Ponferrada, 9 – I – 2016
Los días de la escarola,
piezas enormes, gigantescas,
doce kilómetros de ida
y otros tantos de regreso,
caminando, de noche,
con el frío silbando al oído
canciones desconocidas;
al mercado, a vender,
al trueque que pudiese surgir,
subsistir masticando el odio,
en silencio,
para alimentar a diario
a esa prole famélica
que del miedo vivido
hacía pura religión.
La gente con la que me cruzo por la calle
en esta mañana fría de mercado
se sorprende con mis lágrimas,
ésas que buscan el asfalto
y se mezclan disimuladamente
con el agua de la lluvia
que hoy mismo nos acontece.
Desconoce esa gente
el significado,
la semántica propia
que esas escarolas tan grandes
tienen para mi persona.
Fueron horas y más horas
al calor del brasero
aprendiendo de sus historias,
de su vida, de su lucha,
de su genio y su carácter,
de aquella mala hostia,
indómita,
rebosante de hoz y de martillo,
de vidas agazapadas
en bosques completamente oscuros.
¿Cómo no llorar,
si las escarolas me hablan
y me dicen:
“tranquilo, aquí sigue,
contigo, para que nunca
extrañes la genética perspectiva
del sentido de la vida
de la cual provienes”?
Y ahora regreso a casa,
con dos escarolas,
las más grandes,
y mi madre al verlas
llora conmigo
su ausencia ya lejana,
la de su propia madre,
a la que ni una rodilla maltrecha
ni una cadera en el límite
le impedían ir a Ponferrada
cada sábado, demasiado temprano
como para que el mismo día
hubiese ya comenzado,
tirando firme de su carretilla,
a vender escarolas,
las que ella misma
cultivaba:
Mi abuela.
(Nonna, la classe operaia continua la sua lotta!!)