3 de octubre de 2014
PRÓLOGO
Hasta Nabokov os habría escupido a la cara. Todavía hace calor. Las chicas van al instituto con pantalones de esos en los que ellas mismas meten tijera hasta las ingles. Dos paisanos que fuman y hablan sosteniendo el cigarrillo en la comisura de los labios se paran delante de una niña que lleva puesto ese tipo de pantalones, con medias negras rotas, un aspecto más alternativo que el habitual de las huestes veraniegas, cortadas ellas por el mismo patrón. Algo le dicen. La niña, de no más de 13 años, los ignora por completo mientras escucha música a través de unos auriculares que le dan un aire de Princesa Leia púber bastante pasota. Se aleja ella y esos dos aspirantes a Torrente se la quedan mirando a la par que hacen gestos y ruidos que, por culpa del susodicho Torrente, parecen impostados, muy de mentira, de muy malos actores… pero no, son reales. Observo toda la jugada caminando despacio, sin quitar mi vista de estos dos. En una terraza, la de la cafetería Milán, tres señoras toman su café mañanero rodeado de humo y de voces roncas, cavernosas de la muerte. Ellas son las que, habiendo visto semejante muestra de garrulismo pacón, toman las riendas de la situación. “¡Sois unos guarros, unos putos cerdos!” Ellos ni se inmutan, siguen su camino descojonados de la risa. Sigo ahora parado sin poder cruzar ese eterno semáforo del final de General Elorza, y están estos seres del pleistoceno cani llegando ya a mi altura. Mi mirada sigue fija en ellos.
Desearía tener súper-poderes para que mis ojos lanzasen rayos láser de ocho mil millones de putos megatones. Pero no, ¡cómo se puede ser tan cruel?, tremenda idea… Ahora cambio de plan y me imagino una mazmorra medieval llena de instrumentos variados cuya principal misión es fomentar el uso de la sutil persuasión (la tortura, vamos, que uno se contagia de esta era del eufemismo blanco). Mejor ir cortando cada una de sus pollas en finas rodajas e ir dándoselas a ellos mismos como alimento (es lo que tiene estar leyendo ya las últimas páginas de la última novela de Juego de Tronos, que da ideas). Llegan ya a mi altura, me ven ahí, quieto, mirándolos. Aceleran el paso, agachan la cabeza y tiran los dos el cigarrillo al suelo. Creen volver a parecer hombres serios y formales. ¡Ja! Por un instante casi creo ciegamente en la telepatía.
EPÍLOGO
Da igual que siga buscando por todos los bolsillos y oquedades ajenas a mi propio cuerpo, he olvidado coger la tarjeta roja de la CTA. ¡Mierda! Hoy toca pagar a tocateja. El conductor me sonríe mientras seguro que piensa, “menudo gilipollas”…
“Uno para Arriondas, por favor.”