“Quizás viajar no sea suficiente para prevenir la intolerancia, pero si logra demostrarnos que todas las personas lloran, ríen, comen, se preocupan y mueren, puede entonces introducir la idea de que si tratamos de entendernos los unos a los otros, quizás hasta nos hagamos amigos” – Maya Angelou
Esta noche no puedo dormir. Doy media vuelta sobre mí mismo y te observo pasivo desde la oscuridad; acaricio tu pelo rizado antes de incorporarme y salir a tientas de la habitación. Llego hasta el salón y me siento en el sofá. Enciendo la tele y luego un cigarrillo. Una actriz francesa parece querer hablar conmigo. No le daré ese gusto, por dos razones; una, que no sé francés; la segunda, y definitiva, que no me apetece hablar con nadie en esta noche aciaga de sueño. Me acurruco contra el cojín teñido de rojo, el que nos impregna de esa extraña sabiduría que nos obliga a malvivir sin odio, y trasciendo sin yo quererlo al mundo de los pensamientos más profundos, aquellos que no nos dejan dormir; aquellos que nos convierten en seres racionalmente impulsivos y libertarios. Empieza la lucha entre el sueño, que avanza irremisiblemente hacia la frontera de mis párpados, y el análisis crítico sobre mi vida y sus miserias. Yo ni siquiera peleo, que cualquiera de los dos contendientes con toda seguridad me alienará entretejiendo sin límites su inhóspita tela de araña ante mi estúpida presencia. El sofá me está engullendo ahora. Quiere digerirme y hacerme formar parte de los dibujos lineales de su tela. Tú duermes plácidamente. Siempre lo haces. No comprendes mis desvelos. Es la muerte que nos visita. “¿Es a mí?”, le pregunté la otra noche mientras trataba de aguantar en pie su fría e hiriente mirada. “No, no es a ti a quienvengo a buscar”, respondió aquella Vieja Dama a la vez que me apartaba con un gesto de su camino. Porque, sí, Ella avanzaba hacia ti dejándome a mí atrás, solo y cobarde ante su enorme figura. Cinco días han transcurrido ya y tú no despiertas, no despertarás jamás de ese sueño eterno. Toda esa sangre me asusta y, repito, soy un cobarde, un blando, un gallina… medroso desde el mismo día en que mis padres me obligaron a dormir solo, devorado por dentro por el implacable silencio de la oscuridad. Por eso se quemaron vivos dentro de la casa mientras dormían plácidamente (también plácidamente, como tú). Quizá, en el fondo, Ella no sea más que mi amiga del alma, la que me ayuda a vencer mis miedos, la que inconscientemente puso en mi mano el mechero aquel día; la que me entregó el cuchillo de negro mango, instrumento errático que finalizaba certero con los inhóspitos entresijos de tu traición. El sueño me vence por momentos, y creo que ya va siendo hora de irse a dormir. Culo gordo, hazme sitio, por favor.