“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
Y volvió a ocurrir, porque sucede cada cierto tiempo, es un tópico demasiado típico como para que la gente que sólo es capaz de pensar repitiendo lo que va escuchando se olvide de él. Se encontraba ese miércoles Indalecio en Cacabelos (de vez en cuando le cambia el turno a Nacho para poder hacer la ruta Oviedo-Ponferrada), almorzando como un campeón en La Moncloa de San Lázaro, fuera, en la terraza, con una temperatura ideal, 22 grados. En la mesa de su izquierda, dos chicas y un chico no dejaban de hablar de “el producto, la productividad, lo que aporta el trabajo en equipo, la variabiilidad del mercado, el target, el briefing, el branding, los community managers, el spammer…”, en fin, de toda esa pedantería económica tan de moda en este siglo de coachings, runners y gilipollas tan variopintos y pintorescos como una tribu de replicantes en una película de temática apocalíptico-futurista, aunque sin intención distópica de ningún tipo.
– … es como cuando voy a Oviedo, que me gusta salir en vaqueros, playeros y camiseta, pero es una ciudad tan, taaaan pija, que la gente te mira mal, y te acabas sintiendo como el culo… – sentenció el chico del terceto de al lado desde su traje ajustado, su media melena rubio oscuro, barba de tres o cuatro días y dientes nuevos macerados en un Vitaldent cualquiera.
“Ah, no… no, no y no, ¡cagondiós!”, pensó Indalecio, “otra vez con la puta cantinela ésa de que Oviedo ye pijo. Hasta ahí.”
– Chssst, CHSSSST, TÚ, EH… VOSOTROS. – suelta de sopetón Indalecio tras masticar aprisa y tragar acto seguido un buen trozo de botillo.
– ¿Nosotros? – responde el pipiolo de la economía medio boquiabierto y hasta asustado casi se podría decir.
– A ver, ho, yo no suelo entrometeme en conversaciones privaes, al menos así, gratuitamente, mentendéis, ¿no? Pero ye que nun pude más al oir la bobada esa de siempre, que si Oviedo ye muy pijo y tal… Vamos a ver, chaval, escúchame bien, ho, yo llevo en Oviedo viviendo treinta y picu de años, y saliendo por ahí con camisetes de toda calaña y nunca, pero nunca en mi puta vida nadie miróme mal, ¡oiste? Que yo vi a Green Day en El Antiguo en mayo del ’94 justo antes de que fueren famosos, y allí no había pijo alguno… Y si no me crees, ponte de eses traces que dices, y vete pol mi barriu, Teatinos, que parez que pa vosotros Oviedo nun ye más que la Calle Uría, coime. Y, hala, seguid con esi botillo, que se vos enfría y ta cojonudo, como para perdese un bocau de semejante manjar… (laputamadrequemeparió…) – esto último en un tono muy, muy bajo, dicho para sí mismo, como pura reafirmación de toda la perorata que les acaba de soltar a esos Caminantes Blancos de la economía patria.
Y sigue Indalecio dándole vida a esa media ración de botillo del Bierzo con cachelos, repollo y garbanzos mientras disfruta como un auténtico cabrón del silencio que ha brotado en la mesa contigua, puede oler y respirar el pasmo, ese asombro limítrofe con el mismo miedo que emana desde el botillo con cachelos y repollo de los vecinos comensales.
En medio de una gran sonrisa, recuerda ahora Indalecio el día que llegó toda la familia a Oviedo desde el pueblo, aquel piso de la Calle Turina, el ascensor, muchos vecinos yendo y viniendo, los amigos que hizo con suma rapidez, y el primer beso que le dio a Nora, la fía del fruteru, en el portal, a oscuras, mientras desde el piso de su amigo Nacho salía con rabia la voz de Eduardo Benavente cantando Adictos a la Lujuria; era la hora de Caja de Ritmos, un sábado de agosto del año 1983. “Oviedo pijo, Oviedo pijo, ja. Pijo, mis cojones son neutrones.”
Estúpido recuerdo, pútrido y maloliente; fantasía esquilmada y vicio de enganche que justificará odioso plagas venideras… Antes de cumplir los diez ya le decían el “triste”. No era para menos. (“¡Triste, triste, ahí viene el triste!”) Jamás una mueca similar a una leve sonrisa. Jamás un gesto de simple satisfacción tras uno de sus múltiples logros en el mundo átono y vulgar de los estudios. Paseaba siempre solo de vuelta a casa cargando casi impávido con su cartera de la escuela, tan vacía de libros como llena de ideas. Ningún amigo con quien comunicarse. Ningún padre, ninguna madre que abriese amistosamente sus brazos al final del camino andado cada jornada. (Ambos trabajaban, quizá demasiadas horas día tras día, y para el hijo sólo quedaban los momentos de cansancio postrados en un sofá frente a los estúpidos programas que pasaban por televisión.) Un peregrinar constante a vueltas consigo mismo y con los hirientes tornados de su cabeza… Hizo la primera comunión vestido con una túnica blanca cuando todos sus compañeros parecían recién sacados de la Juan Sebastián Elcano – y de Alférez p’arriba, que diría algún gracioso, que en todos los sitios abundan -. Treinta alféreces y un inmaculado peregrino escoltando a treinta y dos prototipos de católicas vírgenes vestales, con su misal a juego y todo; Simón del desierto atento a las múltiples tentaciones del mismísimo Satanás. La hostia quemaba en el paladar, lo mismo que la sopa de cocido de la abuela, sólo que, a diferencia de la exquisita sopa rebosante de fideos, aquel pedazo de cuerpo de Cristo estaba frío, más frío que un polo de limón. Insípido también. Y le hacía sudar. Y allí olía a iglesia que apestaba. Y tenía unas ganas horribles de quitarse de encima aquella engorrosa túnica blanca, inmaculada y lejana como la nieve de la alta montaña. Desde el crucifijo que colgaba balanceante en su católico pecho, aquél supuestamente abocado a sufrir eternamente los dolores provocados por clavos oxidados atravesando sus pies y manos parecía mirarle a los ojos para insuflarle un poquito de fe. Tenía miles de preguntas que hacerle, pero estaba hecho de plata y no era capaz de hablar, ni siquiera de pensar. Sabía que volvería a acabar con su metálica osamenta enterrado en el cajón de algún armario ropero, que no le quedaría otro remedio que respirar ese asfixiante olor a alcanfor durante el resto de sus días, puede que incluso una pequeña eternidad condensada en unas cuantas décadas, entre algunas toallas, de esas bordadas que nunca se utilizan por resultar demasiado barrocas para ser impregnadas con nuestras diarias suciedades corporales. Dos semanas antes de recibir al mismísimo Dios dentro de su cuerpo, para que éste se mezclase definitivamente con sus glóbulos rojos, con sus plaquetas y sus propios excrementos, y así anidase incoherente en los más profundos temores que siempre perseguían al “triste”, Roberto había jugado a las canicas con otro niño. Porque Roberto era su nombre verdadero, con el que había sido registrado y bautizado, y Roberto estaba ya harto de comprarse las canicas en la librería de Arturo el “exégeta”… y de jugar solo en la calle. Todos presumían de ganárselas a base de apostarlas jugando al gua. Él no podía ser menos, y en su clase había, presumiblemente, otro niño como él. Sí, como él, como Roberto García Lorenzana, el niño de la triste expresión, el de la parálisis facial libremente elegida. El incomunicado dentro de su aura, repleta de inexpresividad y carente de afecto por los demás. Pero perdió. Mala suerte. Las veinte que tenía. Y es que no es lo mismo jugar solo, contra uno mismo, como mero entrenamiento fantasioso, que hacerlo contra un rival, torpe, sí, pero acostumbrado al menos a jugar de vez en cuando con alguno de aquellos aguilillas que se sabían todas y cada una de las artimañas de todos y cada uno de los juegos infantiles. Y es que, al contrario que el “triste”, eran competitivos, siempre luchando por ganar, por ser el primero, el mejor; el más niño de entre todos los niños de la escuela. Jamás lo volvería a intentar. Para qué, si ello no haría más que ensanchar su propia celda. Hasta hacerla infinita. Hasta que pudiese perderse irremisiblemente en su lúgubre interior; aunque a él le diese la impresión de que cada vez se hacía más y más estrecha. O, ¿quizá era eso lo que estaba esperando, lo que le hacía levantarse de la cama cada mañana sin necesidad de que nada ni nadie lo despertase? Perdió veinte canicas, todas las que poseía. Nunca volvió a comprar más. Abrió la puerta de su habitación, tiró con auténtica desgana su cartera contra el suelo; sacó, a continuación, de uno de los cajones de su escritorio una peonza totalmente nueva, virgen, si se me permite la expresión, y la lanzó con rabia por la ventana. No más juegos compartidos. Autosuficiencia. A partir de ahora la autosuficiencia como método de supervivencia. Bastará con «mirarse al espejo y ser feliz.»
Ya el propio Einstein lo había predicho. Lo de los agujeros negros y todo ese rollo científico que sólo ellos son capaces de comprender. Más Allá. Jiménez del Oso. Estaba clarísimo. Algo tenía que esconderse tras toda esa capa de superficialidad que envolvía al mundo, que lo aislaba tras su aureola de papel de aluminio desde que a algún listo le dio por comenzar “la Historia de la Humanidad”. Y el “triste” lo sabía, y como lo sabía, entró de lleno en un agujero negro, y pudo hablar con algunos de sus antepasados. Hizo amigos. Viajó y se divirtió a través del tiempo, porque Roberto, como todos los seres vivos hacemos, creció, y con él sus necesidades, incluida la de multiplicarse. Llegó hasta a enamorarse, de Albertina, la de los “curritos”. Lógicamente, ella no le hizo el menor caso, que desde hacía unos meses bebía los vientos por un chico tres años mayor que ella que la sacaba a bailar en la discoteca todos los domingos por la tarde. Pero al “triste” se le ocurrió una – él lo creyó así – brillante idea. Todos los domingos, a eso de las once de la noche, sus padres vegetaban catatónicamente frente a un programa de televisión de esa denominada, acertadamente, como basura. “¿Quién sabe cómo es el amor?”. Durante cualquiera de sus emisiones, por allí pasaban todos esos pequeños monstruos enamorados y despechados que alegraban la vida nocturna dominical de los padres del “triste” (y, al parecer, de otros tres millones de telespectadores). La parada de los monstruos, pensaba el “triste”, pasando totalmente desapercibido en una esquina del salón, ya libre de su túnica blanca de recibir-a-dios-en-tu-seno; “que si yo le pegaba unas hostias de campeonato, pero la quiero y no puedo vivir sin ella”, y viceversa, elevada ésta al infinito. Hacia ese submundo dirigió sus pasos el “triste”. Sin pensárselo dos veces. Y pasó lo que tenía que pasar, que llenó su enorme cesta con más kilos de calabazas. Y fue entonces cuando entró en el agujero negro para ya jamás salir de su interior. ¡Quién le había mandado beber de aquel extraño brebaje que los productores del mencionado programa de temática infra-amorosa ponían delante de cada invitado para que hiciese bonito ante la atónita mirada del estúpido presentador-actor de tan absurda trama celestinesca? ¿Acaso no se dio cuenta el “triste” de que aquel líquido de color azul celeste no podía contener nada bueno, nada terrenal, de este mismo mundo? De todas formas, siempre existen grandes remedios, y esa increíble capacidad mimética del “triste” logró el no va más. Se adaptó a su nueva vida en el agujero negro, su nuevo y acogedor ecosistema. Sus padres lloraron – poco, justo es reconocerlo, porque todavía eran capaces de encender la televisión después de cada jornada de trabajo, y ya había gente que se encargaba de limpiar la mierda de sus ojos desde las profundidades más abisales de la pantalla. Esta es la nueva vida de Roberto García Lorenzana: ha conocido por fin a Dios, y sabe que tiene los ojos almendrados, y que ha viajado hasta la tierra en más de una ocasión. Sabe también que hay muchos más como él y que no abundan en sentimientos, por eso los humanos se les escapan día tras día como agua entre los dedos. “Yo creo en Él… o en Ellos. Son toda mi vida, la luz que me guía sin preguntarme nada, sin pedirme nada a cambio. La verdadera religión… La vida eterna bajo un prisma distinto al terrenal, observando sus acciones, cada paso que dan, y resulta sumamente divertido visto desde aquí”. Un placaje frontal a todo atisbo de sentimiento, ahí radica el secreto de la vida eterna. Esa extraña hipocresía diaria cual barrera protectora de la propia estupidez interior. La extraña pareja se mira a los ojos al final de cada día, pero no para nadar relajado cada uno en las pupilas del otro, sino preguntándose cada uno a sí mismo: “¿por qué yo con éste?”; “¿por qué yo con ésta?”. Y todo vuelve a empezar. Y seguimos girando sin remisión hasta el final de los tiempos. No es lo mismo sin ti, aunque tampoco lo es contigo. ¿Por qué? Hijo mío, ten la bondad de explicárnoslo o nos moriremos sin saberlo. ¡Y tú, animal, apaga ya la maldita televisión, que tu hijo nos lo va a explicar! “Puede que hubiese bebido un poco más de la cuenta… bueno, ¡qué cojones!, sí que había bebido más de lo aconsejable, mucho más. Y ella estaba cerca, tan cerca y tan frágil que yo, yo no tuve otra elección. Ya habían decidido por mí. Sólo debía dejarme llevar… Es como ir flotando suspendido en el aire a cámara lenta. No recuerdas su nombre y apenas eres capaz de atisbar sus rasgos. ¿Sería guapa, al menos? Qué más daba. Pero, es que no os dais cuenta, tan aletargados estáis dentro de vuestras inútiles vidas que no sois capaces de daros cuenta de que existen unos hilos invisibles que nos mueven. No somos más que unos putos teleñecos de mierda que vivimos vidas patéticas mientras ellos se ríen de nosotros. Cuando se hartan cambian de canal, lo que equivale a decir que, llegada la hora del The End, nos mandan a tomar por el puto culo. Ya, eso sería lo más fácil, la explicación más compasiva, pero no la verdad. Veréis… Sí, era guapa. Era simpática y comenzaba a generar en mí un ligero sentimiento parecido a la felicidad. Error. En ese instante se iniciaba la derivación visceral de todos mis porqués, todos los que yo me había planteado hasta la fecha. ¡Capullo de mierda! ¡Qué? ¡Qué? ¿Qué coño es eso de follar? ¿Qué significa eso de enamorarse? ¿Sirve acaso para empezar a morir? Gracias a Él, que se encontraba a mi lado para llevarme con los demás, porque tras la luz azul se encuentra su mundo. Hablé con mi abuelo Esteban. El amor lo había matado. Sí, el amor, proclamo, porque aunque hubiesen condenado por su vil asesinato a su amigo del alma, el incombustible Nicanor el “ferrero”, no fue otro que el amor el detonante de su prematura desaparición del mundo de los vivos. No tenía porque ser nada malo, nada que hiciese enfermar a nadie, pero era mujer ajena (¿¡quién hostias sería capaz de explicar aquí y ahora y coherentemente qué significa ese concepto tan antinatural de posesión!? Ya veo, ningún voluntario…), la del propio “ferrero”, que de tanta herradura que fabricar se había olvidado de que le había tocado en suerte una hermosa mujer que ni siquiera necesitaba herraduras para…- ¿lo digo? No sé… bueno, sí, habrá que decirlo…- ser feliz. Y, claro, en el mundo azul no existen posesiones, nadie posee nada porque todos carecen… todos carecemos de sentimientos. Y se sobrevive. No me está permitido decir nada más.” No, porque es la hora de la pastilla para dormir. Roberto el “triste” debe dormir, o al menos eso es lo que dicen los médicos que estudian su caso. El Cristo de plata de su primera comunión sonríe esperanzado dentro del armario ropero. Ya no tiene brazos, ya no tiene piernas. Alguien, un buen samaritano, se las ha arrancado, y vegeta satisfecho a tres centímetros escasos de su enemiga la cruz de madera. Ya no sufre ni padece. No desea redimir a nadie porque su amo se ha ido lejos y ha perdido la fe. No desea ya salvar a ningún mortal porque ya no tiene sentimientos. Sabe que en el fondo «hay demasiado amor», aunque muy mal repartido.
Querido Scrooge de nuevo cuño, necesitas saber cómo funciona esto, y éste es un buen viaje sin transbordo alguno en el libro de instrucciones del tiempo.
1) EL FANTASMA DE LAS CORRUPCIONES PASADAS. Felipe III, la María Cristina aquella que nos quería gobernar; el estraperlo promovido por el franquismo; Matesa, Sofico, aquel chabolismo vertical tan horrorosamente hermoso. La transición, ay, la transición, su aceite de colza para aliñarla bien; el cambio, la rosa, con Rumasa, Filesa, Juan Guerra, los GAL, el Petromocho astur, tan de frotarse las manos agrietadas con aquellos miles de millones que iban a venir levitando desde el mundo Saudí; un ánsar de grandes alas sobrevuela el terreno ahora, Gestcartera, César Alierta compra acciones de Tabacalera… Es que estoy Malaya, muy Malaya…
¡Qué cagalera!
“El Señor de los Ladrillos”, Mortadelo y Filemón explicando la alta rentabilidad de la arcilla cocida…
Nos teletransportamos, huimos de todo esto. ¿Lo ves? ¿Pasó algo? Nada, aquí seguimos, no sufras, que el amor de tu vida no estaba aquí, o puede que sí… Quizá sean sólo paparruchas sin más. Sigamos. Toma mi mano.
2) EL FANTASMA DE LAS CORRUPCIONES PRESENTES. Pokemon (X, Y, Mega Evolution), Hasta la Gürtel y más allá; Bárcenas, que tiene un asunto entre manos que, si sale bien, mojáis todos; siguen los Borbones sacando de su burbuja las manos a pacer. Tarjetas Black, opacas sin más, Cajas abiertas al desperdicio, preferentes del infierno… Púnica, una guerra lejos de Roma y Cartago, los mercenarios de las comisiones ilegales… Todo es verdad, salvo algunas cosas, que son las que publican los medios de comunicación, en directo, en diferido, con alevosía matutina y cachondeo vespertino. ERE tú como el agua de mi fuente (¡y tú más!). Gira la puerta gira, en el despacho infinito, con sobres que ahora llegan, con sobres que se han ido… ¿Lo vas viendo? ¿Te compensa tanta honradez, Scrooge del pijo? Agárrate bien ahora, que nos vamos al futuro. Vamos a decirle cuatro cosas bien dichas a aquella chica de Neutrex, la de la peluca blanca, la que malgastaba oxígeno en un puto detergente…
3) EL FANTASMA DE LAS CORRUPCIONES FUTURAS. Se ve todo muy gris, ¿verdad? Ya no existe la corrupción como significante, ahora se denomina actuación inherente en interés de la población (las cosas de la semántica pura, ya sabes). Ves, en aquella fábrica guardan todas las variedades de oxígeno que Neutrex ha ido creando, todas las patentes. Ya no hay agua gratis, la limpieza ya no se estila, sobrevaloramos su necesidad en el pasado, dicen… Ahora, suelta mi mano ya y… “No me mires, no pienses más; no preguntes, no quiero hablar. No te arrastres, ¡te gustará! Es mejor dejarte llevar.”