(…Aún no nos hemos podido sobreponer al impacto. José Carlos y María Laura eran tan buenas personas, tan puros, tan… perdonen mi voz, pero, comprendan, yo los casé, yo bauticé a José Carlos… y ahora están aquí, dentro del templo de Dios, inertes, secos ya de materia. Seguro que nos están viendo en este momento a través de sus almas; seguro que también están viendo a su hijito de siete años…y seguirán sin comprender el porqué. Ley divina. Dios Padre lo ha querido así,y sus razones tendrá. Descansen en paz.)
“Buenas tardes. Me llamo José Carlos Fuentes Márquez. Tengo dieciséis años, y soy huérfano desde hace casi nueve. Los médicos dicen que no rijo del todo bien, pero yo no les creo. Yo sé lo que hice, sé por qué lo hice… y lo volvería a hacer sin dudarlo tan siquiera instante, por ínfimo que éste fuere.
Como a todos los niños, me encantaba la Navidad. Entraba cada diciembre en ese estado semi-catatónico al que nos conducían irremisiblemente todas las luces decorativas, los villancicos sonando incesantemente en todos y cada uno de los grandes y pequeños almacenes, el árbol que mi padre cortaba ilegalmente en un bosque cercano, y, ¡cómo no!, esa presunta alegría que irradiaban todos nuestros mayores, como si se hubiesen vuelto gilipollas así, de repente. Hasta el colegio se volvía camaleón y nos hacía creernos que era un lugar acogedor. Mierda, todo una puta mierda…
En mi carta a los inefables Reyes Magos, sólo pedía cuatro o cinco cositas de nada: una muñeca con una serie de vestiditos varios, un supermercado, un estuche de ceras y pinturas, unos patines rosa y… la verdad, ya ni recuerdo qué más. La envié con toda la ilusión del mundo; era la primera vez que me atrevía a pedir lo que yo realmente deseaba. Ya estaba harto de pistolas, rifles, ametralladoras,tanques, soldaditos de plomo… Melchor, Gaspar y Baltasar eran buenos, comprensivos, no iban a tener prejuicios bobos. La mirada aprobatoria de Gaspar durante la cabalgata disipó por completo todas mis dudas. ¡Me iban a traer todo lo que yo quería! Mis padres parecían estar un poco preocupados por algo que yo no alcanzaba a comprender. Quizá fuese por el castigo que me habían impuesto unos días antes – no ver la correspondiente película de Disney en el cine esas Navidades – por haberme pintado las uñas con el esmalte bermellón de mi madre. Mi padre chillaba y chillaba como un condenado. ‘No se qué de un maricón’, gritaba dirigiéndose a mi madre. Yo sólo estaba jugando. Sentí por primera y última vez el intenso dolor que provoca una bofetada paterna. No lloré; me quedé allí, petrificado y siguiendo inconscientemente con la mirada cada movimiento que mi padre efectuaba. Vi dónde guardaba su pistola. Mi padre era funcionario. Era policía nacional.
Esa noche de Reyes yo no podía pegar ojo. Había cenado demasiado roscón y me sentía un poco empachado. Me levanté a beber agua. No recuerdo qué hora sería, pero sí que me sobresalté al oír un ruido que provenía del salón. Me acerqué sigilosamente y los vi… ¡Eran ellos! ¡Los Reyes! ¡Y estaban colocando todos mis regalos al pie de nuestro multidecorado abeto! Casi se me sale el corazón. En un tris estuve de ir a abrir todos aquellos paquetes, pero no, fui paciente, bebí mi vaso de agua y me encerré en mi cuarto; tan sólo tenía que esperar unas horas. Tres, dos, puede que sólo una… Ya me estaba quedando dormido, cuando otro ruido me sacó de un tirón del mundo del sueño. Me incorporé. Ya no se oía nada. Esperé unos segundos… ¡Pude oír risas! Me levanté de la cama y fui corriendo a toda pastilla en dirección al salón. Pude, entonces, distinguir perfectamente sus voces: eran mis progenitores. ¡Estaban cambiando mis regalos por otros! La rabia me encaminó al cajón del taquillón en el que mi papá guardaba su arma reglamentaria. Pesaba mucho, ¡muchísimo! La levanté, me puse en posición de apuntar y me dirigí lentamente, con pasos cortos pero seguros, hacia el salón. La puerta estaba entreabierta. La abrí de par en par de un golpe con mi cadera y ¡¡¡pum, pum, pum, pum…!!! Cuatro disparos que acabaron certeros con aquella traición. Me caí al suelo impulsado por la fuerza del retroceso de la pistola de mi padre. Allí tumbado vi sus caras, vi como la sangre iba manchando paulatinamente la alfombra persa que mi mamá se acababa de comprar. Tiré la pistola y abrí mis regalos. No había llegado a tiempo: allí sólo había un futbolín, un traje del Barça, un juego de hundir la flota o no sé que gaitas, una ametralladora sideral… y ya no seguí mirando. Me senté en el suelo a llorar hasta que alguien derribó la puerta de nuestra casa y me encontró al lado del árbol de Navidad hundido en mi gran desolación.
Desde entonces todos me han ido abandonando: primero mis abuelos, luego mi tía Enriqueta… Vivo en un centro de reclusión de menores. No tengo amigos. Aquí están todos locos. Ah, y ya no creo en los Reyes Magos, no son más que unos simples hijos de puta que no te traen nunca lo que les has pedido. ¡Nunca! Y eso que hay quién dice que los Reyes son los padres. A otro perro con ese hueso.”