CINTALABREA

CINTALABREA

Aquella tarde de finales de abril llegué a casa con la espalda muy dolorida, demasiado enrojecida y casi a punto de sangrar. Aún así, me senté a la mesa a cenar como si tal cosa, con una gran sonrisa y, para ser justos, he de reconocer que el simple hecho de poder escuchar una vez más las historias de mi abuela Luisa, sus chistes, ya servía para mitigar el dolor sin casi tener que disimularlo.

Antes de irme a dormir, tras haber visto un nuevo episodio de Curro Jiménez, me encerré sigiloso en el baño y como buenamente pude me apliqué algo de alcohol en la espalda. El dolor era casi insoportable, pero no podía ni emitir un leve quejido no fuera a ser que me escucharan y se enteraran del estado tan lamentable en el que se encontraba mi maltrecha espalda.

UNAS HORAS ANTES

– Venga, somos nueve. ¿Alguien tiene un cinto? – preguntó Juan Carlos.

– Yo, yo tengo uno, pero si me lo quito se me caerán los pantalones – respondí yo demasiado convencido, muy poco previsor.

– Joder, pues vamos por un trozo de cuerda ahí donde el Pispís y te la atas – dijo presto Miguel justo antes de enfilar los nueve en dirección a la Plaza del Generalísimo (poco antes de ser ya Mayor y eliminar la ignominiosa presencia del dictador) para comprar un metro de cuerda de pita por una peseta (cuatro cicles Cheiw menos).

CINTALABREA

En el juego en sí hay tres partes implicadas:

a) la madre o persona que manda por completo en el juego y da las órdenes según su conveniencia y a su libre y subjetivo albedrío, claro está.

b) quien se las queda: como en todo juego de persecuciones, la persona que debe correr todo lo que pueda para intentar atrapar a todas las demás, en este caso con una novedad: porta un cinturón en su mano a modo de látigo con el que debe golpear al resto; es la manera tan particular de “pillar” de este juego.

c) Los que huyen del posible “castigo” a base de cinturonazos de un calibre tan berciano como salvaje.

– A ver, yo soy la madre; Peidán se las queda y los demás ¡a correr! ¿se vale? – Gabino, con su siempre particular sentido del liderazgo ya lo había organizado todo.

Todavía me encontraba yo luchando, torpeza apremia, por atarme bien la cuerda para no quedarme en calzoncillos cuando la madre gritó, “¡CINTALABREA!”, y todos echaron a correr ipso facto. Todos menos yo, que aún tardé otros dos o tres segundos en anudarme aquella cuerda nueva tan recia, justo lo que le llevó a Peidán llegar a mi altura y empezar a asestarme cintazos en toda la espalda – por lo menos, José Manuel, apodado Peidán como su padre, su abuelo, su bisabuelo y aún más arriba, era de los considerados “buenos”, de los que arreaban agarrando el cinturón por la hebilla y no al revés. Al comenzar yo a correr como un poseso con seis o siete buenos latigazos ya a mis espaldas, Gabino, la madre, chilló desde su lugar (no debe la madre moverse nunca de la posición inicial que ocupa en el juego), “¡OREJA, OREJA!” Había llegado la mía: me di la vuelta y ahora era yo quien perseguía al Peidán. En cuatro o cinco zancadas ya estaba a su altura; salté, lo agarré y cogí su oreja derecha muy fuerte con los dedos de mi mano también derecha. Con todo el dolor que sentía en mi espalda, la venganza invadió mi instinto y los tirones que propiné a su apéndice auditivo fueron tales que, asustado, Gabino, la madre, comenzó a gritar como un loco, “¡PARA, PARA, YEBRA, QUE SE LA ARRANCAS!” No obedecí. No estaba yo para obediencias y misericordias de carácter leve.

¡CINTALABREA!” Joder, ¡no! Tornas cambiadas otra vez. Me giro para escapar a toda prisa con tan mala pata que tropiezo con un adoquín de aquellos que antaño sobresalían casi en cada acera. Mínimo, mínimo, diez latigazos más… hasta que llegó a nuestra posición el resto de la pandilla y, aunque la madre ya había proclamado bien alto “¡OREJA PA CASA!” (los perseguidos llevan al perseguidor asido de la oreja ante la presencia del dios del juego de cintalabrea, la madre y ya es el final del juego), José Manuel, Peidán. Continuaba asestándome un cinturonazo tras otro como venganza a la afrenta hecha con anterioridad a su oreja diestra, que sangraba y sangraba sin parar. Entre Manolo y Robertín consiguieron a duras penas placarlo y, muy enfadados, decirle que lo dejase ya, que ya estaba bien.

– ¡Qué cojones haces, hostia!

– ¡Cagondiós, mira mi oreja, MÍRALA, que este cabrón casi me la arranca!

Y con las mismas nos pasamos José Manuel el Peidán y yo casi siete años sin dirigirnos la palabra.

En una verbena de las fiestas de Villadepalos, en estado ebrio y demás, el Peidán derramó un vaso casi lleno de cuba libre sobre la espalda (sí, otra vez “la espalda·) de un chico de Cuatrovientos, un jevi con pinta chungo miembro de una pandilla con aspecto global aún más chungo. En cuanto empezaron a darle de hostias, allí aparecimos los de Cacabelos al instante a defender al Peidán, uno de los nuestros. Como suele suceder en estas ocasiones, la noche acabó con una borrachera de órdago entre amigos, los de siempre y los nuevos, porque, a pesar de la bronca inicial con los de Cuatrovientos, terminamos mezclados con ellos proclamándonos entre cervezas y cubatas amor fraternal eterno mientras cantábamos (y destrozábamos) canciones de Barón Rojo a volumen brutal, como no podía ser de otra manera.

Desde una esquina de la barra del bar de la verbena, el Peidán me mira, se ríe y me grita cerveza en alto, “¡CINTALABREA, YEBRA, CINTALABREA!”, y a mí me da la risa y voy a su encuentro para darle el más sincero de los abrazos y decirle ya con la lengua muy trabada directamente en su oreja derecha, “¡OREJA PA CASA, PEIDÁN, OREJA PA CASA!”

SARAVÁ!

Hace no mucho, mucho tiempo, en un pueblo no demasiado lejano, hubo una discoteca que era el paradigma del ambiente nocturno, de madrugada de sábado, mismo ritual en la de cada domingo: amanecía, que era mucho, y el sol nos daba de lleno, pero éramos valientes y no llevábamos gafas de sol, así hiciese “un sol de carallo”. Años 1983, 1984 y 1985, veranos de múltiples iniciaciones y descubrimientos entre saliva, humo de cigarrillos negros y otros más aromáticos; semen y flujos vaginales, películas porno con alevosa nocturnidad en Las Vegas (nuestro bar de encuentro), queimadas a la orilla del río Cúa, escapadas nocturnas en el coche del padre de mi amigo Jerry, aquel mítico Ford Fiesta amarillo, a lo bestia, sin carné ni edad cercana aún para poder ponerse a estudiar siquiera el código de circulación… pero ya las ramas de los cerros de Úbeda están a punto de sacarme el ojo derecho de su órbita, así que, confesaré antes de continuar, que la discoteca a la que me refiero es, era, la sin par Saravá, nuestro propio y rural Studio 54 en Cacabelos (y el resto del Bierzo) durante cuatro gloriosos años.

Ya la inauguración supuso un acontecimiento espectacular, porque antes habíamos tenido la Marychris, al lado de la Cooperativa de Vinos, en la que la gozábamos como enanos bailando el jevi como auténticos héroes de guitarras y melenas que sólo existían en nuestra incipiente imaginación: AC/DC, Led Zeppelin, Barón Rojo, Iron Maiden…

Y las lentas, ese despertar de cebolletas altivas que buscan el nivel “arrimator” más cercano posible; o aquella tarde en la que Litán, el dueño, sacó a Richard de la pista a empujones, casi a hostia limpia, diciéndole, literalmente, que allí “aquellas mariconadas no se hacían”, y el pobre Richard, un cacabelense de Estrasburgo, con cara de infinita sorpresa que le contesta, “pero sólo estaba bailando, es breakdance”, y es que a mi amigo se le había ocurrido empezar a dar volteretas de esas que se dan en el breakdance, en el suelo, girando sobre uno mismo, demasiada ofensa para la moral de aquel buen hombre… Pero hablo de las tardes de viernes y sábados, cuando estudiábamos 8º de EGB y 1º de BUP, con entrada gratuita y ganas de aprender mirando a nuestros referentes tan cercanos como lejanos (me refiero a los de 16 y 17 años). Ser mayores apremiaba, y mucho. Y en 1983, no recuerdo si fue en marzo o abril, inauguran la Saravá José Manuel y Merche, pioneros de la primera boite disco cacabelense a finales de los 70, la Faustin, a la que veía de pequeño como marchaba mi primo a ligar admirando aquella melena y aquel desparpajo desde mi posición de geyperman con Turbocópter cercano al suelo.

Dos pisos de discoteca, simulando una cueva, con estalactitas y estalagmitas que se juntaban en varias columnas alrededor de la pista de baile. Dos ambientes: el piso de abajo, música disco de los 70, funk, el inefable italo-disco de La Dolce Vita, el Tarzan Boy y aquel «Happy Children» de P. Lion; las lentas (siempre avisaban con un flash continuo su inminente llegada, para que fuéramos acercándonos a la pista, si es que no estábamos bailando ya, porque antes sí 20160408_210647que bailábamos, y sin complejo alguno, y enviando miradas suplicatorias a alguna de las chicas que te gustaban, porque siempre había más de una, o dos, o tres…), y un reservado con una entrada que no levantaba más de 70 centímetros del suelo en la que reinaba la oscuridad, tanto, que a veces, cuando tenías la suerte de poder ir, no sabías ni quién te metía mano ni a quién se la metías tú. El piso de arriba ya estaba más orientado a la gente mayor, a los carcas de veinte o veintipico, que bailaban en grupo y cantaban canciones más tirando a rollo hippy con el inglés de aquí de toda la vida (gües yu mamagón!! gües yu mamagón!!, aunque, seamos justos, no sólo cantaban este Chirpy Chirpy Cheep Cheep, sino que se atrevían con el Bang a Gong (Get it on) de T-Rex. Que yo recuerde, un gran descubrimiento para mí el gran Marc Bolan. A veces me escapaba de mis amigos con la excusa de ir al servicio, y subía veloz al piso de arriba a disfrutar de un rato de música buena y descansar de aquellos alemanes tan andróginos de los que yo ni quería ser su corazón ni su alma, ¡hablares modernos a mí, con mis camisetas de Iron Maiden y Mötorhead!)

Lo que sí que hacía, ya que el deber me obligaba a estar en el piso de abajo con mi gente, era llevar cintas de casete de 90 minutos para que me grabasen sesiones en el piso de arriba para luego disfrutarlas en casa.

Lo mejor, sin duda alguna, llegaba en verano. Tardes de río hasta las siete, regreso a casa para cambiarse, perfumarse un poco, y a la Saravá. Un hecho curioso, que se mantuvo esos tres veranos, era que las tres primeras personas que llegaban a la discoteca tenían una consumición gratis. Sé que suena mal, pero digamos que un 75% img003de esas consumiciones nos las bebimos mis amigos Manolo, Jerry y yo. Recuerdo tardes en las que la lucha fue feroz, a muerte, a sprint partido, que un día vimos como Chas, Robertín y otro que ahora no recuerdo, aunque creo que podría ser Bato, encaminaban traicioneros sus pasos hacia la Saravá a eso de las ocho menos diez (abría a las ocho). ¡No, no podía ser! Pasamos de largo la sala de juegos de Las Piñas, en la que siempre parábamos unos minutos, y comenzamos a correr muy aprisa y sin hacer demasiado ruido. Pasamos a su lado como auténticos sputniks a tan sólo tres o cuatro metros de la entrada. “¡Hijos de puta, maricones!”, pero se sentía, no íbamos a ceder el mando tan fácilmente, lo íbamos a pelear como cabrones, como centrales italianos educados en el más puro catenaccio que podáis imaginar.

El verano de 1984, decidieron convertir la Saravá en una playa. Nos contrataron a Jerry, a mí y a otros cuantos para descargar camiones y más camiones de arena, todo ello a cambio de pases gratis durante meses y vales para veinte copas, ah, y las cenas en la Pista al lado del río, especialistas en pollos asados. Ahí quería yo llegar, que este momento merece la pena.

Combate: pesos pesados, en un rincón, Jerry, gran comedor, entrenando a tope y famélico tras un día de mucho trabajo bajo un calor intenso; en el rincón de la derecha, Ovejita, camarero de la Saravá, gran tragaldabas de carácter flemático y enorme fajador. La apuesta: quien coma menos, paga la cena. Combate nulo tras dos pollos y medio por cabeza, patatas fritas, tortilla, bollos de pan, ensalada, cervezas… El árbitro ordenó parar el combate en el decimoquinto asalto cuando los dos púgiles se habían levantado desafiantes de sus asientos para ordenar otro pollo asado más por barba. Si es que al final pagaba José Manuel, el árbitro, el dueño de la discoteca, que para eso era quien había contratado al personal.

La fiesta aquella de la playa, pues divertida hasta el paroxismo, de noche seguida hasta el amanecer de chocolate con churros y baño en aquella agua tan fría del río Cúa por la mañana…

Los veranos interminables, con amigos que sólo venían al pueblo en agosto, pandillas de decenas y decenas de adolescentes en busca de diversión rápida y fácil, de la risa floja, de la incontinencia que provoca todo lo nuevo. No es broma, que incluso llegamos a madrugar algún domingo para aprovechar esas dos últimas horas de discoteca y salir a ver luego el sol con toda aquella gente dobletera que había venido de muchos lugares diferentes. Montones de coches en el párking que iban desfilando en dirección a Ponferrada, a Lugo o a donde fuese menester, sin miedo a los controles de alcoholemia, mucho pim pam y mucho toma lacasitos aunque sin cámaras que pudiesen recoger momentos tan patéticos como felices, centrifugando en una memoria que, de tan selectiva, me obliga a estar escribiendo todo esto con una sonrisa poblada, y no es nostalgia, no, tan sólo es un viaje a aquel punto del camino en el que, aunque sabía que me iba a despedir de mi pueblo, lo añoraba desde un “no future” que era mentira, porque ahora estoy aquí, en aquel “future” que supuestamente era “no” terminando de teclear este relato, desde el cariño nihilista que en mí permanece, desde una atalaya perecedera que me dice: “¡corre, joder, que os van a quitar esas copas!”

VIAJES AL FONDO DEL ALSA – PARTE XXXVII (CACABELOS, PILGRIMS AND SOME GRASS WHICH SINGS)

En mi pueblo, Cacabelos, cada mes hay cuatro días de feria, o de mercado, como cada cual prefiera denominar el evento en sí, el primer lunes y también el tercero del mes, y además los días 9 y 26. La Plaza Mayor se llena de puestos ambulantes llenos de ropa, frutas y verduras, embutidos varios, mantelerías, etc. 20150720_130145Recuerdo de muy pequeño bajar muy contento con mi abuela a ese mercado a comprar queso gallego de tetilla (nuestro preferido por aquel entonces), cecina, centros deshuesados de jamón, algo de ropa (aquellos calcetines de lana que picaban tanto como quitaban el frío en los duros inviernos cacabelenses), y, si se terciaba, alguna chuchería de aquellas de antes, pipas que dentro traían cromos pequeños de cantantes que se pegaban en un álbum rectangular de tan solo dos hojas, o el ineludible botijo de plástico lleno de caramelos minúsculos de todos los colores conocidos hasta la fecha. Pero los tiempos cambian, nos arrastran irremisiblemente con ellos aunque nos queramos resistir (en nuestras cabezas todavía somos aquellos niños de los 70 que correteaban libres por las calles del pueblo). Lógicamente, sigue habiendo pandillas de niños y niñas que quedan cada tarde de verano en el río Cúa. Aparte de buenos baños, claro está, juegan a las cartas, comen todo tipo de basura imaginable, hacen rondos con un balón que se supone que nunca debe tocar el suelo; forman largas colas en el trampolín para luego saltar desde ahí de todas las maneras posibles, con todo tipo de piruetas y volteretas la mar de arriesgadas que, en ocasiones, acaban con un ¡SPLOSH! la mar de ruidoso, de ésos que terminan con la espalda enrojecida durante un buen rato entre cachondeo generalizado. Alguna novedad se manifiesta por momentos, y no sólo en forma de smartphones, como en ese grupo de unos ocho niños y niñas que, 20150709_183702antes de correr lo más rápido posible en dirección al mencionado trampolín, gritan casi al unísono, “¡el último o la última que llegue al trampolín, maricón o lesbiana!”, y salen ipso facto como propulsados (y propulsadas, no seré yo menos) por un gigantesco e invisible resorte camino al trampolín, ese dios de la diversión del Cúa. Tiempos nuevos, de inclusión a pesar de la ausencia de corrección política que puede caracterizar la vida de un pueblo como éste. Tampoco ha disminuido un ápice la cantidad de tacos por segundo cuadrado que se pueden escuchar en el río, en cualquier terraza de verano por boca de seres que no levantan más de un metro y treinta centímetros del suelo, cantidad de palabras malsonantes que, por otro lado, sigue siendo directamente proporcional a la inocencia con la que siguen siendo pronunciados.

Y ahora, vamos con otro recuerdo, la confesión del día previo a nuestra Primera Comunión, allá por mayo de 1975 (en varios casos, casi se podría decir que primera y última, ¡y por el mismo precio!), nos hacía ser más que conscientes de que no debíamos blasfemar ni pensarlo siquiera en ese intervalo de tiempo que iba entre la susodicha confesión y la hostia consagrada de la mañana siguiente… Pues no, fue salir de la iglesia de Santa María por la sacristía, coger el balón y comenzar a jurar en arameo antiguo, todos a una entre carreras a patada limpia en la pelota, batallas de pedradas y juegos varios como el mítico cintalabrea. Lo que no puede ser, ni lo es, ni cambia, por lo visto.

El caso es que, en la feria del pasado 9 de julio nos encontramos por sorpresa con un puesto en el mercado que para mí supuso una grandísima y emocionante novedad, ¡libros de segunda mano! ¡muchos de ellos en inglés! Un señor los vendía a 3 euros, que luego se quedaron en 2 cada uno al llevarnos seis de una tacada.20150721_183943 Con la ilusión de comenzar a leer cuanto antes “The Grass is Singing”, la primera novela de Doris Lessing, me cepillé “Neither Here Nor There” de Bill Bryson en mucho menos tiempo del que había previsto inicialmente. Vamos ahora con Doris y esa referencia a la “hierba que canta” tomada directamente de la “Tierra Baldía” de T. S. Eliot. La edición es de Penguin Books, “reprinted in 1976.” En la tercera página, esquina superior derecha, se puede leer un nombre, Jesús Millán, y una fecha, 8 – V – 1976. ¡Ya me han liado! Antes de comenzar la lectura con el asesinato de Mary Turner, mi mente viaja hasta ese nombre, hasta esa fecha. 20150721_183919¿Sería ese tal Jesús Millán un estudiante de Filología Anglogermánica y Francesa? Y si no era así, ¿por qué narices leía en inglés, en 1976? ¿Sería hijo de algún inmigrante berciano en la Gran Bretaña?

Ahora mismo estoy tumbado sobre la hierba recién segada que cubre la vera del río Cúa, a la sombra, escribiendo esto que estáis leyendo con un bolígrafo y un bloc de notas que he comprado hace un rato en la tienda de Aarón, una de las dos de chinos que hay en Cacabelos, en la cual conocí a Jimena, de cuatro años, su hija, que me interceptó justo cuando estaba llegando al pasillo dedicado a la papelería.

  • Hola, me llamo Jimena, tengo cuatro años, ¿por qué vienes a mi casa?
  • Hola, vine a comprar un boli y un cuaderno.
  • Ah, pues muy bien. Yo ya sé escribir, ¿y tú?
  • Ufff, complicado, muy complicado, pero en ello estoy, a ver si aprendo.

Y con las mismas me abandona para hacer frente a dos señoras muy voceras que vienen buscando un palo para fregona. Puro desparpajo. En fin, sin tecnología cerca ni nada que se le pueda aproximar, no puedo investigar sobre la identidad del tal Jesús Millán. En cuanto llegue a casa, entraré en ese oráculo llamado Google y teclearé ese nombre con algo de aderezo como información adicional, algo tipo ‘filólogo’, ‘berciano’ o lo que se me ocurra. Pausa, pues, intermedio o lo que sea. Visiten un bar y tómense unas cañas, que este calor las merece.

No, que no me convence ninguno de los Jesús Millán que he encontrado a través de Google. Uno es Catedrático de la Universidad de Valencia, el otro es procurador con página web personal y todo. Por tanto, he decidido inventarme su historia, una breve, muy concisa, a modo de currículum vitae existencial.

JESÚS MILLÁN NUNCA CAMINARÁ SOLO

Jesús Millán nació el 12 de noviembre de 1955 en la habitación matrimonial de sus padres, que vivían por aquel entonces en el número 27 de la calle Santa Isabel del pueblo berciano de Cacabelos. Pasó de la teta materna a una infancia brutalmente divertida. Destacó en los estudios sin apenas esfuerzo alguno, y decidió a los 17 años irse a Salamanca a estudiar Filología Anglogermánica y Francesa. Allí conoció a Román, un burgalés amante de la pintura, muy atractivo, estudiante de Bellas Artes que viajaba a menudo a Londres ya que allí vivía su hermano Herminio. Antes incluso de convertirse en pareja, Jesús le encargó a Román una 20150720_220012serie de libros en inglés que necesitaría para el curso siguiente, el cuarto ya para él, lecturas obligatorias en varias asignaturas dedicadas a la literatura en lengua inglesa, y ese hecho obligó moralmente a Román el 12 de abril de 1976 a acercarse a una librería de esas de segunda mano que abundan en Portobello Road. En la actualidad, Jesús vive en Melbourne con su amor, Román Urtubi, y ejerce como profesor asociado de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Melbourne mientras Román continúa pintando y pintando sin cesar sin importarle una mierda si su caché sube o no, se siente reconocido en su comunidad y con eso le basta y le sobra. Son felices porque muchas tardes se tumban sobre la hierba fresca del Royal Park y escuchan en silencio como la hierba les canta sin temor, sin estridencia alguna.

Y aquí se acaba la historia inacabada de Jesús Millán, un cacabelense ilustre que surge como figmento libre, y puede que hasta aburrido, de mi imaginación. Ahora, sigo leyendo, que mi molicie me lo está pidiendo a gritos.

THE END…

NO WAY!!

Dos anécdotas recientes antes de un “corto y cambio” que se prolongará un mes y pico más.

  • Cacabelos está en el Camino de Santiago. 20150717_110024-1El mes de julio supone un incesante goteo de peregrinos y peregrinas de montones de nacionalidades diferentes que van cruzando el pueblo en busca de una sombra, de unas cañas, del albergue de la iglesia de las Angustias… Un andaluz camina al lado de dos chicas estadounidenses altas, guapas, sonrientes. Van ya por la Calle Mayor y llegan ahora a la altura del Mesón Compostela, cuya especialidad es el pulpo a la gallega (y a muy buen precio, justo es reconocerlo). “Girls, here, here, this is a place for to eat… Ay dioh, ¿cómo cohone se dise…? Octopussy, eso, here eat octopussy.” Las dos chicas se miran y se ríen. Adelanto con mi trote cochinero a ese trío peregrinante mientras pienso, “¿habrán ido directamente a la referencia James Bond o se habrán quedado sólo con el añadido jocoso del ‘pussy’?”

20150711_141004Como los veo con ganas de juerga, los mando a la Bodega de El Niño, a filosofar un poco con los lugareños y lugareñas que allí suelen hacer la mañana. Además, por si siguen perdidos en la traducción, allí están a salvo, que “se hablan idiomas por señas.”

  • Vuelvo en alsa (¡por fin, albricias!) de Ponferrada a Oviedo. Son casi las tres de la tarde y en Fuentesnuevas suben tres chicas muy preparadas para una tarde de río o de piscina. A una de ellas le suena el móvil (un chunda-chunda que no reconozco), contesta, “qué hay, tía… no, no, pasamos de irnos a río de Molinaseca, que está lleno de viejos, nos vamos al de Cacabelos, que además los chorbos de Cacabelos están buenísimos… Jajajajaja, ya te digo. Sí, eso, nos vemos ese finde. Chaoooo.” Desde el fondo del alsa, me río para mis adentros mientras me acuerdo por momentos de aquel profesor que nos contó, allá por 3º de BUP, que en los tiempos de Bergidum Flavium, de romanos explotando la reserva aurífera de las Médulas, se llevaban hombres autóctonos hasta Roma (por cualquier camino, como bien sabemos) que una vez allí servían como sementales a la nobleza romana. Imagino que sería una broma local, porque nunca jamás he encontrado referencia alguna que mencione ese hecho… Vamos, aunque no dudo que llegara a ser cierto, faltaría más.