VIAJES AL FONDO DEL ALSA – PARTE XXXVII (CACABELOS, PILGRIMS AND SOME GRASS WHICH SINGS)

En mi pueblo, Cacabelos, cada mes hay cuatro días de feria, o de mercado, como cada cual prefiera denominar el evento en sí, el primer lunes y también el tercero del mes, y además los días 9 y 26. La Plaza Mayor se llena de puestos ambulantes llenos de ropa, frutas y verduras, embutidos varios, mantelerías, etc. 20150720_130145Recuerdo de muy pequeño bajar muy contento con mi abuela a ese mercado a comprar queso gallego de tetilla (nuestro preferido por aquel entonces), cecina, centros deshuesados de jamón, algo de ropa (aquellos calcetines de lana que picaban tanto como quitaban el frío en los duros inviernos cacabelenses), y, si se terciaba, alguna chuchería de aquellas de antes, pipas que dentro traían cromos pequeños de cantantes que se pegaban en un álbum rectangular de tan solo dos hojas, o el ineludible botijo de plástico lleno de caramelos minúsculos de todos los colores conocidos hasta la fecha. Pero los tiempos cambian, nos arrastran irremisiblemente con ellos aunque nos queramos resistir (en nuestras cabezas todavía somos aquellos niños de los 70 que correteaban libres por las calles del pueblo). Lógicamente, sigue habiendo pandillas de niños y niñas que quedan cada tarde de verano en el río Cúa. Aparte de buenos baños, claro está, juegan a las cartas, comen todo tipo de basura imaginable, hacen rondos con un balón que se supone que nunca debe tocar el suelo; forman largas colas en el trampolín para luego saltar desde ahí de todas las maneras posibles, con todo tipo de piruetas y volteretas la mar de arriesgadas que, en ocasiones, acaban con un ¡SPLOSH! la mar de ruidoso, de ésos que terminan con la espalda enrojecida durante un buen rato entre cachondeo generalizado. Alguna novedad se manifiesta por momentos, y no sólo en forma de smartphones, como en ese grupo de unos ocho niños y niñas que, 20150709_183702antes de correr lo más rápido posible en dirección al mencionado trampolín, gritan casi al unísono, “¡el último o la última que llegue al trampolín, maricón o lesbiana!”, y salen ipso facto como propulsados (y propulsadas, no seré yo menos) por un gigantesco e invisible resorte camino al trampolín, ese dios de la diversión del Cúa. Tiempos nuevos, de inclusión a pesar de la ausencia de corrección política que puede caracterizar la vida de un pueblo como éste. Tampoco ha disminuido un ápice la cantidad de tacos por segundo cuadrado que se pueden escuchar en el río, en cualquier terraza de verano por boca de seres que no levantan más de un metro y treinta centímetros del suelo, cantidad de palabras malsonantes que, por otro lado, sigue siendo directamente proporcional a la inocencia con la que siguen siendo pronunciados.

Y ahora, vamos con otro recuerdo, la confesión del día previo a nuestra Primera Comunión, allá por mayo de 1975 (en varios casos, casi se podría decir que primera y última, ¡y por el mismo precio!), nos hacía ser más que conscientes de que no debíamos blasfemar ni pensarlo siquiera en ese intervalo de tiempo que iba entre la susodicha confesión y la hostia consagrada de la mañana siguiente… Pues no, fue salir de la iglesia de Santa María por la sacristía, coger el balón y comenzar a jurar en arameo antiguo, todos a una entre carreras a patada limpia en la pelota, batallas de pedradas y juegos varios como el mítico cintalabrea. Lo que no puede ser, ni lo es, ni cambia, por lo visto.

El caso es que, en la feria del pasado 9 de julio nos encontramos por sorpresa con un puesto en el mercado que para mí supuso una grandísima y emocionante novedad, ¡libros de segunda mano! ¡muchos de ellos en inglés! Un señor los vendía a 3 euros, que luego se quedaron en 2 cada uno al llevarnos seis de una tacada.20150721_183943 Con la ilusión de comenzar a leer cuanto antes “The Grass is Singing”, la primera novela de Doris Lessing, me cepillé “Neither Here Nor There” de Bill Bryson en mucho menos tiempo del que había previsto inicialmente. Vamos ahora con Doris y esa referencia a la “hierba que canta” tomada directamente de la “Tierra Baldía” de T. S. Eliot. La edición es de Penguin Books, “reprinted in 1976.” En la tercera página, esquina superior derecha, se puede leer un nombre, Jesús Millán, y una fecha, 8 – V – 1976. ¡Ya me han liado! Antes de comenzar la lectura con el asesinato de Mary Turner, mi mente viaja hasta ese nombre, hasta esa fecha. 20150721_183919¿Sería ese tal Jesús Millán un estudiante de Filología Anglogermánica y Francesa? Y si no era así, ¿por qué narices leía en inglés, en 1976? ¿Sería hijo de algún inmigrante berciano en la Gran Bretaña?

Ahora mismo estoy tumbado sobre la hierba recién segada que cubre la vera del río Cúa, a la sombra, escribiendo esto que estáis leyendo con un bolígrafo y un bloc de notas que he comprado hace un rato en la tienda de Aarón, una de las dos de chinos que hay en Cacabelos, en la cual conocí a Jimena, de cuatro años, su hija, que me interceptó justo cuando estaba llegando al pasillo dedicado a la papelería.

  • Hola, me llamo Jimena, tengo cuatro años, ¿por qué vienes a mi casa?
  • Hola, vine a comprar un boli y un cuaderno.
  • Ah, pues muy bien. Yo ya sé escribir, ¿y tú?
  • Ufff, complicado, muy complicado, pero en ello estoy, a ver si aprendo.

Y con las mismas me abandona para hacer frente a dos señoras muy voceras que vienen buscando un palo para fregona. Puro desparpajo. En fin, sin tecnología cerca ni nada que se le pueda aproximar, no puedo investigar sobre la identidad del tal Jesús Millán. En cuanto llegue a casa, entraré en ese oráculo llamado Google y teclearé ese nombre con algo de aderezo como información adicional, algo tipo ‘filólogo’, ‘berciano’ o lo que se me ocurra. Pausa, pues, intermedio o lo que sea. Visiten un bar y tómense unas cañas, que este calor las merece.

No, que no me convence ninguno de los Jesús Millán que he encontrado a través de Google. Uno es Catedrático de la Universidad de Valencia, el otro es procurador con página web personal y todo. Por tanto, he decidido inventarme su historia, una breve, muy concisa, a modo de currículum vitae existencial.

JESÚS MILLÁN NUNCA CAMINARÁ SOLO

Jesús Millán nació el 12 de noviembre de 1955 en la habitación matrimonial de sus padres, que vivían por aquel entonces en el número 27 de la calle Santa Isabel del pueblo berciano de Cacabelos. Pasó de la teta materna a una infancia brutalmente divertida. Destacó en los estudios sin apenas esfuerzo alguno, y decidió a los 17 años irse a Salamanca a estudiar Filología Anglogermánica y Francesa. Allí conoció a Román, un burgalés amante de la pintura, muy atractivo, estudiante de Bellas Artes que viajaba a menudo a Londres ya que allí vivía su hermano Herminio. Antes incluso de convertirse en pareja, Jesús le encargó a Román una 20150720_220012serie de libros en inglés que necesitaría para el curso siguiente, el cuarto ya para él, lecturas obligatorias en varias asignaturas dedicadas a la literatura en lengua inglesa, y ese hecho obligó moralmente a Román el 12 de abril de 1976 a acercarse a una librería de esas de segunda mano que abundan en Portobello Road. En la actualidad, Jesús vive en Melbourne con su amor, Román Urtubi, y ejerce como profesor asociado de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Melbourne mientras Román continúa pintando y pintando sin cesar sin importarle una mierda si su caché sube o no, se siente reconocido en su comunidad y con eso le basta y le sobra. Son felices porque muchas tardes se tumban sobre la hierba fresca del Royal Park y escuchan en silencio como la hierba les canta sin temor, sin estridencia alguna.

Y aquí se acaba la historia inacabada de Jesús Millán, un cacabelense ilustre que surge como figmento libre, y puede que hasta aburrido, de mi imaginación. Ahora, sigo leyendo, que mi molicie me lo está pidiendo a gritos.

THE END…

NO WAY!!

Dos anécdotas recientes antes de un “corto y cambio” que se prolongará un mes y pico más.

  • Cacabelos está en el Camino de Santiago. 20150717_110024-1El mes de julio supone un incesante goteo de peregrinos y peregrinas de montones de nacionalidades diferentes que van cruzando el pueblo en busca de una sombra, de unas cañas, del albergue de la iglesia de las Angustias… Un andaluz camina al lado de dos chicas estadounidenses altas, guapas, sonrientes. Van ya por la Calle Mayor y llegan ahora a la altura del Mesón Compostela, cuya especialidad es el pulpo a la gallega (y a muy buen precio, justo es reconocerlo). “Girls, here, here, this is a place for to eat… Ay dioh, ¿cómo cohone se dise…? Octopussy, eso, here eat octopussy.” Las dos chicas se miran y se ríen. Adelanto con mi trote cochinero a ese trío peregrinante mientras pienso, “¿habrán ido directamente a la referencia James Bond o se habrán quedado sólo con el añadido jocoso del ‘pussy’?”

20150711_141004Como los veo con ganas de juerga, los mando a la Bodega de El Niño, a filosofar un poco con los lugareños y lugareñas que allí suelen hacer la mañana. Además, por si siguen perdidos en la traducción, allí están a salvo, que “se hablan idiomas por señas.”

  • Vuelvo en alsa (¡por fin, albricias!) de Ponferrada a Oviedo. Son casi las tres de la tarde y en Fuentesnuevas suben tres chicas muy preparadas para una tarde de río o de piscina. A una de ellas le suena el móvil (un chunda-chunda que no reconozco), contesta, “qué hay, tía… no, no, pasamos de irnos a río de Molinaseca, que está lleno de viejos, nos vamos al de Cacabelos, que además los chorbos de Cacabelos están buenísimos… Jajajajaja, ya te digo. Sí, eso, nos vemos ese finde. Chaoooo.” Desde el fondo del alsa, me río para mis adentros mientras me acuerdo por momentos de aquel profesor que nos contó, allá por 3º de BUP, que en los tiempos de Bergidum Flavium, de romanos explotando la reserva aurífera de las Médulas, se llevaban hombres autóctonos hasta Roma (por cualquier camino, como bien sabemos) que una vez allí servían como sementales a la nobleza romana. Imagino que sería una broma local, porque nunca jamás he encontrado referencia alguna que mencione ese hecho… Vamos, aunque no dudo que llegara a ser cierto, faltaría más.

UNDER THE INFLUENCE – CONMEMORACIÓN

Estúpido recuerdo, pútrido y maloliente; fantasía esquilmada y vicio de enganche que justificará odioso plagas venideras… Antes de cumplir los diez ya le decían el “triste”. No era para menos. (“¡Triste, triste, ahí viene el triste!”) Jamás una mueca similar a una leve sonrisa. Jamás un gesto de simple satisfacción tras uno de sus múltiples logros en el mundo átono y vulgar de los estudios. Paseaba siempre solo de vuelta a casa cargando casi impávido con su cartera de la escuela, tan vacía de libros como llena de ideas. Ningún amigo con quien comunicarse. Ningún padre, ninguna madre que abriese amistosamente sus brazos al final del camino andado cada jornada. (Ambos trabajaban, quizá demasiadas horas día tras día, y para el hijo sólo quedaban los momentos de cansancio postrados en un sofá frente a los estúpidos programas que pasaban por televisión.) Un peregrinar constante a vueltas consigo mismo y con los hirientes tornados de su cabeza… Hizo la primera comunión vestido con una túnica blanca cuando todos sus compañeros parecían recién sacados de la Juan Sebastián Elcano – y de Alférez p’arriba, que diría algún gracioso, que en todos los sitios abundan -. Treinta alféreces y un inmaculado peregrino escoltando a treinta y dos prototipos de católicas vírgenes vestales, con su misal a juego y todo; Simón del desierto atento a las múltiples tentaciones del mismísimo Satanás. La hostia quemaba en el paladar, lo mismo que la comunionsopa de cocido de la abuela, sólo que, a diferencia de la exquisita sopa rebosante de fideos, aquel pedazo de cuerpo de Cristo estaba frío, más frío que un polo de limón. Insípido también. Y le hacía sudar. Y allí olía a iglesia que apestaba. Y tenía unas ganas horribles de quitarse de encima aquella engorrosa túnica blanca, inmaculada y lejana como la nieve de la alta montaña. Desde el crucifijo que colgaba balanceante en su católico pecho, aquél supuestamente abocado a sufrir eternamente los dolores provocados por clavos oxidados atravesando sus pies y manos parecía mirarle a los ojos para insuflarle un poquito de fe. Tenía miles de preguntas que hacerle, pero estaba hecho de plata y no era capaz de hablar, ni siquiera de pensar. Sabía que volvería a acabar con su metálica osamenta enterrado en el cajón de algún armario ropero, que no le quedaría otro remedio que respirar ese asfixiante olor a alcanfor durante el resto de sus días, puede que incluso una pequeña eternidad condensada en unas cuantas décadas, entre algunas toallas, de esas bordadas que nunca se utilizan por resultar demasiado barrocas para ser impregnadas con nuestras diarias suciedades corporales. Dos semanas antes de recibir al mismísimo Dios dentro de su cuerpo, para que éste se mezclase definitivamente con sus glóbulos rojos, con sus plaquetas y sus propios excrementos, y así anidase incoherente en los más profundos temores que siempre perseguían al “triste”, Roberto había jugado a las canicas con otro niño. canicasPorque Roberto era su nombre verdadero, con el que había sido registrado y bautizado, y Roberto estaba ya harto de comprarse las canicas en la librería de Arturo el “exégeta”… y de jugar solo en la calle. Todos presumían de ganárselas a base de apostarlas jugando al gua. Él no podía ser menos, y en su clase había, presumiblemente, otro niño como él. Sí, como él, como Roberto García Lorenzana, el niño de la triste expresión, el de la parálisis facial libremente elegida. El incomunicado dentro de su aura, repleta de inexpresividad y carente de afecto por los demás. Pero perdió. Mala suerte. Las veinte que tenía. Y es que no es lo mismo jugar solo, contra uno mismo, como mero entrenamiento fantasioso, que hacerlo contra un rival, torpe, sí, pero acostumbrado al menos a jugar de vez en cuando con alguno de aquellos aguilillas que se sabían todas y cada una de las artimañas de todos y cada uno de los juegos infantiles. Y es que, al contrario que el “triste”, eran competitivos, siempre luchando por ganar, por ser el primero, el mejor; el más niño de entre todos los niños de la escuela. Jamás lo volvería a intentar. Para qué, si ello no haría más que ensanchar su propia celda. Hasta hacerla infinita. Hasta que pudiese perderse irremisiblemente en su lúgubre interior; aunque a él le diese la impresión de que cada vez se hacía más y más estrecha. O, ¿quizá era eso lo que estaba esperando, lo que le hacía levantarse de la cama cada mañana sin necesidad de que nada ni nadie lo despertase? Perdió veinte canicas, todas las que poseía. Nunca volvió a comprar más. Abrió la puerta de su habitación, tiró con auténtica desgana su cartera contra el suelo; sacó, a continuación, de uno de los cajones de su escritorio una peonza totalmente nueva, virgen, si se me permite la expresión, y la lanzó con rabia por la ventana. No más juegos compartidos. Autosuficiencia. A partir de ahora la autosuficiencia como método de supervivencia. Bastará con «mirarse al espejo y ser feliz.»

Ya el propio Einstein lo había predicho. Lo de los agujeros negros y todo ese rollo científico que sólo ellos son capaces de comprender. Más Allá. Jiménez del Oso. Estaba clarísimo. Algo tenía que esconderse tras toda esa capa de superficialidad que envolvía al mundo, que lo aislaba tras su aureola de papel de aluminio desde que a algún listo le dio por comenzar017 Boy with pigeons at [Circular] Quay, Sydney, 2261935  by Sam Hood “la Historia de la Humanidad”. Y el “triste” lo sabía, y como lo sabía, entró de lleno en un agujero negro, y pudo hablar con algunos de sus antepasados. Hizo amigos. Viajó y se divirtió a través del tiempo, porque Roberto, como todos los seres vivos hacemos, creció, y con él sus necesidades, incluida la de multiplicarse. Llegó hasta a enamorarse, de Albertina, la de los “curritos”. Lógicamente, ella no le hizo el menor caso, que desde hacía unos meses bebía los vientos por un chico tres años mayor que ella que la sacaba a bailar en la discoteca todos los domingos por la tarde. Pero al “triste” se le ocurrió una – él lo creyó así – brillante idea. Todos los domingos, a eso de las once de la noche, sus padres vegetaban catatónicamente frente a un programa de televisión de esa denominada, acertadamente, como basura. “¿Quién sabe cómo es el amor?”. Durante cualquiera de sus emisiones, por allí pasaban todos esos pequeños monstruos enamorados y despechados que alegraban la vida nocturna dominical de los padres del “triste” (y, al parecer, de otros tres millones de telespectadores). La parada de los monstruos, pensaba el “triste”, pasando totalmente desapercibido en una esquina del salón, ya libre de su túnica blanca de recibir-a-dios-en-tu-seno; “que si yo le pegaba unas hostias de campeonato, pero la quiero y no puedo vivir sin ella”, y viceversa, elevada ésta al infinito. Hacia ese submundo dirigió sus pasos el “triste”. Sin pensárselo dos veces. Y pasó lo que tenía que pasar, que llenó su enorme cesta con más kilos de calabazas. Y fue entonces cuando entró en el agujero negro para ya jamás salir de su interior. ¡Quién le había mandado beber de aquel extraño brebaje que los productores del mencionado programa de temática infra-amorosa ponían delante de cada invitado para que hiciese bonito ante la atónita mirada del estúpido presentador-actor de tan absurda trama celestinesca? ¿Acaso no se dio cuenta el “triste” de que aquel líquido de color azul celeste no podía contener nada bueno, nada terrenal, de este mismo mundo? De todas formas, siempre existen grandes remedios, y esa increíble capacidad mimética del “triste” logró el no va más. Se adaptó a su nueva vida en el agujero negro, su nuevo y acogedor ecosistema. Sus padres lloraron – poco, justo es reconocerlo, porque todavía eran capaces de encender la televisión después de cada jornada de trabajo, y ya había gente que se encargaba de limpiar la mierda de sus ojos desde las profundidades más abisales de la pantalla. Esta es la nueva vida de Roberto García Lorenzana: ha conocido por fin a Dios, y sabe que tiene los ojos almendrados, y que ha viajado hasta la tierra en más de una ocasión. Sabe también que hay muchos más como él y que no abundan en sentimientos, por eso los humanos se les escapan día tras día como agua entre los dedos. “Yo creo en Él… o en Ellos. Son toda mi vida, la luz que me guía sin preguntarme nada, sin pedirme nada a cambio. La verdadera religión… La vida eterna bajo un prisma distinto al terrenal, observando sus acciones, cada paso que dan, y resulta sumamente divertido visto desde aquí”. Un placaje frontal a todo atisbo de sentimiento, ahí radica el secreto de la vida eterna. Esa extraña hipocresía diaria cual barrera protectora de la propia estupidez interior. La extraña pareja se mira a los ojos al final de cada día, pero no para nadar relajado cada uno en las pupilas del otro, sino preguntándose cada uno a sí mismo: “¿por qué yo con éste?”; “¿por qué yo con ésta?”. Y todo vuelve a empezar. Y seguimos girando sin remisión hasta el final de los tiempos. No es lo mismo sin ti, aunque tampoco lo es contigo. ¿Por qué? Hijo mío, ten la bondad de explicárnoslo o nos moriremos sin saberlo. ¡Y tú, animal, apaga ya la maldita televisión, que tu hijo nos lo va a explicar! tumblr_m3nrzkf5hz1r3e62yo1_500“Puede que hubiese bebido un poco más de la cuenta… bueno, ¡qué cojones!, sí que había bebido más de lo aconsejable, mucho más. Y ella estaba cerca, tan cerca y tan frágil que yo, yo no tuve otra elección. Ya habían decidido por mí. Sólo debía dejarme llevar… Es como ir flotando suspendido en el aire a cámara lenta. No recuerdas su nombre y apenas eres capaz de atisbar sus rasgos. ¿Sería guapa, al menos? Qué más daba. Pero, es que no os dais cuenta, tan aletargados estáis dentro de vuestras inútiles vidas que no sois capaces de daros cuenta de que existen unos hilos invisibles que nos mueven. No somos más que unos putos teleñecos de mierda que vivimos vidas patéticas mientras ellos se ríen de nosotros. Cuando se hartan cambian de canal, lo que equivale a decir que, llegada la hora del The End, nos mandan a tomar por el puto culo. Ya, eso sería lo más fácil, la explicación más compasiva, pero no la verdad. Veréis… Sí, era guapa. Era simpática y comenzaba a generar en mí un ligero sentimiento parecido a la felicidad. Error. En ese instante se iniciaba la derivación visceral de todos mis porqués, todos los que yo me había planteado hasta la fecha. ¡Capullo de mierda! ¡Qué? ¡Qué? ¿Qué coño es eso de follar? ¿Qué significa eso de enamorarse? ¿Sirve acaso para empezar a morir? guatequeGracias a Él, que se encontraba a mi lado para llevarme con los demás, porque tras la luz azul se encuentra su mundo. Hablé con mi abuelo Esteban. El amor lo había matado. Sí, el amor, proclamo, porque aunque hubiesen condenado por su vil asesinato a su amigo del alma, el incombustible Nicanor el “ferrero”, no fue otro que el amor el detonante de su prematura desaparición del mundo de los vivos. No tenía porque ser nada malo, nada que hiciese enfermar a nadie, pero era mujer ajena (¿¡quién hostias sería capaz de explicar aquí y ahora y coherentemente qué significa ese concepto tan antinatural de posesión!? Ya veo, ningún voluntario…), la del propio “ferrero”, que de tanta herradura que fabricar se había olvidado de que le había tocado en suerte una hermosa mujer que ni siquiera necesitaba herraduras para…- ¿lo digo? No sé… bueno, sí, habrá que decirlo…- ser feliz. Y, claro, en el mundo azul no existen posesiones, nadie posee nada porque todos carecen… todos carecemos de sentimientos. Y se sobrevive. No me está permitido decir nada más.” No, porque es la hora de la pastilla para dormir. Roberto el “triste” debe dormir, o al menos eso es lo que dicen los médicos que estudian su caso. El Cristo de plata de su primera comunión sonríe esperanzado dentro del armario ropero. Ya no tiene brazos, ya no tiene piernas. Alguien, un buen samaritano, se las ha arrancado, y vegeta satisfecho a tres centímetros escasos de su enemiga la cruz de madera. Ya no sufre ni padece. No desea redimir a nadie porque su amo se ha ido lejos y ha perdido la fe. No desea ya salvar a ningún mortal porque ya no tiene sentimientos. Sabe que en el fondo «hay demasiado amor», aunque muy mal repartido.