WHOEVER HATH HER WISH, THOU HAST THY WILL

abren la destilería

de ocho a nueve

sin prisa por entrar

de canto

en los arrumacos

de su nevera deforme

de su boca

sin persianas

de oblicuos placeres

vuelta y vuelta

chorreando sangre

en cuanto aprietas

sin demasiada fuerza

de rostro pálido

la carne roxa

recién parida

Sunny day

y ocho millones de ojos

aislados

y ciegos

te miran desde el desdén

de un desván derivado

cuchillas que no afeitan

pieles irritadas

sin un solo pelo

que llevarse ya

al chorro del grifo

agua caliente

para tus huesos

para los míos

porque yo sí

recuerdo

haber comido

con mis manos

anguilas fritas

de las de río

Madame Tussaud's mannequins

madrugar para pescar

el olor del horno de pan

la sabiduría de los mayores

contra el sueño

de los pequeños

y el humo que no cesa

porque no quieren

bajar las ventanillas

de un coche amarillo

viejo y antiguo

los faros rotos

y trayectos sin manos

cuando los grillos

me asustaban

con su infinito canto

de cri tras cri

sacando ojos

de sus órbitas

colecciones malsanas

deportes eternos

instintos vencidos

y máquinas poco engrasadas

que si hubiesen funcionado

el picadillo de la fame

se habría retroalimentado

de nuestra saliva

astutamente reseca

en lo más alto

y frondoso

de nuestro

paladar

duro

NOCTÁMBULO

Me vomitas con rabia

tu eterno fin del mundo,

y la noche

se vuelve romántica

al amparo de tu rutina,

de tus ganas de suplicar

una luz que nunca llega.

Son calles mojadas,

desiertas de almas,

en pena olvidadas,

miedos efímeros

que no saben caminar

entre otros humanos,

arrojo noctámbulo

entregado sin brillo

al arrullo de tu sangre,

que mana ahora

desperdiciada, oscura,

alimento de mi celda.

Tranquila,

mi almohada empapada

te lo volverá a contar

mañana,

despacio,

que lo comprendas

por fin

en otra noche

robada y triste

al pesar de tus párpados,

esos que no se unen,

que no conocen

otra meta distinta

al abrazo silencioso

del destello afilado

de mi estúpida oscuridad.

NO FUN TO BE ALONE

Esta noche no puedo dormir. Doy media vuelta sobre mí mismo y te observo pasivo desde la oscuridad; acaricio tu pelo rizado antes de incorporarme y salir a tientas de la habitación. Llego hasta el salón y me siento en el sofá. Enciendo la tele y luego un cigarrillo. Una actriz francesa parece querer hablar conmigo. No le daré ese gusto, por dos razones; una, que no sé francés; la segunda, y definitiva, que no me apetece hablar con nadie en esta noche aciaga de sueño. Me acurruco contra el cojín teñido de rojo, el que nos impregna de esa extraña sabiduría que nos obliga a malvivir sin odio, y trasciendo sin yo quererlo al mundo de los pensamientos más profundos, aquellos que no nos dejan dormir; aquellos que nos convierten en seres racionalmente impulsivos y libertarios. Empieza la lucha entre el sueño, que avanza irremisiblemente hacia la frontera de mis párpados, y el análisis crítico sobre mi vida y sus miserias. Yo ni siquiera peleo, que cualquiera de los dos contendientes con toda seguridad me alienará entretejiendo sin límites su inhóspita tela de araña ante mi estúpida presencia. El sofá me está engullendo ahora. Quiere digerirme y hacerme formar parte de los dibujos lineales de su tela. Tú duermes plácidamente. Siempre lo haces. No comprendes mis desvelos. Es la muerte que nos visita. “¿Es a mí?”, le pregunté la otra noche mientras trataba de aguantar en pie su fría e hiriente mirada. “No, no es a ti a quien vengo a buscar”, respondió aquella Vieja Dama a la vez que me apartaba con un gesto de su camino. Porque, sí, Ella avanzaba hacia ti dejándome a mí atrás, solo y cobarde ante su enorme figura. Cinco días han transcurrido ya y tú no despiertas, no despertarás jamás de ese sueño eterno. Toda esa sangre me asusta y, repito, soy un cobarde, un blando, un gallina… medroso desde el mismo día en que mis padres me obligaron a dormir solo, devorado por dentro por el implacable silencio de la oscuridad. Por eso se quemaron vivos dentro de la casa mientras dormían plácidamente (también plácidamente, como tú). Quizá, en el fondo, Ella no sea más que mi amiga del alma, la que me ayuda a vencer mis miedos, la que inconscientemente puso en mi mano el mechero aquel día; la que me entregó el cuchillo de negro mango, instrumento errático que finalizaba certero con los inhóspitos entresijos de tu traición. El sueño me vence por momentos, y creo que ya va siendo hora de irse a dormir. Culo gordo, hazme sitio, por favor.