PERPETUA

Como mi madre era peluquera, y los sábados tenía trabajo a destajo desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche, nada más que yo me despertaba, me enviaba con premura a pasar la jornada a casa de sus tías, mis tías-abuelas, Emilia y Amparo, dos solteronas la mar de graciosas que estaban enganchadísimas al ganchillo y casi siempre se dejaban ganar al parchís sin que yo me diese ni cuenta. Vivían en un barrio llamado Cimadevilla, con casas típicas de amplios balcones y huertas con pozo artesiano en la parte de atrás; algunas tenían cuadra en lo que hoy en día suele ser un garaje. Conejos, gallinas y un gallo, cerdos y hasta un burro que tenía el vecino, Juan, en el que me solían montar en cuanto llegaba la primavera para ir al paso hasta las viñas, a ver cómo iban progresando y a hacer algo de faena si era menester. Así pasé casi todos mis sábados hasta los nueve o diez años, que luego ya empecé yo a hacerme una vida por libre, vida de balón, bicicleta y pandilla numerosa. En invierno, aunque me gustaba ver en Sesión de Tarde aquellas películas de indios y vaqueros, o las de Tarzán, casi nunca era capaz, que me daban de “postre” un par de chupitos de anís que me entraban bastante mal, pero que tenía que tomar porque “eran buenos para la digestión”, me decían. Claro, me quedaba roque a la segunda o tercera escena. Ah, y de merienda, una buena rebanada de pan de hogaza empapada en vino clarete con mucho azúcar por encima. ¡Y a la calle a jugar al balón dopado de vino de la Cooperativa de Cacabelos hasta las cejas! Yo creo que, de esa manera, evitaban que les diera demasiado la lata y así podían ellas dormirse una buena siesta también.

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Recuerdo una vecina, Perpetua, con la que hablaban a voces de balcón a balcón, buenos ratos, largos, comentando todo lo que se les pudiese pasar por la cabeza. Perpetua era una mujer viuda que bebía demasiado. La recuerdo siempre cerca de un garrafón de vino tinto, de los de dieciséis litros, basculándolo cada poco en un vaso de duralex bastante sucio, tan lleno de grasa que marcaba en relieve sus huellas dactilares. Perpetua no tenía váter de los modernos, y muchas veces venía a casa de mis tías-abuelas a hacer sus necesidades, “a hacer de vientre”, que decían ellas, porque una vez que se me ocurrió preguntar por qué Perpetua siempre venía a cagar a su casa me cayó una buena regañina. La palabra “cagar” no existía en su glosario, jamás se la oí pronunciar. En cambio, sí que le decían a la vecina cada vez que salía del servicio elogiando las ventajas que proporcionaba aparato tan moderno, “¡la cadena, Perpetua! ¡Hay que tirar de la cadena!”, y la pobre mujer se echaba la mano a la frente en un gesto de fastidio mientras se quejaba, “Vaya, siempre se me olvida.”

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Por eso hoy me acordé de Perpetua, de mis tías-abuelas, de aquellos sábados de mi niñez, de los cuales recuerdo hasta los olores tan variados; a los cuales debo mi odio acérrimo al anís. Eso sí, en aquel tiempo nada era ni revisable ni reversible. Todas están muertas ya, hace años, y, aunque les gustaba el cine, jamás pudieron llegar a ver a Andy Dufresne y a Ellis Boyd “Red” Redding manteniendo la dignidad ante una condena de por vida, y solventando la papeleta con inteligencia, sin llegar jamás a institucionalizarse. Tampoco, mucho menos, verían la firma de hoy de ese acuerdo antiterrorista que incluye la cadena perpetua como parte del mismo. Ellas, lo más parecido que vieron a una yihad fue una vendimia bajo la lluvia.

Ah, antes de que se me olvide, sí, Perpetua siempre daba la vuelta sobre sus pasos y tiraba de la cadena, luego se quedaba mirando ensimismada como la fuerza del agua arrastraba toda su mierda… ¡Ya podían esos firmantes seguir su ejemplo!