Fueron casi cinco años yendo juntos al colegio, saltando sobre los charcos cuando había llovido, o resbalando sobre ellos cuando la helada de la noche anterior había sido de las de órdago al mercurio, siempre con calor sobrante de cintura para arriba y piernas con tintes morados por culpa de aquella manía que nuestras madres tenían de ponerle pantalones cortos a los chicos hasta que éstos hubiesen cumplido la edad de diez años, como si el llegar a las dos cifras supusiese un umbral que estiraba repentinamente tus pantalones para decir de una vez por todas adiós al frío en el tren inferior. Yo salía de casa, rebanada de pan de hogaza en una mano y cartera del colegio en la otra, corriendo automáticamente en dirección a la casa de mi amigo Raúl, unos dos minutos y ‘toc, toc’, allí estaba aquel picaporte en mi mano golpeando aquella puerta pintada de verde. Ya ni contestaban, salía mi amigo Raúl directamente de su casa sin tan siquiera decir un leve adiós a su madre y a su abuela. Por las tardes, después del colegio, era él el que hacía el recorrido inverso desde su casa hasta la mía, y bajaba yo a la carrera las escaleras con mi bocadillo de chocolate o de chorizo en una mano y el balón de reglamento en la otra, a jugar a la plaza, al fútbol o a lo que cuadrase, que alternativas surgían siempre a montones.
Teníamos un pacto, una promesa hecha bajo los soportales de la plaza una tarde muy lluviosa de noviembre de 1975, justo frente a la churrería de Carmiña, por eso cuando casi cuatro años más tarde apareció aquel camión de reparto doblando la esquina de aquel cruce cercano a la plaza de abastos, supe que había quedado preso de por vida de mis palabras, de aquel escupitajo compartido que se mezcló viscoso en un estrecho apretón de manos. “Juntos para siempre, no importa lo que pase.” Ninguno de los dos había contado con que la muerte podía andar pululando muy cerca de nuestros cuellos. El balón que sale a la calzada, “Deja, ya voy yo”, y corre sin prestar otra atención diferente que a aquella que describe el recorrido firme de aquella pelota. Y yo, sin apartar mi vista, observo toda la acción, y sin ser ni consciente de mis propios pasos, me veo al instante al lado del cuerpo inerte de mi amigo Raúl, llamándolo, diciéndole que se dejara ya de chorradas y se levantara, que teníamos que acabar el partido.
Su madre, Doña Rosalía, cambiaba la foto de la tumba de Raúl cada 31 de octubre. Era la misma, el mismo negativo encargado en la tienda del Curioso, que así llamaban al fotógrafo del pueblo, porque, tras un año de lluvia, sol, frío, calor, lucía ya descolorida. Y allí estaba cada primero de noviembre el bueno de Raúl, deslumbrado por el sol, intentando mirar a cámara aún guiñando el ojo izquierdo; el pie derecho sobre un balón de fútbol, el mío; el pelo rubio y liso, que a él no le gustaba nada de nada, que muchos de los otros niños se metían con él cuando lo llevaba algo largo llamándole despectivamente “¡Rubia, tía buena!” Yo, que iba a saludarlo cada día de todos los santos, le reprochaba en vano que no había cumplido nuestra promesa, que se había separado antes de tiempo y sin venir a cuento. Así año tras año, hasta aquel 1 de noviembre de 1994. Yo ya no rezaba, pero acompañaba a mi madre al cementerio para que no estuviese sola rindiendo culto a nuestros muertos. Estaba despistado, siguiendo con mi mirada los pliegues del tronco del ciprés que está justo al lado de la tumba familiar, cuando lo vi, allí, de pie, al lado de Doña Rosalía, su madre. Me estaba saludando, indicándome con un gesto de su mano derecha que me acercase hasta su tumba. Eso hice al instante, sin dudarlo. “Hombre, Jose, qué alegría verte, hijo”, Doña Rosalía, que me saluda muy contenta antes de intercambiar los dos besos de rigor que suelen acompañar estos menesteres. “¿Sigues estudiando en Oviedo?”, me pregunta sin saber siquiera que yo me había acercado a ella debido a la indicación de su hijo Raúl, que allí seguía, detrás de su madre, haciéndole un poco de burla, de esas inocentes que provienen del cariño, de la confianza. Lógico, aunque yo acababa de cumplir veintidós años, Raúl seguía siendo un niño de nueve, con ganas de jugar, de vivir cada segundo en plena acción, juego tras juego hasta que la propia mente deje de pedir más.
– Oye, que me aburro un montón aquí, yo solo.
– No sé… qué decir… Cuando dices aquí, ¿a qué te refieres? ¿Dónde estás exactamente?
– Pues aquí, delante de ti, bobo, ¿no me ves? ¿Has traído el balón?
– Eh… no, no lo traje, no.
– Vaya… Me apetecía mucho darle unas patadas, que hace mucho que no echamos un partido de los nuestros. ¿Sigues jugando al fútbol, no?
– Algo, sí. De vez en cuando quedamos unos amigos y echamos una pachanga. Ahora juego al rugby en un equipo, ¿sabes? Te gustaría, lo sé.
– Uy, tendré que probar a ver… Porque yo me voy a ir de aquí, contigo, que ya no aguanto más este aburrimiento, a mi madre llorando todos los días, este silencio mortal…
– No sé qué decirte, Raúl.
– ¡Pues di que sí! Además, hicimos un pacto, una promesa, juntos para siempre, ¿te acuerdas?
– Me acuerdo, amigo, claro que me acuerdo… imposible olvidarlo.
Acabé la carrera. Empecé a salir con una chica que me volvía loco, casi del revés. Nos fuimos a vivir a Londres, a trabajar allí como profesores. Y Raúl conmigo, siempre al quite, a la expectativa, a asomarse a mi vida cuando nadie más interfería en ella. Era como tener un hijo que no crecía ya más, que estaba anclado en los nueve años, en 1979, sin posibilidad de actualización alguna, sesiones de leer los tebeos de Asterix, Mortadelos, y el que era nuestro favorito aquel verano, Héroes en Zapatillas. Él mismo se encargaba de traerlos, y nos tumbábamos en aquel suelo enmoquetado del piso de Crystal Palace a leerlos una y otra vez. Si yo sugería la lectura de algo posterior a aquel año, Raúl se volvía medio loco, tapaba sus oídos con fuerza y comenzaba a decir “nonononononono” mirando fijo al suelo, y se iba. Pero siempre regresaba.
Hoy, día dieciséis de febrero del año 2016, estoy aquí, en la Clínica San Rafael, en Oviedo. Esta vez llevo ya casi un año aquí encerrado. Ellos me hablan de trastorno bipolar, de comportamientos esquizoides, de múltiples síndromes que a duras penas me suenan, porque yo, la verdad, estoy muy bien, pero no les sirve, no me hacen caso alguno, y me llego a enfadar en ocasiones en las que me tratan como si yo estuviese mal de la cabeza, y no es eso, que yo les hablo de Raúl, incluso hablo con él cuando ellos están presentes, y no me creen… o no quieren creerme… Y yo sellé un pacto con mi mejor amigo cuando teníamos cinco años, en los soportales de la plaza de mi pueblo, frente a la churrería de Carmiña, ella misma lo vio, y lo podría corroborar, pero murió hace ya once años y pico y nadie más parece querer apoyarme, ni la misma Doña Rosalía, que me viene a ver a veces y me mira con una cara de pena que a mí no me hace ni pizca de gracia. Con lo sencillo que es todo, caray, que yo toda mi vida he sido un niño de palabra, y no voy a fallar a mi promesa, jamás… ¿A que no, Raúl?
De Raules que se fueron casi sin despedirse, alguna historia me se… y de manicomios injustos… por una casualidad hoy he escrito yo, pasen y vean
Me gustaLe gusta a 1 persona
Anda, ahora mismo me paso, Margui.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Salgo del cole de dejar a mi hija y abro el facebook para echar un ojo. Sale un post y leo. Esquivo una señora, una farola, una caca de perro y luego ya no sé qué más…porque la historia que leo, en este viernes gris y más bien fresco que me eriza la piel, o tal vez lo que me eriza la piel es la historia que leo, me deja muda, el corazón encogido y los ojos llenos de lágrimas. Te acuerdas lo que hablamos de escribir desde los sentimientos? Pues esto es justo así y llega hasta Gijòn y me sacude.
Brutal!!
Me gustaLe gusta a 2 personas
Ay, no leas por la calle, que un día te la pegas, 😉
Éste salió de las entrañas, de una experiencia dolorosa, y me da la impresión que se nota…
Me gustaLe gusta a 2 personas
Si se nota si. Lo has transmitido a cada poro de mi piel…
Me gustaLe gusta a 1 persona
De adioses inesperados, de esos que nos acompañan si, de esos… Maravilloso de principio a fin, y multipolares, que vivimos vidas escribiendo y contando y felices… Yo es que ando moñas, que le voy a hacer. Un placer siempre.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Andarás moñas, Nuria, pero suena muy bien como lo describes…
Me gustaLe gusta a 1 persona
Es que tu historia es de las que tocan, y mucho…
Me gustaLe gusta a 1 persona
Igual es porque fue real, la parte material no paranormal, y de pequeño me dolió mucho porque no era capaz de encontrar explicación alguna. Escribir exorciza aquellos miedos.
Mil gracias!!
Me gustaLe gusta a 2 personas
Si así es, terapeutico para una dirísima experiencia. Besos
Me gustaLe gusta a 1 persona
Escribir ahuyenta fantasmas, da igual que sean presentes o pasados, es cierto. Yo siempre lo recomiendo.
Más besos
Me gustaMe gusta
¡Llegué!
En el ALSA, al fondo, bien, como siempre.
Y 9 premios en https://jaordiz.wordpress.com/2016/06/10/libertad-etc-3/
Sigo ahora por otros lares.
Un abrazo, o dos.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Buen viaje, amigo.
Dos abrazos, y dos más. Y, por descontado, infinitas gracias…
Me gustaLe gusta a 1 persona
Es un viaje que me gusta mucho hacer, en ALSA o como sea. Sigo viajando.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Todo el mundo tiene sus Raules, yo tengo cinco que se fueron a la vez, puta vida…
Me gustaLe gusta a 3 personas
Jo-der, Chus… buffff, es tremendo, a veces las vida regala hostias sin que nos pongamos delante para recibirlas…
Me gustaLe gusta a 2 personas
Dicen que la vida siempre supera a la ficción…
Me gustaLe gusta a 3 personas
Siempre, no me cabe la menor duda…
Me gustaLe gusta a 1 persona
Los traumas infantiles son jevis. Yo tuve dos Raules en casa. (no saldrás tú en la foto, casi diría que el primero por la izquierda, no sé por qué)
Me gustaLe gusta a 1 persona
No, ése no soy yo… ni ninguno de los que sale ahí, que mis fotos de niño están en casa de mis padres. Igual escaneo alguna mía y la cambio… más adelante, claro.
Me gustaMe gusta
Gracias por el recuerdo
Me gustaLe gusta a 1 persona
De nada, un placer poder compartirlo…
Me gustaLe gusta a 1 persona
Qué difícil, José! El relato es muy doloroso, como la experiencia que dices que tuviste. Es una marca vidas. De esas que no te puedes sacudir del alma jamás. Has transmitido un gran dolor. Besitos transoceánicos, mi amigo querido.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Soy de la opinión que dice que las experiencias duras deben ser contadas, de una u otra manera, y escribirlas, ficcionarlas es una muy buena, quizá la mejor.
Besos transoceánicos para ti también.
Me gustaMe gusta
Haces bien, es una buena manera de procesarlas. Recibidos los besos.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Este relato es una joyita, una sambullida a los misterios de la mente viva.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muchas gracias, compañero, me gusta tu definición, es todo un honor.
Me gustaMe gusta
Quizá sólo sea un cuento, pero… increíbles el relato y la historia.
Linito. Mi amigo, se llamaba Linito.
Cuando, muchos años después subí al cementerio, mi madre me dijo dónde era; también que estaban limpiando su tumba. Al acercarnos, en un momento su cráneo rodó hasta tocar mi pie.
Partido?
Me gustaLe gusta a 1 persona
Un cuento con una gran dosis de recuerdos. Yo ya no visito los cementerios, me entristecen demasiado.
Me gustaMe gusta