“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
Sé que parte de mi mala suerte con las chicas se la debo a la canela; sí, a la canela, a esa especia que sirve para condimentar el arroz con leche, por ejemplo. Un buen amigo me cantó un buen día todas las alabanzas de la canela como puro y duro afrodisíaco, y, ya que estaba yo pasando por una fase de apatía sexual con mi pareja (más por su creciente inapetencia, que por la imaginación derrochada por mí en infinidad de juegos del arte de amar. Recuerdo que Jéssica al principio de nuestra relación se corría con el sólo contacto de mi anular con su clítoris, y eso me daba qué pensar; hacía que mi sentimiento de culpa aumentase un poco más después de cada conato de sexo mutuo. ¿La habría vuelto yo sexualmente inapetente con mis “malas artes”?, era la pregunta que martilleaba mi cerebro por esa época), decidí entonces que la canela sería nuestro remedio salvador. Tenía que darme un baño de canela. Nada de sales aromáticas para pijos; canela. Preparé concienzudamente aquella bañera: agua caliente, canela en rama por allí flotando, y todo un bote entero de canela en polvo por si la misma en rama no era suficiente condimento. Puse música relajante, y me hundí de lleno en toda la sensualidad de aquel baño místico. A los dos minutos, un picor insistente y pegajoso comenzó a invadir toda la superficie de mi piel, incluso mi cara y mi cuero cabelludo ya que, en un alarde de valerosa generosidad, también había hecho tres inmersiones en aquellas aguas teñidas de color marrón. Lógicamente, empecé a rascarme. Al principio suavemente, pero como aquello no había manera de aliviarlo, luego pasé a rascarme con fruición, casi con saña se podría incluso decir. Dejé de imaginarme a Jéssica en su quinto o sexto orgasmo, y abrí mis ojos para mirarme. ¡Qué susto, madre mía! Estaba absolutamente plagado de granos que se iban tornando pústulas en mi epidermis. Sin pararme siquiera a pensar, quité atorado el tapón de la bañera para que se alejase de mi ese dañino líquido, poción maldita que causaba efectos tan secundarios como malévolos en mi piel. ¡Dios mío, hasta empezaba a darme la impresión de que me iba a quedar ciego! ¿Sería aquello la peste, la muerte negra, la lepra…? Ya no me atreví ni a recoger todos los trozos de canela en rama que luchaban indefensos contra la fuerza de la corriente a las puertas del sumidero. Salí despacio de la bañera, intentando tranquilizarme. Creía esperanzado que al mirarme en el espejo unos segundos más tarde todo mi mal se habría disipado por completo. Secándome con sumo cuidado con la toalla, me acerqué sigiloso – temiendo ser hasta espiado por alguno que me estaba gastando una fea broma – hacia el espejo. ¡La hostia puta! Reflejado en el espejo aún se me veía mucho peor. No quedaba rastro de mis rasgos faciales entre tanto grano pustulento. Por un instante llegué incluso a pensar en la cámara oculta. “Ya sé. Ya sé. ¡Sois vosotros, hijos de puta!”, grité sonriente, triunfal, al espejo. Eran ellos, los cabrones de mis amigos (si es que en ese momento merecían ser designados como tales) los que me estaban gastando una broma en perfecto acuerdo y armonía con uno de esos tan “simpáticos” canales de televisión, de los que aderezan nuestra monótona existencia con programas tan sutiles, tan de ámbito intelectual con sabor a chorizo rancio y a tortilla de patatas reseca, como esos de la cámara oculta. Traté de limpiar el vaho del espejo con la esperanza de borrar de su superficie esas horribles manchas entre rojizas y amarillentas que me hacían parecer el Hombre Elefante. Pero no, John Merrick no se iba de mí mismo, y se aceleraba, se aceleraba mi terrible mutación. Recordé “La Mosca”, la película esa de David Cronenberg en la que Jeff Goldblum se transforma en un auténtico monstruo por culpa de una mosca, ¡de una puta mosca que se había colado sin permiso en su máquina de teletransportación! ¿Qué cojones podía yo hacer? No tenía ni puta idea de francés, y me encontraba en Eurodisney, en un hotel de lo más idiota, con “goofies”, “mickeys”, “sirenitas” y “reyes león” por todas partes. ¡Cómo lo odiaba! Odiaba a todos aquellos alienígenas que no eran más que Pierres, Françoises, Bernards o qué sé yo disfrazados de monstruitos para niños. Odiaba también a la cabrona de Jéssica, por haberme embarcado en aquel fatídico viaje al país de nunca jamás (porque nunca jamás pienso yo regresar a semejante esperpento de parque temático o cómo quiera que se denominen esos abominables sitios). Era mi regalo para ella; Semana Santa en Eurodisney. Era el gran disgusto de mi vida, y no ya por verme envuelto, literalmente, en tamaña metamorfosis, sino por el crédito que había tenido que negociar con los usureros del banco para poder realizar “su sueño”: Eurodisney. Y encima se había vuelto frígida. ¡Joder! Tardé casi cuatro años en solventar mi deuda con el banco. Con Jéssica sólo duré tres semanas más…C’est la vie!, que dirían los de por allí. Pero lo que sí que estaba yo viendo en aquellos momentos era a Ernesto Fernández Urrutia a las puertas mismas de la muerte. Me vestí cuidadosamente y bajé a recepción. Los del hotel se portaron de maravilla conmigo: un “apandador” que chapurreaba algo de castellano me acompañó hasta el departamento médico. Por suerte, el doctor se apellidaba González (Dios salve a los emigrantes), y me diagnosticó, tras hacerme una serie de análisis de sangre, una alergia bestial a la canela. Podía comer cualquier alimento aderezado con tal especia, pero no podía entrar ella en contacto con mi piel. Vale, de acuerdo. Cuando Jéssica regresó de su excursión parisina (ya sabéis, la Torre Eiffel y todo eso), yo ya me encontraba bastante mejor. Eso sí, apestando a canela. “Joder, ¿a qué hueles, tío?”, fue su agradabilísima frase de consuelo. No hicimos ni siquiera el amor en los cuatro días que duró nuestro periplo por tierras disneyanas. Para qué.
Dos semanas más tarde, cuando mi piel ya estaba limpia por completo, me llega Jéssica con la gonorrea. Bien, a medicarse tocaban. Ningún problema por mi parte, por mi inocente y gilipollas parte. “Toma, Ernesto; llama a todos éstos y diles que vayan al urólogo”, me dijo a la vez que me entregaba una lista con siete nombres masculinos y siete números de teléfono. Lo hice. “Buenas tardes, ¿está Fulano?”. “Sí, soy yo”. “Pues vete al urólogo que Jéssica tiene gonorrea”. Siete, ni uno más ni uno menos. Una semana después, (¡Sí, una semana…Qué pasa!) me di cuenta y la abandoné. Ya no era cuestión de celos; era por mi integridad física.
Ya no quiero saber nada más de las tías. Me conformo con mis amigos. No sé, me siguen gustando las tías y eso, pero no congenio con ellas. Di mucho y me desviví por ellas y nunca recibí nada a cambio. A ver si inventan una pastilla que transforme a los tíos en tías. Sales por la noche con tus amigos y, ¡zas!, llegado el momento le echas a uno una pastilla en la copa y se convierte en una tía de la hostia, pero sólo físicamente. El sábado pasado se lo comenté a mi amigo Darío, al que desde el instituto apodamos «Lagartija», y me contestó que, llegado el caso, se volvería lesbiana. Habráse visto el tío desagradecido éste.
2- Darío
Yo siempre quise tener una novia. Ya sabéis, eso de ir de la mano por la calle, pasear abrazados por el parque, ir al cine a ver la película que ella eligiese…pero nunca he podido. Soy absolutamente incapaz. No duro más de unos días con cada tía que me enrollo. Envidiaba a Ernesto, tan feliz con Jéssica, tan seguro de que aquella era la relación de su vida, hablando incluso hasta de boda. Ahora creo que es mejor no darle más vueltas y seguir con mi vida tal y como va. No se deben forzar las circunstancias, y si yo no sirvo para ser novio, pues me jodo y no lo soy. No lo puedo evitar. Es superior a mi entendimiento; puede que mis glándulas vayan mucho más aprisa que mis sentimientos, pero eso no tiene operación, creo. Es mejor no engañarse a uno mismo. Sin ir más lejos, el último fin de semana me encontraba yo en un bar por la noche con mis amigos, cuando de repente apareció Carmen, una chica que me gusta desde hace ya unos meses. Me acerqué a ella y comencé a hablarle. (Le estaba entrando, que se diría sin más rodeos.) No sé cómo ni por qué, pero transcurridos unos minutos estaba yo prometiéndole casi amor eterno. Y ella parecía estárselo creyendo a pies juntillas. (A veces me entran ganas de dejar el ron, que no hace más que traicionarme a la mínima de cambio.) Perfecto: nos damos un beso, de ahí pasamos directamente a entrelazar nuestras lenguas y a juguetear con nuestras manos…Pero, ¡maldición!, ella va y dice que tiene que ir a mear. Como siempre, en los baños de chicas las noches de fin de semana se forman unas colas descomunales que convierten la actividad mingitoria en un juego de absoluta paciencia contra el crono. Tardó mucho. Ese fue su problema, que tardó mucho en regresar. Para entonces, ya había yo pasado a la acción con Cristina, una amiga de Ernesto que está cantidad de buena y que, según parece, anda que bebe los vientos por mi persona. No lo pude evitar: me enrollé con Cristina allí mismo. Aún tuvo tiempo la buena de Carmen para pasar a mi lado y soltarme un sonoro “¡Eres un cerdo hijo de puta!”. Ese es mi triste sino. Alguna cae, claro, aunque es difícil que me lo llegue a hacer más de una vez con la misma. ¿Será que no lo hago del todo bien? Porque, bah, creo estar bien dotado para el sexo; también me considero una persona imaginativa y con mucho que ofrecer en el ámbito sexual, pero debo ser un auténtico gilipollas cuando me rehuyen de esa manera. Joder con mi instinto de supervivencia. Joder con mis borracheras. Muchas veces no soy capaz de recordar qué habrá pasado al despertarme al lado de una tía, en una cama extraña, viendo toda mi ropa esparcida por el suelo de la habitación. En esas ocasiones, lo que hago es mirar a la chica durante un buen rato; luego me aprieto con fuerza contra ella y la voy despertando poco a poco a base de besos suaves en su espalda a la vez que voy haciendo notar en su piel toda mi erección. Pero esto sólo surte efecto en contadísimas ocasiones. ¡Vaya un desastre!
Por eso envidiaba a Ernesto, por ser capaz de tener y mantener una novia. Conocí a Ernesto en el instituto, y gracias a sus consejos – que yo pedí, he de reconocer – casi me quedo sin polla. Un día, en segundo de BUP, a mitad de curso, le pregunté muy preocupado a mi amigo Ernesto: “Oye, Ernesto, ¿tú te haces pajas?”. “Claro. Es lo normal, ¿no?”, me respondió él con su extraña sabiduría mundana. “¿Y a ti te baja toda la piel?”, seguí yo interrogando a mi amigo. “¿Que si me baja toda la piel y deja al descubierto todo el glande?”, contestó él, muy sorprendido, con otra pregunta. “Sí, sí, eso”, denotaba yo excesiva impaciencia ya. “Pues claro”, me dijo muy seguro de sí mismo. “A mí no. A veces incluso hasta me hace daño”, comenté apenado esperando la respuesta filosofal de Ernesto. “Es muy fácil. Lo que tienes que hacer es dar tirones muy fuertes al masturbarte hasta que baje del todo. Así lo hice yo. Así lo hacemos todos.” Dicho y hecho. Iba a ganarle la batalla a mi fimosis a base de fuerza bruta. Esa misma noche, pensando en la de matemáticas, conseguí que mi glande saliese por completo a la luz. Llamé por teléfono a Ernesto nada más correrme. “¡¡Ya está, tío!! ¡¡Ya está!!”. Pero en verdad no estaba. Sí, la piel había bajado, pero el problema ahora consistía en que debería subir otra vez. Y no lo hacía por más que yo tiraba con fuerza hacia arriba. A los dos días de mi masturbatoria hazaña, le enseñé aquello al bueno de Ernesto. “¡Hostia, pero si se te va a engangrenar!”, me dijo él muy asustado cuando vio tal desbarajuste genital. Mi polla, el glande concretamente, estaba totalmente estrangulado por mi fimosis; se había tornado morado, tirando ya a negruzco. “Tenemos que ir a urgencias”, proclamó Ernesto decidido. El urólogo arregló aquel desaguisado. Cortó, dio unos puntos, y asunto liquidado. Uno o dos días más y me quedo sin mi aparato. El mismo urólogo que operó de urgencia mi fimosis, me recetó unos medicamentos contra la gonorrea unos años más tarde. Un domingo, a eso de las dos de la tarde, me desperté en la cama de Jéssica. No recuerdo cómo sucedió. Sólo recuerdo que Ernesto se encontraba cansado, y Jéssica quería contarme el viaje que ambos habían hecho a Eurodisney. Dos, tres copas más y allí acabé yo la noche, en casa de la novia de mi mejor amigo. Cuando Ernesto me llamó el martes siguiente para contarme que Jéssica tenía gonorrea, y que le había hecho llamar por teléfono a unos tíos para comunicarles tal evento, no supe dónde meterme. Bueno, sí que lo supe: en la consulta del médico de cabecera, para pedirle un volante para el urólogo. Más vale que yo nunca tenga una novia.
3- Jéssica
¡Ya está bien de gilipolleces! No soporto que me atosiguen, que me agobien sin razón aparente, y Ernesto lo hacía constantemente. Que si un día un peluche, que si otro un ramo de claveles…Trataba de sorprenderme a diario, y lo único que conseguía era aburrirme de tan pesado como se ponía con sus “sorpresitas de mierda”. Un día le comenté que me gustaría ir a Eurodisney, algo sin importancia, desde luego. Es como si tú vas y dices que te gustaría ir a Australia a ver canguros, o qué sé yo, pero como algo que dices por decir, para que se lo lleve el viento, el recuerdo. Lo que ya carece de todo tipo de lógica es que a la semana siguiente te aparezca el otro imbécil con un viaje a Disneyland-París para dos personas. Qué podía hacer yo aparte de disfrutar de aquel regalo caído del cielo tan persuasivo que regentaba Ernesto. Lo de la canela fue otra historia, el colmo de su estupidez. (Cada vez que como algo que lleva canela me viene a la memoria el olor de aquella habitación de hotel en Eurodisney. Insoportable, sin más.) Ernesto es un puto obseso sexual. Al principio nos lo pasábamos la hostia de bien en la cama, en la mesa de la cocina, en el suelo, en la bañera, en…Con el ascensor comencé a mosquearme ya un poco… Los viernes venía a mi casa y me hacía tragarme las películas porno que pasaban por Canal Plus. Hasta ahí, de puta madre. Pero un día, activado por algún resorte escondido en un oscuro rincón de su psique, le dio por que imitásemos a los actores de aquellas aburridas e insulsas películas pornográficas. Inútil tarea, ya que ambos carecemos de la forma física necesaria como para plantearnos siquiera una gimnasia sexual de ese tipo; así como también carecemos, al menos yo, de la suficiente versatilidad genital como para andar con posturas de cangrejos, arañas o animales similares. Me gusta el sesenta y nueve, me gusta algo de variedad, por qué no; pero de ahí a tratar de emular la elasticidad de la Nadia Comaneci de Montreal ’76 conjuntamente con la potencia sexual de un Rocco Siffredi, por la parte que a él le tocaba, media un abismo… qué abismo, ¡una fosa abisal! Me aburría, para qué engañarnos. Ya no me cabían más peluches en la habitación. (Esos cabrones aceleraron mi alergia a la caca de los ácaros. Al día de hoy no conservo ni un puto peluche. ¡A tomar por culo los malditos ácaros en sus casas de ositos y animalitos variados!) El sexo, su mero disfrute, se iba alejando de mi lado. Aquél, como un poseso a mi vera; y yo, fingiéndome la más frígida de las mujeres tratando de hacer que todo terminase cuanto antes. Otros hombres comenzaron a llamar mi atención. Sentía la imperiosa necesidad de echar un polvo, un buen polvo, sin complicaciones exóticas, sin tener porque imitar lo que aquellas divas del porno hacían desde el fondo de mi televisor. Una noche que salí con mis amigas Sara y Mónica, así como a lo bobo, me lié con un tío en un pub, a las cuatro y media de la madrugada. Volví a correrme, a sentir lo que suponía un buen orgasmo, con suavidad, con cariño, aunque también con pasión, con fuego interno saliendo precipitadamente fuera de nuestros cuerpos. No recuerdo su nombre; quizá no tuve tiempo ni para preguntárselo. Iba yo a lo que iba: a lo mío y punto. Seguía con Ernesto, pero no era más que fruto de la inercia que nos lleva a favor de su vana corriente. En mi vasto peregrinar en busca del sexo perdido, acabé una noche llevándome a Darío a mi casa. Darío, el «Lagartija», el mejor amigo de mi, por aquel entonces, novio formal. No hicimos nada; nada en absoluto. Él estaba demasiado borracho como para poner su aparente calentura en funcionamiento. Se durmió en apenas diez minutos. Al despertar, ya no me apetecía hacérmelo con él. La excusa resultó sencilla: Ernesto. Darío parecía un pelín despistado, como si no recordase nada de lo sucedido. Nada, precisamente nada. No quise ser su memoria perdida. Que piense lo que quiera.
Ernesto me dejó un día. No podría describir con palabras la tremenda sensación de alivio, de libertad, que invadió todo mi ser en aquel momento. Había jugado con tiento mis cartas para que él diese el primer paso, el paso definitivo, primero y último. Porque yo fui cobarde y no me atreví a ser yo la que abandonaba. Es más cómodo el papel de abandonada, sin duda. Le di un beso y le dije adiós. No lloré, y él se quedó allí, de pie, haciéndose un poquito más pequeño a cada paso que yo daba en dirección a mi casa.
De acuerdo, no era el peor de los hombres, ni siquiera el mejor de los padres, tan sólo era el pequeño de cinco hermanos que se quedaron huérfanos de padre demasiado pronto, mucho más pronto que yo, por supuesto.
Hoy, como es costumbre cada julio, nos fuimos Nuria y yo a tomar un café al Siglo XIX tras haber dejado a los niños en casa de mi madre, y de fondo, en la televisión, estaban retransmitiendo la correspondiente etapa del Tour de Francia, y en éstas que veo a Froome sin bicicleta corriendo cuesta arriba como un poseso. ¡La hostia! ¿Qué acaba de suceder? El caso es que, de vuelta a casa de mi madre (antes conocida como “de mis padres”) iba pensando en contarle a mi padre ese hecho curioso que acababa de ver en “La Grande Bouclé”, que él siempre tenía por costumbre estos últimos años preguntarme por el resultado de la etapa del día… hasta que me di cuenta de que ya no iba a ser así, que mi padre ya no me iba a preguntar nunca más por el resultado de la etapa del Tour, y no pude evitar sentir un escalofrío de ésos que provocan las ausencias que son ya para los restos.
La misma serenidad,
la misma sangre fría
que en mayo de 1983
cuando murió mi abuela.
A ella la quería más,
no tengo la menor de las dudas.
Aunque ya no hablamos de amor
ni de cariño:
es ese enlace genético
ese pegamento
que da gracias
por haber llegado aquí
y haber respirado
con los pies imantados
a la puta Tierra.
Reconozco que no éramos grandes amigos, que no coordinábamos ni empatizábamos nada bien, pero debe haber algo en la sangre que te envía una señal de vez en cuando con la única y simple intención de avisarte y recordarte de donde vienes.
Él, que en un intervalo de tres meses me explicó que el niño cocodrilo aquel que habían traído en un circo friki no era de verdad (era el gran atractivo de un circo que siempre venía a Ponferrada a las fiestas de la Encina a primeros de septiembre), y que los Reyes Magos no eran tales, que los padres se encargaban de todo. Tenía yo siete años. Yo fui transmisor de “malas noticias” al resto de mis amigos…
¿Y ahora, qué?
Rezos, misas, cristos y lloros.
No, por mi parte no.
Pocos fueron los momentos buenos,
de risas y complicidad:
densidades muy dispares,
poca comprensión,
mutua,
que yo no rehuyo mi parte
y sería muy hipócrita proclamar
ahora
desde el umbral de lo fácil
que era un gran hombre,
que lo quería a dolor
y que lo echaré un montón de menos.
“¿Para qué llamar por teléfono habiendo bicicletas? No paga la pena”, es una máxima literal que resume a la perfección la filosofía vital de mi padre; mitad graciosa, sí, y mitad bronca sutil por, según él, gastar a lo tonto, sin pensar.
En un cajón de su armario “yacían” dos cinturones de piel, de los buenos, que era “más cómodo atarse una cuerda” para evitar las constantes bajadas de pantalones.
Echaré de menos, sí
su ironía y su sarcasmo:
el ingenio tan veloz siempre
para definir situaciones
y personas.
Me hacía reír,
reír con ganas.
Gran contador de historias a la par que gracioso, es mi labor ahora mismo recuperar alguna de sus aventuras:
Recién cumplidos los seis años, comenzó a trabajar como pastor de ovejas, que el hambre proveniente de la guerra ya azuzaba, y una madrugada, mientras llevaba el rebaño desde Pieros, su pueblo, hasta Valtuille de Arriba, con luna llena, tuvo que esconderse de una manada de lobos que acabó desayunándose un par de ovejas. Para él, eso era el miedo y su misma metáfora.
No echaré de menos
su avaricia,
su no saber vivir,
sus nulas muestras de cariño,
sus exigencias exageradas,
carentes de un mínimo de apego
y comprensión
hacia un niño
que sólo quería agradar
y ser feliz.
En su casa, cuatro hermanos y una hermana más la madre, Amparo, viuda y huérfanos, no había vajilla alguna; se cocinaba en una perola al fuego de leña en medio del patio y luego ya comían todos juntos alrededor de la pota todavía humeante. Mi padre aún conservaba a sus 83 años una marca en su mano derecha que provenía del tenedor de su hermano Amador: “¡Come de tu lao, cagondiós!”, por atreverse a ir a buscar algo de chicho en zonas ajenas a las que correspondían a su lado de la olla.
Pasó hambre, mucha, pero eso, decía él, era puro alimento para el ingenio, que solía ir hasta la casa de la tía Rafaela que, no sólo le regalaba media hogaza de pan, sino que se aprovechaba de la visita de cualquiera de sus sobrinos para que los mismos le acercasen calderos de agua caliente hasta el barreño en el que se iba a dar su baño semanal y, de paso, cada uno de ellos alegraba su vista y grababa recuerdos para deseos venideros plenos de fantasía onanista.
¡Y lo era!
¡Lo es!
Quizá por haber sabido
huir a tiempo
de ese narcisismo
tan nocivo
como mal entendido
en el que viví
mis primeros años.
En el colegio le iba muy, muy bien, casi el número uno en la clase de Don Venancio y, aún así, no pudo irse a estudiar con los frailes cuando estos mismos lo seleccionaron porque en su casa no había dinero para una muda nueva, algo que siempre lamentó desde su siempre insistente anticlericalismo, ya que consideraba que una educación a un nivel superior podría haberle sido la mar de útil para saber más, para aprender más, para haber adquirido una cultura que, ahora que lo pienso, tampoco tuvo nunca demasiado interés en adquirir.
El terror contenido
de una mala nota
en el colegio,
de un mal paso,
de un tropezón inoportuno…
o de un vaso de Duralex
que resbala de tus manos
y estalla escandaloso
contra una baldosa del suelo.
Pero tuvo que emigrar a Francia, a Estrasburgo, a trabajar catorce o dieciséis horas y dormir en barracones con otros amigos del pueblo, Pieros. Un puesto en la Suchard, varios años que no sirvieron ni para aprender un mínimo indispensable de francés; una novia canadiense que duró poco y un regreso a casa sin pena ni gloria, eso sí, con un odio eterno al chocolate Suchard (“En estas Navidades, turrón de chocolate… ¡Y una puta mierda p’al turrón, p’al chocolate y pa Suchard!”).
Siempre contaba muy orgulloso que le había ganado dos juicios a Franco, juicios laborales por despidos improcedentes. Ahí empezó su etapa sindicalista y luchadora. Recuerdo huelgas indefinidas, manifestaciones, noches y más noches de encierros, alegrías y decepciones, suspensión de pagos en Talleres Canal, S. A., donde trabajaba como soldador, y los obreros a tomar viento fresco. Una pelea larga y sin cuartel, muy dura. Indemnización y, al final, prejubilación. Orgullo obrero y de clase hasta el final.
Y todo ello siempre desde el más puro y duro pragmatismo activo; el cariño ausente y la austeridad suma como patria y bandera. Por eso era mucho mejor y más sano ir a dar un recado en bicicleta que descolgar el teléfono y marcar el número correspondiente para darlo, porque eso luego lo cobraba Telefónica.
Ahora, adiós,
y si existe otro lugar,
otra dimensión,
que sea ésta ajena
a ese mundo
tan estoicamente
materialista
en el que te gustaba
vivir.
En verano, con la amanecida, solíamos ir juntos a sulfatar la viña, yo como aguador y, en ocasiones ya siendo yo un fornido adolescente, como sustituto sulfatador máquina a la espalda para dejar las hojas de vid teñidas de un azul demasiado exagerado, sin mascarillas ni hostias, con ese olor ya impregnado en el fondo de los pulmones durante dos o más días.
Ahí está su bastón, ya olvidado, descansando. Puede que no fuese un gran hombre, lo sé, y que el amor para él fuera tan sólo un sencillo “que no te falte de nada”, puede que suficiente o puede que demasiado escaso. Yo no lo sé, la verdad. Quizá el amor está sobrevalorado…
Hijo de la Guerra Civil, de la posguerra, del hambre, del odio, sin miedo a nada ni a nadie, austero hasta la extrema extenuación mental, el humor negro, negrísimo como bastión de su sorna y su deje gracioso…
y mi padre.
POST DATA
Dos momentos de aquellos buenos de verdad que recordaré mientras respire:
El primero, tendría yo unos cinco años, en el antiguo campo municipal de la Unión Deportiva Cacabelense, donde hoy se ubica el colegio público. La Unión ganaba 4 a 0 al Guardo, un baño descomunal de actitud y de juego, y en éstas que le llega el balón en un clarísimo fuera de juego a Ricardo el Relojero, uno de los jugadores con más clase de los que yo haya disfrutado jamás, que marca de tiro ajustado al palo derecho. “Fuera de juego por mucho”, me dice mi padre al mismo tiempo que comienza a explicarme qué era aquello del orsay. “¡Qué más da, que se jodan, haber estao atentos, joder!”, le responde un paisano que aún celebraba alborozado el quinto gol. “No, no da igual, es fuera de juego y ya está”, fue la seria contestación de mi padre.
El segundo sucedió como un mes y medio antes de que yo cumpliese los diecisiete años. Regreso casi de madrugada de un concierto en Ponferrada, son las fiestas de la Encina. El Castillo de los Templarios era un lugar cojonudo para albergar todo tipo de conciertos; aquél era de Gwendal, si no recuerdo mal. Mi madre, que encuentra algo en el bolsillo de mis vaqueros justo antes de meterlos en la lavadora al día siguiente. “Ay, que igual es droga”, sospecha. “Pepe, vete con esto y pregúntale al niño”. “¿Qué es esto que encontró tu madre en tus pantalones?”, “a veeeeer… Ah, no, nada, nada, sólo un poco de pólvora prensada para los petardos que tiramos ayer en las fiestas de la Encina… que sobró un poco y tal…”. “Vale, toma”, y me devuelve un buen trozo de mejor costo con cara de no haberse creído una mierda de lo que yo le acababa de contar a la vez que me indica con un gesto de su cara “cuidado, cuidado, hasta ahí y nada más” (la psicosis aquella de los años 80 con la droga, la de la gente desinformada y todo aquel fandango que sobre todo benefició a quienes traficaban). Asiento con cierto deje de chulería adolescente, se va y escucho acto seguido, “nada, que es pólvora para hacer petardos en las fiestas de la Encina”, lo cual no era del todo mentira, semánticamente hablando.
Sé que desde esa silla vacía
de la galería
sigues mirando la gente
que va
y que viene
porque tú no creías
en cielos
ni en infiernos
ni en nada que no pudieras
ver o tocar.
Sé que puedo ser injusto
o incluso quedarme corto,
que nadie es capaz de dar
aquello no tiene,
no sabe
o no comprende
cómo dar.
¡Buen viaje!
Nos veremos
sin dios mediante
en eso que aquí
conocen como
tresmundu.
(Un día cualquiera de febrero de 1975. Mi primo me regala un mes antes una radiocasete grabadora que ya no utiliza. Llego del colegio, la puerta de casa está abierta, que mi madre trabaja en la peluquería con la ayuda de mi abuela; entro y dejo la cartera en mi habitación, me dirijo a la cocina, que tengo hambre y huele la hostia da bien, a cabrito al horno, una de las especialidades de mi abuela Luisa, me paro en la puerta porque escucho como mi padre canta: “mañana por la mañana te espero Juana junto al café, que tengo ganas, querida Juana, de verte la punta’l pie, la punta’l pie, la pantorrilla y el peroné, te digo Juana que tengo ganas de verte la punta’l pie…”. Stop, play y a escuchar. “¿Qué haces, papá?” “Eeeeh, no, nada, nada, probando esto que te dejó tu primo…” En aquella cinta Tudor de 60 minutos le grabé yo posteriormente canciones de las Grecas que ponían siempre en la radio, que le gustaban un montón, lo más cerca que mi padre estuvo jamás de la modernidad entendida como tal. Nunca jamás volví yo a escuchar esa canción que hablaba de Juana y su peroné.)
“¿Pero dónde vas tú con esa pinta de jipi? Nunca me gustaron los jipis y tengo uno en casa.” – El aspecto, antes de irme a clase: botas militares, pantalones negros rotos, camiseta de Bauhaus y abrigo negro largo – que había sido suyo -, pelo de punta… Daba igual, todos éramos jipis para él.
Suena el despertador, puntual como cada día de semana. Son tan sólo las cinco y diez de la mañana, quizá sea demasiado margen de maniobra, porque Virág Konya vive en el número 12 de la Calle Szarka y a ella tan sólo le lleva cinco o seis minutos llegar a su puesto de trabajo en el Mercado Central de Budapest, y ese apurar el tiempo de sueño al máximo sería ley para otras personas pero no para ella, ya que a Virág le encanta ducharse con tiempo y desayunar con calma sus rutinarias cinco galletas con café solo mientras escucha las noticias en Danubius Radio con despreocupada atención. Casi siempre mueve su cabeza en gesto de desaprobación, y jamás se permite una leve sonrisa. Hace casi dos semanas que Virág cumplió 57 años, y no ve cerca aún ese ansiado día de la jubilación. Hoy es jueves, 2 de abril del año 2015. Su turno va desde las 6 am hasta las 3 pm. Es la encargada de los aseos públicos del mercado, sentada delante de una mesa ubicada a la derecha de los mismos, casi siempre dando cambio a la gente, ya que usar a esos baños cuesta doscientos florines que se deben introducir en la ranura de un torno para que éste se active, poder entrar y hacer por fin las necesidades fisiológicas propias de cada cual.
Yo estoy estos días con mi familia en Budapest, y hoy vamos a visitar ese famoso Mercado Central diseñado y construido por Samu Pecz alrededor de 1896. Nuestra idea es caminar tranquilamente desde nuestro apartamento, sito en la Calle Báthory número 6, siguiendo la acera que recorre la estela del Danubio, y tras ver el Parlamento Húngaro, que lo tenemos casi al lado, dirigirnos hasta la Calle Vaci, plagada de tiendas, cafés y edificios históricos, la mayoría modernistas, para llegar al final, sobre la hora del almuerzo, a la Plaza Fovám, en el distrito 9 de Pest y allí disfrutar, como tantos otros turistas, de esa maravilla arquitectónica que es el Mercado Central.
10 am. La gente que ha madrugado es la gente del barrio, ésa que no tiene que ir al servicio y, si le surgiese una urgencia imprevista, podría ir perfectamente a su casa y regresar luego ya aliviada con sus carritos más que listos para la compra del día. Virág está hoy bastante aburrida. Ya se ha leído tres revistas atrasadas y ahora se dispone a enfrascarse en la lectura de Melancolía de la Resistencia, una novela de László Krazsnahorkai que le prestó su hijo Bela la semana pasada. Tiene buenas referencias de ella, pero no está demasiado segura si éste es un buen momento para una buena dosis de humor negro, que ella sabe muy bien que su horno particular no está últimamente para demasiados bollos. Aún así, empieza la lectura tras soltar un sonoro suspiro que hace que una pareja de ingleses la miren con cara extraña. A la mitad de la cuarta página comienza el trajín, los primeros turistas ya no aguantan más y se acercan a pedir cambio, que ella da muy diligente sin apenas contestar una palabra, sin dignarse siquiera a mirarlos a la cara.
Ya vamos por la mitad de la calle Váci, Váci Utca – ‘utca’ sería calle en castellano, ‘ut’ equivaldría a avenida y ‘tér’ es plaza en húngaro. Hasta ese momento, lo que más me ha impresionado esta mañana de paseo y “turisteo” es el Memorial dedicado al Holocausto en la Plaza de la Libertad (Szadadsag Tér); todas esas maletas, esos zapatos, fotos de gente sonriente que denota felicidad, esas piedras con nombres escritos en ellas… Siempre impresiona, da igual todo el tiempo que pueda pasar, el horror permanece.Además, en esa misma plaza se encuentra el único monumento de la época comunista que no ha sido retirado (todos los demás están ahora en un parque a unos 20 minutos del centro neurálgico de Pest, el Memento Park), un obelisco dedicado a los héroes soviéticos y húngaros que liberaron la ciudad de la opresión nazi.
A mitad de la calle Váci, entramos en una tienda típica de souvenirs y recuerdos varios. La dependienta chapurrea algo de castellano y se defiende muy bien en inglés además. Nos acaba vendiendo una camiseta del Ferencvárosi Torna Club, el mejor equipo de fútbol de Budapest, hoy en horas muy, muy bajas; una caja con muchos compartimentos secretos que dejó hipnotizados a mis hijos; un bolso rojo de piel, y para mí, que le tenía muchas ganas, la camiseta de la selección húngara de 1954, la del gran Puskás, 5000 florines más barata que en otras tiendas en las que la había visto el día anterior.
Ya divisamos el Mercado Central allá al fondo. Vamos fijándonos en todos esos edificios modernistas que tanta historia atesoran. Disfrutamos del momento. No hace falta correr.
Virág tiene ahora un descanso. Veinte minutos para otro café solo… y sola, en el Fakanál, restaurante ligado de alguna manera a los servicios en los que ella trabaja, acompañado de un gulash calentito, un buen tentempié para aguantar firme el resto de la jornada. (¿Qué por qué los servicios y el restaurante Fakanál están relacionados? Lo explicaré un poco más adelante. Paciencia.) Regresa despacio a su puesto de trabajo, con el ceño fruncido. Hay cola, gente que parece protestar. “¡Que se jodan!”, piensa ella mientras se abre paso y se vuelve a sentar. Cambio, más cambio que va entregando de una caja de latón llena de monedas de 100 y 200 florines. En su mesa hay propaganda electoral del Jobbik, el partido de extrema derecha que cada vez va cobrando más y más auge en Hungría. Piensa votarlos el día 12, al candidato Lagos Rig, que pelea por un escaño que ha quedado vacante en el Parlamento Húngaro. Virág quiere que el tal Lagos Rig disfrute de todo el mármol y oro que decora el interior del parlamento (y lo hará, ya que acabará arrebatándole ese escaño al partido en el poder, el conservador Fidezs, con un 35,3% de los votos. Acojona, ¿eh?). Ella cree en una Hungría mejor, pero de verdad, no en esa palabrería populista y demagógica del ‘Jobbic Magyarorzágért Mozgalom’, Movimiento por una Hungría Mejor, que no se consideran de extrema derecha, sino de derecha radical (sic.) Pero a los turistas eso les da igual. Ni Fidezs, ni Jobbik, sólo están (estamos) de paso, y lo que pase en Hungría les da igual (¿nos da igual?) mientras todo esté bien acondicionado y limpio para que puedan (podamos) disfrutarlo, porque, sí, es una maravilla de ciudad, por si no lo había mencionado antes. Virág se siente agobiada ahora, demasiada gente en la cola que no sabe ni cómo funciona ese dichoso torno, que no habla su idioma. Ella muy poco sabe de inglés, lo justo si acaso para poder salir del paso.
Llegamos, por fin, al Mercado Central. Impresionante. Montones de señoras mayores con boinas de diferentes colores y carritos de la compra van de puesto en puesto haciendo la compra. Luego se sientan a descansar, comer algo y charlar entre ellas muy distendidamente. Hordas de turistas vamos admirando todo lo que va apareciendo delante de nuestros ojos, cada puesto de comida típica, cada tienda, ese techo y esa estructura tan increíbles. Ay, pero me meo, que llevo toda la mañana caminando sin pausa alguna. Miro indicaciones y señales en busca de la definitiva, la que me lleve al urinario… ¡Ajá! Ahí veo la que me indica dónde está el servicio, por aquellas escaleras a la izquierda. “¿Alguien tiene que ir al baño?”, pregunto sabiendo la respuesta de antemano. Los cuatro necesitamos ir al baño. Subimos las escaleras y lo vemos. Hay poca cola ahora, sólo dos turistas que, por el acento, parecen estadounidenses. Me acerco y leo las instrucciones que, por suerte, aparte de húngaro también están en inglés. Necesitamos 800 florines en monedas de 100 o 200. Miro en mi cartera. Tan sólo dispongo de una moneda de 200. Tengo que cambiar. Veo a Virág Konya en su puesto, esperando mi inminente llegada. “Good morning! (son más de las 12 pm, pero para nosotros sigue siendo ‘morning’, que no somos de origen anglosajón) Can I have some change, please?”, le pregunto yo muy despacio pero sin dar voces poniéndole un billete de 1000 florines en la mesa. Me dice algo en húngaro que yo no entiendo mientras me da cinco monedas de 200 florines. Parece estar de mala hostia, no sé… “Thanks a lot! Good bye and have a nice day!”, digo yo, y me alejo hacia el torno, que me estoy meando de veras. Reparto las monedas y vamos entrando en turnos. Al salir, vuelve a haber más cola. Virág comienza a entrar en un estado de inminente desesperación al ver que mucha gente no se entera del funcionamiento intrínseco del mecanismo de los tornos que se activan con los florines. Un chico y una chica, jóvenes y británicos ambos, llevan un rato en ardua pelea intentando entrar. Ya han metido la moneda pero no se adentran en el interior de los lavabos. Virág se levanta ahora jurando a voces en húngaro, ya como un toro desbocado los empuja a ambos hacia el interior de los respectivos servicios, a la chica con su mano derecha y al chico con su mano izquierda. “JUST GO, GO, GO… FOOCKIN’ GO!” Ellos, alucinados, entran sin saber ni qué ni cómo contestar a esa señora tan airada. Un señor muy flemático, me parece a mí, la mira asombrado y le dice en inglés, claro, que es una maleducada, a lo que ella sólo responde con el gesto típico que se hace con el dedo anular justo antes de sentarse, cerrar sus ojos por un instante y suspirar muy profundamente.
Lo que no sabe ella, es que una de sus bisabuelas era judía, originaria de Lugos, perteneciente al Reino de Hungría por aquel entonces, hoy parte de Rumanía; ciudad natal del mítico Béla Ferenc Dezső Blaskó, más conocido como Bela Lugosi (con el cual tengo el honor de compartir fecha de nacimiento, aunque casi un siglo más tarde, lógicamente.) Echo en falta por aquí más homenaje al Drácula más legendario que nos puede haber dado el séptimo arte, la verdad.
Un cierto aire a Bela Lugosi
Yo creo que aún así, Virág seguiría votando igualmente al Jobbik el día 12 de abril, al igual que ese 35,3 por ciento de habitantes de Budapest que ven en ese neofascismo una solución definitiva a sus males, porque la historia se olvida demasiado pronto quizás. Antes de irnos a almorzar, observo como Virág se acerca cada poco al torno y va cogiendo los tickets que la gente va dejando allí olvidados. Tengo aún el mío en la mano y, por pura curiosidad, me pongo a leerlo. ¡Acabáramos! Allí dice, en inglés, claro, que ese dinero gastado en entrar al baño del Mercado Central puede ser canjeado por bebidas y/o comidas en el restaurante Fakanál. La miro y, casi sin querer, se me escapa una sonrisa cómplice que Virág rehuye, esta vez sí, ipso facto quizá sintiendo un mínimo atisbo cabrón de culpabilidad conectando varias de sus neuronas.
Tras una comida estupenda, y muy barata, por cierto, salimos del mercado y nos disponemos a cruzar el Puente de la Libertad (Szabadság híd) en dirección al Hotel Gellért, a disfrutar de sus baños termales como hacían hace unos pocos años aquellos seres de cuerpos danone en aquel anuncio de yogures ídem. Agua cargada de sulfuro, a 36 y 40 grados Celsius, que burbujea gloriosa en tu piel y relaja tus sentidos hasta casi conseguir que te llegues a dormir con una sonrisa imbécil de absoluto placer. Incluso nos aventuramos a salir al baño termal exterior a pesar de los siete grados de temperatura ambiente y el viento racheado que corta radicalmente todo intento de respiración ad hoc. Una experiencia magnífica. Al regresar al interior, al sprint, por supuesto, me fijo en una clase de aquagym que está teniendo lugar en ese mismo instante en la piscina principal, la de las columnas, la famosa, la del anuncio de esa marca de yogures anteriormente mencionado. ¡Anda! Ahí está Virág, moviéndose al ritmo que impone la monitora, una chica de unos 35 años con aspecto de antigua nadadora olímpica, que en este país tiene que haber a espuertas, con muy buenas intenciones aunque no con tan buenos resultados. Eso parece, en principio, pero a ella parece darle igual su falta de agilidad. Ahora está relajada y se la ve feliz y contenta, seguro que ya no piensa en el Jobbik ni en su trabajo tan monótono. Busco una tumbona para ver si echo una siesta relámpago de unos 10 o 15 minutos. ¡Lo consigo! Al despertar, veo a Virág tumbada en la tumbona de al lado, a mi izquierda, con sus gafas puestas y muy metida en la lectura de Melancolía de la Resistencia (Az ellenállás melankóliája, que se lee en su portada). Sonríe, detiene su lectura y deja el dedo índice de su mano derecha señalando justo la línea en la que va leyendo; ajusta sus gafas y observa tranquilamente a toda esa gente ajena que se baña plácidamente en esa piscina, la más grande del interior del Gellért. Se da cuenta de repente de que la estoy mirando como atontado. Me devuelve, ahora sí, la mirada, y me hace un gesto de saludo acompañado de una mínima sonrisa antes de volver a zambullirse de lleno en su novela. ¿Se dará cuenta, al terminarla, que no es bueno que la inteligencia quede anulada por la fuerza bruta y la violencia? Pues no sé yo, la verdad.
“Amíg örökre!”, le digo como despedida (los libros de frases hechas a veces vienen al pelo), un “hasta siempre” que significa eso mismo, que no permite ninguna otra posible interpretación semántica, una verdad irrefutable porque sé a ciencia cierta que nunca más en mi vida, aunque regrese a Budapest, volveré a ver a Virág Konya.