PERO AQUÍ, ¿QUIÉN BOSTEZA?

  • ¿Y ahora, qué hacemos?

  • Ni puta idea, tío… No sé, para un taxi si ves alguno, que no nos queda pasta… También podemos echar a caminar y hacer dedo de paso, a ver si alguien nos coge.

  • Joder… Pues vale. Me hago el peta que nos queda y vamos tirando.

No, no, no. No me gusta un pijo cómo está quedando, y el otro anormal va y le dice al editor que ya lo tiene casi todo listo. No se me ocurre otra, que bastante tengo con lo mío como para andar cubriendo la mierda de los demás. Si ya me decía Andrés que no se me ocurriera meterme en estos fregaos, que las colaboraciones cuando esté todo bien organizado y detallado.

  • Hostia puta, tío, que son casi trece kilómetros, y yo estoy frallao.

  • No te jode, ¡y yo! Pero tenemos que estar allí a las ocho en punto, que ya sabes que este domingo va a ser el de más jaleo… y encima hace bueno, va a ir todo dios a vendimiar. No quiero ni imaginar la cola de tractores que va a haber todo el puto día. No vamos a salir de allí hasta las doce de la noche, ya verás.

  • Eres un cabronazo, joder… dando ánimos no tienes precio, cagondiós.

Venga, hijo de puta, coge el teléfono, mamón… piiiiiiiip…. Piiiiiiip… Que sé que estás en casa, que veo tu puerta desde la ventana y no te vi salir. Piiiip… piiiiip… ¡CLACK! ¡a tomar por culo, hostia! Ya lo acabo yo.

  • Yo ya paso de sacar el pulgar, tío, total, de Camponaraya a la cooperativa ya no queda nada.

  • Pues yo sigo, joder, que si no no nos da tiempo a llegar a casa y coger el mono para ir a currar.

  • Si apuras el paso y me sigues, joder, llegamos de sobra. Déjate ya de hostias y acelera, cabrón.

Pues ya está. Ni lo reviso, que creo que ha quedado la hostia de bien. Voy a abrir el correo y se lo mando ya directamente… A ver, quito el nombre de Jaime, dejo sólo el mío y pista que va el artista. Enviar. Ya… Listo. Ahora salgo a tomar un café con un sol y sombra, que me lo tengo más que merecido.

  • ¿Ves como daba tiempo de sobra, gilipollas? Anda, ya nos vemos allí en veinte minutos.

  • Vale.

  • Cambiate y tira p’allá, no te vayas a tumbar que te duermes fijo… ¿me oyes? ¡EH?

  • Sí, sí, te oigo, joder, que ya nos vemos luego, tira pa casa…

  • Venga, colega… Estuvo bien, ¿no?

  • Joder, de puta madre. Glorioso.

Spam, spam, puto spam de los putos cojones. Seguro que les llegó como spam, hostias. Voy a llamarlos a ver qué mierdas pasa… “El número marcado no existe… il nímiri mirquidi ni ixisti…” Putos cabrones hijos de su putísima madre que los parió ayer. Me cago hasta en el santísimo dios y su putísima madre… P-p-p-pero… ¿Quiénes hostias sois? Fuera, fuera de mi casa

  • ¡Qué pasa, Albino, cómo va todo?

  • Joder, Pol, vaya careto que llevamos esta mañana. La noche debió ser larga.

  • Jajajaja, más de lo aconsejable, no lo voy a negar, pero ya sabes que aquí, a bloque, sin problema, a aguantar como un puto campeón.

  • Ay, bendita juventud, rediós.

  • Oye, Albino, ¿no viste al Ciri? Igual se durmió el muy cabronazo y hay que llamarlo a casa.

  • No, no, aún no ha llegado, que acabo de venir yo del sinfín de alante y allí sólo estaba Gonzalo.

  • Jodeeeer… Voy hasta la báscula en un segundo y ya lo llamo yo.

Y siempre me hacen tragarme esa mierda; y me siento impotente total, sin poder mover ni un músculo, sin hablar nada más que conmigo mismo y nadar perdido entre mis paranoias. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Por qué nunca me dicen nada?

  • ¡POL, POOOOOOOL!

  • ¡QUÉ PASA?

  • ¡DEJA EL FURCÓN AHÍ Y VEN HASTA AQUÍ, QUE TE BUSCAN!

Todavía siguen con ese rollo de hacerme creer que yo me cargué al Ciri, y yo no soy gilipollas, que lo dejé en la puerta de casa a las ocho menos veinte…

No son los antipsicóticos que me había recetado Don Venancio, no, que yo sé muy bien que no tuve nada que ver, y si lo atropellaron sería porque por su cuenta y riesgo decidió dar la vuelta desde la puerta de su casa, donde yo lo dejé a las ocho menos veinte, y desandar todo lo andado un par de horas antes. Y van y se inventan ese rollo macabeo de que el Ciri fue quien lo escribió todo y que yo lo maté para quedarme con todo el mérito… ¡Si a mí tres cojones me importa que vayan por la sexta edición, que yo paso, joder! Además, seguro que está vendiendo la de dios por todo el morbo que la situación está provocando….

Pol recordó aquella helada de aquel invierno de 1996. Su padre se había ido a trabajar a la fábrica de cemento bien temprano y él, como hacía siempre, iba resbalando contento sobre los charcos congelados hasta la casa de su amigo Ciri para luego tirar juntos para el colegio. Quedaban unos diez minutos para el ansiado recreo. Llaman a la puerta de 5º B. El conserje, Baldomero. “Buenos días, doña Tina, ¿pueden salir un momento Ciri y Pol?” Y en el despacho de la directora, Doña Nati, recibieron la noticia, mejor dicho, las noticias, porque si para Pol era de muerte, de cambio, de vida nueva con muchas menos sonrisas que antes, para Ciri era de un cierto alivio. Un accidente mortal. La carretera con demasiado hielo y muy poca, casi ninguna sal para mitigar su efecto devastador. Benigno, el padre de Ciri, conducía; él se había roto el esternón pero estaba fuera de peligro; José, el padre de Pol, había fallecido al instante debido a un traumatismo cráneo encefálico. A tomar por culo las tardes de los sábados viendo juntos una película de indios y vaqueros, los viajes en los veranos de domingo a la playa de Miño, las risas compartidas y las divertidas patadas a aquel balón de reglamento, el del Mundial de Alemania ‘96. Aunque el sentimiento de dolor por parte de su amigo era totalmente real y sincero, Pol nunca pudo soportar la obligada suerte de su amigo, esos momentos recurrentes en los que piensa “¡no es justo, mi padre no era quien conducía, a él no se le fue el coche, joder!”, y no podía evitar esas señales contradictorias que viajaban por toboganes interiores de neurona a neurona, de la vida a la muerte, la de Ciri, su amigo. Pero él sí sabe de sobra que no fue él quien lo empujó hacia la carretera, hacia la antigua Nacional VI, cuando un Megane gris venía a mucha más velocidad de la permitida. Otra muerte en el acto que, parece ser, a Pol se le olvidó al instante ya que siguió caminando en dirección a su casa mientras tarareaba una de las canciones favoritas de su padre, Españolito, la de Serrat, ésa del disco homenaje a Antonio Machado. “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos españas ha de helarte el corazón…”

  • ¿José Pol Sernández?

  • Sí, soy yo… ¿Pasa algo, agente?

  • Acompáñenos, por favor, tenemos que hacerle unas preguntas.

CAMPAMENTO LAXE – JULIO DE 1979

Y en éstas que va mi primo Pablo, y se olvida una cinta de cassette antes de regresar a Vigo para embarcar rumbo a mares muy desconocidos, al menos así lo eran para mí por aquel entonces; se trataba del Platinum de Mike Oldfield, y yo, harto de tanto Manolo Escobar a la hora del almuerzo, voy y lo pongo en aquel reproductor que teníamos encima de la nevera, un Sanyo de color negro, que lleno era de grasa. Suena no más de dos minutos la parte 1, el Airborne, porque mi padre insiste en que no se escucha música yeyé mientras se come, “¡cojones de Dios!”, recalca con un leve atisbo de inocente vehemencia. No pasa nada, lo escuché luego con detenimiento en mi habitación, una, dos, mil veces, tantas que, sin aún saber inglés por aquel entonces, finales de junio de 1979, era capaz de cantar de principio a fin “I got Rhythm”, como épico final al álbum, ignorando aún que no era más que una buena versión de la original que canta Gene Kelly en “Cantando bajo la Lluvia”,

I got sunshine

I got blue sky

I got my guy

Who could ask for anything more…?

¿Y qué significa para mí Platinum? Cada vez que hago un recorrido por mi colección de discos (lo acabé pidiendo al Discoplay, claro) y lo veo 20150927_173343ahí, tan gastado ya, esa portada con el color perdido, me acuerdo de aquel campamento de verano en Laxe, A Coruña, 21 días de julio de 1979, una odisea individual, grupal, un despertar casi total a mundos que permanecían agazapados, latentes dentro de mi todavía (poco le quedaba ya) infantil inocencia. ¿Qué significa ahora? No sé, creo que me hace ser consciente de que envejezco, de que aquel niño rechoncho, tímido y con tantas ganas de saber, de conocer ya no existe. Pero, ¡Qué hostias está pasando aquí? Fuck nostalgia, joder!! Ahora lo que en realidad  me apetece hacer es contar la historia de aquel campamento de verano, digno heredero de aquellos franquistas de la OJE, de los flechas que meaban sin remisión las colchonetas casi cada noche de verano.

A finales de mayo de 1979 varios niños de 6º de EGB (nosotros estábamos finalizando 5º) nos animaron a unos amigos y a mí a ir al campamento que desde el colegio público de mi pueblo, Cacabelos, el Virgen de las Angustias, promovían para las tres semanas finales del mes de julio próximo. Ellos ya habían estado el año anterior en el campamento que había tenido lugar en Burela, Lugo, y, al parecer, se lo habían pasado genial. Cinco miembros de nuestra numerosa pandilla nos apuntamos muy felices. A nuestras familias les parecía más que bien, ya que eso de perdernos tres semanas de vista les debía parecer algo así como un sinónimo de paraíso o algo similar.

Y allí que nos plantamos todos los de Cacabelos, un autocar de los de 54 plazas casi lleno, con niños (era sólo masculino, faltaría más) cuyas edades oscilaban entre los 9 y los 16 años. Viaje lleno de curvas, varias vomitonas y muchas canciones de la época, Carrascal, Un Flecha en un Campamento, la de los elefantes y la tela de araña… Aparte del conductor, nos acompañaba Eladio, un señor del pueblo, pero sólo con la misión de dejarnos allí y volverse ipso facto con el autocar. No teníamos muy claras las normas, tan sólo que teníamos que llevar cuatro camisetas blancas de rayas negras o azul marino, dos pares de pantalones cortos azules, o en su defecto vaqueros, dos pares de playeros (los Converse patrios de la época, marcas Tejuca o La Pérgola), una gorra y ropa interior. Ah, y un chubasquero por si llovía, que estábamos en Galicia, y otra chaqueta para el fresco de la noche o de la mañana; neceser completo y poco más. Nos reunieron a todos en el patio de lo que parecía un colegio como el nuestro. Yo calculo que seríamos más de cuatrocientos. Allí comenzó a hablar un señor de bigote en un acento Campamento 2gallego muy cerrado, mucho más que el nuestro, que era gallego-berciano. Nos daba la risa floja. Explicó que íbamos a dormir en grupos de 16, que había 8 literas en cada habitación y que cada una de las mismas tenía asignado un nombre de flor. Me tocó ir con Los Gladiolos, con otros 10 de mi pueblo (entre los que se encontraban dos de mis amigos de clase, Jose y Miguel), y cinco chavales desconocidos hasta el momento. Una monitora, la nuestra, Estrella se llamaba, nos acompañó a “nuestros aposentos”. Jose y yo caminábamos mientras analizábamos las caras y los gestos de los demás. Quizá había demasiados niños de los mayores, y eso acojonaba un poco. Menos mal que en el autocar ya habíamos hecho un frente común cacabelense, todos a una y, ante cualquier percance que pudiese tener uno de nosotros, allí estarían todos los demás al quite. Esa sensación de pertenencia que resulta tan gratificante, que luego uno es capaz de entender cuando ve cualquier película sobre la Mafia, éramos una familia, unos cincuenta Corleone de la villa del Cúa. Pocas explicaciones nos dieron. Recuerdo la primera, que consistía en proteger la servilleta de tela, una muy fea de cuadros azules y rojos, que nos habían entregado nada más terminar las arengas, con una condición indispensable para evitar cualquier posible castigo: no perderla en los ¡21 días! Que duraba la estancia, bajo amenaza de castigo implacable. Yo imité a los veteranos de mi pueblo, y me la até al cuello como ellos. La gama de olores que llegó a adquirir aquel trozo de tela es indescriptible, a pesar del recuerdo, que me dice “déjate de gilipolleces, que al cuarto día ya te habías acostumbrado a dormir con ese olor insoportable emanando de tu cuello” Mas de uno la perdió o se la robaron, y tuvo que pagar por ello con limpiezas de baños, pelado de patatas, series de veinte flexiones, etc. A mí, de hecho, me la robaron los Dalton, pero no duró en su poder más de cinco minutos, que raudos llegaron Omar, Roberto, Fran y Miguelón para recuperar mi servilleta de las manos de aquellos hijos de puta abusones. ¿Y quiénes eran los Dalton? Un grupo de ocho chicos entre 14 y 16 años, todos de Coruña capital, muy chulitos, hasta rubitos y con cara de lo que pocos años más tarde serían los Javis de Verano Azul. Se dedicaban a hacer la vida imposible a todo aquel niño que se interpusiese en su camino, eso sí, como buenos cobardes que eran, eso sólo lo hacían con los niños menores de diez años, que se encontraban solos, sin protección alguna por parte de chicos más grandes, de los de pelo púbico y vozarrón de paisano.

Un día normal consistía en lo siguiente: levantarse a las 8 en punto de la mañana bajo el sonido atronador de marchas militares que nos atacaban desde un número considerable de altavoces; ir corriendo al baño, mear, lavarse a toda leche, comprobar que la servilleta seguía anudada a tu cuello, vestirse, hacer las camas, recoger la habitación, fregar el suelo de la misma y situarse en fila al lado cada uno de su litera correspondiente esperando la inspección mañanera (por cierto, cada mañana el equipo de monitores y monitoras elegía un equipo ganador, el que fregaba más limpio. Nosotros éramos un desastre, sólo vencimos una vez, pero lo celebramos como si fuese el mejor triunfo deportivo de nuestras vidas. Siempre ganaban los capullos de Los Nardos, unos pelotas asquerosos presididos por dos de los Dalton, Quique “el Facha” y Josemari, al que llamábamos Jaimito por su gran parecido con el actor Álvaro Vitali, aquél de las películas italianas de Jaimito que tanta gracia nos hacían… no me Laxeexplico por qué, la verdad.) Luego dábamos un paseo por el pueblo, o hacíamos alguna ruta, hasta la hora de comer. Almuerzo, muy malo, descanso y tarde de playa o de ejercicios gimnásticos todos a una, uno, dos, uno, dos. Juego libre más tarde, y, para rematar el día, cena y algo de lectura o televisión en una sala-biblioteca reducida a su expresión más mínima en días grises de lluvia persistente. Bastante aburrido todo. Pero, ay, llegaban las noches, y empezaba el cachondeo sumo: concursos de pedos, de eructos, historias de miedo y de muerte, de cementerios, de ovnis, concursos de pajas que los mayores llevaban al más absoluto paroxismo competitivo. Yo no sabía aún de qué iba aquello, ya que los pequeños nos encontrábamos ubicados en las literas más cercanas a la puerta de entrada y así nos costaba ir aprendiendo, imagino que por si las moscas nocturnas vigilantes asomaban sus alas sin previo aviso, y lo hacían bastante a menudo. “¡Ya llevo cuatro!” “A ver, a ver… ¡De eso nada, monada, ahí no hay corrida, no se ve la leche, no cuenta, no vale!” Y así pasaban las noches, poco sueño, mucha diversión, y yo sin dejar de preguntarme de dónde narices sacarían aquellos chavales tanta leche… bueno, sólo la primera semana, que en la segunda ya nos lo habían explicado bien los veteranos.

Y esos recuerdos, selectivos a más no poder, van evolucionando en mi mente, claro. Me voy a quedar con varios momentos que, por la razón que sea, se han grabado ahí como platino líquido y viajarán conmigo hasta la eternidad de mi finita existencia.

El primero de ellos ya lo mencioné en otra historia, quizá el más determinante de todos, ya que, si me llego a ahogar, todo se habría acabado para mí. O quizá me ahogué y esté ahora “viviendo” en una dimensión diferente… El caso es que nos dejaban solos, sin vigilancia alguna, en muchos momentos a lo largo del día, y había una playa muy cercana, y nadie quería ir a darse un baño, que estaba fresco y la mar tenía muy mala pinta, y pasó esto: As If From a Distance

El segundo sirve como homenaje al mejor amigo que hice aquellos días (los demás, ya los llevaba “puestos” del pueblo), Andrés, al que llamábamos Regata porque cada vez que iba a mear decía a voces “¡vou meixar a regata do Miño!” Un chaval muy divertido, muy noble, de Mondoñedo, con el que me reí, nos reímos todo lo que quisimos y aún más, y al que nunca jamás volví a ver. Recuerdo una tarde que nos llevaron a todos a coger mejillones, y el Regata y yo casi nos caemos al agua porque allí se resbalaba mucho, y no llevábamos calzado adecuado para tal menester. El Regata me agarró por el brazo justo antes de que me escurriese en dirección al agua. Al menos aquella noche cenamos bien, a base de mejillones, claro.

El peor recuerdo está, ¡cómo no!, relacionado con aquella pandilla de cabrones maltratadores, abusones, cerdos hijos de la gran puta. Había un niño con un aspecto muy angelical que siempre andaba por ahí solo, se llamaba Ricardo, si no recuerdo mal. Un día de mucho sol, mucho bochorno, mientras los demás descansaban o dormían la siesta, yo salí un rato al patio, a jugar solo con unos bates de béisbol y unas pelotas que guardaban en un trastero adyacente al patio, y allí vi al niño aquel, en su mundo, sentado a la sombra con la espalda apoyada en la pared. Me acerqué y le pregunté si le apetecía jugar. “No”, fue su escueta respuesta sin tan siquiera mirarme a la cara. Más que triste, se le veía absorto, perdido en cavernas interiores a las que solamente él podía acercarse. Cuando regresé a nuestra habitación, comenté el hecho con mis amigos, hasta que Fran, uno de los mayores de mi pueblo me contó lo que los mierdas de Los Dalton le habían hecho. Según su versión, lo habían jodido con montones de perrerías, vejaciones, humillaciones, abusos. Mebullying bat quedó grabado aquello de introducirle “la pilila en la boca y luego mear…” “No te preocupes, Yebra, ya no lo van a molestar más, ya nos hemos encargado de eso.”, me dijo con el afán de tranquilizarme, sin conseguirlo. Por las noches, antes de quedarme dormido, me imaginaba a mí mismo asesinando de miles de maneras a aquellos seres deleznables, que seguro que más tarde llegarían a “algo en la vida”, porque eran de familias pijas, familias bien, de ésas en las que los trapos sucios ni se lavan siquiera porque para ellas no parecen existir actuaciones ajenas al orden que ellos llevan manteniendo tantos y tantos años. Puta escoria. Cuando en el jukebox del bar al que íbamos cada tarde alguien ponía “Psycho Killer” de Talking Heads, casi sin darme ni cuenta mi mirada se dirigía al rincón en el que se sentaba aquel niño, y sin aún saber inglés parecía cantarle telepáticamente eso de “run… run… run… run… run… run… run… awaaaaaaaaaaay»

Hablando de ese bar de pescadores de Laxe en el que nuestras horas muertas cobraban algo de sentido, allí gastábamos nuestros duros en canciones que nos ofrecía aquel glorioso jukebox. Había de todo, Umberto Tozzi y su inefable Te Amo, varias de Rafaella Carrá, Las Grecas, que nos amaban locamenti, y una que pedía siempre Omar, el de mi pueblo, un chaval grande y voceras que siempre ponía la misma canción, y si no le quedaba dinero, te pedía un duro, o te decía a gritos, “¡Yebra, ponme la de Apipapú!”, y yo se la ponía, y él se volvía medio loco y comenzaba a cantar aquel pegadizo “Apipapú”. A ver quién se atrevía a decirle que allí no decía nada de Apipapú, sino The Big Bamboo, pero él era de aquellas promociones que estudiaban francés como primera lengua extranjera, mientras yo, que ya iba a empezar sexto de EGB, ya estaba a punto de estudiar inglés, que la pérfida Albión parecía irse “with fresh wind” al mismo limbo irlandés que aquella Armada Invencible con la que tanto nos daban la vara en clase.

Y queda para el casi final la pequeña cooperativa que montamos espontáneamente unos cuantos de mi pueblo, con todo el ánimo de lucro que a esas edades se puede llegar a tener. El segundo domingo de nuestra estancia en aquel campamento cutre lux, vinieron casi todos nuestros padres, madres, alguna abuela, algunos tíos y algunas tías (dos autocares que contrataron entre todos, tremendo) a visitarnos, a comernos a besos y a asustarse al ver lo sucios que estábamos, a querer a toda costa nuestras madres arrancarnos aquellas servilletas de nuestros cuellos… En definitiva, que nos echaban de menos y todo. No sólo aparecieron con un cargamento enorme de comida para pasar aquel domingo hincando el diente sin pausa debido al hambre que llevábamos atrasada, sino que casi todos los niños recibimos como regalo para nuestros últimos nueve días de campamento unas gigantescas cajas de galletas y de pastas caseras. Casi no nos cabían en nuestros armarios de Laxe 1979 - los de Cacabelostanto que abultaban. Los niños ajenos a Cacabelos, con caras famélico-golosas de pura envidia empezaron a pedirnos galletas a todas horas, hasta que Roberto, un incipiente emprendedor, que se llamaría hoy en día en una programación LOMCE al uso, nos reunió a unos cuantos y dijo: “a ver, que parecemos gilipollas, joder. Estamos regalando galletas a todos estos fatos sin ton ni son. A partir de ahora, cada galleta a duro, que estos pijos tienen dinero de sobra. En esta caja vamos juntando todo y al final repartimos entre todos los que tenemos galletas y pastas. ¿De acuerdo?” “¡SÍ!”, gritamos todos al unísono con todo el entusiasmo que el negocio en ciernes nos estaba generando. Y generamos buenas colas, tras cada comida, hasta que se nos acabaron las viandas tres días más tarde. Aquella caja que trajo Roberto para hacer el reparto pesaba lo suyo. Tocamos a 185 pesetas cada uno. El jukebox no daba abasto con tanta canción en la cola, y el “Apipapú” acabo tan rayado, daba tantos saltos aquella aguja que la canción duraba casi un minuto menos, lo cual era de agradecer.

Queda tan sólo una anécdota más, la que recuerdo siempre con una sonrisa de oreja a oreja. No sé si quedó claro antes, pero nuestro único contacto con el agua, aparte de beberla, lógicamente, fue en forma de agua marina y alguna mojadura de lluvia que otra. El día antes de regresar, se nos ordena ir en turnos a la ducha. Los gladiolos vamos los segundos, hay cuatro duchas y nos asignan dos minutos a cada cuatro para un aseo rápido. Yo estoy entre los cuatro primeros gladiolos, casi agoto todo mi tiempo luchando por desanudar aquella maldita servilleta, por despegar aquella ropa de mi cuerpo (¡hasta dormía con ella puesta!). Unos chorros de agua templada tirando a fría y ya, a secarse un poco con una toalla ínfima que nos habían dado a cada uno, y vestirse de nuevo con aquella ropa apestosa (en mi mochila descansaban las otras camisetas, calzoncillos, etc. aunque casi podría decirse que más que descansar, fermentaban, o al menos eso indicaba el olor que de allí provenía.) Salimos de allí los cuatro juntos, pero Fran y yo nos “equivocamos” y, en vez de tirar en dirección al pasillo, a la izquierda, para dirigirnos a nuestra habitación, nos metemos por una puerta a la derecha que estaba entreabierta. “hostia, hostia, para, quieto”, me susurra Fran. “¿Qué pasa?”, pregunto yo en tono muy bajo y muy intrigado. “Mira”, me dice mientras señala con el dedo índice de su mano derecha hacia una puerta que da a un vestuario. Esa puerta está abierta, y al fondo del vestuario vemos una figura humana que parece estar desnuda. El instinto nos hace acercarnos y espiar desde el borde de esa puerta. Era Estrella, nuestra monitora, que se acababa de duchar y se estaba secando. Yo no sabía qué decir; Fran, sí, “Diosss, me van a reventar los huevos”. Y yo que me quedo muy intrigado, “¿por qué le iban a reventar los huevos a Fran? ¿Sería eso peligroso? ¿Acaso era la leche aquella que me habían explicado? Y, en ese caso, ¿qué se supone que debería hacer yo?” Salimos de allí con todo el sigilo del mundo, y, nada más llegar a la habitación, Fran se va en dirección a su cama, se mete bajo las sábanas, aquello se empieza a mover, y a los veinte o treinta segundos gime como loco y comenta, “¡ya está! Joder, no podía más. ¡Vaya tetas! ¡Vaya coño más peludo!” A partir de ahí ya se ve en la obligación de comentárselo a los demás, que nos felicitan como si fuésemos héroes que han vencido al enemigo en una guerra muy cruenta y acaban de llegar de regreso a su tierra. Algo empezaba a comprender, claro, que ya era el último día y había aprovechado a tope esos días de cursillo acelerado sobre la vida y sus menesteres, puede que no de la manera más apropiada, pero quizá sí que era la única posible en aquellos días, que en mi casa nadie me iba a enseñar jamás nada sobre temas sexuales, que esos suponían toneladas de tabúes plenos de pecados de todos los pelajes. A la fuerza te despiertan, sin remisión. Inocencia perdida, bienvenidas hormonas que ya estáis empezando a montarme ese lío interno que tanto te quiere como te hará sufrir. En fin,…

Y todo esto por culpa del Platinum. Aparte de alguna canción del jukebox aquel, no dejé esos veintiún días de tararear el álbum enterito, aunque, cuando me animaba y me venía arriba (casi siempre estando solo), me20150927_192934 hacía unos guitarrazos en el aire a base del Punkadiddle que no se los habría saltado ni el mismísimo Mike Oldfield, y hasta me quitaba la camiseta y todo, que hubo días de calor muy húmedo, demasiado pegajoso… Y veo ese rayo verde de verano que aparece de repente y se carga a aquellos malditos Dalton mientras la mariposa azul se torna violeta, consigue despegarse de ese platino líquido y huye rabiosa hacia mundos nuevos, quizá menos salvajes.