HABITUACIÓN, CUAL CEBOLLA RECIÉN PICADA – PARTE V

V.

Conocí a un hombre sabio

que siempre llevaba consigo un colador.

Era su colgante, su única reliquia

de una vida anterior.

Lo lucía orgulloso

sobre su pecho,

atado a una cuerda casi raída;

casi como él, casi descolorido,

pero vivo entre sus cuerdas palabras,

al igual que su hermano, el colador.

Lo utilizaba

cada vez que meaba

contra una pared cualquiera

mientras se salpicaba descuidado

sus deportivos ya rasgados.

Colaba entonces su propia orina,

librándola así de toda impureza.

Luego lameteaba su propia purga

antes de encender un cigarrillo,

uno de esos que mendiga muy digno

a cualquier fumador que se cruza en su camino.

Si el futuro al final resulta que existe,

ese era yo, entonces, una vez liberado mi lastre.

Hurga en mi herida

con una vara sucia de tu estima

hacia aquél que te idolatró

con excesiva vehemencia.

Ni siquiera me hace daño,

no siento el dolor físico,

no noto los pinchazos de tu ausencia;

me dejo llevar por la mansa corriente

de los días que pasan,

de cada segundo malgastado

en distracciones malsanas.

Si me detengo, me duele.

Si continúo, me hiere.

Si vivo, padezco,

y si padezco en ti,

resulta que soy humano,

a fin de cuentas.

Si me uno a la manifestación

de los sin Dios,

seré un descastado sin más;

pero si permanezco

atado y bien atado a mi propio desvarío,

entonces seré un descerebrado,

de ésos que luchan por lo que creen justo,

de ésos que se desviven por los demás,

de ésos que ocultan su egoísmo

tras las sombras en reuniones multitudinarias,

sin resultados aparentes,

sin cambiar para nada los vaivenes de este mundo loco.

Al menos ellos sí que saben lo que quieren,

lo que les mueve,

o quizá creen ciegamente que lo saben.

Yo, como el filósofo, no sé nada,

ni tengo conciencia,

ni la necesito apenas.

Basta una palabra tuya

para que me rinda sin condiciones.

Con sólo oírte respirar entrecortadamente,

me caigo del andamio de mi ego

para acabar estrellándome

contra el suelo de tu lúgubre displicencia.

Esta ventisca no me deja salir.

Me quedaré encerrado aquí,

sin ver a nadie,

sin encender siquiera una luz por las noches.

Aún reflejo signos de vida,

que no es miseria.

Aquel pensamiento positivo, salvador,

se ha diluido en el poso

de tantas tazas de café en días acumuladas;

sucias, sin necesidad de visitar

a su amiga agua.

Me sirvo otro sobre tu taza favorita,

aquella de los ositos navideños, ¿te acuerdas?,

e intento en vano que desaparezcas

mezclada con los frutos del café cargado,

de las cuatro cucharadas de azúcar,

de mi maldito insomnio,

de mis deseos de no cerrar jamás los ojos,

de mis deseos de facilitarles el trabajo a los cuervos

de tu traición sin límites.

Si piensas que me voy a hundir

en mi propio vómito,

estás muy equivocada.

Mi discurso, mi actitud ante mis monstruos,

van a cambiar radicalmente.

Mañana amanecerá,

y yo amaneceré con ella, con el alba,

y seré otro “YO”,

uno transfigurado,

irreconocible,

celosamente despreciable ante los grilletes

a los que tú crees haberme encadenado

de por vida.

Inútil, ya lo sabes, soy absolutamente inútil,

y eso te ciega, mientras que a mí…

a mí me produce una eterna sensación de felicidad.