(“Al principio, cuando íbamos ganando, cuando nuestras sonrisas eran genuinas…” – Manic Street Preachers, “The Everlasting”, 1998)
Rocío nació una fría mañana de noviembre. Nadie se alegró de ello. Era la séptima y tampoco sería la última. Nunca vio a su padre sereno. Jamás vio sonreír a su madre. Con diez años recién cumplidos lo que más deseaba en el mundo era poder tener una muñeca a la que vestir, a la que dar mimos y golpes a partes iguales, como habían hecho con ella misma. A los doce le vino la regla; a los trece dejó de ser virgen por culpa de Roberto, un amigo de su hermano Arturo. A los catorce se quedó preñada, pero no de Roberto, sino de su primo Joaquín. Embarazada de cinco meses, dejó de ir al colegio, y recibió una gran paliza de su padre, tan borracho como de costumbre. Casi aborta, aunque al final, su hijo, al que puso Ramón por un chico que le gustaba, vino al mundo en perfecto estado de salud. Poco antes de cumplir los dieciséis, se – por llamarlo de alguna manera – escapó de su casa con el tal Ramón. Robó algún que otro bolso, algún que otro coche siempre al lado de su amor. Lo que era, al principio, una cuestión de mera supervivencia, se convirtió en intrínseca necesidad. Encinta por segunda vez probó la maldita heroína – Ramón llevaba casi un año prendido en sus pegajosas redes.
El día en que Rocío cumplió veinte años, daba de mamar a su tercer hijo, una niña a la que llamó como ella, Rocío. Estaba colocada, demasiada dosis para el primer chute del día. Su pequeña Rocío se le cayó de las manos y ¡zuuump! se mató contra el suelo. La enterró en silencio, aún bajo los efectos del caballo, en el vertedero municipal – le quedaba muy cerca de casa, si es que se podía denominar así a la chabola en la que habitaba -. Ramón llevaba ya seis meses en la cárcel. Ella estaba sola. No tenía dinero. Como sólo vio luz al final de una salida, se metió a puta y abandonó a sus dos hijos, de seis y cuatro años, frente a la puerta de un orfelinato. Como a casi cada puta, rápido se le presentó voluntario un chulo. Más palizas y cada vez peor caballo, más y más cortado, cada vez menos heroína y más polvo de relleno. Su chulo también era camello. En noviembre Rocío cumpliría veintidós, pero no llegó a verlos. Un impulso vital la obligó a saltar del puente de la autopista. Ahí comenzaría su nueva vida, porque ella, Rocío, sí que creía en Dios.