CINTALABREA

CINTALABREA

Aquella tarde de finales de abril llegué a casa con la espalda muy dolorida, demasiado enrojecida y casi a punto de sangrar. Aún así, me senté a la mesa a cenar como si tal cosa, con una gran sonrisa y, para ser justos, he de reconocer que el simple hecho de poder escuchar una vez más las historias de mi abuela Luisa, sus chistes, ya servía para mitigar el dolor sin casi tener que disimularlo.

Antes de irme a dormir, tras haber visto un nuevo episodio de Curro Jiménez, me encerré sigiloso en el baño y como buenamente pude me apliqué algo de alcohol en la espalda. El dolor era casi insoportable, pero no podía ni emitir un leve quejido no fuera a ser que me escucharan y se enteraran del estado tan lamentable en el que se encontraba mi maltrecha espalda.

UNAS HORAS ANTES

– Venga, somos nueve. ¿Alguien tiene un cinto? – preguntó Juan Carlos.

– Yo, yo tengo uno, pero si me lo quito se me caerán los pantalones – respondí yo demasiado convencido, muy poco previsor.

– Joder, pues vamos por un trozo de cuerda ahí donde el Pispís y te la atas – dijo presto Miguel justo antes de enfilar los nueve en dirección a la Plaza del Generalísimo (poco antes de ser ya Mayor y eliminar la ignominiosa presencia del dictador) para comprar un metro de cuerda de pita por una peseta (cuatro cicles Cheiw menos).

CINTALABREA

En el juego en sí hay tres partes implicadas:

a) la madre o persona que manda por completo en el juego y da las órdenes según su conveniencia y a su libre y subjetivo albedrío, claro está.

b) quien se las queda: como en todo juego de persecuciones, la persona que debe correr todo lo que pueda para intentar atrapar a todas las demás, en este caso con una novedad: porta un cinturón en su mano a modo de látigo con el que debe golpear al resto; es la manera tan particular de “pillar” de este juego.

c) Los que huyen del posible “castigo” a base de cinturonazos de un calibre tan berciano como salvaje.

– A ver, yo soy la madre; Peidán se las queda y los demás ¡a correr! ¿se vale? – Gabino, con su siempre particular sentido del liderazgo ya lo había organizado todo.

Todavía me encontraba yo luchando, torpeza apremia, por atarme bien la cuerda para no quedarme en calzoncillos cuando la madre gritó, “¡CINTALABREA!”, y todos echaron a correr ipso facto. Todos menos yo, que aún tardé otros dos o tres segundos en anudarme aquella cuerda nueva tan recia, justo lo que le llevó a Peidán llegar a mi altura y empezar a asestarme cintazos en toda la espalda – por lo menos, José Manuel, apodado Peidán como su padre, su abuelo, su bisabuelo y aún más arriba, era de los considerados “buenos”, de los que arreaban agarrando el cinturón por la hebilla y no al revés. Al comenzar yo a correr como un poseso con seis o siete buenos latigazos ya a mis espaldas, Gabino, la madre, chilló desde su lugar (no debe la madre moverse nunca de la posición inicial que ocupa en el juego), “¡OREJA, OREJA!” Había llegado la mía: me di la vuelta y ahora era yo quien perseguía al Peidán. En cuatro o cinco zancadas ya estaba a su altura; salté, lo agarré y cogí su oreja derecha muy fuerte con los dedos de mi mano también derecha. Con todo el dolor que sentía en mi espalda, la venganza invadió mi instinto y los tirones que propiné a su apéndice auditivo fueron tales que, asustado, Gabino, la madre, comenzó a gritar como un loco, “¡PARA, PARA, YEBRA, QUE SE LA ARRANCAS!” No obedecí. No estaba yo para obediencias y misericordias de carácter leve.

¡CINTALABREA!” Joder, ¡no! Tornas cambiadas otra vez. Me giro para escapar a toda prisa con tan mala pata que tropiezo con un adoquín de aquellos que antaño sobresalían casi en cada acera. Mínimo, mínimo, diez latigazos más… hasta que llegó a nuestra posición el resto de la pandilla y, aunque la madre ya había proclamado bien alto “¡OREJA PA CASA!” (los perseguidos llevan al perseguidor asido de la oreja ante la presencia del dios del juego de cintalabrea, la madre y ya es el final del juego), José Manuel, Peidán. Continuaba asestándome un cinturonazo tras otro como venganza a la afrenta hecha con anterioridad a su oreja diestra, que sangraba y sangraba sin parar. Entre Manolo y Robertín consiguieron a duras penas placarlo y, muy enfadados, decirle que lo dejase ya, que ya estaba bien.

– ¡Qué cojones haces, hostia!

– ¡Cagondiós, mira mi oreja, MÍRALA, que este cabrón casi me la arranca!

Y con las mismas nos pasamos José Manuel el Peidán y yo casi siete años sin dirigirnos la palabra.

En una verbena de las fiestas de Villadepalos, en estado ebrio y demás, el Peidán derramó un vaso casi lleno de cuba libre sobre la espalda (sí, otra vez “la espalda·) de un chico de Cuatrovientos, un jevi con pinta chungo miembro de una pandilla con aspecto global aún más chungo. En cuanto empezaron a darle de hostias, allí aparecimos los de Cacabelos al instante a defender al Peidán, uno de los nuestros. Como suele suceder en estas ocasiones, la noche acabó con una borrachera de órdago entre amigos, los de siempre y los nuevos, porque, a pesar de la bronca inicial con los de Cuatrovientos, terminamos mezclados con ellos proclamándonos entre cervezas y cubatas amor fraternal eterno mientras cantábamos (y destrozábamos) canciones de Barón Rojo a volumen brutal, como no podía ser de otra manera.

Desde una esquina de la barra del bar de la verbena, el Peidán me mira, se ríe y me grita cerveza en alto, “¡CINTALABREA, YEBRA, CINTALABREA!”, y a mí me da la risa y voy a su encuentro para darle el más sincero de los abrazos y decirle ya con la lengua muy trabada directamente en su oreja derecha, “¡OREJA PA CASA, PEIDÁN, OREJA PA CASA!”

LA SONRISA ETERNA Y COREOGRAFÍAS IGNORADAS

fontan-munecodesde aquí
os sonrío
con todas mis ganas,
el cielo libre
no os contempla hoy
igual que lo hace conmigo
y la envidia
habita escondida
en vuestras carteras
porque yo no valgo demasiado
y en una esquina
cualquiera
de cualquier mesa
de tu casa
os haré felices
cada noche
cuando estéis soñando
y la penumbra
agote sin prisa
cualquier intento
de emoción erosionada,

porque sin permiso
me beberé vuestros cafés
y me untaré de mermelada
con el tiento de unas ganas
que recuperaré
desde el abismo
de la mirada
de vuestros ojos
ya cerrados
para siempre.

segundo-milenioMaddie baila
al compás
de tu ludopatía
y ni el sonido
de monedas cayendo
puede esconder
la voz de Sia;
deberíais conoceros
intercambiar pasos
de baile
por máquinas
tragaperras
en plena retirada:
dance with me
insert coin
with me
me me me me…
mi café
sólo
y la danza volitiva
para las monedas
pequeñas
de antaño;
estoy seguro,
os tenéis
que conocer
en el pachinko
vulgar
de celestiales
gorgoritos infernales.

NO HAY TIEMPO PARA TENER PRISA

senor-en-campillinfeliz
me voy ya a mi casa
con tres DVDs
dos novelas
y la sonrisa
amplia y escasa de dientes
del vendedor
que regaló
varios Pokemon
a un niño
que le dio
las gracias
desde muy adentro:
es cierto,
la gente
que menos tiene
es infinitamente
más generosa.

arcade-1984viaje en el tiempo
atrás
y ahora soy mileurista
de nuevo
aunque el euro ni exista
aún;
y nada cambia:
defender para iniciados
porque
sus malos son sus malos
y mis buenos también lo son;

en la nevera sigue habiendo cerveza
y en la órbita mi cabeza
vitaminas para mi desarrollo
tenazas y un centollo
y niebla densa
húmeda
llena de rabia;

nos quisieron enseñar
seda y lujuria;
pero llegó la hora del examen
y respondimos
“atropello y algodón”
éramos muy jóvenes
éramos muy punkis
pero sólo a media jornada
lista para la expansión.

EL POETA PATÉTICO – PRIMER RECITAL

pathetic-poetAlguien habló un día con no sé quién que conocía a no sé que otra persona que tenía un amigo que iba mucho por un bar de Oviedo que organizaba sesiones poéticas, también conocidas como jams o timbas. Ese alguien conocía al Poeta Patético. “Oye, ¿y por qué no te animas este jueves y te acercas a ese local, que hay sesión de micro abierto?” Y allí encaminó sus pasos el Poeta Patético el pasado jueves tras un copioso y tardío menú del día en el barrio, de ésos de siete euros y sopera llena de fabada (no de les meyores fabes, por supuesto) que dé para llenar casi cuatro platos a rebosar también de morcilla, lacón, chorizo y panceta, un pequeño imperio en el lado oscuro de la grasa. No pudo con el cuarto, que todavía faltaba el segundo plato: carrilleras guisadas con la de dios de patatas fritas y un pimiento triste adosado sin piedad al que nadie nunca hace ni puto caso. Plato limpio tras untar el quinto trozo de pan. De postre, tarta de la abuela, una buena ración, de las de paisano. Dos cafés con coñac y seis sol y sombra. No puede haber mejor calentamiento para una sesión de poesía, sin duda alguna. El camino desde el barrio hacia el Antiguo le sirvió para ir desalojando algo de metano de su cuerpo, aunque había reservas en su aparato digestivo para unas cuantas horas.

– Buenas, ponme una Mahou… Vengo a recitar, ¿hay que apuntarse o algo o ya salimos por libre?

– Espera, ho, que ya te apunto yo. Dos poemas por persona, que hoy hay mucha peña. Soy Chema – dice mientras estira el brazo esperando recibir un apretón de manos por pura reciprocidad. No es así. El Poéta Patético ya se ha aferrado a su mahou y no puede ver más allá de su alcohólica sed.

– Apunta ahí, El Poeta Patético.

– Joder, ¿así, como suena?

– Sí, claro, ¿cómo cojones quieres que suene?

Y ahí está ahora nuestro rapsoda sujetando su cuarta Mahou, aguantando estoicamente letanías que ni escucha, palabras y rimas que hablan… ni puta idea tiene él de lo que hablan, que a él no le gusta esa mierda de la poesía. Puaj. Otro trago más.

– Y ahora tenemos un nuevo poeta en esta timba. UN FUERTE APLAUSO PARA… ¡EL POETA PATÉTICO!

(El resto no es más que una transcripción literal de lo que aconteció acto seguido el jueves pasado en un local del Antiguo de Oviedo que se dedica a organizar sesiones como ésta.)

Eeeeeh, a ver… que yo estoy aquí básicamente para tomar cerveza, como diría Bukowski, y eso que a mí Bukowski me la pela, me la puede chupar doblada, el puto cabronazo… Os podéis largar a ver un partido de fútbol si os da la gana, los tíos, digo, que si alguna se queda y quiere follar luego, no tiene más que decírmelo… Eeeeeh… Bueno voy con un poema… Perdón, ufffff, es que fueron tres platos de fabada para comer, y siempre mejor fuera que dentro, ¿no? Va:

Tu boca sabía a ajo

y tu saliva pegajosa

se pegaba en mi barba,

pero yo te amaba

no como tu novio

ese imbécil sin cerebro

tan lleno de caspa

como vacío de ideas.

No me gusta el sabor a ajo

y por eso me fui

porque tras la tercera arcada

preferí echar la pota en la calle

a llenarte entera la boca

de callos con garbanzos:

eso sí que es amor,

cercanía glotona

y una más que romántica

halitosis compulsiva.

Y bueno, eso… que, a ver, que lo de poeta patético es muy sencillo, como bien acabáis de comprobar. Yo reconozco mi patetismo, pero vosotros no, que os creéis portadores de no sé qué mierdas… en fin, que a veces me da por leer poesía, y puedo citar al gilipollas del Rimbaud (Rimbaud, Rimbaud la la, Rimbaud, Rimbaud la la, el paraíso puede estar en Trinidad… ) – esto último cantado con la música del Koumbó de Georgie Dann – o uno que me recomendó una amiga hace tiempo, un tal Casanova, uno canario que palmó con 19 años hace ya una pila de años, que seguro que se suicidó, el puto imbécil… mierda de mártires malditos… En fin, que tengo que recitar otro poema, y dice así:

El cadáver bonito

para tu puta madre

que yo quiero

llevar mi cuerpo y mi vida

hasta los límites de la más sucia

fealdad que jamás podáis imaginar

y ya no lavaré más mis dientes

nunca traicionaré

a ninguno de mis hermosos pelos

volaré a cualquier parte

y desde el tren de aterrizaje

os mearé con destreza

mientras hago esfuerzos

por sacarlo de mi:

mi octavo pasajero

que, como decía Paco,

el camionero de mi pueblo:

la meada sin un pedo

es como la fiesta sin gaitero.

Hala, y ya, a tomar por culo… ¡Chema, ponme otra Mahou!

PENSÉMOSLO ANTES

Al acabar el concierto nos fuimos de allí. Había demasiada gente, gente que apuraba su superávit de adrenalina a base de más y más tragos de mezcla de refresco de cola – cualquiera servía – con una bebida alcohólica destilada. El ambiente olía a marihuana, podías respirar su aroma a cada paso que dabas. Teníamos hambre; teníamos sed… y también miedo, porque el calor y la humedad obligaban a la rápida descomposición del pobre Julio, que yacía cadáver dentro del maletero del BMW de Carlos. ¿Por qué cojones se tenía que haber muerto así, tan repentinamente, cinco horas antes del concierto, cuando estábamos tranquilamente en Llanes preparándonos para un viaje hasta Gijón a presenciar el que luego sería el conciertazo del año…?

Ocho horas antes del concierto

chiinguito playa de BarroEn la playa de Barro, al menos unas siete familias almorzaban pollos asados en el chiringuito. A pesar de ser ya el noveno día del mes de septiembre, el calor abrasaba con vehemencia, ayudado por la ausencia de nubes, que permitían al otrora (otrora querría decir en este caso ‘agosto’, el mes traicionero por excelencia)… como iba diciendo, la falta de nubes que permitían al otrora desaparecido Lorenzo desplegar zalamero todos sus recursos aduladores. Teníamos hambre, pero no disponíamos del suficiente dinero para matarla. Un poco de cerveza engañaría gentilmente a nuestros protestones estómagos. ¿Algún porro? No,  no merecía la pena, que eso solo serviría para aumentar la intensidad del hambre. Nos conformaríamos con “alimentarnos” olfativamente con aquel aroma de pollo asado que otros podían gustosamente manjar. Julio sí podría, si quisiera, porque Julio era de los pijos, aunque de aquellos que viven en un estado de constante autoafirmación (no sé para qué, la verdad, porque si la vida te ofrece algunas ventajas deberías aprender a utilizarlas en tu propio beneficio. Joder, que nos estábamos muriendo de hambre y aquel cabrón sólo tenía que acercarse a Llanes y sacar unas migajas de cualquier cajero automático. Pero no, el puto orgullo de clase, de anticlase, de vaya usted a saber qué pajas mentales de las múltiples que poblaban la mente del que se había educado interno con los jesuitas… se me olvida por momentos que está muerto y ni eso soy capaz de respetar). Julio nadaba Ballet Dancers on the Beach from the 1930s (2)contra las olas. Julio se fumaba un peta… y otro a continuación. Vuelta a la natación. Una rayita de coca, otra de speed… Pero nada de esa nouvelle cuisine con la que en ocasiones nos daba bien la paliza. Hablemos un poco del concierto, pues. Qué poco faltaba ya, y qué poco avanzaba el tiempo, ese hijo puta que siempre va en primera cuando mas necesitas su velocidad punta. Venga, ahora una siesta tumbados boca abajo sobre la toalla, pero corta, que a ver si se nos va el santo al cielo y nos perdemos el concierto. Julio que ronca. “Que raro”, pienso yo tomando en consideración toda la coca que se había metido aquel prototipo de ser anormal en tan corto intervalo de tiempo. Carlos también duerme, pero eso en él es lo habitual, sobre todo si vamos de doblete. Me prometo no caer; me siento; me vuelvo a tumbar, esta vez boca arriba; alucino con las nubes que acaban de llegar de allende los mares y sobre todo con sus formas, hasta llego a adivinar la cara de Cate Blanchett haciendo el papel de Elizabeth I de Inglaterra… Seguro que las drogas no ayudan, y eso que soy el más recatado, el que más se corta a la hora de meterse. Ha llegado la hora de probar la fría agua del Cantábrico. Eso sí que será un buen despertador. Salgo corriendo y tiritando tras dos minutos de intenso chapoteo y ardua lucha contra las olas. Me refugio en el calor de la toalla. Sonrío al darme cuenta que una familia que acababa de irse se había olvidado La Nueva España. Me apetece mucho leer todo lo que cuenten acerca del concierto, y miro el reloj casi instintivamente. Cinco horas de cuenta atrás.

Cinco horas a. de C.

Julio ya no ronca, aunque yo ni me doy cuenta de ello. Sencillamente, leo lo que en el periódico me cuentan sobre Manu Chao. Estoy recordando aquella memorable actuación de Junio del ’90 en El Parque del Piles. Eran otros tiempos; yo estudiaba, y Manu era eManu Chao directo Gijón 1990 - El Pilesl líder de Mano Negra. Hasta fotos tengo de aquel glorioso día… pero Julio ya no roncaba, y Carlos se acaba de despertar, me dice que se va a dar una reparadora ducha allá al fondo de la playa. “Vale”, digo yo. “Despierta a ése”, me dice él. Pero todavía espero un par de minutos para así terminar de leer aquel interesante reportaje. Cierro la Nueva, y ya me dispongo a despertar a Julio, que, como ya se sabe, no despertará más. Mantengo la calma y espero que llegue Carlos de la ducha. Sólo pienso que el hijo puta de Julio puede que nos acabe de joder el concierto del año, lo que tantos días llevamos esperando tan ansiosamente. No es justo, y como así lo decidimos Carlos y yo por unanimidad,  llegamos a la dura aunque lógica determinación de seguir adelante con lo que ya estaba planeado. Muy sencillo, Julito al maletero; mochilas en los asientos de atrás, y camino hacia Gijón, que la playa de Poniente nos estaba esperando (además, Julio seguiría estando muerto al cabo de unas horas, así que…).

Nada más justo que reconocer, ahora, con la mente ya fría, que el pobre Julio no tuvo la culpa de los hechos que paso a relatar a continuación. Era domingo, nueve de septiembre, día posterior al día de Asturias. Estábamos en Llanes… primera retención de tráfico de camino a Gijón: fiestas en Arriondas. Veinte por hora; parados; otra vez veinte por hora; de nuevo parados, y así desde cinco kilómetros antes de Arriondas hasta Lieres… La autopista nos liberó de aquel calvario. Pusimos el BMW a 140 a las once menos cinco. El concierto había comenzado a las nueve y media de la noche. Nos mirábamos Carlos y yo, y sin decir ni palabra sabíamos en aquellos momentos que Julio tenía la culpa de todo aquel desastre. Suya había sido la idea de ir a Llanes el sábado anterior por la tarde. Nos había convencido vilmente, y ahora, no sólo estaba muerto, sino que nos había jodido el concierto de nuestras vidas, el concierto del siglo. Nos habría encantado que estuviese con vida en aquel momento, porque así podríamos haberlo Manu_Chao_concert_xixonmatado con nuestras propias manos. Aún pudimos disfrutar de tres cuartos de hora de Manu Chao. ¡Tres míseros cuartos de hora! Sí que al menos habíamos tenido suerte para encontrar aparcamiento cerca de la playa de Poniente. Incluso Julio había disfrutado de Manu desde la oscuridad del maletero del BMW de Carlos, porque dicen que los muertos pueden seguir oyendo unas horas después de haber fenecido… Qué más da ya. Tras cuatro horas de atascos, de retenciones, de acumular adrenalina dentro de un estómago vacío de comida… pues eso, no se nos ocurrió nada mejor que hacer que tirar al imbécil de Julio por el acantilado que está donde el Elogio ese del Horizonte. Es que yo había leído una vez en el periódico que allí se había suicidado una chica, por las notas creo recordar. Y nos pareció una buena idea para quitarnos literalmente el muerto de encima. Como íbamos a saber que tenía el rollo ese de la narcolepsia. Para ser sinceros, inspector, yo no me considero un homicida… Hombre, involuntariamente sí que podrá parecerlo, pero jamás habría hecho algo así de forma consciente, y creo que Carlos tampoco. No conocíamos tan bien a Julio como sus padres quieren hacerles entender… ¡Qué se yo, joder! Si lo único que me sigue jodiendo hoy en día es no haber podido ver todo el concierto. Venga, estoy ya muy cansado, dígame donde tengo que firmar… Aquí… Vale, de acuerdo. No, no hace falta, de todas formas, eso teníamos que haberlo pensado antes, que Julio está muerto, por el amor de Dios…