Yo no quería disfrazarme, era el punto cardinal más lejano a mis intenciones aquel carnaval de un año que no recuerdo de los primeros de la década de los 70 del siglo veinte. Me daba mucha vergüenza, ese sentido del ridículo que de niño te atenazaba y te dejaba paralizado sin un mínimo de reacción posible, pero comencé a ver desde la galería de nuestra casa, en plena Avenida del Generalísimo, como desfilaba alegre toda la chavalada en dirección al Cine Litán, felices dentro de sus disfraces de soldados, de princesas, de brujas, de monstruos, de trogloditas, de indios y vaqueros, de vampiras sanguinarias. ¡Maldición!, me grité así como interiormente justo antes de dirigirme absolutamente decidido hacia el teléfono, uno de aquellos negros antiguos que ni números para poder marcar tenía.
– Hola, ¿me pones con la casa de Jose Segundo?
– Voy… ¿Eres el hijo de Milita, la Peluquera, no?
– Sí, señora. – la curiosidad universal de Toñita, la de Teléfonos, no conocía límites. Seguro que escuchaba todas y cada una de las conversaciones que por sus oídos pasaban.
– Hola, ¿sí?
– Hola, soy José Luis, ¿está Jose en casa?
– Sí, sí, ahora mismo se pone… toc… Hola, ¿no bajas al baile de carnaval?
– Si me dejas algo para disfrazarme, voy.
– Claro. Ven a mi casa, que ya apañamos algo.
Y de allí salí yo veintidós minutos más tarde con la cara bien pintada al estilo vampiro saludable, una garra de goma con unas uñas larguísimas llenas de sangre pintada, y una capa negra sobria, de las que no brillan nada de nada (había sido de Segundo, su abuelo, un afamado bodeguero en los años 40 y 50).
El baile consistía en un tocadiscos y unos altavoces bastante potentes en el que un señor iba poniendo un single tras otro sin pararse siquiera a mirar qué canción venía acto seguido, si era bailable o no. Aún así, bailamos sin pausa a la antigua usanza, las madres sentadas alrededor de la improvisada pista de baile, sillas plegables que movían a su maternal antojo; los padres, ausentes, haciendo la típica ronda de bares del pueblo de Cacabelos (en ella se recorren todos los bares en grupos de amigos tomando un vino o corto de cerveza en cada uno de ellos). Nos divertíamos casi sin querer; el tiempo avanzaba lento, muy lento, y es que hubo una época en la que en mi pueblo, por increíble que este hecho pueda llegar a parecer, había dos cines, que lo mismo servían para sesiones dobles de domingos por la tarde, que para bailes de fiesta.
Me gusta cuando cuentas cosas de tu infancia. Besos
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Gracias. Los recuerdos se agolpan en ocasiones en mi cerebro y pugnan duramente por salir; a veces lo consiguen, en cambio en otras, imposible.
Besos.
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Qué bueno por los que salen.
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Tiempos en los que no parábamos nunca de divertirnos…
Un beso
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Bendita infancia!!!
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Nunca se vuelve a ser tan feliz como en la infancia…
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