Me acuerdo cuando de pequeño, estando con mi abuela en la cocina escogiendo lentejas, las campanas de la iglesia de la plaza de Cacabelos tocaban a muerto con su pausado ton… ton… ton… ton «Corre, José Luis, baja a ver quién murió «, me decía mi abuela Luisa, y yo corría a leer aquella esquela y memorizar aquellos nombres antiguos, Luciana, Pincio, Robustiano, Presentina… «Pues ni idea, como no ponen el apodo», solía ser la respuesta de mi abuela, que es que antaño en los pueblos la gente se conocía por el mote familiar y no por los nombres reales. «Y tú, ¿quién eres?» «Yo soy José Luis.» «Pero, a ver rapaz, ¿de quién eres?» «Nieto de Luisa, La Golondrina.» «Aaanda, de La Golondrina, mira tú. Vaya buen mozo que estás hecho ya…» Y Luisa se fue a pasar aquel invierno de 1982 a Bilbao, con su hijo Saturno, mi tío, y yo, que estaba en clase el día que se fue, no pude despedirla. Y se muró allí en mayo de 1983, de repente, mientras desayunaba pan duro con café, como era su costumbre cada mañana. Por eso sigue conmigo, está conmigo, porque nunca la despedí y procuro hablar con ella cada día.