Sor Furcia en el atasco mental
enseña a sus alumnas
que el ser humano es bueno
por antonomasia.
Dos niñas se rebelan,
lanzan sus cuadernos
con violencia
contra el encerado.
Sor Furcia se altera,
ya no siente
ese perenne hormigueo
que tanto fustiga
los maltrechos dedos de sus pies.
No es el nombre,
ni es tampoco el padre.
¡A la Madre Superiora,
ahora mismo!
Sonrisas a su paso,
austeras en el gesto,
confiadas, seguras de sí mismas.
¿Qué puede taladrar un castigo
ante la tenebrosa perspectiva
de un matadero más que seguro?
Sor Furcia se toca
poco, poquito,
a solas, casi cada noche.
Sólo ella lo sabe,
por eso no reza,
ni se lava luego
con agua bendita.
Un último gemido,
desde lo más hondo
de una ternura inexistente
mientras desde la lejanía
de una oscura aula de castigo
una voz aguda canta
con fuerza y atino
Aquella que empezaba
“si tú me vienes hablando de amor,
que dura es la vida
cual caballo me guía…”
La Madre Superiora ruge
como posesa,
escaleras abajo, rauda,
ceñuda, hipócrita, acelerada,
rancia virtud
de la pertenencia eterna
al mundo infalible de los hombres,
de verdades que ni a medias
serán jamás refutables.
“¡Mira, imbécil, que te den por culo!
¡Me gusta ser una zorra…!”
Y ahora Sor Furcia está feliz,
sin hormigueo ya en los dedos de los pies,
leña va, hostia viene,
que la violencia bien educada
nos hará seres de bien,
temerosos, bondadosos
y sin piedras de culpa
que expiar en pozos
que rebosan de algodón
demasiado azucarado.
Y ahora, te alejas al instante
de mí,
de la plebe maldita
porque te tengo que decir
que yo ya no quiero
ser nunca más tu perra.