cumplí 15 años, a mi aire, sin apenas regalos y muy feliz con mis amigos aquel miércoles después de clase. Ocho días más tarde – sí, era un un jueves, que antes no “fastidiaban” los domingos a nadie con elecciones o similares – se celebraban unas elecciones generales en las que, supuestamente, todo iba a cambiar. “Por el cambio”, se leía en los carteles bajo la cara miroalinfinitoconcarainteresanteporqueyolovalgo de Felipe González, el Isidoro aquel del exilio. Mi tío Aníbal, afiliado a UGT y al PSOE, me llevó el viernes 22 de visita a la sede del partido en Ponferrada. Se respiraba ilusión, una emoción ya ni siquiera contenida. “¡Ésta vez sí, vamos a ganar!”, y aquellos señores muy mayores se emocionaban y abrazaban casi al borde del llanto. La mayoría había vivido una posguerra muy dura, algunos hasta la guerra incluso, perdedores de la misma, hasta las narices de injusticias históricas muy mal alimentadas. Casi me contagian, la verdad, pero yo tenía a mi abuela Luisa, esa voz de la conciencia de clase que me decía, “no te fíes, José Luis, no te fíes, que éstos nunca aparecían cuando había que pelear en la sombra contra Franco.” Y yo, que la acompañaba siempre a votar e introducía muy contento las papeletas del PCE en los sobres correspondientes a Congreso y Senado, pues le hacía caso, que para eso me hacía los mejores bocadillos que cualquier merienda humana pueda haber tenido jamás. El viernes 29 de octubre no dimos clase de nada; todo el profesorado venía casi (o sin casi) de doblete, exagerando hasta el histrionismo una alegría político-etílica. Estupendo, un fin de semana por delante sin deberes para casa. Al parecer, todo el mundo era socialista.

Tres años y pico más tarde, concretamente el día 12 de marzo de 1986, pude votar por primera vez, y no sólo eso, sino que, para añadirle emoción al asunto, va y me toca ser interventor en una mesa electoral del colegio de mi pueblo, Cacabelos. Yo lo tenía clarísimo, tanto de entrada como de salida. Ya se le estaba viendo el plumero al señor González y a su gobierno supuestamente socialista. Tras una grandiosa utilización de la televisión pública el día 10 de marzo en horario de máxima audiencia, en el telediario de la noche – un buen rato, laaaargo y tedioso, de mitin del futuro señor X para que la gente pudiese “reflexionar” bien y en condiciones – el resultado dio un vuelco a los sondeos (¡pedazo novedad!). Sí a la OTAN, camaradas. Y yo, en aquella mesa, todo el día escuchando preguntas de mucha gente que no sabía bien cuál era “la papeleta para votar a Felipe”.

En fin, que si alguien se ha llevado una sorpresa hoy, se siente con un grado incontenible de indignación, o siente como una especie de estreñimiento ideológico por falta de comprensión, puede recurrir a esta frase que pronunció el otro día Mary Beard en el Teatro Campoamor de Oviedo: “no ser capaz de pensar de forma histórica hace que seamos todos ciudadanos empobrecidos”. Así es; y no conviene olvidar que, no sólo en el mundo de las artes sino también en la política, siempre tiene una gran relevancia ese aspecto casi imperceptible, etéreo, que se difumina ante nuestra vista pero que es amplio y determinante como el silbido de un cabrero, el Factor X.

(Y hoy, en esta tesitura histórica, sólo se me ha ocurrido escribir, ¡cómo no!, un poema alusorio, que ahí os va que os preste cual pedrada desprevenida:

escanear0032

La inocencia en 1982 – yo mismo

¡Qué te parece

esta concepción tan liviana

de la raza humana y sus circunstancias?

Quizá la abstinencia logre en dos movimientos

terminar con ese desfile tan particular,

esa algarada informe de la abstención:

un viaje lento, muy lento

desde el mundo de unas ideas

que ya no existen

a las sonrisas “benefactoras” de monstruos

que aceleran sin piedad

cada vez que se dan cuenta

de que allá, a lo lejos,

seres pobres de espíritu

no quieren más

que acercarse a vuestros hombros

para pedir esas cuentas

que, se supone,

son innatas a vuestra servidumbre

sin espíritu perceptible

de servicio alguno.

Adiós al beneficio,

a la duda que no mareaba

perdices pordioseras

en pesebres demasiado sutiles

para ser creídos

por un pueblo

pasmado y boquiabierto.

¿Sorpresa?

Vamos anda, ¿en serio?

De entrada, no;

de salida, tampoco…

Entonces:

Que vuestros asientos sean mullidos,

que el viaje va a ser largo,

y en vuestra travesía

acabaréis suplicando

por un desierto

que os parecerá

la más feliz de las arcadias,

una de aquellas sobre ruedas

Ave va, Ave viene,

– chucuchucuchú –

y el arrojo de los inicios

estira su brazo traidor

desde el límite mismo

del sumidero de nuestra vergüenza. )

SARAVÁ!

Hace no mucho, mucho tiempo, en un pueblo no demasiado lejano, hubo una discoteca que era el paradigma del ambiente nocturno, de madrugada de sábado, mismo ritual en la de cada domingo: amanecía, que era mucho, y el sol nos daba de lleno, pero éramos valientes y no llevábamos gafas de sol, así hiciese “un sol de carallo”. Años 1983, 1984 y 1985, veranos de múltiples iniciaciones y descubrimientos entre saliva, humo de cigarrillos negros y otros más aromáticos; semen y flujos vaginales, películas porno con alevosa nocturnidad en Las Vegas (nuestro bar de encuentro), queimadas a la orilla del río Cúa, escapadas nocturnas en el coche del padre de mi amigo Jerry, aquel mítico Ford Fiesta amarillo, a lo bestia, sin carné ni edad cercana aún para poder ponerse a estudiar siquiera el código de circulación… pero ya las ramas de los cerros de Úbeda están a punto de sacarme el ojo derecho de su órbita, así que, confesaré antes de continuar, que la discoteca a la que me refiero es, era, la sin par Saravá, nuestro propio y rural Studio 54 en Cacabelos (y el resto del Bierzo) durante cuatro gloriosos años.

Ya la inauguración supuso un acontecimiento espectacular, porque antes habíamos tenido la Marychris, al lado de la Cooperativa de Vinos, en la que la gozábamos como enanos bailando el jevi como auténticos héroes de guitarras y melenas que sólo existían en nuestra incipiente imaginación: AC/DC, Led Zeppelin, Barón Rojo, Iron Maiden…

Y las lentas, ese despertar de cebolletas altivas que buscan el nivel “arrimator” más cercano posible; o aquella tarde en la que Litán, el dueño, sacó a Richard de la pista a empujones, casi a hostia limpia, diciéndole, literalmente, que allí “aquellas mariconadas no se hacían”, y el pobre Richard, un cacabelense de Estrasburgo, con cara de infinita sorpresa que le contesta, “pero sólo estaba bailando, es breakdance”, y es que a mi amigo se le había ocurrido empezar a dar volteretas de esas que se dan en el breakdance, en el suelo, girando sobre uno mismo, demasiada ofensa para la moral de aquel buen hombre… Pero hablo de las tardes de viernes y sábados, cuando estudiábamos 8º de EGB y 1º de BUP, con entrada gratuita y ganas de aprender mirando a nuestros referentes tan cercanos como lejanos (me refiero a los de 16 y 17 años). Ser mayores apremiaba, y mucho. Y en 1983, no recuerdo si fue en marzo o abril, inauguran la Saravá José Manuel y Merche, pioneros de la primera boite disco cacabelense a finales de los 70, la Faustin, a la que veía de pequeño como marchaba mi primo a ligar admirando aquella melena y aquel desparpajo desde mi posición de geyperman con Turbocópter cercano al suelo.

Dos pisos de discoteca, simulando una cueva, con estalactitas y estalagmitas que se juntaban en varias columnas alrededor de la pista de baile. Dos ambientes: el piso de abajo, música disco de los 70, funk, el inefable italo-disco de La Dolce Vita, el Tarzan Boy y aquel «Happy Children» de P. Lion; las lentas (siempre avisaban con un flash continuo su inminente llegada, para que fuéramos acercándonos a la pista, si es que no estábamos bailando ya, porque antes sí 20160408_210647que bailábamos, y sin complejo alguno, y enviando miradas suplicatorias a alguna de las chicas que te gustaban, porque siempre había más de una, o dos, o tres…), y un reservado con una entrada que no levantaba más de 70 centímetros del suelo en la que reinaba la oscuridad, tanto, que a veces, cuando tenías la suerte de poder ir, no sabías ni quién te metía mano ni a quién se la metías tú. El piso de arriba ya estaba más orientado a la gente mayor, a los carcas de veinte o veintipico, que bailaban en grupo y cantaban canciones más tirando a rollo hippy con el inglés de aquí de toda la vida (gües yu mamagón!! gües yu mamagón!!, aunque, seamos justos, no sólo cantaban este Chirpy Chirpy Cheep Cheep, sino que se atrevían con el Bang a Gong (Get it on) de T-Rex. Que yo recuerde, un gran descubrimiento para mí el gran Marc Bolan. A veces me escapaba de mis amigos con la excusa de ir al servicio, y subía veloz al piso de arriba a disfrutar de un rato de música buena y descansar de aquellos alemanes tan andróginos de los que yo ni quería ser su corazón ni su alma, ¡hablares modernos a mí, con mis camisetas de Iron Maiden y Mötorhead!)

Lo que sí que hacía, ya que el deber me obligaba a estar en el piso de abajo con mi gente, era llevar cintas de casete de 90 minutos para que me grabasen sesiones en el piso de arriba para luego disfrutarlas en casa.

Lo mejor, sin duda alguna, llegaba en verano. Tardes de río hasta las siete, regreso a casa para cambiarse, perfumarse un poco, y a la Saravá. Un hecho curioso, que se mantuvo esos tres veranos, era que las tres primeras personas que llegaban a la discoteca tenían una consumición gratis. Sé que suena mal, pero digamos que un 75% img003de esas consumiciones nos las bebimos mis amigos Manolo, Jerry y yo. Recuerdo tardes en las que la lucha fue feroz, a muerte, a sprint partido, que un día vimos como Chas, Robertín y otro que ahora no recuerdo, aunque creo que podría ser Bato, encaminaban traicioneros sus pasos hacia la Saravá a eso de las ocho menos diez (abría a las ocho). ¡No, no podía ser! Pasamos de largo la sala de juegos de Las Piñas, en la que siempre parábamos unos minutos, y comenzamos a correr muy aprisa y sin hacer demasiado ruido. Pasamos a su lado como auténticos sputniks a tan sólo tres o cuatro metros de la entrada. “¡Hijos de puta, maricones!”, pero se sentía, no íbamos a ceder el mando tan fácilmente, lo íbamos a pelear como cabrones, como centrales italianos educados en el más puro catenaccio que podáis imaginar.

El verano de 1984, decidieron convertir la Saravá en una playa. Nos contrataron a Jerry, a mí y a otros cuantos para descargar camiones y más camiones de arena, todo ello a cambio de pases gratis durante meses y vales para veinte copas, ah, y las cenas en la Pista al lado del río, especialistas en pollos asados. Ahí quería yo llegar, que este momento merece la pena.

Combate: pesos pesados, en un rincón, Jerry, gran comedor, entrenando a tope y famélico tras un día de mucho trabajo bajo un calor intenso; en el rincón de la derecha, Ovejita, camarero de la Saravá, gran tragaldabas de carácter flemático y enorme fajador. La apuesta: quien coma menos, paga la cena. Combate nulo tras dos pollos y medio por cabeza, patatas fritas, tortilla, bollos de pan, ensalada, cervezas… El árbitro ordenó parar el combate en el decimoquinto asalto cuando los dos púgiles se habían levantado desafiantes de sus asientos para ordenar otro pollo asado más por barba. Si es que al final pagaba José Manuel, el árbitro, el dueño de la discoteca, que para eso era quien había contratado al personal.

La fiesta aquella de la playa, pues divertida hasta el paroxismo, de noche seguida hasta el amanecer de chocolate con churros y baño en aquella agua tan fría del río Cúa por la mañana…

Los veranos interminables, con amigos que sólo venían al pueblo en agosto, pandillas de decenas y decenas de adolescentes en busca de diversión rápida y fácil, de la risa floja, de la incontinencia que provoca todo lo nuevo. No es broma, que incluso llegamos a madrugar algún domingo para aprovechar esas dos últimas horas de discoteca y salir a ver luego el sol con toda aquella gente dobletera que había venido de muchos lugares diferentes. Montones de coches en el párking que iban desfilando en dirección a Ponferrada, a Lugo o a donde fuese menester, sin miedo a los controles de alcoholemia, mucho pim pam y mucho toma lacasitos aunque sin cámaras que pudiesen recoger momentos tan patéticos como felices, centrifugando en una memoria que, de tan selectiva, me obliga a estar escribiendo todo esto con una sonrisa poblada, y no es nostalgia, no, tan sólo es un viaje a aquel punto del camino en el que, aunque sabía que me iba a despedir de mi pueblo, lo añoraba desde un “no future” que era mentira, porque ahora estoy aquí, en aquel “future” que supuestamente era “no” terminando de teclear este relato, desde el cariño nihilista que en mí permanece, desde una atalaya perecedera que me dice: “¡corre, joder, que os van a quitar esas copas!”

WHERE WORDS FAIL, MUSIC SPEAKS.

Frey, que era uno de los cinco repetidores con los que le había tocado compartir grupo a Jaime en aquél su primer curso en el instituto de Cacabelos, lo había dicho ya al segundo día de clase, “con la de música os vais a descojonar de la risa, ya veréis”. Y sí, tenía razón, toda la razón que a veces proviene de la crueldad de un grupo humano en movimiento constante, de la influencia que una gente puede ejercer sobre otra sólo por el hecho de haber llegado antes a un lugar y casi sin haberse dado ni cuenta gritado “¡primer!” a sabiendas por ello de la autoridad que esa misma estupidez puede llegar a otorgar.

Pero vayamos a los hechos en sí, que yo os estoy narrando todo esto porque el mismo Jaime me lo contó el otro día en una larga sobremesa de tertulia plena de café con leche y algún que otro chupito de orujo. Doña Ernestina, sin estudios superiores que aportar a la causa de la enseñanza secundaria, había conseguido una plaza en el instituto de su pueblo, Cacabelos, el I.E.S. Bergidum Flavium, vía la Sección Femenina, esa Falange exclusiva para mujeres, eficaz promulgadora durante cuarenta años de aquellas ideas franco-machistas de “la pata quebrada y en casa” bajo un profundo nacional-catolicismo. Tras varios años dedicándose a la enseñanza de modales, de saber estar entre costureros y agujas de coser varias, le llegó la hora de impartir la música de 1º de BUP. El horror para aquella pobre mujer, todavía escandalizada por ese hecho “contra natura” que suponía la coeducación, la enseñanza mixta, tanta hormona suelta, junta, revuelta, ¡sexos distintos, oh no!… No podía con ello la pobre mujer, ya al mismo borde de la jubilación. Y ahí estaba ese nuevo grupo, a finales de septiembre de 1981, 1º B, 23 adolescentes muy inquietos, 14 chicos y 9 chicas; 5 repetidores, los más macarras de todo el instituto.

Jaime, que ahora ejerce él mismo como profesor (de inglés, concretamente), me contó varias anécdotas: que si firmaban los exámenes con un chorizo que tenían escondido en un armario, que si le estaban cambiando constantemente las revoluciones al tocadiscos, poniendo a 45 rpm los LPs que debían ir a 33, con el cachondeo que provocaba en la clase ese hecho al escuchar a las sopranos o a los tenores cantando como si fueran los mismísimos Pitufos; ocasiones en las que seis o incluso siete estudiantes entregaban el mismo trabajo, o el día que le dieron a la pobre señora con un garbanzo en las gafas, haciendo que el cristal de las mismas estallase – “¡aaaaaaahhhh, terroristas, que sois unos terroristas, que me queréis mataaaaar!”. Aún así, como decía mi abuela, “a veces uno es tan bueno, tan bueno, que parece bobo”, y en masculino, porque aún era predominante aquel hecho del genérico en masculino para todo, que no se había creado aún la corrección política.

  • Y sabes, Jose, aún siendo yo lo buen chico que fui durante toda mi época de instituto, me llegaron a expulsar para casa una semana – me dijo el bueno de Jaime mientras miraba fijamente al paragüero vacío.

  • ¿De veras? No me lo puedo creer… Cuenta, cuenta.

Se había estropeado la calefacción en el ala nueva del instituto, justo donde estaba el aula de música, por tanto, 1º B se queda ese día de primeros de diciembre, un lunes a primera hora, en el aula del grupo. “Jaime y Manolo, por favor, tomad la llave del aula de música y traéis el tocadiscos y dos discos que hay sobre la mesa”, ordenó Doña Ernestina a Manolo, el delegado, repetidor de camiseta de Leño, pelo largo y actitud siempre desafiante, por descontado, y al propio Jaime, que se sentaba muy pardillo a su lado. Y allá iban pasillo a la izquierda, casi corriendo en busca del tocadiscos y dos discos de música clásica, que la Seño no les ponía otra. Abren la puerta, encienden la luz y se acercan a la mesa de la profesora. El tocadiscos, un Philips bastante viejo, de aquéllos con tapa-altavoz que encajaba y se cerraba sobre la parte del plato giradiscos formando una aparente maleta, estaba en la mesa, en la esquila de la izquierda. “Jaimito, coge tú los discos que ya pillo yo el tocata”, le dice Manolo a Jaime. “Vale”, responde este último mientras se acerca a los dos discos que ve sobre la mesa fijándose en cuáles son, Las Cuatro Estaciones de Vivaldi y… ¡catacrock! “¡HOSTIAS!”, suelta Manolo el repetidor jevi tras ese ruido que indicaba que algo no había salido bien, que algo se había roto de verdad. La tapa que hace las veces de altavoz, que no estaba bien encajada. Jaime se agacha y recoge a la víctima del suelo con muchísimo cuidado, pero eso ya da igual, es un cadáver sin solución, sus constantes musicales se han ido en los cuatro trozos del brazo de la aguja que cuelgan del tocadiscos dejando varios cables a la intemperie. “Y… y… y… ¿ahora qué hacemos?”, pregunta el bueno de Jaime bastante asustado. “Joder, déjame pensar… a ver, rápido… ¡ya sé! ¡Dame ese tocadiscos para acá!”, y Manolo sube acto seguido la persiana que está justo al lado de la mesa de la profesora, abre la ventana, asoma la cabeza, sonríe y tira con un fuerte impulso el tocadiscos por la ventana. “P-p-p-pero, pero… ¡tú estás mal de la cabeza, tío! ¿Pero qué haces?”, el susto en Jaime era más que evidente. “Calla la boca, gili, y asoma y mira ahí abajo”, le contesta Manolo con una sonrisa que denota una seguridad que a Jaime se le escapa.

¿Y a qué hecho peculiar se debía tal actitud por parte de Manolo? Muy sencillo, justo al lado del aula de música seguían las obras de ampliación del instituto, y bajo la ventana había uno de esos tradicionales montones de arena de la que se echa en las hormigoneras para mezclar luego con cemento y agua. “¿Ves, pailán? Ahí ni se ve el tocata, y luego al recreo nos acercamos y lo tapamos bien con bastante arena y ahora volvemos a clase y le decimos a la Pelos que no lo encontramos. ¡Estamos?… ¡ESTAMOS?”, la vehemencia de Manolo extrae de la boca de Jaime un “estamos” que parece sonar firme y convencido pero que en el fondo denota sin remisión cuál va a ser el final.

Dos días más tarde, en plena clase de naturales con moluscos de por medio, aparece Don Julio, probablemente uno de los jefes de estudios que más terror haya infundido jamás al alumnado de un centro educativo. “Buenos días, Don Juan, chicos, chicas. Bodelón, Yebra, los dos conmigo a mi despacho, ahora”, dice de repente con aquella voz que habría acojonado al mismísimo Bela Lugosi en sus buenos tiempos. Bodelón era Manolo y Yebra era mi amigo Jaime. El plan de Manolo se había tornado finito mucho antes de lo que el propio Jaime había previsto. Las obras seguían, y palada a palada de los obreros allí apareció aquel cadáver electrónico aún sin descomponer. Una semana para casa en el caso de Jaime, y dos para Manolo por ser éste reincidente. Así eran las leyes, y así había que cumplirlas.

  • ¿Y qué os dijo Doña Ernestina de todo aquello?

  • ¿Doña Ernestina? Jajajajajaja. Cuando volvi el lunes tras mi semana de expulsión y vi en su aula aquel estéreo nuevo tan reluciente, que tan bien sonaba, supe que no me iba a decir nada. Tan sólo me sonrió, y con su mirada dirigió la mía hacia la posición de aquel Sanyo plateado tan espectacular mientras asentía con su cabeza en un gesto de mafiosa complicidad.

  • Entonces…

  • Sí, querido amigo Jose, así es. Como diez u once años más tarde, Manolo me lo confesó, lo había planeado todo con Doña Ernestina para cambiar aquel viejo tocadiscos que tan mal sonaba, que tan mal giraba ya. Y yo, pues yo no fui más que una parte de aquel plan para que todo resultara así más convincente. No se fiaba para nada de un jefe de estudios que militaba en el Partido Comunista, ya ves. Ni siquiera se había atrevido a levantar la voz para pedir un tocadiscos nuevo al equipo directivo.

  • Jooodeeer, increíble… Para alucinar.

  • Jajajajaja, pues sí, para alucinar… en estéreo, jajajajajaja ¿Otro café?

  • Jajajajajajajaja. Mmmhhh, vale, con leche, corto de café.

VIAJES AL FONDO DEL ALSA – LAS MICROAVENTURAS DE INDALECIO, EL CONDUCTOR – PARTE VIII -BARBIES FROM HELL

  • ¡Inda! ¡INDA! ¡INDAAAAA! – ¡cómo odia Indalecio que se refieran a su persona, que lo llamen o lo que sea acortando su nombre, y más ahora, que suena como el imbécil ése que tertulia cual hombre de las cavernas los sábados noche en La Sexta (ese contrapunto rojo al azul de Antena 3, ambas hijas de la misma madre), aunque mejor eso que como cuando de pequeño los niños del colegio lo llamaban L’inda y cantaban acto seguido, tras haber respondido «¡qué?» el ingenuo de Indalecio, con voz de pito «beso de aire puuuuuro.»
  • ¡Qué paaaaaaasa?
  • A ver, ho, que ye’l cumpleaños de la ahijada y nun tuve tiempo de comprale nada, que se me pasó por completo. ¿Sales tú en un momentín y le compras una Barbie, que ye lo que me pidió? Ye que yo nun tengu tiempu, bobo, que tengo que preparar les casadielles pa la fiesta d’esta tarde…
Campillín 2

Hago vigilia mientras sueñas por las noches…

Y ahí va Indalecio, en uno de sus días libres, en busca de una Barbie para su sobrina y ahijada, Jennifer (la Jenni para la gente más allegada). Decide pasar por el Campillín y por el Fontán, esos mercadillos de Vetusta que tantas sorpresas, de toda calaña, nos pueden proporcionar. Ay, pero de camino se encuentra de sopetón con su antiguo colega de porros mal liados y sala de juegos recreativos como alternativa a las aburridas clases de filosofía..

  • ¡Hostia, Tuñón!
  • ¡Cagomiputodiós, Indalecio!

Un abrazo espontáneo, de esos bien apretados y series periódicas de palmadas fuertes en la espalda y… una simple Barbie agónica, como de película de George Romero, un single de Fischer Z, ‘So Long’ en honor de todos aquellos duros que ambos se habían gastado por aquel entonces en aquella oscura sala de juegos que estaba justo al lado del instituto para poder escuchar esa canción; tropecientas cañas y vehementes promesas para un futuro lleno de mensajes de WhatsApp y reuniones de los colegas de aquellos años que no se verán jamás cumplidas. Regreso a casa bastante más tarde de lo acordado y en unas condiciones discordantes con la vertical humana propiamente dicha.

  • Pero… PERO… ¡QUÉ COÑO YE ESTO? ¿PERO TÚ TE CREES QUE PUEDO IR YO CON ESTA BARBIE A NINGÚN SITIU, CACHO CASTRÓN?
  • Barbie y Ken harén

    ¡Hola! Nos incrustaremos en vuestras pesadillas igual que la cal en los filtros de las lavadoras, y no habrá Calgón que nos pueda echar

FARTURA GENÉTICA

Y te pintaba la luz de colorines

sin pretender otra cosa

                                              que quererte.

Mas

        era un sueño,

mordaz y sarcástico

de tus genes hallado,

                           nunca bienvenido.

En modo realidad,

no existen besos ni cariño;

nadie te dice «lo has hecho bien»

La norma,

                     lo opuesto.

Exigencias adultas

para mundos de juegos sin fin.

Tortazos,

                  palos de escoba,

     oscuro y frío sótano

             de ratas poblado.

Y te duermes,

y abres tus ojos 

                               en otra casa,

      más humilde,

tan falta de dinero

como rebosante de complicidad.

Me asusta,

                     porque yo no sé

cómo comportarme

                                        ante

actos desconocidos de amor.

Y si veo una mano acercarse,

giro instintivamente mi cara

para recibir sin reparo

una caricia que me cuenta

que todo está bien,

que mi viaje ha terminado,

que ahora ya siento el dolor,

y frunzo mi ceño

                                   sin contemplación alguna,

acumulando odio venidero,

que se irá disimulando 

con el transcurso de un tiempo

ambiguo 

                    y

                         mentiroso,

hasta el estallido final

de la basura acumulada,

sentimentalismo vano

                                              de telefilme

de un sábado tarde;

intangible,

                     aún siendo

taladro inútil de descendencia

humanamente inhumana.

Como punto y final, 

te vas directamente

a ese infierno

en el 

          que pareces

                                  creer.

Allí podrás quemar

todos esos billetes

que tanto adoras.

 

VIAJES AL FONDO DEL ALSA – LAS MICROAVENTURAS DE INDALECIO, EL CONDUCTOR – PARTE VI – AVECREM Y RISKY BISNIS

  • ¡Mi madre, Indalecio, nun te conocía! ¡Cúanto va ya! Porque tú yes Indalecio, el del Molín, ¿no?
  • Sí, sí, el mismo – responde Indalecio mientras escudriña desde su atalaya de conductor de alsa y con su visión mega-concentrada, al más genuino cien por cien, quién narices puede ser esa señora que se dirige a él con tamaña familiaridad.
  • ¿Nun te acuerdes de mí? Soy Merce Eva, la del panadero.
  • ¡Coime, sí, claro, cagonrrós! ¿Cómo te va?

Merce Eva estaba irreconocible. En nada se parecía a aquella chica con la que se morreó en el reservado de la discoteca del pueblo tras haber bailado imantados un par de lentas casi veintiocho años atrás.

  • ¿Y qué tal Ricardín, ho? Has de darle recuerdos de mi parte. ¿Seguís por Xixón? – pregunta interesado Indalecio. Ricardo era uno de sus amigos de tiempos adolescentes, de pandilla numerosa y juerguista.
  • Ay, fíu, que ya no estamos juntos. Conoció una rumana de veinte años y se largó, el muy hijoputa…

Y Merce Eva se sienta en el asiento delantero de la parte derecha, justo detrás de Indalecio, para ir contándole todas esas noticias que él, por ser poco chismoso, desconocía de pleno. Indalecio, más que escuchar toda esa retahíla de historias, quejas y reproches pasados, se para a pensar en el día de la boda de Carmen Eva y Ricardo, en el fiestón que se montó, en las invitaciones alternativas que hicieron él y el Curuxo, “Enlace Avecrem y Risky Bisnis”, que aquellos eran sus motes de instituto; ‘Avecrem’, que se lo puso Tarrancho a Merce Eva, ya que gustaba él de leer al revés todo lo que se ponía por delante; y Risky Bisnis algún otro de la pandilla que ahora no recordaba Indalecio, por la película aquella de Tom Cruise (Risky Business), por su parecido fonético con Ricardo y porque además, tal era el nivel de inglés por aquel entonces, creían que Risky era tan sólo el nombre del protagonista de la película. Ha dejado ya de escuchar a Avecrem, aunque hace algún gesto vago que da a entender mínimamente que sigue el hilo de lo que ella le está contando. Y ha llegado al día de marras, “¿No vienes al reservado, Inda?” “No, no, paso, que voy a bailar el jevi con los colegas.” Y allá que se fue Indalecio con sus amigotes, otro Air Guitar Hero más. Avecrem no perdió el tiempo, ya iba ahora de la mano de Risky, directos al reservado previo paso por la barra a pedirse una de esas asquerosidades de los años 80, Licor 43 con Coca-Cola. Indalecio los ve de reojo, sonríe, y sigue moviendo su cabeza arriba y abajo, tocando esa guitarra eléctrica imaginaria entre punteos decididamente deicidas… Ridin’ down the highwaaaay, goin’ to a show… It’s a long way to the top if you wanna rock’n’rooooll.