LAS CHICAS GRANDES NO LLORAN

1- Ernesto

Sé que parte de mi mala suerte con las chicas se la debo a la canela; sí, a la canela, a esa especia que sirve para condimentar el arroz con leche, por ejemplo. Un buen amigo me cantó un buen día todas las alabanzas de la canela como puro y duro afrodisíaco, y, ya que estaba yo pasando por una fase de apatía sexual con mi pareja (más por su creciente inapetencia, que por la imaginación derrochada por mí en infinidad de juegos del arte de amar. Recuerdo que Jéssica al principio de nuestra relación se corría con el sólo contacto de mi anular con su clítoris, y eso me daba qué pensar; hacía que mi sentimiento de culpa aumentase un poco más después de cada conato de sexo mutuo. ¿La habría vuelto yo sexualmente inapetente con mis “malas artes”?, era la pregunta que martilleaba mi cerebro por esa época), decidí entonces que la canela sería nuestro remedio salvador. Tenía que darme un baño de canela. Nada de sales aromáticas para pijos; canela. Preparé concienzudamente aquella bañera: agua caliente, canela en rama por allí flotando, y todo un bote entero de canela en polvo por si la misma en rama no era suficiente condimento. Puse música relajante, y me hundí de lleno en toda la sensualidad de aquel baño místico. A los dos minutos, un picor insistente y pegajoso comenzó a invadir toda la superficie de mi piel, incluso mi cara y mi cuero cabelludo ya que, en un alarde de valerosa generosidad, también había hecho tres inmersiones en aquellas aguas teñidas de color marrón. Lógicamente, empecé a rascarme. Al principio suavemente, pero como aquello no había manera de aliviarlo, luego pasé a rascarme con fruición, casi con saña se podría incluso decir. Dejé de imaginarme a Jéssica en su quinto o sexto orgasmo, y abrí mis ojos para mirarme. ¡Qué susto, madre mía! Estaba absolutamente plagado de granos que se iban tornando pústulas en mi epidermis. Sin pararme siquiera a pensar, quité atorado el tapón de la bañera para que se alejase de mi ese dañino líquido, poción maldita que causaba efectos tan secundarios como malévolos en mi piel. ¡Dios mío, hasta empezaba a darme la impresión de que me iba a quedar ciego! ¿Sería aquello la peste, la muerte negra, la lepra…? Ya no me atreví ni a recoger todos los trozos de canela en rama que luchaban indefensos contra la fuerza de la corriente a las puertas del sumidero. Salí despacio de la bañera, intentando tranquilizarme. Creía esperanzado que al mirarme en el espejo unos segundos más tarde todo mi mal se habría disipado por completo. Secándome con sumo cuidado con la toalla, me acerqué sigiloso – temiendo ser hasta espiado por alguno que me estaba gastando una fea broma – hacia el espejo. ¡La hostia puta! Reflejado en el espejo aún se me veía mucho peor. No quedaba rastro de mis rasgos faciales entre tanto grano pustulento. Por un instante llegué incluso a pensar en la cámara oculta. “Ya sé. Ya sé. ¡Sois vosotros, hijos de puta!”, grité sonriente, triunfal, al espejo. Eran ellos, los cabrones de mis amigos (si es que en ese momento merecían ser designados como tales) los que me estaban gastando una broma en perfecto acuerdo y armonía con uno de esos tan “simpáticos” canales de televisión, de los que aderezan nuestra monótona existencia con programas tan sutiles, tan de ámbito intelectual con sabor a chorizo rancio y a tortilla de patatas reseca, como esos de la cámara oculta. Traté de limpiar el vaho del espejo con la esperanza de borrar de su superficie esas horribles manchas entre rojizas y amarillentas que me hacían parecer el Hombre Elefante. Pero no, John Merrick no se iba de mí mismo, y se aceleraba, se aceleraba mi terrible mutación. Recordé “La Mosca”, la película esa de David Cronenberg en la que Jeff Goldblum se transforma en un auténtico monstruo por culpa de una mosca, ¡de una puta mosca que se había colado sin permiso en su máquina de teletransportación! ¿Qué cojones podía yo hacer? No tenía ni puta idea de francés, y me encontraba en Eurodisney, en un hotel de lo más idiota, con “goofies”, “mickeys”, “sirenitas” y “reyes león” por todas partes. ¡Cómo lo odiaba! Odiaba a todos aquellos alienígenas que no eran más que Pierres, Françoises, Bernards o qué sé yo disfrazados de monstruitos para niños. Odiaba también a la cabrona de Jéssica, por haberme embarcado en aquel fatídico viaje al país de nunca jamás (porque nunca jamás pienso yo regresar a semejante esperpento de parque temático o cómo quiera que se denominen esos abominables sitios). Era mi regalo para ella; Semana Santa en Eurodisney. Era el gran disgusto de mi vida, y no ya por verme envuelto, literalmente, en tamaña metamorfosis, sino por el crédito que había tenido que negociar con los usureros del banco para poder realizar “su sueño”: Eurodisney. Y encima se había vuelto frígida. ¡Joder! Tardé casi cuatro años en solventar mi deuda con el banco. Con Jéssica sólo duré tres semanas más…C’est la vie!, que dirían los de por allí. Pero lo que sí que estaba yo viendo en aquellos momentos era a Ernesto Fernández Urrutia a las puertas mismas de la muerte. Me vestí cuidadosamente y bajé a recepción. Los del hotel se portaron de maravilla conmigo: un “apandador” que chapurreaba algo de castellano me acompañó hasta el departamento médico. Por suerte, el doctor se apellidaba González (Dios salve a los emigrantes), y me diagnosticó, tras hacerme una serie de análisis de sangre, una alergia bestial a la canela. Podía comer cualquier alimento aderezado con tal especia, pero no podía entrar ella en contacto con mi piel. Vale, de acuerdo. Cuando Jéssica regresó de su excursión parisina (ya sabéis, la Torre Eiffel y todo eso), yo ya me encontraba bastante mejor. Eso sí, apestando a canela. “Joder, ¿a qué hueles, tío?”, fue su agradabilísima frase de consuelo. No hicimos ni siquiera el amor en los cuatro días que duró nuestro periplo por tierras disneyanas. Para qué.

Dos semanas más tarde, cuando mi piel ya estaba limpia por completo, me llega Jéssica con la gonorrea. Bien, a medicarse tocaban. Ningún problema por mi parte, por mi inocente y gilipollas parte. “Toma, Ernesto; llama a todos éstos y diles que vayan al urólogo”, me dijo a la vez que me entregaba una lista con siete nombres masculinos y siete números de teléfono. Lo hice. “Buenas tardes, ¿está Fulano?”. “Sí, soy yo”. “Pues vete al urólogo que Jéssica tiene gonorrea”. Siete, ni uno más ni uno menos. Una semana después, (¡Sí, una semana…Qué pasa!) me di cuenta y la abandoné. Ya no era cuestión de celos; era por mi integridad física.

Ya no quiero saber nada más de las tías. Me conformo con mis amigos. No sé, me siguen gustando las tías y eso, pero no congenio con ellas. Di mucho y me desviví por ellas y nunca recibí nada a cambio. A ver si inventan una pastilla que transforme a los tíos en tías. Sales por la noche con tus amigos y, ¡zas!, llegado el momento le echas a uno una pastilla en la copa y se convierte en una tía de la hostia, pero sólo físicamente. El sábado pasado se lo comenté a mi amigo Darío, al que desde el instituto apodamos «Lagartija», y me contestó que, llegado el caso, se volvería lesbiana. Habráse visto el tío desagradecido éste.

2- Darío

Yo siempre quise tener una novia. Ya sabéis, eso de ir de la mano por la calle, pasear abrazados por el parque, ir al cine a ver la película que ella eligiese…pero nunca he podido. Soy absolutamente incapaz. No duro más de unos días con cada tía que me enrollo. Envidiaba a Ernesto, tan feliz con Jéssica, tan seguro de que aquella era la relación de su vida, hablando incluso hasta de boda. Ahora creo que es mejor no darle más vueltas y seguir con mi vida tal y como va. No se deben forzar las circunstancias, y si yo no sirvo para ser novio, pues me jodo y no lo soy. No lo puedo evitar. Es superior a mi entendimiento; puede que mis glándulas vayan mucho más aprisa que mis sentimientos, pero eso no tiene operación, creo. Es mejor no engañarse a uno mismo. Sin ir más lejos, el último fin de semana me encontraba yo en un bar por la noche con mis amigos, cuando de repente apareció Carmen, una chica que me gusta desde hace ya unos meses. Me acerqué a ella y comencé a hablarle. (Le estaba entrando, que se diría sin más rodeos.) No sé cómo ni por qué, pero transcurridos unos minutos estaba yo prometiéndole casi amor eterno. Y ella parecía estárselo creyendo a pies juntillas. (A veces me entran ganas de dejar el ron, que no hace más que traicionarme a la mínima de cambio.) Perfecto: nos damos un beso, de ahí pasamos directamente a entrelazar nuestras lenguas y a juguetear con nuestras manos…Pero, ¡maldición!, ella va y dice que tiene que ir a mear. Como siempre, en los baños de chicas las noches de fin de semana se forman unas colas descomunales que convierten la actividad mingitoria en un juego de absoluta paciencia contra el crono. Tardó mucho. Ese fue su problema, que tardó mucho en regresar. Para entonces, ya había yo pasado a la acción con Cristina, una amiga de Ernesto que está cantidad de buena y que, según parece, anda que bebe los vientos por mi persona. No lo pude evitar: me enrollé con Cristina allí mismo. Aún tuvo tiempo la buena de Carmen para pasar a mi lado y soltarme un sonoro “¡Eres un cerdo hijo de puta!”. Ese es mi triste sino. Alguna cae, claro, aunque es difícil que me lo llegue a hacer más de una vez con la misma. ¿Será que no lo hago del todo bien? Porque, bah, creo estar bien dotado para el sexo; también me considero una persona imaginativa y con mucho que ofrecer en el ámbito sexual, pero debo ser un auténtico gilipollas cuando me rehuyen de esa manera. Joder con mi instinto de supervivencia. Joder con mis borracheras. Muchas veces no soy capaz de recordar qué habrá pasado al despertarme al lado de una tía, en una cama extraña, viendo toda mi ropa esparcida por el suelo de la habitación. En esas ocasiones, lo que hago es mirar a la chica durante un buen rato; luego me aprieto con fuerza contra ella y la voy despertando poco a poco a base de besos suaves en su espalda a la vez que voy haciendo notar en su piel toda mi erección. Pero esto sólo surte efecto en contadísimas ocasiones. ¡Vaya un desastre!

Por eso envidiaba a Ernesto, por ser capaz de tener y mantener una novia. Conocí a Ernesto en el instituto, y gracias a sus consejos – que yo pedí, he de reconocer – casi me quedo sin polla. Un día, en segundo de BUP, a mitad de curso, le pregunté muy preocupado a mi amigo Ernesto: “Oye, Ernesto, ¿tú te haces pajas?”. “Claro. Es lo normal, ¿no?”, me respondió él con su extraña sabiduría mundana. “¿Y a ti te baja toda la piel?”, seguí yo interrogando a mi amigo. “¿Que si me baja toda la piel y deja al descubierto todo el glande?”, contestó él, muy sorprendido, con otra pregunta. “Sí, sí, eso”, denotaba yo excesiva impaciencia ya. “Pues claro”, me dijo muy seguro de sí mismo. “A mí no. A veces incluso hasta me hace daño”, comenté apenado esperando la respuesta filosofal de Ernesto. “Es muy fácil. Lo que tienes que hacer es dar tirones muy fuertes al masturbarte hasta que baje del todo. Así lo hice yo. Así lo hacemos todos.” Dicho y hecho. Iba a ganarle la batalla a mi fimosis a base de fuerza bruta. Esa misma noche, pensando en la de matemáticas, conseguí que mi glande saliese por completo a la luz. Llamé por teléfono a Ernesto nada más correrme. “¡¡Ya está, tío!! ¡¡Ya está!!”. Pero en verdad no estaba. Sí, la piel había bajado, pero el problema ahora consistía en que debería subir otra vez. Y no lo hacía por más que yo tiraba con fuerza hacia arriba. A los dos días de mi masturbatoria hazaña, le enseñé aquello al bueno de Ernesto. “¡Hostia, pero si se te va a engangrenar!”, me dijo él muy asustado cuando vio tal desbarajuste genital. Mi polla, el glande concretamente, estaba totalmente estrangulado por mi fimosis; se había tornado morado, tirando ya a negruzco. “Tenemos que ir a urgencias”, proclamó Ernesto decidido. El urólogo arregló aquel desaguisado. Cortó, dio unos puntos, y asunto liquidado. Uno o dos días más y me quedo sin mi aparato. El mismo urólogo que operó de urgencia mi fimosis, me recetó unos medicamentos contra la gonorrea unos años más tarde. Un domingo, a eso de las dos de la tarde, me desperté en la cama de Jéssica. No recuerdo cómo sucedió. Sólo recuerdo que Ernesto se encontraba cansado, y Jéssica quería contarme el viaje que ambos habían hecho a Eurodisney. Dos, tres copas más y allí acabé yo la noche, en casa de la novia de mi mejor amigo. Cuando Ernesto me llamó el martes siguiente para contarme que Jéssica tenía gonorrea, y que le había hecho llamar por teléfono a unos tíos para comunicarles tal evento, no supe dónde meterme. Bueno, sí que lo supe: en la consulta del médico de cabecera, para pedirle un volante para el urólogo. Más vale que yo nunca tenga una novia.

3- Jéssica

¡Ya está bien de gilipolleces! No soporto que me atosiguen, que me agobien sin razón aparente, y Ernesto lo hacía constantemente. Que si un día un peluche, que si otro un ramo de claveles…Trataba de sorprenderme a diario, y lo único que conseguía era aburrirme de tan pesado como se ponía con sus “sorpresitas de mierda”. Un día le comenté que me gustaría ir a Eurodisney, algo sin importancia, desde luego. Es como si tú vas y dices que te gustaría ir a Australia a ver canguros, o qué sé yo, pero como algo que dices por decir, para que se lo lleve el viento, el recuerdo. Lo que ya carece de todo tipo de lógica es que a la semana siguiente te aparezca el otro imbécil con un viaje a Disneyland-París para dos personas. Qué podía hacer yo aparte de disfrutar de aquel regalo caído del cielo tan persuasivo que regentaba Ernesto. Lo de la canela fue otra historia, el colmo de su estupidez. (Cada vez que como algo que lleva canela me viene a la memoria el olor de aquella habitación de hotel en Eurodisney. Insoportable, sin más.) Ernesto es un puto obseso sexual. Al principio nos lo pasábamos la hostia de bien en la cama, en la mesa de la cocina, en el suelo, en la bañera, en…Con el ascensor comencé a mosquearme ya un poco… Los viernes venía a mi casa y me hacía tragarme las películas porno que pasaban por Canal Plus. Hasta ahí, de puta madre. Pero un día, activado por algún resorte escondido en un oscuro rincón de su psique, le dio por que imitásemos a los actores de aquellas aburridas e insulsas películas pornográficas. Inútil tarea, ya que ambos carecemos de la forma física necesaria como para plantearnos siquiera una gimnasia sexual de ese tipo; así como también carecemos, al menos yo, de la suficiente versatilidad genital como para andar con posturas de cangrejos, arañas o animales similares. Me gusta el sesenta y nueve, me gusta algo de variedad, por qué no; pero de ahí a tratar de emular la elasticidad de la Nadia Comaneci de Montreal ’76 conjuntamente con la potencia sexual de un Rocco Siffredi, por la parte que a él le tocaba, media un abismo… qué abismo, ¡una fosa abisal! Me aburría, para qué engañarnos. Ya no me cabían más peluches en la habitación. (Esos cabrones aceleraron mi alergia a la caca de los ácaros. Al día de hoy no conservo ni un puto peluche. ¡A tomar por culo los malditos ácaros en sus casas de ositos y animalitos variados!) El sexo, su mero disfrute, se iba alejando de mi lado. Aquél, como un poseso a mi vera; y yo, fingiéndome la más frígida de las mujeres tratando de hacer que todo terminase cuanto antes. Otros hombres comenzaron a llamar mi atención. Sentía la imperiosa necesidad de echar un polvo, un buen polvo, sin complicaciones exóticas, sin tener porque imitar lo que aquellas divas del porno hacían desde el fondo de mi televisor. Una noche que salí con mis amigas Sara y Mónica, así como a lo bobo, me lié con un tío en un pub, a las cuatro y media de la madrugada. Volví a correrme, a sentir lo que suponía un buen orgasmo, con suavidad, con cariño, aunque también con pasión, con fuego interno saliendo precipitadamente fuera de nuestros cuerpos. No recuerdo su nombre; quizá no tuve tiempo ni para preguntárselo. Iba yo a lo que iba: a lo mío y punto. Seguía con Ernesto, pero no era más que fruto de la inercia que nos lleva a favor de su vana corriente. En mi vasto peregrinar en busca del sexo perdido, acabé una noche llevándome a Darío a mi casa. Darío, el «Lagartija», el mejor amigo de mi, por aquel entonces, novio formal. No hicimos nada; nada en absoluto. Él estaba demasiado borracho como para poner su aparente calentura en funcionamiento. Se durmió en apenas diez minutos. Al despertar, ya no me apetecía hacérmelo con él. La excusa resultó sencilla: Ernesto. Darío parecía un pelín despistado, como si no recordase nada de lo sucedido. Nada, precisamente nada. No quise ser su memoria perdida. Que piense lo que quiera.

Ernesto me dejó un día. No podría describir con palabras la tremenda sensación de alivio, de libertad, que invadió todo mi ser en aquel momento. Había jugado con tiento mis cartas para que él diese el primer paso, el paso definitivo, primero y último. Porque yo fui cobarde y no me atreví a ser yo la que abandonaba. Es más cómodo el papel de abandonada, sin duda. Le di un beso y le dije adiós. No lloré, y él se quedó allí, de pie, haciéndose un poquito más pequeño a cada paso que yo daba en dirección a mi casa.

VIAJES AL FONDO DEL ALSA – LAS MICROAVENTURAS DE INDALECIO, EL CONDUCTOR – PARTE XVI -BELLE & SEBASTIAN MEET EL POETA PATÉTICO

  • ¿Y entonces, Indalecio, qué pasó?

  • Pues nada, amigu, que dejé de llamarla y, como las pillaba a la primera, se dio por aludida y no me buscó ya más. Aún la vi el otro día en el Carrefour, con dos guajes pequeños que no callaban ni un segundo. Me vio, que yo lo sé, pero se hizo la sueca.

  • Y eso que no fue en el Ikea…

  • Cagonrrós, lo tuyo ya no ye patético, ye lo siguiente.

  • ¿Y qué ye lo siguiente?

  • Ni puta idea. Eso ya lo busques tú, que pa eso yes poeta, aunque seas Patético.

En 2008 Indalecio tenía una novia formal, Rocío, de esas que sin querer consiguen provocar sonrisas diáfanas en las caras de las madres y las tías; de esas que, en una cena familiar, se levantan raudas a recoger los platos y se ofrecen sonrientes para fregar toda la cacharrada. ¡Si hasta se parecía un poco a Doris Day, carajo! El cumpleaños de Indalecio se acercaba, una nueva década, la de los cuarenta, y Doris… Perdón, Rocío, (¿en quién estaría yo pensando?), para no meter la pata, preguntó con delicadeza a su novio querido que qué quería como regalo. Él, desde su innata austeridad, pidió lo primero que se le vino a la cabeza en aquel momento.

20160212_165430

  • Felicidades, cariño. Aquí tienes, mi amor, mi pichurrín. ¡Ay, que ricu ye él, madre!– Y, además de un pellizco en la mejilla de intensidad media-alta, le entrega un paquete envuelto en un papel de regalo pelín cursi, con demasiadas flores para el gusto de Indalecio, y que le parece demasiado ancho como para contener lo que él había pedido… Lo abre entre intrigado y acojonao.

  • ¿Astur? ¡Qué cojones…? ¡Qué mi madre…! ¡Isabel San Sebastián? Joder, si no la soporto.

  • P-p-pero, fue lo que me pediste, amor, ¿no? Hasta lo apunté en mi agenda y todo para que no se me olvidara, mira… “el último de Isabel San Sebastián”

  • Joder, ye la hostia; hay que jodese… No dije eso. El último de Belle and Sebastian, que no lo tengo aún… El último de Belle and Sebastian…

Y allí quedó “Astur” sobre la mesa de un restaurante elegante de Oviedo que ya no existe hoy en día. No sabemos si Do… perdón, Rocío, lo llegó a leer o no, pero sí sabemos que su “life pursuit”, su búsqueda de la vida junto a Indalecio se acabó aquel día, porque Indalecio es un ser radical en sus principios, no admite casi errores. Quizá algún día el Poeta Patético, buen amigo suyo, se anime y le dedique la oda que Indalecio merece.

Mi amigo Indalecio

vive el amor

cual auténtico paramecio

que da vueltas y vueltas

sin poder agarrarse fuerte

a la barra del trapecio:

así es su circo,

ni Conan El Bárbaro

ni un pájaro

ni un avión,

a la vista salta:

otro más,

otro “cariñoso” cabrón.

TAPA DE CACHUCHA VS. CHELSEA GIRL

A Julián le brillaban los ojos, pero no por el motivo habitual de un fin de semana al uso, sino porque todavía no era capaz de dar crédito a la realidad que llevaba viviendo en primera persona esos últimos diez días. “Joder, si me viesen ahora los del pueblo”, pensaba cada poco como acto de mero pellizco para ir creyéndose que aquella chica tan guapa y carismática estaba por y con él. Imposible imaginarlo hace no demasiado tiempo, al hijo de Julián, el de la Regoxa, el rey de los bares más tristes del pueblo, paseando por el Soho londinense de la mano de Sharon, tan plena de cabellos rubios como de dientes de esos que iluminan las calles oscuras como si de luciérnagas se tratasen.

Cada día se miraba incrédulo al espejo de ese armario SILVERÅN que había comprado en el Ikea de Croydon por un precio muy razonable mientras Sharon se iba preparando para otro día de trabajo, otro día en ese papel de modelo que quiere triunfar a costa de todo lo que se pueda interponer en su camino, incluida, por descontado, la comida en cualquiera de sus apetitosas formas.

Julián sabía que el viaje al pueblo era la prueba de fuego, ese paso del umbral para una relación que podía avanzar hacia una normalidad que se presuponía era pretendida por ambos. Pero el pueblo era mucho pueblo, y los bares demasiado tristes y lúgubres para las retinas de la pobre Sharon, que huyó espantada al baño ante la primera tapa de oreja de cerdo, conocida coloquialmente en el pueblo como cachucha, con aceite de oliva y pimentón dulce que les pusieron en el Mesón del Rediós como acompañamiento a los dos cosecheros de mencía que habían pedido. Ni siquiera su familia pudo pasar el corte: demasiado ruidosos, demasiado olor a ajo, demasiados chorizos, botillos y lacones presidiendo cuadras ya vacías de animales y tan sombrías como el invierno más septentrional.

El regreso a Londres fue un canto reverencial a los sonidos del silencio. Dos semanas más tarde, Sharon se había mudado con una compañera de agencia a un piso de Chelsea, su barrio de toda la vida, menos bohemio que Crystal Palace, pero más cómodo para ella a nivel de credo, raza o religión, puede que hasta a nivel aromático, si la apuran. En menos de un año ya había conseguido dos portadas y había dejado de contestar los mensajes de whatsapp de Julián, al que, esbozando una mueca de asco con la cachucha en el recuerdo, bloqueó irremisiblemente tras haber follado aquella mañana de julio con Andy Giuliani, el fotógrafo más pijo, pendenciero y heterosexual de todo el Londres guay.

Julián sigue trabajando como profesor de español y francés. Se le da bien, le gusta y lo disfruta de un modo más que vocacional. Muchas tardes, al llegar a casa, saca de un cajón del armario del salón todos los recortes que va guardando de los reportajes y anuncios de Sharon, los extiende con un cuidado más que reverencial sobre la moqueta beige, y se masturba con fiereza sin apartar su vista de todas aquellas Sharons que lo miran enamoradas, con un deseo que él imagina infinito. Cuando la última gota asoma, va al baño, se lava y regresa al salón a hacerse un buen porro de maría, el cual fuma vehementemente con los ojos cerrados mientras escucha a todo volumen “Chelsea Girl”, de los Simple Minds, que no es que le gusten especialmente, todo lo contrario, que Jim Kerr siempre le pareció un gilipollas, pero esa es la única canción de ellos que le mola, porque era LA canción, SU canción, la de él y Sharon. Y jamás, así broten mil pandemias, jamás renunciará al sabor, a la textura gelatinosa de una buena tapa de cachucha. Acaba la canción, muere el canuto: la boca agua…

OVER THE HILLS…

stupidity under conversión

 blending silly words

to get new terms:

   words so complex

that hurt with intention:

     new expressions

      old feelings

unfuckable riots of the heart:

«heartistic» ones

former Victorian sounds

of mere self awakening:

     then I met you

      you and the world:

my own private one

and it becomes my home

 my hut up in the mountain

  my shelter on spermless windy nights:

my in

and my out:

toothpaste wasted

linked forever

to the surface of the sink:

as I am sinking

in the boring depth

of my mild thoughts

of not belonging here:

of barking at two siamese moons

which now seem to enjoy

this minute of my despair:

c’mon friend

make my day

come true:

Daydream!

Behave well

under these dirty sheets:

endure my sickness

the reality that mirrors

your shallow approach:

shyness is not nice:

so do not stop now

and pervert my senses

until I calmly reach

that obnoxious galaxy:

far far away

the definite teletubby land

for expert shadow puppets

THAT ELEGANT MAZE

Time would never allow it,

I suspect,

Underneath this influence,

So save the best to the last,

Those ordinary voices

Walking north,

An experimental cure

For an acute sense

Of frozen absences.

Upstairs

They organized nothing,

Which reminds me

Actors began removing

Their pointless masks

From their ugly faces.

A pause,

And shadows appear now,

Black and white,

Ancient times

Which belong now,

To this screen

Filled with light again;

Eyes lingering a dry moment

On ours;

A compliment,

So motionless,

That she is watching me now,

And I look down.

I am the master of

The art of not condescending,

Expert bluntness

For dead periods

In an awkward

Prisoner-of-war camp.

No matter what,

My words are just meaningless,

A revised version

When they disappear

Inside the isolated trenches

Of these imperceptible holes

Of their true selves.

Not yet the other side

Of our infinite discontent,

Therefore, you glisten

As I stare, deeply amazed,

At the intense brightness

Of  the pendulum

That imposes

The atonement of your distance.

VIAJES AL FONDO DEL ALSA – LAS MICROAVENTURAS DE INDALECIO, EL CONDUCTOR – PARTE VI – AVECREM Y RISKY BISNIS

  • ¡Mi madre, Indalecio, nun te conocía! ¡Cúanto va ya! Porque tú yes Indalecio, el del Molín, ¿no?
  • Sí, sí, el mismo – responde Indalecio mientras escudriña desde su atalaya de conductor de alsa y con su visión mega-concentrada, al más genuino cien por cien, quién narices puede ser esa señora que se dirige a él con tamaña familiaridad.
  • ¿Nun te acuerdes de mí? Soy Merce Eva, la del panadero.
  • ¡Coime, sí, claro, cagonrrós! ¿Cómo te va?

Merce Eva estaba irreconocible. En nada se parecía a aquella chica con la que se morreó en el reservado de la discoteca del pueblo tras haber bailado imantados un par de lentas casi veintiocho años atrás.

  • ¿Y qué tal Ricardín, ho? Has de darle recuerdos de mi parte. ¿Seguís por Xixón? – pregunta interesado Indalecio. Ricardo era uno de sus amigos de tiempos adolescentes, de pandilla numerosa y juerguista.
  • Ay, fíu, que ya no estamos juntos. Conoció una rumana de veinte años y se largó, el muy hijoputa…

Y Merce Eva se sienta en el asiento delantero de la parte derecha, justo detrás de Indalecio, para ir contándole todas esas noticias que él, por ser poco chismoso, desconocía de pleno. Indalecio, más que escuchar toda esa retahíla de historias, quejas y reproches pasados, se para a pensar en el día de la boda de Carmen Eva y Ricardo, en el fiestón que se montó, en las invitaciones alternativas que hicieron él y el Curuxo, “Enlace Avecrem y Risky Bisnis”, que aquellos eran sus motes de instituto; ‘Avecrem’, que se lo puso Tarrancho a Merce Eva, ya que gustaba él de leer al revés todo lo que se ponía por delante; y Risky Bisnis algún otro de la pandilla que ahora no recordaba Indalecio, por la película aquella de Tom Cruise (Risky Business), por su parecido fonético con Ricardo y porque además, tal era el nivel de inglés por aquel entonces, creían que Risky era tan sólo el nombre del protagonista de la película. Ha dejado ya de escuchar a Avecrem, aunque hace algún gesto vago que da a entender mínimamente que sigue el hilo de lo que ella le está contando. Y ha llegado al día de marras, “¿No vienes al reservado, Inda?” “No, no, paso, que voy a bailar el jevi con los colegas.” Y allá que se fue Indalecio con sus amigotes, otro Air Guitar Hero más. Avecrem no perdió el tiempo, ya iba ahora de la mano de Risky, directos al reservado previo paso por la barra a pedirse una de esas asquerosidades de los años 80, Licor 43 con Coca-Cola. Indalecio los ve de reojo, sonríe, y sigue moviendo su cabeza arriba y abajo, tocando esa guitarra eléctrica imaginaria entre punteos decididamente deicidas… Ridin’ down the highwaaaay, goin’ to a show… It’s a long way to the top if you wanna rock’n’rooooll.

«WHEN ORDER IS LOST, TIME SPITS»

A lomos de un caballo inexistente

luchas por aprehender la memoria,

finita, caduca,

estéril en mundos ajenos;

perecedera,

no se escapa,

ya la tienes.

Un tajo certero, nunca,

¡hussssh! Y no es ya jamás.

Mas viene el sueño,

y ahora eres la chica,

esa guerrillera desenfrenada

que destruye sin temor,

en un incierto infinito,

esa polla tiesa

que desde dentro revoluciona

tiempos remotos y olvidados,

que no ceja en su empeño

de correrse por su cuenta

en cielos iluminados

por el semen de su vanidad

de nuevo coño creada.

Porque ésa eres tú,

y ésa mereces ser,

despierta y altiva

tras haber surcado en soledad

aquel rugoso océano de confusión.

¿Qué es el género sino tú?

Por eso, ¡despierta ya!,

que el cielo de la mañana

ya se ha tragado y luego digerido

esa polla inventada,

que de imposible

nunca debió haber existido.

IMG_20151207_143344

… THEN I FEEL NOTHING

Sábado, 22 de mayo de 1999

Te despiertas. ¿Dónde estás?, te preguntas mientras tratas de seguir con tu borrosa mirada ese entorno hasta ahora desconocido para ti. Miras la hora en tu reloj de pulsera. Es temprano aún, aunque tarde considerando que hace media hora que debías estar dando una conferencia sobre “Competencia Comunicativa”. Restriegas tus ojos con saña y luego buscas tu ropa. Giras tu cabeza hacia la derecha y la ves, a ella. Está desnuda. Está dormida. Comienzas a recordar qué sucedió anoche, entre copas de ron y el humo de infinidad de cigarrillos rubios. Puede que estés asustado. Puede que hubieras bebido más de lo aconsejable. Sí, es verdad, te pasaste al menos dos copas de tu límite, y ella estaba ahí, tan a mano, hablando contigo, mirándote con interés, pensando que quizá seas alguien que merece la pena, porque ella acaba de romper una relación de casi seis años, hace tan sólo un mes, y se siente un poco insegura todavía, y el alcohol ingerido va tirando de tu lengua, y te notas suelto y fácil, en el contexto ideal para ligar, para echar una canita al aire. Total, todos lo hacen, todos lo hacemos más tarde o más temprano. Pura naturaleza. Ahora tienes todas las papeletas para el sorteo. Además, ella vive cerca y va y te pregunta si la acompañas a su casa… Pero, ¿cómo se llama?, ¿de qué coño estuvisteis hablando hasta las seis de la madrugada? ¿Por qué tienes miedo ahora? Ya se sabe, borrachera, por norma general, es igual a gatillazo. Da igual. Vas al baño, te estás meando. Es curioso, ya sabes dónde está el servicio. El pánico se adueña de tu ser a mitad de la meada. La conferencia, ¡joder! Debes vestirte rápido y salir de allí pitando. Desnudo y vacío de orín vas recogiendo tu ropa del suelo, con prisa. “¿Qué haces?”, te pregunta ella desde toda la amargura de su voz resacosa. La ves, ¡Dios mío, es guapísima! Te acercas a ella olvidándote por fin de tu ropa, que apesta a humo de tabaco. A tomar viento la conferencia, la competencia comunicativa, todos los oyentes y todos tus colegas, que esperan impacientes tu sabia presencia en la sala de Congresos y Exposiciones. Ella te espera ahora y la abrazas. Sus ojos reflejan algo más que una simple relación sexual de noche loca de primavera. Te desea y algo más: se acaba de enamorar de ti. Pero, ¿cuál es su nombre? ¿Dónde se había metido hasta entonces? ¿Por qué motivo habíais compartido tiempo pero no espacio si ya sois capaces hasta de imaginaros una vida en común en algún escondido rincón de cada uno de vuestros subconscientes? Hacéis el amor, ahora sí puedes responder físicamente a los estímulos sexuales que ella provoca en ti, porque es guapa, está buena, y sabe cómo jugar y hacerte participar en el juego; parece maja, vive sola, en una casa cuidadosamente decorada. Es una mujer, sí, una mujer que te está engullendo como hasta la fecha ninguna lo había hecho, la eterna mentira de la inmediatez. ¡Bingo!… … ¿Bingo? No, de eso nada. Un martillazo acaba de golpear certero tu cabeza. ¿Qué pasa con Carmen? ¡Joder, Carmen, Carmen, Carmen…! Tu miembro viril vuelve a ponerse flácido. Es Carmen, que no permite que puedas disfrutar gozoso del momento actual, porque Carmen es tu mujer, tu cariñín, tu media naranja, la primera que te hizo disfrutar plenamente. Entonces, ¿no podría ser ella tan sólo un gajo de la mitad de esa naranja? Sí, esa sería la solución, aunque imposible en nuestro mundo dividido siempre en pares. Hay que elegir, siempre tenemos que elegir, independientemente de cuáles sean nuestros deseos, nuestra capacidad de amar, nuestros instintos, en definitiva, coartados siempre por la mierda esa de la convivencia en sociedad imponiendo todo ese rollo sistemático de la familia, de la pareja fiel… ¿la competencia comunicativa? Y una mierda pinchada en un palo. ¿Quién cojones es capaz de decir todo lo que piensa en todos y cada uno de los momentos de su existencia, de mostrarse tal y como es o como le gustaría ser? Te incorporas repentinamente y ella te pregunta de nuevo qué te pasa. Le cuentas todo el rollo ese de la conferencia y, por su reacción, te das cuenta de que anoche ni siquiera se lo habías mencionado. A ella le suena a vaga excusa, a vía de escape, a huida de la evidencia – ¿y ese proyecto de futuro? -, que no es otra que la del químico amor recién hallado. La vuelves a mirar y algo se clava en lo más hondo de tus vísceras. Es la decepción que notas en sus pupilas. (“¡No, cariño, yo no quiero que te sientas así, que lo de la conferencia es verdad aunque anoche no te hubiese contado nada sobre ello!”), pero sólo eres capaz de preguntarle si puedes darte una ducha. Te deja su albornoz y te pregunta si te apetece un té. Sí, respondes mientras te vas dirigiendo lentamente, envuelto por completo en un embravecido mar de dudas, hacia la ducha reparadora. Agua fría. Rápida. Su albornoz es suave y huele a ella. Te vas enamorando un poco más si cabe. Ya no estás asustado, no; es como encontrarse al borde de un interminable acantilado, como los de Brighton, los que salen en ‘Quadrophenia’, y te acuerdas de los Who, y tarareas ‘My Generation’ mientras el agua fría, tremendamente fría, va despejando tu mente.

Sin embargo, ella ha puesto a la Creedence, y te callas, cesas en tu inútil tarareo encubridor y escuchas, y piensas “qué bien, le gusta la Creedence”. Apoyas tus manos en el azulejado del baño porque tus piernas comienzan a temblar. No cabe la menor duda, te acabas de enamorar como un puto colegial. Pero, ¿eres en realidad tan enamoradizo? Te paras a pensar sobre ello y prolongas innecesariamente tu ducha, ya que sobre tu cuerpo no queda ni un solo resto de ese gel de avena que huele a bendición, porque es el suyo, el que ella utiliza a diario, y eso marca, es otro pequeño detalle que se va insertando de manera inconsciente en tu receptiva memoria, en todos y cada uno de tus sentidos. Te secas rápido y mal. te envuelves en ese albornoz blanco que ella tan gustosamente te ha dejado. “Eso es buena señal”, te dices en voz baja. Tienes razón, nadie nos deja su albornoz así como así, es un primer signo de vida compartida, de lo que podría llegar a ser. “¡Ya está bien de gilipolleces, hostia ya!”, y vuelves a la aterradora realidad, mezcla de Carmen en forma de amenazante holograma, y de aburrida conferencia para una audiencia plagada de indolentes investigadores del mundo de la lingüística. De buena gana te quedarías con ella toda la mañana, todo el día, toda… ¿la vida? Al menos tú crees que sí. Sales del baño envuelto en toda la suavidad de su inmaculado albornoz. Ella está sentada en el sofá, confusa debido a tu actitud. Bebe a pequeños sorbitos su humeante té. Con un gesto de su mano derecha y sin dejar de separar sus labios del borde de la taza te indica que tu té también está preparado. Es Earl Grey, tu favorito; también el suyo. Aún no te has sentado a su lado y ya te has bebido la mitad de tu taza de té, de un sólo trago. Ella te mira asustada. Ninguno de los dos se atreve todavía a romper ese muro de silencio que divide en dos la estancia. Tomas la iniciativa. “Vaya putada lo de la conferencia… pero tengo que ir… me esperan”. Ella asiente sin mirar, sin hablar. Acaba de encender un cigarrillo que le dé fuerzas para poder mirarte a los ojos. Lo hace, y te das cuenta del daño que le estás haciendo. Recurres a una de las soluciones más tópicas en estos casos. “Podemos comer juntos, ¿no? Venga, te invito a comer. El rollo ese acaba sobre la una y media. Si me das tu número de teléfono…”. “Claro”, responde ella justo antes de tomar papel y bolígrafo y apuntar su número. Te lo entrega forzando una de sus mejores sonrisas. Sus ojos siguen emitiendo destellos de decepción, y eso te jode, te jode en el alma. Deseas abrazarla con fuerza, decirle te quiero, no te preocupes que no pasa nada. Te quiero. ¡Te quiero! Coges ese trozo de papel y lo miras. Ya sabes su nombre, ¡al fin! Beatriz. Das el último sorbo a tu Earl Grey y comienzas a vestirte. No queda más remedio que dar esa conferencia con los mismos calzoncillos de ayer, oliendo a humo, oliendo también a su gel de avena… Antes de calzarte te sientas a su lado y le acaricias el pelo. Beatriz responde a tu caricia apoyando su cabeza en tu mano y moviéndola acompasadamente al ritmo de tu caricia. La besas. Ella también te besa. Juntáis vuestras lenguas. No sabes por qué, pero aquel beso tiene un cierto sabor a despedida. Te resistes a la traición de tus intuiciones. (“Tengo su teléfono. En cuanto acabe la llamo, quedo con ella. Necesito amarla”.) Atas los cordones de tus botas, lentamente, recreándote en cada nudo. Estás a punto de mandar todo a la mierda y quedarte a su lado. Pero no puede ser, ya has cobrado tus emolumentos por anticipado y tienes que cumplir. “¿La parada de taxis más cercana?”, le preguntas, y ella te dice que dos calles más abajo, justo en una plaza con estatua ecuestre en medio de la glorieta. Coges tu cazadora del suelo. Compruebas si te queda algún cigarrillo, como acto lleno de costumbre en mañanas de resaca. Ya sabes dónde está la puerta y llegas sin su ayuda a su altura. Echas la vista atrás. Tienes ganas de llorar de pura impotencia, aunque no puedes, ni podrías aun forzándolo siquiera. Ya lo decía tu abuela: ‘hombre llorón, hombre bribón’. Y tú no eres ningún bribón. Porque vas a ser bueno con aquella chica tan guapa, con Beatriz. Giras tu cuello para verla. Sigue sentada en su sofá, siguiéndote con la mirada. Con un leve gesto le dices adiós, o más bien hasta luego, lo que queda refrendado con tu puño apoyado en la mejilla derecha, como queriendo sostener un teléfono imposible.

Dejaste dos mensajes en su contestador. La conferencia y su interminable epílogo se prolongaron hasta cerca de las dos y media. En buena hora se te ocurrió decirle que aquello finalizaría a la una y media. “Beatriz, soy yo, Ernesto. Joder, que esto se prolongó más de lo que yo pensaba… Nada, te llamaba para quedar contigo, para comer juntos por ahí. Bueno, ya te llamo luego, ¿vale? Un beso”. Cuelgas el auricular del teléfono sintiéndote el tío más gilipollas del planeta. Odias tener que dejar un mensaje en el contestador, en cualquier contestador. “Seguro que sueno como un puto idiota… como lo que soy, vamos”. No quedaba otro remedio que comer con tus colegas de profesión, alguno de ellos incluso amigo. Mejor eso que tener que comer solo, devanándote los sesos con el taladro de su imagen dentro de ti. La metástasis del amor, un cáncer que avanza premioso llevándose por delante una víscera tras otra. No tienes hambre y dejas que los demás decidan por ti. Hablaste de la competencia comunicativa oyendo tu voz desde otra dimensión, desde una nueva dimensión que responde al nombre de Beatriz. Un autómata ejerciendo diligente su función. Aséptico y frío. Distante, ausente; obligado y disperso. Las felicitaciones de tus colegas sonaban como el eco de una extraña pesadilla de la que acabaras de despertar entre miedo y sudor. Julio es tu amigo, tu buen confidente, y ya ha notado en tus ojos que algo extraño te está sucediendo. Esperará paciente que los demás se vayan para poder preguntarte qué te ocurre, y tu te sientes débil, con ganas de sacar de tu interior ese lobo que no deja de morderte con fruición las entrañas. Julio te conoce demasiado bien, aunque jamás tratará de darte un solo consejo en vano. Opinará, claro que lo hará, pero sin que el tono de su voz se acerque en ningún momento al de la inconsciente reprimenda del que todo lo envidia, porque Julio para nada es envidioso, y procurará ayudarte desde la frontera de su buena fe.

– ¿Te ocurre algo? No sé, te noto ausente, preocupado.

– ¿Cuántos años tenemos, Julio?

– ¿Qué?

– Somos quintos, ya hemos cumplido los 36.

– Eso tú, que yo los cumplo en septiembre.

Sonríen y se callan, y cada uno da un trago a su chupito de orujo de hierbas mirando el vaso como si se tratase de una bola de cristal que nos dice lo que ha de ser, que no lo que será.

No lograste verla de nuevo. De vuelta a casa, a la agradable rutina, a Carmen. Al día siguiente buscas tus viejos discos de la Creedence Clearwater Revival y decides escuchar el ‘Cosmo’s Factory’, el mismo que ella había puesto en su equipo de alta fidelidad mientras tú te duchabas.

“Está será nuestra canción, nuestro vínculo secreto”, piensas mientras enciendes otro cigarrillo, antes de que el techo del salón se te caiga encima. Pasan los días, las semanas, y ya ni ‘ramble’ ni ‘tamble’. Te vuelves cobarde entre la niebla. No tuviste el valor de llamarla. Carmen está a tu lado ahora, y ella ha puesto el sello de su “ganadería” en uno de tus gluteos, y quema, quema de verdad, aunque no duele. Quince años y medio al rojo vivo y sin hacer llaga aún. Llevas un rato mirándola mientras ella lee una de esas novelas negras que tanto le gustan – hoy toca ‘La Dalia Negra’ de James Ellroy – . Transcurridos unos minutos sonríes casi sin saber por qué, pero de pura satisfacción. Al día siguiente buscas entre tu vasta colección de CDs una canción que responda a tus nuevas sensaciones. Ahí está, ‘Feel the Pain’, de Dinosaur Jr, basta con cambiar un poco la letra, que ese ‘everyone’ se convierta sutilmente en ‘every woman’. (“I feel the pain on every woman, then I feel nothing…” – “Siento el dolor en cada mujer, luego no siento nada…”).

Ésa es la canción. Como anillo al dedo. Pasas página a través de la ronca voz de Joe Mascis. La bella mujer llamada Beatriz pasa a formar parte de tus recuerdos, sólo eso, nada más; y los discos de la Creedence – el entrañable y olvidado vinilo, con el gotero puesto y agonizando solitario en tiendas (ya casi podríamos decir casi que) de antigüedades – seguirán en el exilio, entre los de los Cramps y los de los Cure, porque siempre te gustó ordenarlos en estricto orden alfabético.

EN COTIDIANO DECORO

Por si acaso abrí la puerta, sólo por si acaso, porque no quería ver a nadie; porque lo único que me apetecía realmente en aquellos aciagos momentos era vegetar inerte dentro de mi edredón, dar vueltas sin fin dentro de mi cabeza y de la tortura de aquel dolor con el que todavía no me había acostumbrado a convivir. Pero ella entró – ¡vaya si lo hizo! – y comenzó a hablar como siempre suele hacerlo, a toda pastilla, casi sin vocalizar ni coger un poco de aire para dar paso a la frase siguiente. Daba la impresión de que las pausas, naturales en cualquier discurso hablado, no existían siquiera en su estrategia vital. Daba ya lo mismo, ni siquiera podía molestarme su presencia Dolby Digital. Puso música en mi equipo nuevo – ¡qué osadía! – y Bill Laswell Project, con sus hipnóticos samples persas y la voz de Nicole Blackman casi vomitando más que cantando una tremenda oda al hachís, por poco me obliga a resucitar.

Al menos sí que me entraron ganas de fumarme un buen canuto de ese costo culero que tan buen resultado me estaba dando. Abrí al fin mi boca para emitir algún que otro sonido. Habían transcurrido sesenta y cinco horas, treinta y siete minutos y cincuenta y tres segundos desde que yo había hablado por última vez. “Lárgate y déjame en paz de una puta vez”, casi susurrándoselo al oído, dándole un tono que bordeaba lo maquiavélico, metiéndole el susto en el cuerpo, intentándolo al menos. Y me había hecho caso, se había largado. Pero aquí estaba de nuevo, como si nada hubiese sucedido, como si ella fuese la eterna portadora de la inmunidad absoluta, la que da sin pedir nada a cambio; la sufridora lasciva; el reflejo de la eterna agonía del pensamiento que dicen femenino, de su inútil dependencia; la convergencia suma de todos los puntos cardinales. “¿Me pasas el costo y el papel? Están en el cajón del taquillón de la entrada. Ah, y dame un cigarrillo, que a mí ya no me queda tabaco.” Obedeció de inmediato. Era ella. Había venido para salvarme. Era Jesucristo Nuestro Señor con un buen par de tetas. El viento frío que viene del norte, el siroco mortificador, la Santísima Trinidad empezando a quitarse toda su ropa para así justificar física y filosóficamente ese peliagudo asunto del tres en uno. Me sentía como el gilipollas de Abelardo frente a una hermosa Eloísa, con toneladas de deseo centrifugando dichosas, prestas y dispuestas en algún rincón lejano de mi maltrecho cerebro, pero plenamente discapacitado para poder palear con fuerza todo el peso de aquel deseo. Estaba castrado, sí, y yo mismo había sido el autor de semejante fechoría. El canuto ya estaba hecho. Su primera calada llegó al rescate alveolar en el mismo fondo de mis pulmones – efecto broncodilatador que lo llaman -. Mi estómago protestó débilmente, y ella se puso presta mi albornoz y, sin decir nada – ya lo había soltado todo, se había quedado a gusto, y ahora ejercía de enfermera-criada sin pronunciar palabra – se dirigió con paso firme hacia la cocina. Era capaz de sacar una comida deliciosa de una despensa abastecida sólo al uno o dos por ciento. ¡Qué bien me estaba sentando aquel porro acompañado de aquella sinuosa banda sonora! ¡Qué bien olía lo que aquella hija de puta me estaba cocinando! Nada, tío, que el fracaso de los torpes debe ser inversamente proporcional al amor que por ellos sienten sus patéticas seguidoras. ¿Quién se está justificando ahora? ¿Quién trata de dar sentido a un comportamiento rayano al de un pretendidamente sensible y barbilampiño ser? (¡Qué bueno es este chocolate… sí señor!) En estos días de monstruos alucinantes yo parezco habérmelos tragado todos. Joder… y cuesta un montón vomitarlos. Venga, tío, ya está bien de gilipolleces, levántate y anda, que una buena comida te está esperando sobre la mesa de la cocina. Puede que hasta me entren ganas de follar una vez que mi estómago vuelva a su normal actividad digestiva. He de reconocer que su capacidad de aguante es infinita, que su amor es tal que parece no costarle ningún esfuerzo cumplir su papel de vertedero cuando a mí me llega la hora de vaciar toda la basura acumulada en mi interior. Mato el porro contra el cenicero y ya estoy  (Siempre acaba apareciendo de la más ignominiosa de las nadas la típica persona que pregunta extrañada, “¿pero de verdad que está saliendo con este tío?”)

 

NO FUN TO BE ALONE

Esta noche no puedo dormir. Doy media vuelta sobre mí mismo y te observo pasivo desde la oscuridad; acaricio tu pelo rizado antes de incorporarme y salir a tientas de la habitación. Llego hasta el salón y me siento en el sofá. Enciendo la tele y luego un cigarrillo. Una actriz francesa parece querer hablar conmigo. No le daré ese gusto, por dos razones; una, que no sé francés; la segunda, y definitiva, que no me apetece hablar con nadie en esta noche aciaga de sueño. Me acurruco contra el cojín teñido de rojo, el que nos impregna de esa extraña sabiduría que nos obliga a malvivir sin odio, y trasciendo sin yo quererlo al mundo de los pensamientos más profundos, aquellos que no nos dejan dormir; aquellos que nos convierten en seres racionalmente impulsivos y libertarios. Empieza la lucha entre el sueño, que avanza irremisiblemente hacia la frontera de mis párpados, y el análisis crítico sobre mi vida y sus miserias. Yo ni siquiera peleo, que cualquiera de los dos contendientes con toda seguridad me alienará entretejiendo sin límites su inhóspita tela de araña ante mi estúpida presencia. El sofá me está engullendo ahora. Quiere digerirme y hacerme formar parte de los dibujos lineales de su tela. Tú duermes plácidamente. Siempre lo haces. No comprendes mis desvelos. Es la muerte que nos visita. “¿Es a mí?”, le pregunté la otra noche mientras trataba de aguantar en pie su fría e hiriente mirada. “No, no es a ti a quien vengo a buscar”, respondió aquella Vieja Dama a la vez que me apartaba con un gesto de su camino. Porque, sí, Ella avanzaba hacia ti dejándome a mí atrás, solo y cobarde ante su enorme figura. Cinco días han transcurrido ya y tú no despiertas, no despertarás jamás de ese sueño eterno. Toda esa sangre me asusta y, repito, soy un cobarde, un blando, un gallina… medroso desde el mismo día en que mis padres me obligaron a dormir solo, devorado por dentro por el implacable silencio de la oscuridad. Por eso se quemaron vivos dentro de la casa mientras dormían plácidamente (también plácidamente, como tú). Quizá, en el fondo, Ella no sea más que mi amiga del alma, la que me ayuda a vencer mis miedos, la que inconscientemente puso en mi mano el mechero aquel día; la que me entregó el cuchillo de negro mango, instrumento errático que finalizaba certero con los inhóspitos entresijos de tu traición. El sueño me vence por momentos, y creo que ya va siendo hora de irse a dormir. Culo gordo, hazme sitio, por favor.