Me levanto de la cama,
soy el primero de la casa.
La lavadora todavía funciona
a la perfección.
Ropa blanca,
camisetas de toda calaña,
desde Banksy hasta Darth Vader;
calcetines, bragas, calzoncillos;
servilletas y toallas,
¡todo para adentro!
Detergente, el de oferta
(que sí, que soy chaquetero,
con el detergente,
también con la ropa interior;
me da igual desde aquellos días
«cumplir como soldado»,
«sentirme enamorado»,
o batir mis alas sucias
en un día señalado.)
Programa, el cuatro,
cuarenta grados de nada,
¡y empieza el espectáculo!
Me siento en el suelo
justo frente al bombo.
Un calcetín de Los Beatles
se está enrollando
con la camiseta húngara de Puskás.
Darth Vader usa la fuerza
para atraer y acercar a su ser
un par de bragas de suave algodón.
Los calcetines, bien organizados,
huyen en círculos,
en plan loca desbandada.
Nunca pierdo ninguno,
que ése es tópico muy recurrente,
y mi lavadora
no se los devora.
Al llegar al aclarado,
ya está resuelto el asunto,
que al centrifugar luego me asusto
y siento miedo por ellas,
las mojadas prendas.
Un año más
mi lavadora sigue funcionando,
y ya son más de veinte.