10 de diciembre de 2015
Suelo caminar rápido, sin demasiada prisa, pero a buen ritmo, cruzando en primera posición, siempre que me es posible, claro, pequeñas metas volantes imaginarias, adelantando a viandantes por la izquierda, por la derecha, sin mirar atrás. Esta tarde, cuando iba a buscar a mi hijo Oli al colegio, a eso de las 15.40, voy a mi habitual velocidad de crucero, hasta llegar al primer semáforo en rojo, me paro; una señora parada a mi derecha contesta la llamada que suena en su smartphone.
– Nada, si ya te iba a llamar yo ahora… Claro, claro, boba… Mira, lo estuve pensando y ya sé qué puedes contar: les dices que la semana pasada le dio un infarto a tu marido… Joder, que ya sé que no estás casada, pero ellos no tienen ni puta idea… Que lo ingresaron en el hospital, pero nada, que se murió a los tres días… Pues no sé, eso ya lo inventas tú sobre la marcha, claro… Les dices también que necesitas dos o tres meses, que ya los avisas tú… ¡Pues claro que cuela!¡No ves que son medio gilipollas! Por lo demás, ¿todo bien?… ¿Vas a irte fuera en Navidades?… Ah, jajajajajajajaja… Ahí también me iba yo, cabrona… Venga, un besazo, ya hablamos… Chao, chao…
El semáforo ya hace rato que cambió el señorín rojo por su alter ego el señorín verde. A tomar por saco mi ritmo, mis metas volantes, llevo un rato aminorando conscientemente mi marcha, caminando detrás de esta señora de pelo rubio graso que fuma un Ducados a pulmón abierto y con muy poca gracia.
– Será imbécil la tía ésta… Bah, qué asco que dan todos… – se dice a sí misma antes de mirar a su izquierda para ver cómo la adelanto sin esfuerzo alguno. Me hace una mueca despectiva y me sopla una bocanada espesa de humo de ése del de «fuma negro sucio blanco»…
Me la pela, por completo. Miro mi reloj; ¡cojonudo! voy bien de tiempo. Ahora tengo que sobrepasar a aquella señora de abrigo negro, la que lleva un carrito de la compra rojo, justo antes de llegar a la Plaza de las Palomas. ¡Vamos! ¡La meta volante de la York School es mía!