LAVADORAS Y PINZAS

De repente, el ruido cesó. La lavadora había terminado de centrifugar. Me desperté de una de esas siestas raras que suelo dormir cada tarde sin cerrar siguiera los ojos. Corrí a la cocina contento, deseando colgar toda esa ropa recién lavada.
Sí, no puedo dejar de reconocerlo. Poner lavadoras, colgar la ropa con sumo cuidado emparejando los calcetines (¡jamás se me pierde ninguno en las profundidades de uno de esos agujeros negros que habitan sigilosos en cada lavadora!), sacarla luego al sol a secar, son el epítome del más puro relax. Lo descubrí en 1988, compartiendo piso con tres compañeros de universidad. Como eran mayores que yo, observaba muy atento su comportamiento; intentaba aprender de aquellos tres “miyagis” como un buen “Jose-san”. Olía, al igual que hacían ellos, los sobacos de cada camiseta, sudadera, camisa, y si pasaban la prueba de mis pituitarias (lo cual no era nada difícil, en realidad), las tendía en una percha a ventilarse. Manchas no buscaba, que de aquella era muy punkie, y una buena mancha de grasa aportaba cierta personalidad a un pantalón.
Un día de finales de abril la descubrí. La lavadora, una Otsein en perfecto estado de salud, sola y triste en una esquina de la cocina por falta de uso. Me acerqué a ella, comencé a leer e interpretar las señales que indicaban cómo lavar. ¡Las entendí! Corrí a mi habitación, aproveché que estaba solo y quité mis sábanas de la cama, saqué ropa del armario, descolgué varias prendas que bailaban en el patio de luces mecidas por una brisa loca que parecía sonar como un vals. Aquel montón, para adentro… Sabía que había detergente porque la madre de uno de mis compañeros lo había comprado allá por septiembre del año anterior. Todo correcto. En cuanto empezó a sonar ese chorro de agua chocando salvaje contra ese metal plateado, me entró una sensación de paz, de armonía hippy, tan, tan indescriptible que no me quedó otro remedio que sentarme delante del bombo la hora y cuarenta minutos que duró el programa que había elegido, ropa de color, frío, número 2.
Y así seguimos. Cada vez que entro en casa miro el cesto de la ropa sucia para comprobar si ya hay una cantidad suficiente de la misma para llenar el bombo de la lavadora.
pinzas 1
Hace ya una hora me disponía a colgar un buen montón de ropa. Me acerqué al rincón donde reposan las pinzas (un gran número de ellas, de diferentes estilos y colores), entre libros, en un sitio preferencial, aunque un poco escondido. Al coger el asa de la cesta, una pinza se cayó. pinzas 2
Dejé el resto encima del tendal, y volví a recuperarla; una pinza roja, de las grandes, de las que sirven para colgar de las barras exteriores, las más gordas. Al agacharme y extender mi brazo derecho, lo encontré, el rincón de las pinzas perdidas. Las recuperé todas, las cinco, una a una, como si fuesen soldados japoneses perdidos y olvidados durante más de cuarenta años en una isla minúscula del Pacífico. Las metí en el bolsillo derecho de mi pantalón. Ellas iban a ser las primeras en disfrutar de su misión de sujeción de ropa mojada en el tendal. Imagino que esta noche, cuando estemos todos durmiendo, sus compañeras les organizarán algún tipo de fiesta. Una “Peg Story” con baile y bebida. El fin de semana me daré cuenta de que faltan varias cervezas en la nevera. Y, aunque sepa adónde han ido y quiénes se las han bebido, disimularé con mi mejor expresión de extrañeza esperando impaciente a que se vuelva a llenar cuanto antes el cesto de la ropa sucia.